Abril
Primavera
Sábado, 1
¡Primero de abril! ¡Todavía nos quedan tres meses de curso! Esta mañana ha sido una de las más bellas del año.
En la escuela estaba contento porque Coretti me había propuesto que pasado mañana fuésemos a presenciar la entrada del Rey juntamente con su padre, que lo conoce personalmente, y también por haberme prometido mi madre llevarme ese mismo día a visitar la guardería de la avenida de Valdocco. También estaba contento porque el albañilito va mejorando, y porque el maestro dijera ayer tarde a mi padre cuando le preguntó por mí:
-Va mucho mejor.
Hemos tenido un tiempo realmente primaveral. Desde las ventanas de la clase se veía el cielo azul, los árboles del jardín llenos de brotes nuevos, las ventanas de las casas abiertas de par en par, con los cajones y las macetas cubiertos de verdor.
El maestro no se reía, porque nunca se ríe, pero estaba de buen humor, y casi no se le advertía la arruga recta que casi siempre tiene en la frente. Hasta bromeaba al explicar en la pizarra un problema. Se notaba que encontraba placer respirando el aire del jardín que entraba por las ventanas, con fresco olor a tierra y hojas, que hacía pensar en los paseos por el campo.
Mientras explicaba, se oían los golpes de un herrero sobre el yunque, y en la casa de enfrente, a una mujer que cantaba para dormir a su nene; a lo lejos, en el cuartel de Cernaia, tocaban las trompetas.
Todos estábamos contentos, incluso Stardi.
A cierto punto el herrero de la calle inmediata empezó a dar golpes más fuertes; la mujer a cantar más alto. El maestro cesó de explicar y prestó atención. Luego dijo lentamente, mirando por la ventana:
-El cielo nos sonríe; una madre canta, un hombre honrado trabaja; los chicos estudian; ¡qué cosas más estupendas!
Cuando salimos de clase, pudimos comprobar que también estaban los demás alegres; marchaban en fila marcando fuertemente el paso y canturreando, como en vísperas de unas vacaciones de cuatro días; las maestras bromeaban; la de la pluma roja saltaba detrás de sus alumnitos como una colegiala; los padres de los chicos hablaban entre sí riéndose, y la madre de Crossi, la verdulera, llevaba en las cestas tantos ramilletes de violetas, que llenaban de perfume el gran zaguán de la escuela.
Nunca me había sentido tan contento como al ver esta mañana a mi madre esperándome en la calle. Y se lo dije yendo a su encuentro:
-Estoy contento. ¿Por qué estoy tan contento esta mañana?
Y mi madre me contestó sonriendo que era por la primavera y la conciencia tranquila.
El rey Humberto
Lunes, 3
A las diez en punto vio mi padre desde la ventana a Coretti, el vendedor de leña, y a su hijo, esperándome en la plaza, y me dijo:
-Ahí están, Enrique; vete a ver al Rey.
Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más alegres que de ordinario y nunca como esta mañana había notado su gran parecido; el padre llevaba en la chaqueta la medalla al valor entre otras dos conmemorativas; las puntas del bigote retorcidas y puntiagudas como alfileres. Inmediatamente nos pusimos en camino hacia la estación del ferrocarril, donde el Rey debía llegar a las diez y media. Coretti padre fumaba su pipa y se frotaba las manos.
-¿Sabéis -decía- que no le he vuelto a ver desde la guerra del sesenta y seis? La friolera de quince años y seis meses. Primeramente tres años en Francia; luego en Mondoví; y aquí que le habría podido ver, nunca se ha dado la maldita casualidad que me encontrase en la ciudad cuando venía él. ¡Lo que son las circunstancias!
Llamaba al Rey simplemente Humberto, como si fuera un camarada: «Humberto mandaba la 16.a división.» «Humberto tenía veintidós años y tantos días.» «Humberto montaba un caballo así y así...»
-¡Quince años! -decía con voz fuerte, alargando el paso.
-¡Ya tengo ganas de volverlo a ver! Lo dejé príncipe, y lo encuentro rey. También he cambiado yo: de soldado he pasado a ser vendedor de leña -y se reía.
Su hijo le preguntó:
-¿Te conocería, si te viese?
El hombre se echó a reír.
-Estás loco -contestó-. Eso es imposible. El, Humberto, era uno solo, y nosotros éramos como las moscas. ¿Tú crees que se detuvo a mirarnos uno por uno?
Desembocamos en la avenida de Víctor Manuel. Mucha gente se dirigía, como nosotros, a la estación. Pasaba una compañía de alpinos con la banda de trompetas abriendo la marcha. Dos carabineros a caballo iban al galope.
-¡Sí! -exclamó Coretti padre, animándose-; tengo mucho gusto en volver a ver a mi general de división. ¡Lástima que haya envejecido tan pronto! Me parece que era ayer cuando llevaba la mochila a la espalda y el fusil en las manos en medio de una enorme confusión, aquella mañana del 24 de junio, cuando íbamos a entrar en combate. Humberto iba y venía con sus oficiales mientras a lo lejos retumbaba el cañón. Todos lo mirábamos y decíamos: «Con tal de que no le toquen las...» Estaba a mil leguas de pensar que poco después lo iba a tener tan cerca de las lanzas de los ulanos austríacos, precisamente a cuatro pasos el uno del otro, hijitos. Hacía un tiempo magnífico y el cielo parecía un espejo. Veamos si se puede entrar.
Habíamos llegado a la estación. Había un gentío inmenso, coches, guardias, carabineros, representantes de entidades con banderas. Tocaba la banda de un regimiento.
Coretti padre intentó entrar bajo un pórtico, pero se lo impidieron. Entonces pensó situarse en primera fila, entre la multitud que se agrupaba a la salida, y, abriéndose paso a codazos, logró su propósito; nosotros le seguimos. Pero el gentío, en sus movimientos de vaivén, nos llevaba de un lado a otro. El vendedor de leña se colocó junto a la primera columna del pórtico, donde los guardias no dejaban estar a nadie.
-Venid conmigo -dijo de repente, y, llevándonos de la mano, cruzamos rápidamente el espacio libre situándonos de espaldas a la pared.
En seguida se presentó un oficial de Seguridad, que le dijo:
-Aquí no se puede estar.
-Yo soy del cuarto batallón del 49 -le respondió Coretti, señalándole la medalla.
El policía le miró y dijo:
-¡Quédese!
-¿No digo yo? -exclamó muy ufano Coretti-; el cuarto del cuarenta y nueve es una palabra mágica. ¿No tengo derecho a ver con cierta comodidad a mi general, después de haber formado el cuadro? Si entonces lo vi tan de cerca, justo es, creo yo, que lo vea también ahora de cerca. ¡Y qué digo general! ¡Si durante media hora fue el comandante de mi batallón, porque en aquellos momentos él era quien lo mandaba estando en medio de nosotros, y no el mayor Ulrich, qué diablos!
En la sala de espera y en sus proximidades se veía, entretanto, a muchos señores y militares; delante de la puerta se alineaban los coches con los criados vestidos de rojo.
Coretti preguntó a su padre si el príncipe Humberto tenía en su mano la espada cuando estaba en el batallón.
-¡Ya lo creo! -respondió-; para poder parar una lanzada, que podía tocarle como a cualquier otro. ¡Los demonios desencadenados se nos echaron encima! Corrían por entre los grupos, los escuadrones y los cañones, pareciendo remolinos de un huracán, rompiéndolo y destrozándolo todo. Era una confusión de coraceros de Alejandría, lanceros de Foggia, de infantes, ulanos, bersalleros, un infierno en el que nadie se entendía. Yo oí gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!», viendo venir seguidamente las lanzas enemigas; disparamos los fusiles y una nube de pólvora lo ocultó todo... Luego se disipó el humo... El suelo estaba cubierto de caballos y de ulanos heridos y muertos. Yo volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a Humberto, montado a caballo que miraba a su alrededor, tranquilo, como con deseos de preguntar: «¿Ha recibido arañazos alguno de mis valientes?» Y nosotros le vitoreamos en su misma cara como locos. ¡Qué momentos, santo Dios!... Ya llega el tren real.
