Junio
Garibaldi
Sábado, 3.
Mañana es fiesta nacional
Hoy está de luto nuestra patria. Anoche falleció Garibaldi. ¿Sabes quién era? El que liberó a diez millones de italianos de la tiranía de los Borbones. Ha muerto a los setenta y cinco años de edad.
Había nacido en Niza, hijo de un capitán de barco. Cuando tenía ocho años, salvó la vida a una mujer; a los trece, libró del naufragio una barca repleta de compañeros; a los veintisiete, sacó del agua, en Marsella, a un jovencito que se ahogaba; a los cuarenta y uno, evitó el incendio de un barco en alta mar. Luchó en América por la libertad de un pueblo, que no era el suyo. Participó en tres guerras contra los austríacos por la liberación de Lombardía y del Trentino; defendió Roma el año 1849 contra los franceses; liberó Palermo y Nápoles en 1860; volvió a combatir por Roma en 1867; luchó en 1870 contra los alemanes en defensa de Francia. Tenía en su espíritu la llama del heroísmo y el genio de la guerra. Entró en combate cuarenta veces y salió victorioso en treinta y siete.
Cuando no luchaba con las armas, trabajaba para vivir o se encerraba en una isla solitaria dedicándose a cultivar la tierra.
Fue maestro, marinero, obrero, comerciante, soldado, general y dictador. Un gran hombre sencillo y de buenos sentimientos. Odiaba a todos los opresores; amaba a todos los pueblos; protegía a los débiles; su única aspiración era hacer el bien; rehusaba los honores, despreciaba la muerte y adoraba Italia. Cuando lanzaba el grito de guerra, legiones de valientes acudían a su lado desde todas partes: hubo señores que abandonaron sus lujosos palacios, obreros que dejaron la fábrica o el taller, jóvenes que interrumpieron los estudios para ir a combatir a sus órdenes. En la guerra usaba una camisa roja. Era rubio, fuerte y apuesto. En los campos de batalla, un rayo; en los sentimientos, un niño; en los sufrimientos, un santo.
Millares de italianos murieron por la patria, considerándose dichosos al verlo pasar a lo lejos victorioso; millares se habrían dejado matar por él; millones lo han bendecido y lo bendecirán.
¡Ha muerto el gran héroe! El mundo entero lo llora. Tú no puedes comprenderlo ahora; pero leerás sus hazañas, oirás hablar de él continuamente en tu vida, y, conforme vayas creciendo, su imagen se agrandará ante ti; cuando seas hombre, lo tendrás por gigante; y cuando ya no estés en este mundo, ni vivan los hijos de tus hijos, todavía verán las generaciones en alto su cabeza con la aureola de redentor de los pueblos sojuzgados, coronada con los nombres de sus victorias como círculo de estrellas, y a todos los italianos les resplandecerán la frente y el alma al pronunciar su nombre.
TU PADRE
El ejército
Domingo, 11.
Fiesta nacional.
Retrasada siete días por la muerte de Garibaldi.
Fuimos a la plaza del Castillo para presenciar el desfile de los soldados ante el Comandante del Cuerpo de ejército, en medio de dos grandes hileras de gente. Conforme iban desfilando al son de las cornetas y bandas de música, me indicaba mi padre las unidades militares y los gloriosos recuerdos de las distintas banderas.
Primeramente pasaron los alumnos oficiales de la academia militar, que luego serán oficiales de Ingenieros y de Artillería, unos trescientos, con uniformes negros, muy marciales y desenvueltos, como soldados y estudiantes. Tras ellos desfiló la Infantería: la brigada de Aosta, que luchó en Goito y en San Martino, y la de Bérgamo, que se batió en Castelfidardo; cuatro regimientos, compañía tras compañía, millares de penachos rojos, que parecían otras tantas dobles guirnaldas de flores muy largas, color sangre, tendidas y agitadas por ambos extremos y llevadas a través de la multitud.
Después de la Infantería avanzaron los soldados de Ingenieros, los obreros de la guerra, con sus penachos de crin negros y galones de color carmesí. Mientras desfilaban, se veían avanzar tras ellos centenares de largas plumas que sobresalían por encima de las cabezas de los espectadores: eran los alpinos, los defensores de las fronteras de Italia, todos ellos altos, sonrosados y fuertes, con sombreros calabreses y las divisas de color verde vivo, como la hierba de sus montañas. Todavía desfilaban los alpinos cuando la multitud se sintió estremecida ante la aparición de los «bersalleros», el antiguo duodécimo batallón, los primeros que entraron en Roma por la brecha de Porta Pía, morenos, marciales, vivarachos, con los penachos agitados por el viento; pasaron como oleada de negro torrente, haciendo retumbar la plaza con agudos toques de trompeta, que parecían gritos de alegría.
