Amicis Corazón I

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Primer día de clase

Lunes, 17

Hoy hemos empezado el nuevo curso. Han pasado como un sueño los tres meses de vacaciones transcurridos en el campo. Mi madre me llevó esta mañana al grupo escolar «Baretti» para matricularme como alumno de quinto. Mientras tanto pensaba en el campo e iba de bastante mala gana. Las calles adyacentes eran un hervidero de chiquillos, y las dos librerías próximas al grupo estaban llenas de padres y de madres que compraban carteras, cartillas, libros, estuches o plumieres con útiles de trabajo y cuadernos. Delante de la escuela se agolpaba tanta gente, que el bedel hubo de pedir la presencia de guardias municipales para que mantuviesen orden y quedase expedita la entrada.

Cerca de la puerta sentí unos golpecitos en el hombro. Me los dio mi anterior maestro de cuarto, alegre, jovial, de pelo rubio, rizoso y encrespado, que me dijo:

-¿Qué, Enrique? ¿Nos separamos para siempre?

Demasiado lo sabía yo, pero sus palabras me apenaron mucho. Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, militares, abuelas, criadas, todos con chicos de una mano y el material escolar en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor como al entrar al teatro después de larga espera en la cola.

Volví a ver con alegría el amplio zaguán de la planta baja al que dan las puertas de siete aulas, por donde había pasado casi todos los días durante tres años. Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venían en todas direcciones. La que había sido mi profesora dos años antes me saludó desde la puerta de su clase, añadiéndome:
-Enrique, este año vas al piso de arriba, y ni siquiera te veré pasar. Habló mirándome con aire entristecido.



El Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera a sus hijos, no matriculados por falta de espacio. Me pareció que tenía la barba algo más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y fuertes que al terminar el curso.

En la planta baja ya se había hecho la distribución de los escolares; había pequeñines que no querían entrar en el aula y se encabritaban como potrillos, debiéndoseles forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban de los bancos que les habían asignado y otros rompían a llorar en cuanto sus padres o acompañantes se marchaban, quienes volvían para consolarlos o hacerlos sentar nuevamente. Con esto las maestras se desesperaban. Mi hermanito se quedó en la clase de la maestra Delcati, y yo en la del maestro Perboni, situada en el piso principal.

A las diez todos estábamos en nuestros sitios respectivos. En mi clase éramos cincuenta y cuatro, pero apenas quince o dieciséis habían sido compañeros míos el curso anterior, figurando entre ellos Derossi, el que siempre obtenía las mejores notas y acaparaba el primer premio.

Pensando en los bosques y en las montañas por donde me había solazado el verano, me parecía muy pequeño y triste el recinto escolar. También me acordaba con pena de mi anterior maestro, tan bueno y alegre y tan bajo que casi parecía uno de nosotros; sentía no verlo delante de mí con su cabeza rubia de pelo enmarañado.

Nuestro actual maestro es alto. No se deja la barba; tiene el pelo bastante largo y gris, aunque bien peinado, y una arruga recta en la frente; su voz es algo ronca. Nos mira fijamente uno a uno, como queriendo leer en nuestro interior. En ningún momento le he visto reír.

Esta mañana decía para mí: «Es el primer día. Tengo nueve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales he de realizar!» Sentía verdadera necesidad de ver a mi madre y, al salir, he corrido a besarla. Ella, para tranquilizarme, me ha dicho:

-No te apures, Enrique. Estudiaremos los dos juntos.

Al entrar en casa ya estaba mucho más contento. Pero no tengo el mismo maestro, ese tan buenazo y siempre sonriente. Por eso no me ha gustado, de primeras, la escuela tanto como antes. Veremos lo que ocurre este año.

Nuestro maestro

Martes, 18

También me gusta desde esta mañana mi nuevo maestro.

Al entrar, estando él sentado en su sillón, se asomaban de vez en cuando a la puerta de la clase algunos alumnos suyos del curso anterior para saludarle.

-Buenos días, señor maestro.

-Buenos días, señor Perboni.

Algunos entraban, le estrechaban la mano y se marchaban de prisa. Se notaba que le querían y que gustosamente habrían continuado en su clase. El maestro les respondía:

-Buenos días.