La banda tocó; acudieron los oficiales y la multitud se apoyó en la punta de los pies.
-¡Habrá que esperar un poco! -dijo un guardia-. Ahora está oyendo un discurso.
Coretti padre no cabía en sí de gozo.
-¡Ah! Cuando pienso en él, me parece verlo allá. Bien está que acuda a visitar a los atacados por el cólera y que se halle entre los damnificados por los terremotos, para darles ánimo, eso es meritorio; pero yo siempre lo tengo presente en mi recuerdo como lo vi entonces, en medio de nosotros, con asombrosa serenidad. Y estoy seguro de que también se acordará él del cuarto del 49, aun ahora que es rey, y le gustaría reunirse con todos nosotros en alguna ocasión, con los que tenía a su alrededor en aquellos instantes. Ahora le rodean generales y señores encopetados; entonces no tenía cerca de sí más que pobres soldados. ¡Si yo pudiera cruzar con él unas cuantas palabras! ¡Casi nada, nuestro general de veintidós años, nuestro augusto príncipe, confiado a nuestras bayonetas... ! ¡Quince años que no lo veo... ! ¡Nuestro Humberto...! ¡Esa música me hace hervir la sangre, palabra de honor!
Gritos frenéticos le interrumpieron; millares de sombreros se agitaron al viento; cuatro señores vestidos de etiqueta subieron al primer carruaje.
-¡Es él! -gritó Coretti, permaneciendo como encantado. Después prosiguió por lo bajo:- ¡Virgen mía, qué canoso está!
Los tres nos descubrimos. El coche real avanzaba con lentitud, entre los vítores de la multitud, que gritaba y le saludaba con los sombreros en la mano. Yo miraba a Coretti padre. Me pareció otro, como si de pronto se hubiese hecho más alto, pálido, rígido, apoyándose en la columna.
El coche real llegó delante de nosotros, a un paso de la pilastra.
-¡Viva! -gritaron muchas voces a una
-¡Viva! -gritó Coretti después de los demás.
El Rey se fijó en él y se detuvo durante unos instantes en las tres medallas.
Coretti perdió entonces la cabeza y exclamó: -¡Cuarto batallón del cuarenta y nueve!
El Rey, que ya estaba mirando a otra parte, se volvió hacia nosotros y, fijándose más en Coretti, sacó la mano fuera del coche.
Coretti dio un salto adelante y se la estrechó.
El carruaje pasó, se interpuso el gentío y nos separó, perdiendo de vista a Coretti padre. Fue tan sólo un instante. En seguida se puso anhelante, con los ojos humedecidos, y llamó a voces a su hijo, teniendo la mano en alto. El hijo corrió hacia él.
-¡Ven acá, hijo mío -le dijo- que todavía tengo caliente la mano! -Y se la pasó por la cara, añadiendo:- Esta es la caricia del Rey.
Allí se quedó, como si despertara de un sueño, con los ojos fijos sobre la lejana carroza real, sonriendo, con la pipa en las manos, en medio de un grupo de curiosos que le miraban.
-Es uno del cuarto del 49 -decían-, es un antiguo soldado que conoce al Rey. El Rey lo ha reconocido y le ha estrechado la mano.
-Ha entregado un memorial al Rey -añadió otro en tono más alto.
-¡Eso no es cierto! -rebatió Coretti volviéndose con brusquedad-; no le he pedido ningún favor. Otra cosa le daría si me la pidiese... -Todos le miraron con cierto asombro. Y él añadió sin inmutarse:¡Mi sangre!
La guardería
Martes, 4
Cumpliendo su promesa, mi madre me llevó ayer, después de almorzar, a la guardería infantil de la avenida de Valdocco, para recomendar a la directora a una hermanita de Precossi.
Yo no había visto nunca un centro así. ¡Qué bien lo pasé! Eran doscientos, entre niños y niñas, tan pequeños, que nuestros parvulitos de la primera inferior son unos hombres a su lado. Llegamos cuando entraban en fila de a dos en el refectorio, donde había dos mesas muy largas con muchas escotaduras redondas, y en cada una de ellas una escudilla negra, llena de arroz y habichuelas, y una cuchara de estaño al lado.
Al entrar, algunos se caían y permanecían sentados en el suelo, hasta que acudían las maestras para levantarlos. Muchos se paraban ante una escudilla, creyendo que fuese aquel su sitio, y engullían inmediatamente una cucharada; pero alguna maestra les decía: «¡Adelante!» Ellos daban tres o cuatro pasos y tomaban otra cucharada, y así hasta que llegaban a su puesto, después de haber consumido a cucharadas sueltas media ración por lo menos. Al fin, a fuerza de empujarlos y de gritar: «Cada cual a su sitio», los pusieron en orden y empezó la oración. Pero los de la fila de dentro, que para rezar tenían que ponerse de espaldas a la escudilla, volvían de vez en cuando la cabeza para no perderla de vista y que nadie les birlase nada; rezaban con las manos juntas y la mirada hacia el cielo, pero con el corazón en la comidita. Terminada la oración, empezaron a comer.
¡Qué espectáculo tan divertido! Uno comía con dos cucharas; otro se servía exclusivamente de las manos; muchos cogían las habichuelas una a una y se las iban guardando en el bolsillito; otros, en cambio, se las ponían en el delantalito y las machacaban hasta convertirlas en una pasta. No faltaban los que no comían por embobarse viendo volar las moscas, y algunos estornudaban y lanzaban una granizada de arroz en torno suyo. Aquello parecía un gallinero. Pero era muy divertido. Eran dignas de verse las dos hileras de niñas con el pelo sujeto en lo alto de la cabeza con cintas rojas, verdes y azules. Una maestra preguntó a una fila de ocho niñas:
-¿Dónde se cría el arroz?
Las ocho abrieron la boca llena de comida y respondieron a una, cantando:
-El arroz se cría en el agua.
Después mandó la maestra:
-¡Manos en alto!
Y fue bonito observar que se levantaban todos aquellos bracitos, que unos meses antes estaban en pañales, y agitarse todas las manecitas, dando la sensación de ser otras tantas mariposas blancas y sonrosadas.
Luego salieron al recreo, no sin antes coger las cestitas con la merienda, que estaban colgadas en la pared.
Fueron al jardín y se esparcieron, sacando sus provisiones: pan, ciruelas pasas, un trocito de queso, un huevo hervido, peras pequeñitas, un puñado de garbanzos o un ala de pollo. En unos instantes todo el jardín estuvo cubierto de migajas y partículas como si en él hubieran esparcido granzas para bandadas de pájaros. Comían en las posturas más extrañas, como los conejos, los topos, los gatos, royendo, lamiendo, chupando. Un niño sostenía sobre su pecho una rebanada de pan y la iba untando con una níspola, como si sacara brillo a una espada. Unas niñas estrujaban en la mano requesones frescos que escurrían como leche entre los dedos y se los metían en las mangas, sin que ellas se apercibieran. Corrían y se perseguían con las manzanas y los panecillos en los dientes, como los perritos. Vi a tres que introducían un palillo en un huevo duro creyendo descubrir en él verdaderos tesoros, lo esparcían por el suelo y luego lo recogían pedacito a pedacito con gran paciencia, como si hubiesen sido perlas. Los que llevaban algo extraordinario tenían a su alrededor a ocho o diez criaturas con la cabeza inclinada hacia el interior, como habrían mirado la luna en un pozo. Al menos unos veinte estaban alrededor de un chiquito que tenía en la mano un cucurucho de azúcar, y todos le hacían cumplidos para que les permitiese mojar el pan; él lo consentía a unos; y a otros, después de hacerse rogar, sólo les permitía chuparse el dedo.