Pero su charanga quedó sofocada por un estrépito sordo y continuado, que anunciaba a la artillería de campaña, pasando gallardamente sentados en los altos armones, tirados por trescientas parejas de briosos caballos, los valerosos soldados de cordones amarillos, y los largos cañones de bronce y de acero, muy relucientes en sus ligeros afustes, que saltaban y resonaban, haciendo temblar el suelo. A continuación marchaba lenta, grave y bella, con apariencia pesada y ruda, con sus altos soldados y sus poderosos mulos, la artillería de montaña, que lleva la desolación y la muerte hasta donde llega la planta humana.
Finalmente pasó al galope, con los cascos que brillaban al sol, las lanzas derechas y las banderas desplegadas, deslumbrantes de oro y plata, llenando el aire de retintines y de relinchos, el apuesto regimiento de caballería de Génova, que cayó como un torbellino sobre diez campos de batalla, desde Santa Lucía a Villafranca.
-¡Qué bonito es todo esto! -exclamé.
Pero mi padre casi me reprochó tal expresión, y me dijo:
-No debes considerar al ejército como un bonito espectáculo. Todos esos jóvenes, pletóricos de vida y de esperanzas, pueden ser llamados en cualquier momento para defender al país y quedar muertos en pocas horas por la metralla enemiga. Cada vez que oigas gritar con motivo de una fiesta: «¡Viva el ejército!» «¡Viva Italia!», figúrate también los campos de batalla cubiertos de cadáveres y anegados en sangre, pues entonces los vítores al ejército te saldrán de lo más profundo del corazón y te parecerá más severa y grandiosa la imagen de Italia.
Italia
Martes, 13
Saluda a la patria de este modo en los días de sus fiestas:
Italia, patria mía, noble y querida tierra donde mi padre y mi madre nacieron y serán enterrados, donde yo espero vivir y morir, donde mis hijos crecerán y morirán; bonita Italia, grande y gloriosa desde hace siglos, unida y libre desde hace pocos años; que esparciste sobre el mundo tanta luz de divinas inteligencias, y por la cual tantos valientes murieron en los campos de batalla y tantos héroes en el patíbulo; madre augusta de trescientas ciudades y de treinta millones de hijos; yo, niño, que todavía no te comprendo y no te conozco por completo, te venero y te amo con toda mi alma, y estoy orgulloso de haber nacido de ti y de llamarme hijo tuyo. Amo tus mares espléndidos y tus sublimes Alpes; amo tus monumentos solemnes y tus memorias inmortales; amo tu gloria y tu belleza, te amo y venero como a aquella parte preferida donde por vez primera vi el sol y oí tu nombre. Os amo a todas con el mismo cariño, y con igual gratitud, valerosa Turín, Génova soberbia, docta Bolonia, encantadora Venecia, poderosa Milán; con la misma reverencia de hijo os amo, gentil Florencia y terrible Palermo, Nápoles inmensa y hermosa, Roma maravillosa y eterna. ¡Te amo, sagrada patria! Y te juro que querré siempre a todos tus hijos como a hermanos; que honraré siempre en mi corazón a tus hombres ilustres vivos y a tus grandes hombres muertos; que seré ciudadano activo y honrado, atento tan sólo a ennoblecerme para hacerme digno de ti y cooperar con mis mínimas fuerzas para que desaparezcan de tu faz la miseria, la ignorancia, la injusticia, el delito; para que puedas vivir y desarrollarte tranquila en la majestad de tu derecho y de tu fuerza. Juro que te serviré en lo que pueda con la inteligencia, con el brazo y con el corazón, humilde y valerosamente; y que si llega un día en el que deba dar por ti mi sangre y mi vida, daré mi vida y mi sangre y moriré elevando al cielo tu santo nombre y enviando mi último beso a tu bendita bandera.
TU PADRE
Un calor sofocante
Viernes, 16
En los cinco días transcurridos desde la celebración de la fiesta nacional, ha ido aumentando el calor, subiendo tres grados el termómetro. Puede decirse que ya estamos en pleno verano. Todos empezamos a sentir cansancio y de las caras ha desaparecido el color sonrosado que tenían durante la primavera; se adelgazan las piernas y los cuellos, se tambalean las cabezas y se cierran los párpados. El pobre Nelli, que nota mucho el calor y está muy pálido, se queda algunas veces profundamente dormido con la cabeza sobre el cuaderno; menos mal que Garrone se ocupa de ponerle delante un libro abierto y plantado, para que no le vea el maestro. Crossi apoya su rubia cabeza en el banco, de forma que parece que está separada del cuerpo. Nobis se queja de que somos muchos en la clase y le viciamos el aire.
¡Qué fuerza hay que tener ahora para estudiar!
Cuando miro por las ventanas de mi casa la confortable sombra que proyectan los frondosos árboles, de buena gana iría a recrearme en ella, y no a encerrarme entre cuatro paredes con los bancos de la clase.
Pero luego siento nuevos ánimos, cuando mi buena mamá, al volver yo de la escuela, me mira la cara para ver si estoy o no pálido. Cuando me entrego al estudio y a los quehaceres escolares y me pregunta si todavía me siento con fuerzas, así como cuando me dice por las mañanas, al levantarme: «Resiste un poco más; sólo quedan unos días de clase; después podrás descansar y solazarte a la sombra de los árboles», quiero armarme de valor y esforzarme hasta el último día de escuela.