Y les apretaba la mano que le ofrecían, pero sin fijarse en ninguno; a cada saludo permanecía serio y vuelto hacia la ventana, con la arruga de la frente más pronunciada, mirando al tejado de una casa próxima. En lugar de alegrarse por los saludos, parecía que le causaban pena. Luego nos miraba uno a uno detenidamente.

Para el dictado, bajó del estrado e iba pasando por entre los bancos. Viendo que un chico tenía la cara enrojecida y llena de granitos paró de dictar, se le acercó, le empinó un poco la cara y lo observó atentamente; después le preguntó qué le ocurría y le puso la mano en la frente para saber si la tenía caliente. Mientras tanto, un chico se puso de pie por detrás en su banco y empezó a hacer muecas y tonterías con las manos. El maestro se volvió de repente y el chiquillo se sentó instantáneamente permaneciendo con la cabeza gacha en espera de la merecida reprimenda. Pero el señor Perboni sólo le puso una mano en la cabeza y le dijo:

-No lo vuelvas a hacer.

Y nada más. Volvió a la mesa y acabó de dictar.

Al concluir, nos miró unos instantes en silencio y a continuación, con su robusta, pero agradable voz, empezó a decirnos:

-Escuchad: hemos de pasar juntos casi un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Aplicaos y sed buenos chicos. Yo no tengo familia. Vosotros constituís la mía. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto y he quedado solo. Ahora solamente os tengo a vosotros, que sois el centro de mis afectos y de mis pensamientos. Debéis ser como hijos míos. Os quiero y creo tener derecho a que me queráis, pagándome con la misma moneda. No deseo castigar a ninguno. Demostradme que sois chicos de buen corazón; nuestra clase será una familia y vosotros, mi consuelo y mi orgullo. No os pido promesas de palabra, porque estoy seguro que ya lo habéis prometido en el fondo de vuestro corazón. Y os lo agradezco sinceramente.

En aquel momento entró el bedel a dar la hora y todos salimos de los bancos muy silenciosos. El chico que se había levantado en el banco se acercó al maestro y le dijo con voz temblorosa:

-¡Perdóneme!

El maestro le dio un beso en la frente y le contestó:

-Está bien; vete, hijo mío.

¡Qué desgracia!

Viernes, 21

Yendo esta mañana a la escuela refiriendo a mi padre lo que nos dijera ayer el maestro, vimos de pronto mucha gente apiñada ante la puerta del grupo escolar.

-¡Alguna desgracia! -dijo mi padre-. ¡Mal empieza el curso!

Entramos no sin dificultad. El gran zaguán se hallaba repleto de padres de alumnos y de chicos a los que los maestros no lograban hacer entrar en clase y todos miraban con insistencia hacia el despacho del Director, oyéndose decir: «¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robetti!»

Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación, llena de gente, sobresalían el quepis de un guardia municipal y la gran calva del señor Director. Entró un señor con sombrero de copa, y dijeron:

-Es el médico.

Mi padre preguntó a un maestro:

-¿Qué ha sucedido?

-Le ha pasado una rueda por el pie y se lo ha lastimado -respondió el interpelado.

-Se ha roto el pie -dijo otro.

Se trataba de un chico de la segunda, que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grossa, al ver caer en medio de la calle, a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, a un niño de párvulos, que se había soltado de la mano de su madre, corrió en su ayuda, lo cogió y lo puso a salvo, pero sin poder impedir que le pasara por encima de un pie la rueda del ómnibus.

Mientras nos referían esto, entró en el zaguán como loca una mujer que se abría paso con decisión entre la gente. Era la madre de Robetti, a la que habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello: era la madre del niño salvado del peligro.

Ambas entraron en el cuarto de la dirección y al punto se oyó un grito desgarrador:

-¡Julio! ¡Hijo de mi alma!

En aquel momento se detuvo un coche delante de la puerta y poco después apareció el señor Director con el chico herido en brazos, que estaba muy pálido y con los ojos cerrados, apoyando la cabeza sobre el hombro del Director.