Entretanto mi madre había acudido al jardín y acariciaba ora a uno ora a otro. Muchos le seguían, e incluso se le echaban encima para pedirle un beso, poniendo la carita hacia arriba, como si mirasen a un tercer piso, abriendo y cerrando la boca cual si pidieran de mamar. Uno le ofreció un gajo de naranja ya mordido; otro una cortecita de pan; una niña le dio una hoja, otra le enseñó muy seriecita la punta del dedo índice, donde, fijándose bien, podía verse una ampollita microscópica, que se había hecho el día anterior al tocar la llama de una vela. Le ponían ante los ojos, como grandes maravillas, insectos tan pequeños que no me explico cómo podían verlos y cogerlos, pedazos de tapón de corcho, botoncitos de camisa y florecitas cortadas de las macetas. Un niño con la cabeza vendada, que quería se le atendiese a toda costa, le balbuceó no sé qué historia de una voltereta, sin que se le entendiera lo más mínimo; otro quiso que mi madre se inclinase y le dijo al oído:
-Mi padre hace escobas.
Mientras tanto ocurrían por todas partes mil peripecias que obligaban a acudir a las maestras: niñas que lloraban porque no podían deshacer un nudo del pañuelo; otras que por dos semillas de manzana disputaban a gritos y se arañaban; un niño se había caído boca abajo sobre un banquito volcado, y lloraba por no poderse levantar.
Antes de marcharnos, mi madre tomó en brazos a tres o cuatro y entonces acudieron de todas partes, con las caras manchadas de yema de huevo y de zumo de naranja, para que los cogiera; uno le agarraba las manos; otro le cogía un dedo para verle la sortija; quién le estiraba de la cadenita del reloj y había uno que se empeñaba en tocarle las trenzas.
-¡Cuidado, señora -decían las maestras-, que le van a estropear el vestido!
Pero mi madre no hacía caso y continuó besándolos. Se le echaban encima, los primeros con los bracitos extendidos, como queriendo trepar por ella, y los más distantes tratando de abrirse paso para ponerse en primer término. Todos le decían a gritos:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
Al fin logró escapar del jardín, y entonces todos corrieron a asomarse por entre los barrotes de la verja, para verla pasar y sacar los bracitos fuera en saludo, ofreciéndolo todavía pedazos de pan, trocitos. de níspolas y cortezas de queso, gritando a la vez:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Ven otra vez!
Mi madre, al pasar, movió su mano por encima de aquellas cien manecitas que se agitaban, como sobre una guirnalda de rosas vivas, y cuando estuvimos en la calle, a pesar de ir ella cubierta de migajas y de manchas, manoseada y despeinada, con una mano llena de flores y los ojos hinchados por las lágrimas, se sentía tan contenta como si saliera de una fiesta.
A lo lejos seguía oyéndose el vocerío del jardín de la guardería infantil, como un gorjeo de pajarillos, diciendo:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ven otra vez, señora!
En clase de gimnasia
Miércoles, 5
Como quiera que continúa haciendo un tiempo espléndido, nos han hecho pasar los aparatos de gimnasia desde la sala al jardín.
Garrone estaba ayer en el despacho del señor Director cuando llegó la madre de Nelli, la rubia señora vestida de negro, para rogarle que dispensara a su hijo de los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuerzo, y hablaba teniendo una mano sobre la cabeza de su hijo.
-No puede... -dijo al Director.
Sin embargo Nelli se mostró muy contrariado ante la posibilidad de quedar excluido de dichos ejercicios y sufrir una humillación más..., por lo que dijo a su madre:
-Ya verás, mamá, que soy capaz de hacer lo que otros.
Su madre le miraba en silencio, con aire de compasión y de afecto. Después dijo algo cavilosa:
--Me dan miedo sus compañeros...
Quería decir que temía se burlasen de él. Pero Nelli le replicó:
-No me importa nada... Además, está Garrone. Basta que él no se burle.
Entonces consintieron que fuese a la clase de gimnasia.
El profesor, el de la cicatriz en el cuello, que sirvió a las órdenes de Garibaldi, nos llevó en seguida a las barras verticales, que son muy altas, y había que subirse hasta lo último, quedando de pie sobre el eje transversal. Derossi y Coretti subieron como dos monos; también se mostró ágil en la subida el pequeño Precossi, aunque estorbándole el chaquetón que le llegaba hasta las rodillas, y para hecerle reír y estimularle, le repetíamos su acostumbrado estribillo:
-Perdona, perdona.
Stardi bufaba, se ponía rojo como un pavo y apretaba los dientes como perrito rabioso; pero aunque hubiese reventado habría llegado a lo último, como, en efecto, llegó. También superó la prueba Nobis, que adoptó desde lo alto la postura de un emperador. Votini se resbaló dos veces, a pesar de su bonito traje con listas azules, que le habían hecho expresamente para la gimnasia.
Para subir con mayor facilidad, todos nos embadurnábamos las manos con pez griega, o colofonia, como la llaman, y, por supuesto, es el traficante de Garoffi quien la provee a todos en polvo, vendiéndola a perragorda el cucurucho, ganándose casi otro tanto.
Luego le correspondió a Garrone, que trepó, sin dejar de masticar pan, como si no tuviera importancia, y creo que habría sido capaz de subir llevando a uno de nosotros a la espalda; tanta es la fuerza de ese torete. Después de Garrone llegó la vez a Nelli. En cuanto se agarró a las barras con sus largas y débiles manos, muchos empezaron a reírse y burlarse; pero Garrone cruzó sus robustos brazos sobre el pecho y dirigió en torno suyo una mirada tan expresiva, que todos comprendieron que recibiría unos guantazos, aun en presencia del profesor, el que prosiguiera en la burla. Ante esto, todos dejaron de reírse inmediatamente.
Nelli empezó a subir; al pobrecillo le costaba mucho; se ponía morado; respiraba fuerte y le corría el sudor por la frente.
El profesor le dijo:
-¡Baja!
Pero no le obedeció, y hacía esfuerzos obstinados. Yo esperaba verle caer de un momento a otro, medio muerto. ¡Pobre, Nelli! Pensaba que, de haber estado en su lugar, en caso de que me hubiese visto mi madre, habría sufrido muchísimo. Y lo hacía porque le aprecio y no sé qué habría dado para hacerle subir; le habría empujado desde abajo sin que me vieran. Entretanto Garrone, Derossi y Coretti le decían:
-¡Arriba, arriba, Nelli! ¡Venga, valiente! ¡Animo, sigue!
Nelli hizo un gran esfuerzo, lanzando un gemido y estuvo a dos palmos del travesaño.
-¡Muy bien, valiente! -gritaron los otros-. ¡Animo! Ya no falta más que un poquito.
Nelli se agarró al travesaño, y todos le aplaudimos.
-¡Bravo! -dijo el profesor-, pero ya está bien. Bájate.
Sin embargo Nelli quiso hacer lo mismo que los anteriores, y, después de no poco esfuerzo, consiguió poner los codos en el travesaño, luego las rodillas, y, por último, los pies, plantándose, al fin, en él. Sin casi poder respirar, pero sonriendo, nos dirigió a todos una mirada de satisfacción. Todos le aplaudimos de nuevo y él volvió la cabeza hacia la calle. Yo me volví también en aquella dirección y, a través de las plantas que hay delante de la verja del jardín, vi a su madre, que paseaba por la acera, sin atreverse a mirar.
Nelli descendió y todos le felicitamos. Estaba excitado, colorado y le brillaban los ojos; no parecía el mismo.
A la salida, cuando la madre salió a su encuentro y le preguntó con inquietud, abrazándole:
-¿Qué tal ha ido, hijo mío?
Todos respondimos a coro:
-¡Lo ha hecho muy bien! Ha subido como nosotros. Está fuerte, ¿sabe? ¡Y ágil! Hace lo que cualquier otro.