Tiene razón de sobra cuando me recuerda a muchachos que trabajan en el campo bajo los abrasadores rayos del sol, o en las blancas orillas de los ríos, que les ciegan y queman, o en las fábricas de cristal, donde pasan el día con la cara inclinada sobre una llama de gas, teniendo que levantarse antes que nosotros y sin vacaciones.
¡Animo!
Derossi es también en esto el primero: no le arredra el calor; la somnolencia no puede con él; se muestra en todo instante tan campante y contento como en el invierno, sin haberse cuidado de cortarse el pelo para ir más fresco; estudia con tesón y mantiene bien despiertos a los que están cerca de él, como si con su voz refrescase el ambiente.
Hay, asimismo, otros dos, siempre atentos y trabajadores: el incansable Stardi, que se muerde los labios para no dormirse y que cuanto más calor hace y más cansado está tanto más aprieta los dientes y abre los ojos, como si quisiera comerse al maestro; y el «negociante» Garoffi, ocupado en hacer abanicos de papel encarnado, a los que pega figuritas sacadas de las cajas de cerillas, que vende a dos centímos cada uno.
Pero el mejor es Coretti, tiene que levantarse a las cinco para ayudar a su padre en el trajín de la leña. En clase, a las once, ya no puede tener los ojos abiertos y se le dobla la cabeza sobre el pecho; sin embargo, se esfuerza por dominarse, se da palmadas en la nuca y pide permiso para salir con el fin de mojarse la cara; también dice a los que tiene a su lado que no dejen de pellizcarle o darle codazos si le ven cabecear. Con todo, esta mañana no pudo resistir más y se quedó profundamente dormido. El maestro le llamó con voz fuerte:
-¡Coretti !
Pero él no le oyó.
-¡Coretti ! -repitió el maestro, irritado.
Entonces, el hijo del carbonero, que se sienta a su lado, se levantó para decir:
-¡Es que ha estado trabajando desde las cinco de la mañana, llevando haces de leña!
El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección media hora más. Luego se acercó al banco de Coretti, empezó a soplarle despacito en la cara y le despertó. Al verse delante del maestro, tuvo un movimiento de susto. Pero el maestro le cogió la cabeza entre las manos, le dio un beso y le dijo:
-No te reprendo, hijo mío. No te duermes por pereza, sino por cansancio.
Mi padre
Sábado, 17
Tus compañeros Coretti y Garrone no contestarían nunca a su padre, hijo mío, como tú lo has hecho esta tarde al tuyo.
¡Enrique! ¿Qué ha pasado? Debes jurarme que nunca más volverá a ocurrir cosa semejante. Cuando te reprenda tu padre y vaya a salir de tus labios una mala respuesta, piensa en el día que, irremisiblemente, tendrá que llegar, en el que te llame a su cabecera para decirte:
-Te dejo, Enrique.
¡Oh, hijo mío! Cuando oigas su voz por última vez, y también mucho después, al llorar a solas en la habitación donde dio el último suspiro, en medio de los libros que ya nunca abrirá, si entonces recuerdas haberle faltado alguna vez al respeto, también te preguntarás: «¿Cómo pudo suceder tal cosa?» Comprenderás que fue siempre tu mejor amigo, que, cuando se veía obligado a reprenderte o castigarte, sufría más que tú, no habiéndole guiado jamás otra cosa que tu bien. Entonces te arrepentirás y besarás la mesa en la que tanto trabajó y sobre la que dejó sus fuerzas en bien de sus hijos, y con el fin de que nada nos faltara.
Ahora no te das cuenta de muchas cosas. El oculta todas sus preocupaciones, excepto su bondad y su cariño. No sabes que algunos días se encuentra tan cansado, que cree que sólo le quedan pocas semanas de vida, y entonces no cesa de hablar de ti, no siente más pesar que dejarte sin protección, lamentando la posibilidad de que no logres situarte como él quiere en la vida; entonces encuentra nuevos estímulos para proseguir su esfuerzo. Ni siquiera sabes que con frecuencia desea tu compañía porque tiene una amargura en el corazón y disgustos, como todos los hombres de este mundo. Te busca como a un amigo para consolarse y olvidar. Se refugia en tu cariño para recobrar la serenidad y nuevos ánimos.
Piensa, pues, lo doloroso que debe ser para él encontrar en ti frialdad y falta de afecto cuando va en busca del cariño filial. ¡No te manches jamás con la negra ingratitud! No olvides que, aun en el caso de que tuvieses la bondad de un santo, no podrías compensarle lo suficiente por lo que ha hecho y continúa haciendo por ti. Piensa, asimismo, que nadie tiene la vida asegurada, y que una desgracia inesperada podría arrebatarte a tu padre, del que tanta necesidad tienes, dentro de dos años, de tres meses o mañana mismo. ¡Cómo verías cambiar entonces, hijo mío, todo cuanto te rodea, lo vacía, triste y desolada que te parecería esta casa, con tu pobre madre vestida de luto! Anda, Enrique, vete al despacho en donde está trabajando tu padre; ve de puntillas, para que le pase inadvertida tu entrada, pon tu frente en sus rodillas y dile que te perdone y te bendiga.