Todos guardamos silencio absoluto, tan sólo roto por los sollozos de la madre. El señor Director se detuvo un instante y levantó con los dos brazos al muchacho que llevaba para que lo viésemos todos. Los maestros y maestras, los padres y los chicos, exclamamos a una:

-¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un verdadero héroe! ¡Pobre chico!

Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos que se hallaban más cerca de él le besaban las manos y los brazos. El abrió los ojos y murmuró:

-¡Mi cartera!

La madre del pequeñito salvado se la enseñó gimoteando, y le dijo:

-Te la llevo yo, ángel mío; te la llevo yo.

Entretanto se mantenía en pie la madre del herido, que se cubría el rostro con las manos.

Salieron, acomodaron a Julio en el coche y éste partió. Entonces todos entramos silenciosos en la escuela.

El chico calabrés

Sábado, 22

Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El Director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba asustado. El maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase:

-Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da honrados labradores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie.

Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el primer premio. Derossi se levantó.

-Ven aquí -añadió el maestro.

Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés.

-Como primero de la clase -dijo el profesor- da el abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.

Derossi murmuró con voz conmovida:

-¡Bienvenidos! -y abrazó al calabrés. Este le besó en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.

-¡Silencio!... -gritó el maestro--. En la escuela no se aplaude.

Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después repuso:

-Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto luchó nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente. Cualquiera de vosotros que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente levantada la bandera tricolor.

Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó un sello de Suecia.

Mis compañeros de clase

Martes, 25

El chico que envió el sello al calabrés es el que más me agrada de todos. Se llama Garrone, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, lo que se advierte hasta cuando sonríe, y parece que piensa como un hombre. Ahora conozco ya a muchos de mis compañeros. Otro que también me gusta se llama Coretti; lleva un jersey color marrón oscuro y tiene una gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un revendedor de leña que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto, y dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli, un chico jorobadito, endeble y descolorido. Hay uno muy bien vestido, que siempre se está quitando las motas de la ropa: Votini. En el banco delante del mío hay otro al que le llaman «el albañilito», por ser su padre albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz chata. Tiene una habilidad especial para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerito viejo, que guarda en el bolsillo como un pañuelo. Junto al albañilito está Garoffi, un tipo alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que siempre anda traficando con plumas, estampas y cartones de cajas de cerillas; se escribe notas en las uñas para leerlas a hurtadillas cuando da la lección. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que parece bastante orgulloso y se encuentra en medio de dos muchachos que me resultan simpáticos: el hijo de un herrero, enfundado en una chaqueta que le llega hasta las rodillas, muy pálido, que parece estar enfermo, siempre con cara de asustado y que no se ríe nunca; y otro, rubio, que tiene un brazo inmóvil que lleva en cabestrillo; su padre fue a América y su madre es verdulera.

Es también un tipo curioso mi vecino de la izquierda, Stardi, pequeño y ordinariote, sin cuello y gruñón, que no habla con nadie y parece ser bastante torpe, pero está muy atento a las explicaciones del maestro, sin parpadear, con la frente arrugada y los dientes apretados; si le hacen alguna pregunta cuando habla el maestro, la primera y segunda vez no responde, y a la tercera da al entrometido un codazo o un puntapié. Tiene a su lado a un descarado, bastante sinvergüenza, que se llama Franti y que fue expulsado de otra escuela.

Hay dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y llevan sombrero calabrés con una pluma de faisán. Pero el mejor de todos, el más listo y que seguramente será también el primero este año, es Derossi. El maestro, que ya se ha dado cuenta, le pregunta siempre.

Sin embargo yo quiero mucho a Precossi, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, que parece estar enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido; cada vez que pregunta o tropieza con alguien, dice: «Perdona», y mira de continuo con ojos tristes y bondadosos. Garrone es, sin duda, el mayor y el mejor de todos.

Un gesto generoso

Miércoles, 26

Garrone se ha dado a conocer precisamente esta mañana.