No es para decir la alegría de la buena señora. Quiso darnos las gracias uno por uno, y no pudo. Estrechó la mano a tres o cuatro, hizo una caricia a Garrone, se llevó consigo al hijo y los vimos marchar un gran trecho de prisa, hablando y gesticulando entre ellos, sumamente contentos como antes no los había visto nadie.
El maestro de mi padre
Martes, 11
¡Qué excursión más agradable hice ayer con mi padre! La voy a describir. Anteayer, durante la comida, leyendo mi padre el periódico, lanzó de pronto una exclamación de asombro. Después nos dijo:
-Y yo que suponía que había muerto hace por lo menos veinte años! ¿No sabéis que todavía vive mi primer maestro, Don Vicente Crosetti, que tiene ochenta y cuatro años? Acabo de enterarme de que el Ministerio le ha concedido la medalla del trabajo por los sesenta años que ha dedicado a la enseñanza. ¡Sesenta años! ¿Qué os parece? Y hace solamente dos que dejó de dar clase. ¡Pobre señor! Vive a una hora de tren de aquí, en Condove, el pueblo de nuestra antigua jardinera del chalet de Chieri -Y luego añadió-: Enrique, iremos a verlo.
Toda la tarde estuvo hablándonos de él.
El nombre de su primer maestro le traía a la memoria mil recuerdos de su infancia, de sus primeros compañeros, de su difunta madre.
-¡El señor Crosetti! -exclamaba-. Tenía unos cuarenta años cuando yo asistía a su escuela. Aun me parece estar viéndolo: un hombre ya algo encorvado, de ojos claros y la cara siempre afeitada. Severo, pero de buenos modales, que nos quería como un padre, aunque sin consentirnos nada que no estuviese bien. Era hijo de campesinos, e hizo la carrera a fuerza de estudio y de muchas privaciones. Mi madre le apreciaba mucho y mi padre lo trataba como amigo. ¿Cómo habrá ido a parar a Condove, desde Turín? Seguramente que no me reconocerá. Pero no importa. Lo reconoceré yo. ¡Han pasado cuarenta y cuatro años! Cuarenta y cuatro años, Enrique; iremos a verlo mañana.
Y ayer por la mañana, a las nueve, estábamos en la estación de Susa. Yo habría querido que nos acompañase Garrone; pero no pudo, por encontrarse enferma su madre.
Era una espléndida mañana primaveral. El tren corría entre los verdes campos y los setos en flor, respirándose un aire perfumado. Mi padre estaba contento,, y, de vez en cuando, me echaba un brazo al cuello y, mirando el panorama que se iba ofreciendo a nuestra vista, me hablaba como a un amigo.
-¡Pobre señor Crosetti! -decía-. Ha sido el primer hombre que me ha querido y ha mirado por mi bien, después de mi padre. Nunca he echado en olvido sus buenos consejos y hasta ciertos reproches destem plados que me hacían ir a mi casa de mal talante. Tenía las manos cortas y gruesas. Me parece estar viéndolo cuando entraba en la escuela: ponía el bastón en un rincón y colgaba su capa en la percha, siempre con idénticos movimientos. Conservaba todos los días igual humor, tan concienzudo, metódico, atento y voluntarioso como si diese clase por primera vez. Lo recuerdo como si ahora mismo le oyese decir, llamándome la atención: «Eh, tú, Bottini, pon el índice y el dedo corazón en el palillero.» Seguramente estará muy cambiado después de cuarenta años.
Apenas llegamos a Condove, fuimos a buscar a nuestra antigua jardinera de Chieri, que tiene una tiendecita en una de las callecitas del pueblo. La encontramos con sus hijos, y se alegró mucho de vernos. Nos dio noticias de su marido, que estaba para regresar de Grecia, a donde había ido a trabajar hace tres años, así como de su hija mayor, que se halla en el Instituto de Sordomudos de Turín. Luego nos indicó por dónde debíamos ir a casa del maestro de mi padre, muy conocido en el pueblo.
Salimos del pueblo y fuimos por una senda en cuesta flanqueada por floridos setos.
Mi padre no hablaba, parecía que fuera absorto en sus pensamientos, y de vez en cuando se sonreía y luego movía la cabeza.
De pronto se detuvo y dijo:
-Allí está. Seguro que es él.
Hacia nosotros bajaba por la senda un anciano de pequeña estatura, de barba blanca, con ancho sombrero en la cabeza, apoyándose en un bastón. Arrastraba los pies y le temblaban las manos.
-¡Es él! -repitió mi padre, apresurando el paso.
Nos detuvimos cuando estábamos cerca. También se detuvo el anciano, que miró a mi padre. Tenía la cara todavía fresca, y los ojos claros y vivarachos.
-¿Es usted -le preguntó mi padre al tiempo que se quitaba el sombrero- el maestro don Vicente Crosetti?
-El mismo -respondió con voz algo trémula, pero robusta-. ¿En qué puedo servirle?
-Mire, permita a un antiguo alumno suyo estrecharle la mano y preguntarle cómo se encuentra. He venido de Turín expresamente para verlo.
El anciano le miró, extrañado. Luego dijo:
-Es mucho honor para mí... no sé... ¿Cuándo fue alumno mío? Perdone ¿quiere hacer el favor de decirme su nombre?
-Alberto Bottini -le contestó mi padre, añadiendo el lugar y el año en que había asistido a su escuela-. Usted, claro está, no se acordará de mí. Pero yo sí le recuerdo perfectamente.
El maestro inclinó la cabeza y miró al suelo, pensativo, y murmuró dos o tres veces el nombre de mi padre. Después dijo lentamente:
-¿Alberto Bottini? ¿El hijo del ingeniero Bottini, que vivía en la plaza de la Consolata?
-El mismo -le respondió mi padre, tendiéndole las manos.
-Entonces permíteme, mi querido amigo, que te dé un abrazo. -Así lo hizo, y su blanca cabeza apenas si llegaba al hombro de mi padre, quien apoyó su mejilla en la frente del anciano. Luego me presentó:
-Este es mi hijo Enrique.
El anciano me miró con complacencia y me besó en la frente. A continuación nos dijo:
-Venid conmigo.
Sin añadir más, se volvió y nos encaminamos hacia su casa.
Llegamos a una pequeña explanada, ante la cual había una casita con dos puertas, una de las cuales tenía encalado un trozo de pared en su derredor.
El maestro abrió la otra y nos invitó a pasar.
Entramos en una pequeña estancia, con sus cuatro paredes encaladas. En un rincón había una cama de tablas con jergón de hojas de maíz y una cubierta de cuadros blancos y azules. En otro se veía una mesita y una pequeña biblioteca. Cuatro sillas completaban el modesto mobiliario. En una de las paredes, un viejo mapa sujeto con tachuelas. Se percibía olor a miel.
Nos sentamos los tres. Mi padre y el maestro se miraron un rato en silencio.
-¡Conque Bottini! -exclamó el maestro, fijando su mirada en el suelo enladrillado, donde el sol reflejaba un tablero de ajedrez-. ¡Me acuerdo muy bien! Tu madre era una señora muy buena. Tú estuviste el primer año en el primer banco, junto a la ventana. Fíjate si me acuerdo. Aún me parece estar viendo tu cabeza rizada -luego pensó un momento-. Eras un chico muy espabilado. El segundo año estuviste enfermo de garrotillo. Me acuerdo que te llevaron después a clase muy demacrado, envuelto en un mantón. Han pasado cuarenta años, ¿no es verdad? Has hecho bien en acordarte de tu pobre maestro. Han venido otros a visitarme, entre ellos un coronel, sacerdotes y otros de diversas profesiones -Luego preguntó a mi padre a qué se dedicaba, y a continuación añadió-: Me alegro, me alegro de todo corazón que hayas venido, y te doy las gracias. Hacía tiempo que no veía a ninguno de mis antiguos alumnos, y temo que seas precisamente tú el último.