TU MADRE
En el campo
Lunes, 19
Mi buen padre me perdonó una vez más, y me dio permiso para ir a la excursión que habíamos proyectado hacer el miércoles con el padre de Coretti, el vendedor de leña. Todos teníamos necesidad de respirar el aire de la colina.
Fue un placer. Ayer, a las dos de la tarde, nos reunimos en la plaza de la Constitución: Derossi, Garrone, Garoffi, Precossi, padre e hijo, y yo, con nuestras respectivas provisiones de fruta, salchichas y huevos duros; también llevábamos cantimploras y vasitos de hojalata. Garrone llevaba una calabaza con vino blanco; Coretti, la cantimplora de soldado de su padre, llena de vino tinto, y el pequeño Precossi, con su inseparable blusa de herrero, tenía bajo el brazo una hogaza de pan de dos kilos.
Fuimos en autobús hasta la Gran Madre de Dios, y luego, rápidamente, a pie por las colinas. Era una delicia disfrutar de tanto verdor, de sombra y frescura... Nos revolcábamos sobre la hierba, metíamos la cara en los arroyuelos y saltábamos por los vericuetos. Coretti padre nos seguía a gran distancia, con la chaqueta al hombro, fumando en su pipa, y de vez en cuando nos hacía señas con las manos para que tuviésemos cuidado y no nos rasgásemos los pantalones. Precossi silbaba; nunca le había oído silbar, y menos de tal manera. Coretti hijo hacía de todo por el camino; es un artista con su navajita de un dedo de larga; sabe hacer ruedecitas de molino, tenedores, barquitos... No sé cómo se las arregla; además, quería ayudar a llevar cosas de otros; tan cargado iba, que sudaba de lo lindo, pero no se quedaba atrás. Derossi se detenía a cada in tante para decirnos los nombres de las plantas y de los insectos que encontrábamos a nuestro paso; no me explico cómo sabe tanto. Garrone, no podía ser de otra forma, no paraba de comer, pero caminaba en silencio; desde la muerte de su madre no parece el mismo, y ya no muestra la misma fruición de antes al mordisquear el pan. Pero continúa siendo tan bueno como siempre. Cuando alguno de nosotros tomábamos carrerilla para saltar un obstáculo, él se situaba al otro lado para tendernos las manos, y como quiera que a Precossi le daban miedo las vacas, porque de pequeño le había embestido una, Garrone se le ponía delante para protegerlo.
Subimos hasta Santa Margarita, y luego bajamos por la pendiente, dando saltos y echándonos a rodar. Precossi se enredó en una aliaga, se hizo un rasgón en la blusa y se quedó avergonzado con su jirón colgando; pero Garoffi, que siempre lleva alfileres en la chaqueta, se lo arregló de manera que casi no se advertía, mientras él no cesaba de decirle:
-¡Perdona, perdóname!
Garoffi no perdía el tiempo, mientras tanto: cogía hierbas para la ensalada, caracoles y cuantas piedrecitas relucían algo; se las guardaba en el bolsillo, pensando que quizás fuesen de oro o de plata.
Corríamos, saltábamos y nos echábamos a rodar, trepábamos a la sombra y al sol por todas las elevaciones y senderos, hasta que llegamos sin podernos tener de pie a lo más alto de una colina, donde nos sentamos o tumbamos sobre la hierba para merendar.
Desde allí se divisaba una llanura inmensa, viéndose al fondo los Alpes azulados, con sus cimas siempre blancas.
Teníamos un hambre atroz y el pan desaparecía como por encanto. Coretti padre nos daba lonchas de salchichón en hojas de calabaza. Empezamos a hablar de todo: de los maestros, de los compañeros que no habían podido participar en la excursión y de los exámenes. Precossi se avergonzaba algo de comer en presencia de los demás, y Garrone le ponía en la boca lo mejor de su fiambrera, haciéndoselo comer a la fuerza. Coretti estaba sentado junto a su padre, con las piernas cruzadas; más parecían dos hermanos que padre e hijo, viéndolos tan cerca al uno del otro, ambos con buen color, sonrientes y con los dientes blancos... El padre comía con gusto y apuraba los vasos que dejábamos a medias, diciéndonos:
-A los que estudiáis seguramente os hace daño el vino, pero los vendedores de leña lo necesitamos -Luego cogía por la nariz al hijo, lo zarandeaba y decía-: Muchachos, quered mucho a éste, que es un buen chico; ¡os lo digo yo!
Y todos reíamos, a excepción de Garrone.