Cuando entré en clase -un poco tarde por haberme detenido la maestra de la primera superior para preguntarme a qué hora podía venir a casa-, el maestro no había llegado todavía y tres o cuatro chicos se estaban metiendo con el pobre Crossi, el rubio del brazo malo y cuya madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, le decían motes y le remedaban poniéndose el brazo como en cabestrillo. El pobrecito estaba solo en su banco del fondo, asustado, y daba compasión verle mirar a uno y otro con ojos suplicantes para que lo dejasen en paz. Pero los otros arreciaban en sus burlas y él empezó a temblar y a ponerse rojo de ira.

De pronto, Franti, el descarado, se subió a un banco y, haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, ridiculizó a la madre de Crossi cuando acudía a esperarlo a la puerta, pues ahora no va por estar enferma. Muchos se rieron a carcajadas. Entonces Crossi perdió la paciencia y, cogiendo un tintero, se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar al pecho del maestro que entraba en aquel preciso momento.

Todos corrieron a sus respectivos puestos y callaron atemorizados.

El maestro, pálido, subió al estrado y con voz alterada preguntó:

-¿Quién ha sido?

Nadie respondió.

El maestro preguntó, levantando más la voz:

-¿Quién ha sido?

Entonces Garrone, sintiendo compasión del pobre Crossi, se puso de pie y dijo con resolución:

-Un servidor.

El maestro le miró y nos miró a todos, que estábamos pasmados, y luego replicó con voz tranquila:

-No has sido tú.

Pasado un momento añadió:

-El culpable no será castigado. ¡Que se levante!

Crossi se levantó y dijo entre sollozos:

-Me pegaban y me insultaban, perdí la cabeza y tiré...

-Siéntate -dijo el maestro-. ¡Qué se pongan de pie los que le han provocado!

Cuatro se levantaron con la cabeza gacha.

-Vosotros -dijo el maestro- habéis insultado a un compañero que no os provocaba; os habéis burlado de un desgraciado y pegado a un débil que no podía defenderse. Con vuestro proceder habéis cometido una de las acciones más ruines y vergonzosas con que se puede manchar una criatura humana. ¡Cobardes!

Dicho esto, pasó entre los bancos, puso una mano en la barbilla de Garrone, que estaba con la vista baja, y, alzándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo:

-¡Tienes un alma noble!

Aprovechando la ocasión, Garrone murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, les dijo bruscamente:

-Os perdono

Mi maestra

Jueves, 27

Mi maestra ha cumplido su promesa y ha venido hoy a casa en el momento en que me disponía a salir con mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído en los periódicos. Hacía un año que no la habíamos visto en casa; así es que todos la recibimos con mucha alegría. Continúa siendo la misma, menudita, con su velo verde en el sombrero, vestida sencillamente, con peinado algo descuidado por faltarle tiempo para arreglarse, pero más descolorida que el año pasado, con algunas canas y sin dejar de toser.

Mi madre le ha preguntado:

-¿Cómo va de salud, querida maestra?

-¡Bah! No importa -ha respondido, sonriéndose de modo alegre y melancólico a la vez.

-Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte -ha añadido mi madre- y brega mucho con los chiquitos.

Y es verdad; en clase no para de hablar; lo recuerdo de cuando iba con ella; continuamente está llamando la atención de sus pequeños alumnos para que no se distraigan. No está un momento sentada.

Tenía la seguridad de que vendría a vernos, pues no se olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuerda sus nombres; los días de exámenes mensuales acude al despacho de la dirección para informarse de las calificaciones que han obtenido; los espera a la salida y hace que le enseñen los ejercicios para ver si realizan progresos. Hasta van a verla muchachos que cursan el Bachillerato y llevan ya pantalón largo y reloj.

Hoy regresaba muy cansada del Museo, a donde había llevado a sus alumnos, como acostumbra hacerlo cada jueves, explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se reanima cuando habla de su labor docente. Ha querido volver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha estado mirando un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de sarampión, y por tener, además, que corregir luego los cuadernos. En fin, que no para de trabajar. Antes de retirarse a su casa, aún debía dar clase particular de Aritmética a la hija de un comerciante.

-Bueno, Enrique -me ha dicho al despedirse-, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves problemas difíciles y sabes hacer largas composiciones?

Me ha besado y, desde el último peldaño de la escalera, me ha dicho:

-No te olvides de mí, Enrique.