-¡No diga usted eso! -exclamó mi padre-. Usted está bien y aún tiene mucha vitalidad.
-¡Ah, no! -respondió él-. ¿Es que no ves cómo tiemblo? -y enseñó sus manos-. Esto es un mal indicio. Me acometió el temblor hace tres años, estando en clase. Al principio no hice caso, creyendo que se me pasaría; pero no ha sido así, sino que ha ido en aumento. ¡Aquel día, cuando por primera vez hice un garrapato en el cuaderno de un chico fue un golpe mortal para mí, puedes creerlo! Aún seguí dando clase por cierto tiempo, pero llegó un momento en que ya no me fue posible continuar. Al cabo de sesenta años dedicados a la enseñanza tuve que despedirme de la escuela, de los alumnos y del trabajo. Y lo sentí muchísimo, como puedes figurarte. La última vez que di clase me acompañaron todos a casa y me festejaron; pero yo estaba triste, comprendiendo que se me acababa la vida. El año antes había perdido a mi esposa y a mi hijo único, que murió de apendicitis. No me quedaron más que dos nietos campesinos. Ahora vivo con algunos cientos de liras que me dan de pensión. No hago nada, y los días parece que no tienen fin. Mi única ocupación, ya lo ves, es hojear mis viejos libros de escuela, colecciones de periódicos y diarios escolares, así como algunos libros que me han regalado... Míralos -dijo señalando la biblioteca-; ahí están mis recuerdos, todo mi pasado... No me queda otra cosa en el mundo -Luego, en tono repentinamente jovial, dijo-: Te voy a proporcionar una grata sorpresa, querido Bottini.
Se levantó y, acercándose a la mesa, abrió un largo cajón, que contenía muchos pequeños paquetes, todos ellos atados con un cordoncito, apareciendo escrita en cada uno una fecha de cuatro cifras. Después de haber buscado un poco, desató uno, hojeó muchos papeles y sacó_ uno amarillento, que presentó a mi padre. Era un trabajo suyo de la escuela, realizado cuarenta años atrás. En la cabecera había escrito: Alberto Bottini. Dictado, 3 de abril de 1838.
Mi padre reconoció en seguida su letra gruesa de niño y empezó a leer, sonriéndose. Mas de pronto se le humedecieron los ojos. Yo me apresuré a preguntarle qué le pasaba.
El me rodeó con un brazo la cintura y, apretándome contra sí, me dijo:
-Mira esta hoja. ¿Ves? Estas correcciones las hizo mi pobre madre. Ella siempre me reforzaba las eles y las tes. Los últimos renglones son enteramente suyos. Había aprendido a imitar perfectamente mis rasgos y, cuando yo estaba rendido de sueño, ella terminaba el trabajo por mí. ¡Bendita madre mía! -Dicho esto, besó la página.
-Aquí están -dijo el maestro, enseñando otros paquetes- mis memorias. Cada año iba poniendo aparte un trabajo de cada uno de mis alumnos, teniéndolos todos ordenados y numerados. A veces los hojeo, y leo al azar algunas líneas, volviendo a mi recuerdo mil cosas, con lo que me parece revivir el tiempo pasado. ¡Cuántos años han transcurrido, querido Bottini! Yo cierro los ojos y veo caras y más caras, clases tras clases, centenares y centenares de chicos, muchos de los cuales han desaparecido ya. De no pocos me acuerdo perfectamente. Me acuerdo bien de los mejores y de los peores, de los que me han proporcionado muchas satisfacciones y de quienes me han hecho pasar momentos tristes, porque de todo ha habido en la vida, como es fácil suponer. Pero ahora, ya lo comprenderás, es como si me encontrase en el otro mundo, y a todos los quiero igualmente.
Volvióse a sentar y tomó una de mis manos entre las suyas.
-Y de mí -le preguntó mi padre, sonriéndose-, ¿no recuerda ninguna mala pasada?
-De ti -respondió el anciano, sonriéndose también- por el momento, no. Pero eso no quiere decir que no hicieras alguna. Eras un chico juicioso, tal vez más serio de lo que correspondía a tu edad. Me acuerdo de lo mucho que te quería tu buena madre... Has hecho bien y te agradezco la atención que has tenido conmigo en venir a verme. ¿Cómo has podido dejar tus ocupaciones para llegar a la morada de tu pobre y viejo maestro?
-Oiga, señor Crosetti -dijo mi padre con viveza-. Me acuerdo como si fuese ahora, la primera vez que mi madre me acompañó a la escuela, debiendo separarse de mí por espacio de dos horas y dejarme fuera de casa en manos de una persona desconocida. Esa es la verdad. Para aquella santa criatura, mi ingreso en la escuela era como la entrada en el mundo, la primera de una serie de separaciones dolorosas, pero necesarias; la sociedad le quitaba por vez primera al hijo para no devolvérselo ya por completo. Estaba emocionada y yo también. Me recomendó a usted con voz temblorosa, y luego, al marcharse, aún me saludó por un resquicio de la puerta, con los ojos llenos de lágrimas. Y precisamente entonces le hizo usted un ademán con una mano, poniéndose la otra sobre el pecho, como diciéndole: «Confíe en mí, señora». Pues bien, jamás lo he olvidado, sino que siempre ha permanecido en mi corazón aquel gesto suyo, aquella mirada, que eran expresiones de que usted se había percatado de los sentimientos de mi madre, y que constituían la honesta promesa de protección, de cariño y de indulgencia. Ese recuerdo es el que me ha impulsado a salir de Turín. Y aquí me tiene, al cabo de cuarenta y cuatro años para decirle: Gracias, querido maestro.
El maestro no respondió; me acariciaba el pelo con los dedos, y su mano temblaba, saltaba del pelo a la frente, y de ésta al hombro.
Entretanto mi padre miraba las desnudas paredes, el mísero lecho, un pedazo de pan y una botellita de aceite que había en la ventana, como si quisiera decir: «¿Este es el premio que se te otorga después de sesenta años de intenso trabajo?»
Pero el anciano estaba contento y empezó a hablar de nuevo con gran vivacidad de nuestra familia, de otros maestros de aquellos años y de los compañeros de clase de mi padre, el cual se acordaba de unos, pero no de otros; los dos se comunicaban noticias sobre éste o aquél. De pronto interrumpió mi padre la conversación para rogar al maestro que bajase con nosotros al pueblo con el fin de almorzar juntos. El contestó con mucha espontaneidad:
-Te lo agradezco, te lo agradezco. -Sin embargo parecía indeciso. Mi padre le tendió ambas manos y le reiteró la invitación.
-¿Cómo me las voy a arreglar con estas pobres manos que no paran de bailar, como ves? Es un martirio también para los demás.
-Nosotros le ayudaremos, señor maestro -le replicó mi padre. Entonces aceptó, procurando sonreírse y moviendo la cabeza.
-¡Hermoso día! -dijo cerrando la puerta desde fuera-. Un día inolvidable, querido Bottini. Te aseguro que lo recordaré mientras viva.
Mi padre le dio el brazo, y él me cogió de la mano, bajando de ese modo por el caminillo. Encontramos a dos chicas descalzas, que cuidaban de unas vacas, y a un muchacho, que pasó corriendo con un gran haz de hierba a las espaldas. El maestro dijo que los tres eran alumnos de segundo, que por la mañana llevaban las vacas a pacer y trabajaban en el campo, con los pies descalzos, yendo por la tarde, calzados, a la escuela.
Era casi mediodía, y ya no encontramos a nadie más. En unos minutos llegamos a la posada, nos sentamos en una mesa grande, poniendo en medio al maestro, y en seguida empezamos a comer. Mi padre le cortaba la carne, le partía el pan y echaba sal a su plato. Para beber tenía que sujetar el vaso con ambas manos, y aun así chocaba en sus dientes.