-¡Qué lástima! -añadió-. Ahora estáis todos vosotros reunidos aquí, como buenos camaradas; pero dentro de unos años Enrique y Derossi serán, probablemente, abogados o profesores, u otra cosa por el estilo, y los otros trabajaréis en un comercio o en un oficio o Dios sabe en qué. Y entonces, ¡adiós compañerismo!
-¿Qué dice usted? -se apresuró a decir Derossi-. Para mí Garrone será siempre Garrone; Precossi, siempre Precossi, y los demás lo mismo, aunque llegase a emperador de Rusia. Donde estén ellos, iré yo.
-¡Bendito seas! -exclamó Coretti padre alzando la cantimplora-. ¡Así se habla, qué caramba! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los buenos compañeros y viva también la escuela, que hace una sola familia de los que tienen y de los que no tienen bienes!
Todos tocamos con nuestros vasos su cantimplora y echamos el último trago. Se puso de pie, apurando la última gota, y luego gritó:
-¡Viva el Regimiento del cuarenta y nueve! Si alguna vez tuvieseis vosotros que luchar, a ver si os mantenéis tan firmes como estuvimos nosotros, muchachos.
Ya era bastante tarde, y emprendimos el camino de regreso cantando y correteando. A trechos íbamos con los brazos entrelazados. Llegamos al Po cuando empezaba a oscurecer y cruzaban el aire millares de pequeñas mariposas. Nos separamos en la plaza de la Constitución, después de haber acordado reunirnos todos de nuevo el domingo para ir al teatro Víctor Manuel a presenciar el reparto de premios a los alumnos de las escuelas nocturnas.
¡Qué día más delicioso pasamos! ¡Con qué muestras de contento habría entrado en mi casa de no haberme cruzado con mi pobrecita antigua maestra en la escalera, cuando se marchaba! Como la escalera estaba a oscuras, al principio no me reconoció; pero luego me tomó ambas manos y me dijo al oído:
-¡Adiós, Enrique; acuérdate de mí!
Me di cuenta que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre, la cual me respondió:
-Va a meterse en cama. -Después dijo con tristeza y mirándome fijamente-: Tu pobre maestra... está muy mal.
Los premios a los obreros
Domingo, 25
Como lo habíamos convenido, fuimos todos juntos al teatro Víctor Manuel para presenciar la distribución de premios a los alumnos de las clases nocturnas de adultos, obreros en su inmensa mayoría.
El teatro estaba adornado y repleto de gente como el 14 de marzo; pero casi todo el público lo componían familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alumnas de las escuela de canto, que interpretaron un himno en honor de los soldados muertos en Crimea, muy bonito, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie sin cesar de aplaudir y de vitorear, de manera que tuvieron que repetirlo.
Acto seguido, empezaron a desfilar los premiados por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras personalidades, quienes entregaban a los galardonados libretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.
En un rincón del patio vi al albañilito, sentado junto a su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y detrás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de segundo.
Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo: plateros, escultores, litógrafos, y algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela de comercio; a continuación los del liceo musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, todas con sus mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfilaron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales. Era digno de verse el espectáculo qué ofrecían aquellos jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero los hombres, con cierto azoramiento. La gente aplaudía tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embargo, ningún espectador se reía, al revés de lo que ocurría el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos y serios.
Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre hacia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y lo señalaban con el dedo riendo.
Pasaron labradores y peones: de la escuela Boncompagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador entregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con aspecto de gigante, al que me parecía haber visto otras veces... Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla, junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué en seguida con la vista a su hijo. El pobre albañilito miraba a su padre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.
En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba sujetándole la mano. Después del deshollina dor apareció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su premio un barrendero municipal, de la escuela Ranieri. Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costado los premios a todos aquellos esforzados trabajadores, padres de familia en gran número, llenos de preocupaciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuántas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan, y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acostumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el rudo trabajo.
Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le colgaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto quedó acallada la risa con los aplausos. Después apareció un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él pasaron soldados de artillería, de los que asistían a clase en nuestro grupo; luego policías municipales y guardias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.
Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual salieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.
En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente. Delante de la puerta del teatro se encontraba el deshollinador con su libro de premio, encuadernado en tela roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban. Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afectuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros. Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Artillería, y mujeres de obreros con niños en brazos que llevaban en sus manecitas el diploma del padre y lo enseñaban con orgullo a la gente.
Mi maestra ha muerto
Martes, 27
Mi pobre maestra agonizaba mientras nos hallábamos en el teatro Víctor Manuel. Falleció a las dos, siete días después de haber ido a visitar a mi madre. Ayer por la mañana estuvo el Director en la escuela para darnos la triste noticia.
-Todos los que habéis sido alumnos suyos -nos dijo- sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya no está entre nosotros. Una terrible enferme dad venía consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algunos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno permiso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día. El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio buenos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá ya! Acordaos de ella, queridos niños.
Precossi, que había sido alumno suyo en primero, dobló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.
Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en grupo a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz baja. Estaban el Director y todos los maestros y maestras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con velas. También había muchos de otras clases y unas cincuenta alumnas del grupo Baretti, unas llevando coronas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colocado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fúnebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una inscripción en caracteres negros, que decía: A su maestra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella había otra pequeña, enviada por sus alumnos.
Entre la multitud se veían muchas sirvientas, enviadas por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos. de librea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un alumnito de la difunta, había enviado su coche, forrado de seda azulada.
Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias chicas se enjugaban las lágrimas.
Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Finalmente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron subir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuertemente y uno comenzó a gritar como si sólo en onces se hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.
La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y lentamente. En primer término iban las Hijas del Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, detrás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos de la primera superior y todos los demás; por último, una multitud de personas. La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, decían:
-Es una maestra.
Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban llorando.
Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave central, delante del altar mayor; las maestras depositaron sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores. La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendidas, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de la oscuridad del templo.
Después que el sacerdote pronunció el último Amén, se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, quedándose sola la maestra.
¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan paciente y con tantos años de servicio! Ha dejado sus pocos libros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuadernillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo al Director que no dejase ir a los más pequeños al entierro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y ha muerto. ¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que has quedado sola en la oscura iglesia! ¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!
Muchas gracias
Miércoles, 28
Mi pobre maestra quería terminar el curso, pero se fue cuando sólo faltaban tres días de clase, porque pasado mañana iremos a oír leer el último cuento mensual, Naufragio. Después... ¡se acabó! El sábado, primero de julio, habrá exámenes.
Ha pasado, pues, otro curso, el cuarto. Y de no haber muerto mi maestra, habría pasado felizmente.
Ahora pienso en lo que sabía en octubre y lo que sé hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas cosas nuevas en mi cabeza, logro escribir mejor lo que pienso; podría resolver problemas que muchas personas mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han estimulado y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro, tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas partes, por donde he ido y he visto algo! En este momento me siento agradecido a todos.
Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen maestro, que tan indulgente y cariñoso te has mostrado conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te agradezco, Derossi, admirable compañero, las explicaciones con que me has hecho comprender de amable manera tantas veces cosas difíciles y superar escollos para mí insalvables en los exámenes; a ti, Stardi, fuerte y valeroso, que me has demostrado que con férrea voluntad todo se alcanza; a ti, estupendo Garrone, bueno y generoso, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos te tratan; también a vosotros, Precossi y Coretti, que siempre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a vosotros, las doy a todos los demás.
Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce madre, amado ángel de mi guarda, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido con mis amarguras, que has estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acariciándome con una mano la frente e indicándome con la otra el Cielo.
Yo me arrodillo ante vosotros, como cuando era chiquito, y os doy gracias con toda la ternura que habéis puesto en mi alma en doce años de sacrificio y de amor.
ULTIMO CUENTO MENSUAL
Naufragio
Hace muchos años, cierta mañana del mes de diciembre zarpaba del puerto de Liverpool un gran buque de vapor llevando a bordo más de doscientas personas, entre ellas setenta hombres de dotación. El capitán y casi t todos los marineros eran ingleses. Entre los pasajeros había varios italianos: tres caballeros, un sacerdote y una compañía de músicos. El barco salió con rumbo a la isla de Malta. El tiempo era bastante inclemente.
Entre los pasajeros de tercera clase, situada a proa, había un chico italiano de unos doce años, bajo de estatura para su edad, pero robusto: un sicilianito de aire serio y audaz. Permanecía solo junto al trinquete, sentado en un gran rollo de maromas. A su lado tenía una maletilla bastante deteriorada, que contenía su equipaje, y sobre la cual apoyaba una mano. Era moreno; su pelo, negro y rizado, casi le llegaba a la espalda. Iba pobremente vestido, con una manta raída sobre los hombros y una vieja bolsa de cuero en bandolera. Miraba en torno suyo, pensativo, a los otros pasajeros, las distintas partes del barco y a los marineros que pasaban corriendo, así como al mar inquieto. Tenía el aspecto de un muchacho que acababa de sufrir una gran desgracia familiar: cara de niño y expresión de hombre.
Poco después de la salida pasó por la proa un marinero de los de la dotación del barco, italiano, hombre de pelo gris, que llevaba de la mano a una chica. Se detuvo delante del pequeño siciliano y le dijo:
-Mario, aquí tienes una compañera de viaje.
Luego se fue.
La chica se sentó también en el rollo de maromas, junto al muchacho.
Ambos se miraron.
-¿A dónde vas? -1e preguntó el siciliano.
La chica respondió:
-A Malta, pasando por Nápoles. -Luego añadió-: Voy a reunirme con mi padre y mi madre, que me esperan. Yo me llamo Julita Faggiani.
El muchacho no dijo nada.
Pasados unos minutos, sacó de la bolsa pan y frutas secas; la chica llevaba bizcochos. Los dos se ofrecieron mutuamente sus provisiones y comieron con buen apetito.
-¡Esto se ha animado! -gritó el marinero italiano, pasando rápidamente-. ¡Ahora empieza el baile!