¡Nunca me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuando sea mayor te recordaré e iré a verte entre tus pequeñuelos. Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y pensaré en los dos años que pasé en tu clase, donde tantas veces te vi malucha y fatigada, pero siempre animosa, indulgente, enfadada cuando alguno cogía la pluma de manera incorrecta, preocupadísima cuando nos preguntaban los inspectores y la mar de satisfecha cuando salíamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como una madre... ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra mía!

En la buhardilla

Viernes, 28

Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a la mujer necesitada recomendada por los periódicos. Yo llevé el paquete y mi hermana el periódico en que estaba el nombre y la dirección.

Subimos hasta el último piso de una casa alta y entramos en un largo corredor al que daban muchas puertas de otras tantas viviendas. Mi madre llamó en la última, abriéndonos una mujer todavía joven, rubia y demacrada, que de inmediato parecióme haber visto otras veces, con el mismo pañuelo azul a la cabeza.

-¿Es usted la del periódico? -preguntó mi madre.

-Sí, señora; yo soy.

-Pues mire, le traemos una poca ropa blanca. Aquí la tiene.

La mujer no paraba de darnos las gracias y de bendecirnos. Mientras tanto vi en un rincón de la oscura y desnuda habitación a un chico arrodillado delante de una silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar escribiendo, como así era, efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo lograba escribir con tan escasísima luz? Mientras pensaba esto para mí, reconocí de pronto los cabellos rubios y la chaqueta de fustán de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo inmóvil.

Se lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía cargo de la ropa que le habíamos llevado.

-¡Calla! -respondió mi madre-. Puede ser que se avergüence al ver que das una limosna a su madre; no le digas nada.

Pero Crossi se volvió en aquel momento y yo no sabía qué hacer. Me dirigió una sonrisa, y entonces mi madre me dio un empujoncito para que lo abrazara. Lo abracé; él se levantó y me estrechó la mano.

-Aquí me tiene -decía entretanto su madre a la mía- sola con este hijo. Mi marido hace seis años que se fue a América, y yo, por añadidura, enferma, sin poder ganar algún dinero vendiendo verdura. Ni siquiera dispongo de una mesa para que mi Luisito pueda trabajar con cierta comodidad. Cuando tenía en el portal el mostrador, por lo menos podía escribir sobre él; pero se lo llevaron. Como ve, hasta carecemos de luz suficiente para que estudie sin perder la vista. Y gracias que puedo enviarlo a la escuela porque el Ayuntamiento nos da los libros y demás material escolar. ¡Pobre hijo mío! ¡Tú, con tantas ganas de estudiar, y yo, infeliz de mí, nada puedo hacer por ti!

Mi madre le dio cuanto dinero llevaba en el bolso, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos de la buhardilla. Tenía toda la razón cuando me dijo:

-Ya ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar ese chico. Tú disfrutas de todas las comodidades y aún te parece duro el estudio. ¡Ah, Enriquito! Más mérito hay en su trabajo de un solo día que en el tuyo de todo un año. ¡A él deberían darle los premios!

La escuela

Viernes, 28

Sí, querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con la resolución y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te haces algo el remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despreciable que sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al cabo de una semana pedirías de rodillas volver a ella, harto de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus juguetes y de no hacer nada provechoso.

Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros, que van por la noche a clase, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que acuden a la escuela los domingos, tras una semana de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, también estudian; y hasta en los presos, que asimismo aprenden a leer y escribir.

Cuando salgas por las mañanas de tu casa, piensa que en tu misma ciudad y en ese preciso momento van como tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio de tres horas en una habitación para aprender y ser un día hombres de provecho.

Pero ¡qué más! Piensa en los innumerables niños que a todas horas acuden a la escuela en todos los países; contémplalos con la imaginación yendo por las tranquilas y solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas calles de la ciudad, por la orilla de los mares y de los lagos, tanto bajo un sol ardiente como entre nieblas, embarcados en los países surcados por canales, a caballo por las extensas planicies, en trineos sobre la nieve, por valles y colinas, a través de bosques y de torrentes, subiendo y bajando sendas solitarias montañeras, solos, o por parejas, o en grupos, o en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en miles de lenguas. Desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdidas entre hielos, hasta las de Arabia, a la sombra de palmeras, millones de criaturas van a aprender, en cien diversas formas, las mismas cosas; imagínate ese tan vasto hormiguero de chicos de los más diversos pueblos, ese inmenso movimiento del que formas parte, y piensa que si se detuviese, la humanidad volvería a sumirse en la barbarie. Ese movimiento es progreso, esperanza y gloria del mundo.