El maestro se mostraba alegre, pero la misma emoción del feliz encuentro aumentaba su temblor, que casi le impedía comer.
Cuando entramos en la posada, reinaba en ella un silencio conventual; sin embargo, pronto quedó roto, porque el anciano hablaba mucho y con calor de los libros de lectura de cuando él era joven, de los horarios de entonces, de los elogios que le habían hecho los superiores, de la nueva reglamentación de las escuelas dispuesta por el Gobierno, sin perder su serena fisonomía, aunque con más colorido que al principio, la voz más agradable y la sonrisa casi propia de un joven. Mi padre lo miraba con gran atención, con la misma expresión que le veo a veces cuando se fija en mí, pensando y sonriendo a solas y la cabeza algo inclinada a un lado. Al maestro le cayó algo de vino en el pecho, y mi padre se apresuró a limpiárselo con la servilleta.
-¡No, eso no, hijo mío, no te lo consiento! -le dijo, y se reía. Decía algunas palabras en latín. Al final levantó el vaso, que le bailaba en la mano, y dijo con mucha seriedad: -¡A tu salud, señor ingeniero, la de tus hijos y a la memoria de tu buena madre!
-¡A la suya, mi buen maestro! -respondió mi padre, estrechándole la mano.
En el fondo de la estancia estaban el posadero y otros que miraban y sonreían como si hubiesen participado de la fiesta que se hacía en honor del maestro de su pueblo.
Salimos después de las dos, y el maestro se empeñó en acompañarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo otra vez y él me cogió de la mano; yo le llevaba el bastón. A nuestro paso deteníase la gente a mirar, por ser persona muy conocida, y algunos lo saludaban. En cierto punto del camino oímos salir por una ventana muchas voces de chicos que leían a un tiempo. El anciano se detuvo y pareció entristecerse.
-Esto es, mi querido Bottini -dijo-, lo que más me apena: el oír la voz de los chicos en la escuela sin estar yo en ella y ser otro el encargado de dirigirlos. He escuchado esa música por espacio de sesenta años y mi corazón se había hecho a ella... Ahora me encuentro sin familia, ya no tengo hijos.
-No diga eso, señor maestro -replicó mi padre, reanudando el camino-; usted tiene muchos hijos esparcidos por el ancho mundo, que se acuerdan de usted lo mismo que yo me he acordado siempre.
-No, no -respondió el maestro con tristeza-; ya no tengo escuela
y carezco de hijos. Así no creo poder vivir mucho tiempo. Pronto sonará mi última hora.
-¡Por Dios, no piense así! -le dijo mi padre-.. De todos modos, usted ha cumplido con su deber, ha hecho mucho bien y ha empleado noblemente su vida.
El maestro inclinó un momento su blanca cabeza en el hombro de mi padre y me dio un apretón.
Llegamos a la estación cuando el tren estaba para salir.
-¡Adiós, señor maestro! -dijo mi padre, abrazándolo y besándolo en ambas mejillas.
-¡Adiós, hijo, y muchas gracias! -respondió el maestro tomándole una mano entre las suyas temblorosas y llevándoselas al corazón.
Después lo besé yo, y noté que tenía mojada la cara. Mi padre me ayudó a subir al tren, y, cuando iba a subir él, cogió con rapidez el tosco bastón que llevaba en su mano el maestro y le puso en su lugar la hermosa caña con empuñadura de plata y sus iniciales, diciéndole:
-Guárdela como recuerdo mío.
El anciano intentó devolvérsela y recobrar su bastón; pero mi padre estaba ya dentro y cerró la portezuela.
-¡Adiós, querido maestro!
-¡Adiós, hijo -respondió él mientras el tren se ponía en movimiento-, y que Dios te bendiga por el consuelo que me has traído!
-¡Hasta la vista! -gritó mi padre, agitando la mano.
Pero el maestro movió la cabeza como diciendo: «Ya no nos volveremos a ver.»
-Sí, sí, hasta otra vez -replicó mi padre.
El respondió levantando su trémula mano, señalando al cielo:
-¡Allá arriba!
Y desapareció de nuestra vista con la mano en alto.
En convalescencia
Jueves, 20
¿Quién iba a decirme, cuando regresaba con mi padre de tan grata excursión, que por espacio de diez días no podría ver el campo ni el cielo? He estado muy malo, en peligro de muerte. He oído sollozar a mi madre y he visto a mi padre muy pálido, mirándome fijamente, a mi hermana Silvia y a mi hermanito, hablando en voz muy baja, y al médico de las gafas, que no se apartaba de mi lado y me decía cosas que no entendía. He estado a punto de despedirme de todos para siempre.
¡Pobre mamá! Pasé tres o cuatro días por lo menos de los que no recuerdo nada en absoluto, como si hubiese estado en medio de un sueño embrollado y oscuro. Me parece haber visto junto a mi cama a mi buena maestra de la primera superior, esforzándose por reprimir la tos con el pañuelito, para no molestarme; recuerdo muy confusamente a mi maestro, que se inclinó para besarme y me pinchó un poco la cara con la barba. Vi pasar, como en medio de espesa niebla, la rubia cabeza de Crossi, los dorados rizos de Derossi, el calabrés vestido de negro, y a Garrone, que me trajo una naranja mandarina con un verde ramito de hojas, y que se marchó en seguida porque su madre estaba enferma.
Después me desperté como de un sueño muy largo, y comprendí que estaba mejor viendo sonreír a mi madre y oyendo canturrear a Silvia. ¡Qué sueño más triste ha sido! Luego empecé a mejorar día a día.
Vino el albañilito, que me hizo reír por primera vez, después de tanto tiempo poniéndome su acostumbrado hocico de liebre. ¡Qué bien le sale ahora que se le ha alargado un poco la cara por la enfermedad! Han venido Coretti y Garoffi, éste con el fin de regalarme dos participaciones de su nueva rifa para «una navaja con cinco sorpresas», que compró a un vendedor ambulante en la calle Bertola. Ayer, por último, mientras dormía vino Precossi, poniendo la mejilla debajo de mi mano, pero sin despertarme, y como venía de la herrería, con la cara ennegrecida por el carbón, me dejó tiznada la manga, cosa que me ha gustado ver al despertarme.
¡Qué verdes se han puesto los árboles en estos pocos días! ¡Y qué envidia me dan los chicos que van a la escuela con sus libros, cuando mi padre me asoma a la ventana! Pero también empezaré a ir yo otra vez pronto. Estoy impaciente por volver a ver a mis compañeros, mi banco, el jardín, las calles de costumbre, saber todo lo que me ha sucedido estos días, coger de nuevo mis libros y cuadernos, que me parece no los haya tocado en un año.
¡Qué delgada y pálida está mi pobre mamá! ¡Qué expresión de cansancio tiene mi padre! ¿Y qué decir de mis compañeros, que vinieron a verme, y caminaban de puntillas y me besaban en la frente? Me da pena pensar que un día tendremos que separarnos. Tal vez continúe los estudios con Derossi y algún otro, pero ¿y los demás? Una vez terminados los estudios primarios, ya no volveremos a vernos; ya no vendrán a visitarme cuando esté enfermo. Me tendré que separar definitivamente de Garrone, de Precossi, de Coretti, de tantos buenos y queridos compañeros.
Los obreros
Jueves, 20
¿Por qué, Enrique, no les volverás a ver? Esto depende de ti. Una vez que termines cuarto, irás al bachiller superior y ellos se pondrán a trabajar. Pero permaneceréis en la misma ciudad quizá por muchos años. ¿Por qué no os volveréis a ver? Cuando estés en la universidad o en la academia, les irás a buscar a sus tiendas o a sus talleres y te alegrarás de encontrarte con tus compañeros de la infancia, ya hombres, en su trabajo. ¡Cómo es posible que tú no te encuentres con Coretti y Precossi, dondequiera que estén!