El viento arreciaba y el barco daba fuertes bandazos. Pero los dos chicos, que no se mareaban, apenas se inmutaron. La chica sonreía. Tenía poco más o menos la edad de su compañero, aunque era bastante más alta, morena, fina, de aspecto algo enfermizo y vestida más que modestamente. Tenía el cabello corto y ondulado, un pañuelo encarnado en la cabeza y zarcillos de plata en las orejas.
Mientras comían fueron contándose cosas de su vida. El muchacho no tenía padre ni madre. Su padre, obrero, había muerto en Liverpool pocos días antes, dejándole solo, y el cónsul italiano le había enviado a su tierra, a Palermo, donde le quedaban algunos parientes lejanos. A la chica la habían llevado a Londres el año anterior a casa de una tía suya, viuda, que la quería mucho, y a la que sus padres, que eran pobres, se la habían dejado por algún tiempo, con la esperanza de que fuera su heredera, como ella lo tenía prometido. Pero pocos meses después murió la tía en accidente de circulación, atropellada por un coche, sin dejarle ningún dinero. Recurrió también al cónsul y éste la embarcó para Italia. Los dos estaban recomendados al marinero italiano.
-Mis padres -concluyó la niña- creían que volvería rica, y, en cambio, vuelvo sin un céntimo. Pero de todas formas me quieren lo mismo que mis hermanos. Tengo cuatro hermanitos, todos pequeños. Yo soy la mayor de mi casa y les ayudo a vestirse. Se pondrán muy contentos cuando me vean. Entraré en casa de puntillas... ¡Qué malo está el mar!
Después preguntó al muchacho:
-¿Y tú? ¿Vas a vivir con tus parientes?
-Sí..., si ellos quieren -le respondió.
-¿Es que no te quieren?
-No lo sé.
-En Navidad cumplo trece años -dijo la muchacha.
Luego empezaron a charlar sobre el mar y la gente de a bordo. Todo el día estuvieron juntos, intercambiándose algunas palabras. Los pasajeros creían que eran hermanos. La chica hacía punto de media; el muchacho estaba pensativo. El mar continuaba cada vez más borrascoso.
Por la noche, en el momento de separarse para ir a dormir, la chica dijo a Mario.
-Que duermas bien.
-Nadie dormirá bien esta noche, amiguitos míos -exclamó el marinero italiano, pasando de prisa porque le había llamado el capitán.
El muchacho estaba para corresponder a su amiguita y desearle también una buena noche, cuando de pronto un inesperado golpe de mar lo lanzó violentamente contra un banco.
-¡Madre mía, sangras! -gritó la muchacha corriendo hacia él para atenderlo.
Los pasajeros, que se apresuraban a bajar a los dormitorios, no les hicieron el menor caso. La chica se arrodilló junto a Mario, que había quedado aturdido por el golpe; le limpió la frente, que le sangraba y, quitándose el pañuelo rojo, se lo ató alrededor de la cabeza; luego la apretó contra sí para hacer el nudo, quedándole una mancha de sangre en el vestido amarillo, a la altura de la cintura. Mario se repuso y se levantó.
-¿Te sientes mejor? -le preguntó la chica.
-Ya no tengo nada -contestó.
-Que descanses -dijo Julita.
-Buenas noches -respondió Mario.
Y ambos bajaron por dos escaleras próximas a sus respectivos dormitorios.
El marinero había acertado. Aún no se habían dormido cuando se desencadenó una horrible tempestad. Fue como un asalto inesperado de tremendas olas que en pocos minutos rompieron un mástil y arrastraron consigo, como si hubiesen sido hojas, tres de las barcas colgadas de las grúas y cuatro bueyes que se hallaban en la proa. En el interior del buque se produjo gran confusión y un espanto imposible de describir: un griterío estremecedor, con mezcla de llantos y de plegarias, que ponía los pelos de punta.
La tempestad fue arreciando su furia toda la noche y, al amanecer, aún se encrespó más. Las enormes olas azotaban el barco por los costados e irrumpían sobre la cubierta, destrozando, barriendo y arrastrándolo todo. Se hundió la plataforma que cubría la maquinaria, y el agua se precipitó al interior con ruido infernal; las calderas se apagaron y los maquinistas huyeron; por todas partes penetraron impetuosos torrentes de agua. Una voz fuerte gritó:
-¡A las bombas!
Era la voz del capitán.
Los marineros echaron mano a las bombas. Pero un rápido golpe de mar, que se abatió por detrás sobre el buque, deshizo gran parte del casco y se precipitó al interior de manera incontenible.
Los pasajeros, más muertos que vivos, se habían refugiado en la sala del centro del barco.
A cierto momento apareció el capitán.
-¡Capitán! ¡Capitán! -gritaron todos a la vez-. ¿Qué hacemos? ¿Cómo estamos? ¿Hay alguna esperanza? ¡Sálvenos!
El capitán esperó a que todos callasen, y dijo:
-¡Resignémonos!
Una mujer lanzó un grito:
-¡Piedad!