Valor, pues, pequeño soldado de semejante y colosal ejército. Tus armas son los libros; tu compañía, la clase; toda la tierra, campo de batalla; tu victoria, nuestra victoria, significará el establecimiento de una paz verdadera, la comprensión entre todos los hombres, la civilización humana. ¡No seas, hijo mío, un soldado cobarde!

TU PADRE

CUENTO MENSUAL

El pequeño patriota paduano

Sábado, 29

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días un cuento como el de esta mañana. Dice que todos los meses nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se tratará de una acción buena y verdadera realizada por un chico.

El de hoy se titula El pequeño patriota paduano, y dice así:

Del puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova un barco de carga y pasaje francés, llevando a bordo franceses, españoles y suizos. Había entre otros un chico de once años, solo, mal vestido, que siempre estaba aislado y miraba a todos con recelo. Y tenía razón para hacerlo así. Dos años antes le habían entregado al jefe de una compañía de titiriteros sus desconsiderados padres, campesinos de los alrededores de Padua. Dicho jefe, después de haberle enseñado a hacer diversos ejercicios, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, se lo había llevado a través de Francia y de España, sin parar de pegarle ni acallar nunca su hambre.

Una vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los golpes y el hambre, reducido a un estado que daba compasión, se escapó de su verdugo y corrió a pedir protección al cónsul de Italia, que, apiadándose del muchacho, lo había embarcado en aquel navío, entregándole una carta para el jefe de policía de Génova, que se encargaría de devolverlo a sus padres, a los mismos que le habían entregado por poco dinero, como se hace con los animales.

El pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban con cierta curiosidad y algunos le hacían preguntas; pero él no respondía, pareciendo que desconfiaba de todos, por lo mucho que le habían exasperado y hecho sufrir las privaciones y los malos tratos.

Sin embargo, tres viajeros, a fuerza de insistir en sus preguntas, consiguieron hacerle hablar y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de español, francés e italiano, les contó su triste historia.

No eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo comprendieron, y parte por compasión y parte por la excitación del vino, le dieron algunas monedas, estimulándole para que les refiriese otros particulares de su vida. Habiendo entrado en la sala en aquel momento unas señoras, los tres, por darse postín, le entregaron más dinero, diciéndole: «Toma, toma más.» Y hacían sonar las monedas en la mesa.

El muchacho se las fue metiendo en el bolsillo dando gracias a regañadientes, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Después subió a cubierta y se acomodó en su litera, donde siguió pensando en su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años que sólo comía pan y poco; podía comprarse una chaqueta en cuanto desembarcara en Génova, al cabo de dos años de ir vestido con andrajos; y también podía, llevando algo a casa, ser acogido por su padre y su madre más humanamente que yendo con los bolsillos vacíos. Aquel dinero representaba para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, bajo el toldo del puente, mientras que los tres pasajeros charlaban, sentados a la mesa, en medio de la sala de segunda clase.

Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visitado y, de conversación en conversación, llegaron a dar su parecer sobre Italia. Uno comenzó quejándose de sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y todos juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno decía que habría preferido viajar por Laponia; otro aseguraba que en Italia tan sólo había encontrado estafadores y bandidos; el tercero afirmaba que los empleados italianos eran analfabetos. «Un pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio», añadió el segundo. «La ...», exclamó el tercero, queriendo decir «ladrón», pero no pudo acabar la palabra, porque sobre sus cabezas y espaldas cayó una tempestad de monedas, que rebotaban en la mesa e iban a parar al suelo haciendo ruido.

Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aun recibieron en la cara un puñado de monedas.

-¡Tomad vuestro dinero! -decía con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya-; yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.

Parte I, Parte II, Parte III, Prte IV, Parte V

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