Irás y pasarás con ellos horas enteras en su compañía, y verás, estudiando la vida y el mundo, cuántas cosas puedes aprender de ellos, y que nadie te sabrá enseñar mejor, tanto sobre sus oficios, como acerca de su sociedad, como de tu país.
Y ten presente que si no conservas estas amistades, será muy difícil que adquieras otras semejantes en el futuro; amistades, quiero decir, fuera de la clase a que tú perteneces; y así vivirás en una sola clase; y el hombre que no frecuenta más que una clase sola, es como el hombre estudioso que no lee más que un solo libro. Proponte por consiguiente, desde ahora, conservar estos buenos amigos aun cuando os hayáis separado, y procura cultivar su trato con preferencia, preci amente porque son hijos de artesanos.
Mira: los hombres de las clases superiores son los oficiales, y los obreros son los soldados del trabajo; pero tanto en la sociedad civil como en el ejército, no sólo el soldado no es menos noble que el oficial, ya que la nobleza está en el trabajo, y no en la ganancia, en el valor, y no en el grado, sino que, si hay superioridad en el mérito, está de parte del soldado y del obrero, porque sacan de su propio esfuerzo menor ganancia. Ama, pues, y respeta sobre todo, entre tus compañeros, a los hijos de los soldados del trabajo; honra en ellos el sacrificio de sus padres; desprecia las diferencias de fortuna y clase, porque sólo las gentes superficiales miden los sentimientos y la cortesía por aquellas diferencias; piensa que de las venas de los que trabajan en los talleres y los campos salió la sangre bendita que redimió la patria; ama a Garrone, ama a Precossi, ama a Coretti, ama a tu albañilito, que en sus pechos de obreros encierran corazones de príncipes; júrate a ti mismo que ningún cambio de fortuna podrá jamás arrancar de tu alma estas santas amistades infantiles. Jura que si dentro de cuarenta años, al pasar por una estación de ferrocarril, reconocieras bajo el traje de maquinista a tu viejo Garrone, con la cara negra... ¡Ah! No quiero que lo jures; estoy seguro que saltarás sobre la máquina y que le echarás los brazos al cuello, aun cuando seas senador del Reino.
TU PADRE
La madre de Garrone
Viernes, 28
En cuanto volví a la escuela, me dieron una triste noticia: hacía varios días que Garrone faltaba a clase por estar su madre gravemente enferma. Esta falleció el sábado por la tarde.
Ayer por la mañana, en cuanto entramos en el aula, nos dijo el maestro:
-Al pobre Garrone le ha sucedido la mayor desgracia que puede sobrevenirle a un niño: la muerte de su madre. Desde ahora os pido, queridos niños, que respetéis el tremendo dolor que destroza su alma. Cuando venga, saludadlo con cariño y seriedad; que nadie le gaste bromas ni se ría en su presencia. Os lo recomiendo encarecidamente.
Esta mañana se ha presentado en clase Garrone algo más tarde que los demás y, al verlo, he sentido una gran angustia en el corazón. Tenía la cara mustia y apenas se sostenía en las piernas; parecía que hubiese estado un mes enfermo; viste de luto riguroso y da pena verlo. Todos hemos contenido la respiración mirándolo. En cuanto ha entrado, al volver a ver la escuela, a la que su madre acostumbraba acudir para acompañarlo; el banco en donde tantas veces se había inclinado los días de examen para hacerle las últimas recomendaciones, y en el que tantas veces había pensado en él con impaciencia, anhelando salir a su encuentro, no pudo contener el llanto.
El maestro se le ha acercado, lo ha estrechado contra sí y le ha dicho:
-Llora, llora, pobre chico, pero no pierdas el ánimo y ten valor. Tu madre ya no está aquí, pero te ve, te quiere y no se aleja de tu lado... y un día la volverás a ver, porque tienes un alma buena y honrada como ella. ¡Mucho valor, hijo mío!
Dicho esto, lo ha acompañado al banco, cerca de mí. Yo no me atrevía a mirarlo. Al sacar los libros y cuadernos, que no había abierto desde hace muchos días, y ver en el libro de lectura un dibujo que representa a una madre llevando al hijo de la mano, ha vuelto a llorar copiosamente, inclinando la cabeza en el brazo. El maestro nos ha hecho señal de dejarlo en paz, y ha comenzado la lección.
Me habría gustado decirle muchas cosas; pero no se me ocurría nada. Al fin le he puesto una mano en el brazo y le he dicho al oído: -No llores, Garrone.
El no me ha respondido, limitándose a colocar un ratito su mano encima de la mía, pero sin levantar la cabeza.
A la salida, nadie le ha hablado, pero todos le hemos rodeado con respetuoso silencio.
Viendo a mi madre que estaba esperándome, he corrido a abrazarla; mas ella me ha rechazado, mirando a Garrone. En seguida he conocido la causa, al darme cuenta que Garrone, ya solo, me estaba mirando con expresión de suma tristeza, como diciendo: «Tú tienes la dicha de abrazar a tu madre; yo ya no la abrazaré jamás. Tu madre vive y la mía ha muerto.»
Por eso me ha rechazado mi madre, y he salido sin ni siquiera darle la mano.
José Mazzini
Sábado, 29
Garrone vino también hoy por la mañana a la escuela; estaba pálido y tenía los ojos hinchados de llorar; apenas miró los regalillos que le habíamos puesto sobre el banco para consolarlo. El maestro había llevado, sin embargo, una página de un libro de lectura para reanimarlo. Primero nos advirtió que fuésemos todos mañana a las doce al Ayuntamiento para asistir a la entrega de la medalla al mérito a un muchacho que ha salvado a un niño en el Po, y que el lunes dictaría él la descripción de la fiesta, en vez del cuento mensual. Luego, volviéndose a Garrone, que estaba con la cabeza baja, le dijo:
-Garrone, haz un esfuerzo, y escribe tú también lo que voy a dictar.
Todos tomamos la pluma. El maestro dictó:
-José Mazzini, nacido en Génova en 1805, murió en Pisa en 1872; patriota de alma grande, escritor de preclaro ingenuo, inspirador y primer apóstol de la revolución italiana, por amor a la patria vivió cuarenta años pobre, desterrado, perseguido, errante, con heroica consecuencia en sus principios y en sus propósitos. José Mazzini, que adoraba a su madre, y que había heredado de ella todo lo que en su alma fortísima y noble había de más elevado y puro, escribía así a un fiel amigo suyo para consolarle de las desventuras. Poco más o menos,. he aquí sus palabras: «Amigo: No, no verás nunca a tu madre sobre esta tierra. Esta es la tremenda verdad. No voy a verte, porque el tuyo es de aquellos dolores solemnes y santos que es necesario sufrir y vencer por sí mismo. ¿Comprendes lo que quiero decir con estas palabras? ¡Hay que vencer el dolor! Vencer lo que el dolor tiene de menos santo, de menos purificador; lo que, en vez de mejorar el alma, la debilita y la rebaja. Pero la otra parte del dolor, la parte noble, la que engrandece y levanta el espíritu, ésta debe permanecer contigo y no abandonarte jamás. Aquí abajo nada sustituye a una buena madre. En los dolores, en los consuelos que todavía puede darte la vida, tú no la olvidarás jamás. Pero debes recordarla, amarla, entristecerte por su muerte de un modo que sea digno de ella. ¡Oh, amigo, escúchame! La muerte no existe, no es nada. Ni siquiera se puede comprender. La vida es la vida, y sigue la ley de la vida: el progreso. Tenías ayer una madre en la tierra; hoy tienes un ángel en otra parte. Todo lo que es bueno sobrevive, con mayor potencia, a la vida terrena. Por consiguiente, también el amor de tu madre. Ella te quiere ahora más que nunca, y tú eres responsable de tus actos ante ella más que antes. De ti depende, de tus obras, encontrarla, volverla a ver en otra existencia. Debes, por tanto, por amor y reverencia a tu madre, llegar a ser mejor; que se alegre de ti en tu conducta. Tú, en adelante, deberás en todo acto tuyo, decirte a ti mismo: «¿Lo aprobaría mi madre?» Su transformación ha puesto para ti en el mundo un ángel custodio, al cual debes referir todas las cosas. Sé fuerte y bueno; resiste el dolor desesperado y vulgar; ten la tranquilidad de los grandes sufrimientos en las almas grandes; esto es lo que ella quiere.»