Nadie más pudo hablar, porque a todos los tenía paralizados el pánico. Así transcurrió mucho tiempo en medio de un silencio sepulcral. Todos se miraban con caras cadavéricas. El mar se enfurecía cada vez más. El barco a duras penas podía navegar. A cierto punto el capitán intentó echar al agua una lancha. Cinco marineros se metieron en ella; la lancha se sostenía, pero una ola la volcó, y perecieron dos marineros, uno de los cuales era, precisamente, el italiano; los otros, con mucho esfuerzo, lograron asirse de nuevo a las cuerdas y subir a bordo.
Tras esto, los mismos tripulantes perdieron toda esperanza. Dos horas después, el barco estaba sumergido hasta la altura de la borda.
Entretanto, sobre cubierta se desarrollaba un espectáculo estremecedor. Las madres estrechaban desesperadamente contra su pecho a los hijos; los amigos se abrazaban y se daban el adiós de despedida definitiva; algunos bajaban a los camarotes para morir sin ver el mar. Un pasajero se pegó un tiro en la cabeza, y fue rodando escaleras abajo hasta el dormitorio, donde expiró. Muchos se agarraban frenéticamente los unos a los otros y algunas mujeres padecían horribles convulsiones. No pocos se arrodillaban rodeando al sacerdote. Se oía un coro de sollozos, de lamentaciones infantiles, de voces agudas y extrañas, viéndose por aquí y por allá personas tan inmóviles como estatuas, atontadas por el pánico, con los ojos dilatados y sin vista, caras cadavéricas, y propias de locos. Mario y Julia, agarrados a un mástil, miraban el mar con los ojos fijos, como alucinados.
El mar se había aquietado un poco; pero el buque continuaba hundiéndose lentamente; sólo le quedaban unos minutos de vida.
-¡La lancha al agua! -gritó el capitán.
Una chalupa que quedaba, la última, fue lanzada al mar, y se metieron en ella catorce marineros y tres pasajeros.
El capitán permaneció a bordo.
-¡Venga con nosotros! -le dijeron desde la barca.
-Yo debo morir en mi puesto -contestó el capitán.
-Encontraremos algún barco -le gritaron los marineros- y nos salvaremos. ¡Baje! ¡Está perdido!
Yo me quedo aquí. Iros vosotros.
-¡Todavía hay un sitio! -gritaron entonces, dirigiéndose a los otros pasajeros-. ¡Una mujer!
Entonces avanzó una mujer, sostenida por el capitán; pero, al ver la distancia que le separaba de la chalupa, no tuvo valor para dar el salto y cayó sobre cubierta. Las demás mujeres casi todas estaban desvanecidas y como muertas.
-¡Un chico! -gritaron algunos.
Al oírlo, el muchacho siciliano y su compañera, que hasta entonces habían permanecido como petrificados por un estupor sobrehumano, impulsados por el instinto de vivir, se apartaron a la vez del palo y corrieron al borde del buque, exclamando a la vez:
-¡Yo! -Y se rechazaban el uno al otro como dos fieras salvajes.
-¡El más pequeño! -dijeron los de la chalupa-. ¡La barca está sobrecargada! ¡El más pequeño!
Al oírlo, la muchacha, como herida por un rayo, dejó caer los brazos y permaneció inmóvil, mirando a Mario con los ojos apagados.
Mario la miró un instante, vio la mancha de sangre que había dejado en ella, se acordó de lo que había hecho por él y cruzó por su mente una idea divina.
-¡El más pequeño! -gritaban a coro los marineros con imperiosa impaciencia-. ¡Nos vamos!
Entonces Mario, con una voz que no parecía la suya, gritó:
-¡Ella pesa menos! ¡Vete tú, Julia! ¡Te cedo mi sitio! ¡Anda, mujer! Tú tienes padres, y yo soy solo.
-¡Echala al mar! -corearon los marineros.
Mario cogió a Julia por la cintura y la echó al agua.
La muchacha dio un grito y cayó; un marinero la agarró de un brazo y la subió a la barca.
Mario permaneció firme sobre la borda del buque, con la frente erguida y el cabello flotando al viento, inmóvil, tranquilo, sublime. La barca se puso en movimiento y apenas tuvo tiempo de esquivar el vertiginoso remolino de agua formado por el buque al hundirse.
La muchacha, que hasta aquel momento había estado casi insconciente, alzó los ojos hacia el chico y empezó a llorar desconsoladamente.
-¡Adiós, Mario! -gritó entre sollozos, con los brazos tendidos hacia él-. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
-¡Adiós! -le contestó el muchacho elevando la mano.
La barca se alejó con la rapidez que le permitía el mar agitado, bajo un cielo oscuro. Sobre el buque siniestrado nadie hablaba ya. El agua lamía el borde de la cubierta.
De pronto se puso el muchacho de rodillas, juntó las manos y dirigió los ojos al Cielo.
La muchacha se tapó la cara.
Cuando alzó la cabeza, echó una mirada al mar. El buque había desaparecido.
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