-¡Garrone! -añadió el maestro-, sé fuerte y está tranquilo; esto es lo que ella quiere. ¿Comprendes?
Garrone indicó que sí con la cabeza; pero gruesas y abundantes lágrimas le caían sobre las manos, sobre el cuaderno, sobre el banco.
CUENTO MENSUAL
Valor cívico
A las doce estábamos con nuestro maestro ante el palacio municipal para presenciar el acto de entrega de la medalla del valor cívico al chico que salvó a un compañero suyo de perecer ahogado en el Po.
En el balcón principal de la fachada ondeaba una gran bandera tricolor.
Entramos en el patio del palacio municipal que se hallaba repleto de gente. Al fondo había una mesa con tapete encarnado; encima, papeles, y por detrás una hilera de sillones dorados para el alcalde y los componentes de la junta. También había ujieres municipales con dalmáticas azules y calzas blancas. A la derecha del patio estaba formado un piquete de guardias municipales que ostentaban en el pecho muchas condecoraciones, y junto a ellos un grupo de carabineros; en la parte opuesta había bomberos con uniforme de gala, y bastantes soldados de caballería, de infantería y de artillería, en grupo, que habían acudido para presenciar la ceremonia. Los laterales estaban ocupados por gente del pueblo, algunos militares, mujeres y niños, todos apiñados. Nosotros nos situamos en un ángulo, donde ya había muchos alumnos de otras escuelas con sus respectivos maestros, y cerca de nosotros un grupo de muchachos del pueblo, entre los diez y los dieciocho años, que se reían y hablaban fuerte, notándose que eran del barrio del Po, amigos o conocidos del que iba a recibir la medalla.
Por las ventanas del edificio se asomaban los empleados del Ayuntamiento. La galería de la biblioteca estaba también llena de gente, que se apiñaba contra la balaustrada, y en el lado opuesto, en los huecos que hay encima de la puerta de entrada, había gran número de chicas de las escuelas públicas y muchas huérfanas de militares con sus oscuros uniformes, luciendo todas ellas en los sombreros cintas azules. Aquello parecía un teatro en función de gala. Todos charlábamos animadamente, mirando de vez en cuando hacia donde estaba la mesa roja, para ver si llegaban las autoridades. La banda municipal, situada en el fondo del pórtico, amenizaba el acto tocando diversas composiciones en tono bastante bajo. Las paredes estaban iluminadas por el sol. Resultaba un espectáculo realmente precioso.
De pronto cuantos estábamos en el patio lo mismo que quienes se hallaban en los pisos superiores, empezamos a aplaudir.
Yo me puse de puntillas para ver mejor.
La gente que se hallaba detrás de la mesa presidencial dejó paso a un hombre y a una mujer. El daba la mano a su hijo, el muchacho que había salvado a un compañero.
El hombre era albañil e iba vestido de fiesta. Su mujer, bajita y rubia, vestía de negro. El muchacho, también rubio y más bien bajo para su edad, llevaba una chaqueta gris.
Al ver tal gentío y escuchar la estruendosa ovación, los tres se quedaron tan sorprendidos que no acertaban a mirar hacia ninguna parte ni a mover un solo pie. Un ujier les acompañó al sitio que se les había designado, a la derecha de la mesa roja.
De momento se produjo un gran silencio, y después se empezó a aplaudir por todas partes. El muchacho miró hacia las ventanas y luego a la galería de las Hijas de los militares; tenía el sombrero en las manos y parecía no comprender dónde estaba. Yo diría que en la fisonomía se parece bastante a Coretti, aunque tiene color más encendido. Su padre y su madre no levantaban la vista de la mesa.
Entretanto los chicos del barrio del Po, que se hallaban cerca de nosotros, procuraban ponerse en sitio preferente y hacían señas a su compañero para hacerse ver, y le llamaban en voz baja, pero insinuante: «¡Pin! ¡Pin! ¡Pinot!» A fuerza de llamarle se hicieron oír. El muchacho los miró y ocultó su sonrisa poniéndose delante el sombrero.
A cierto punto todos los guardias se cuadraron.
Entró el señor Alcalde, acompañado por muchos señores.
El Alcalde, vestido de blanco, con una gran faja tricolor en bandolera, se situó de pie junto a la mesa, quedando los demás detrás y a los lados.
La banda de música dejó de tocar, y a una señal del señor Alcalde, todos callamos.
Empezó a hablar. Sus primeras palabras no las oí bien, pero supuse que estaba refiriéndose al heroico comportamiento del muchacho. Después levantó más la voz, y se esparció con tal claridad y sonoridad por todo el patio, que ya no perdí palabra.
-...Cuando desde la orilla vio al compañero que se debatía en el río, presa ya del terror de la muerte, él se desnudó y se dispuso a tirarse al agua para acudir en socorro del que estaba en peligro de muerte. `¡No te tires -le dijeron-, que te ahogarás!' Y le sujetaron. Mas él logró desasirse de todos, y se lanzó resueltamente al agua.
El río iba muy crecido, constituyendo un riesgo terrible, incluso para un hombre. Pero él desafió la muerte con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo y gran corazón, consiguiendo llegar junto al que se hundía, agarrarlo y sacarlo a flote. Luchó denodadamente con la corriente, que le quería engullir, y con el compañero que se le enredaba; varias veces desapareció y volvió a salir a la superficie haciendo esfuerzos desesperados; con admirable obstinación en su empeño, no parecía un muchacho con deseos de salvar a otro muchacho, sino un padre luchando por librar de la muerte a un hijo, que es su esperanza y su vida.
Al fin no permitió Dios que una hazaña tan generosa resultase inútil, y el nadador arrebató su presa al gigantesco río, la sacó a la orilla y aun le prestó, juntamente con otros, los primeros auxilios; después de lo cual marchó a su casa, sano y tranquilo, para referir ingenuamente su meritísima acción.
Señores, bello y admirable es el heroísmo de un hombre; pero el de un niño sin miras de ambición o de interés alguno, que debe tener tanto más atrevimiento cuanto menores son sus fuerzas; el de un niño al que nada le exigimos y que a nada está obligado, pareciéndonos un ser amable y noble, no ya cuando cumple sus pequeños deberes, sino cuando se percata del sacrificio ajeno, el heroísmo de un niño, digo, raya en lo divino. Nada más quiero añadir, señoras y caballeros. No he de adornar con palabras superfluas una grandeza tan manifiesta. Aquí tienen ustedes al generoso y admirable salvador. Saludadlo, soldados, como a un hermano; vosotras, madres, bendecidlo como a un hijo; vosotros, chicos aquí presentes, recordad su nombre, grabad bien en vuestra memoria su semblante, y que su figura no se borre jamás ni de vuestra mente ni de vuestro corazón. Acércate, muchacho. En nombre del Rey, prendo en tu pecho la medalla al mérito civil.
Un viva estruendoso, dicho a la vez por centenares de gargantas, hizo retemblar las paredes del edificio.
El señor Alcalde tomó de la mesa la condecoración y la puso en el pecho del muchacho, y, acto seguido, lo abrazó y besó.
La madre se llevó una mano a los ojos y el padre tenía la barbilla sobre el pecho.
El Alcalde estrechó la mano de ambos y entregó el diploma de la concesión, atado con una cinta de seda a la venturosa madre.
Después, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
-Que el recuerdo de este día tan fausto para ti y tan honroso para tu padre y tu madre, te sostenga toda la vida por el camino de la virtud y del honor. ¡ Adiós!
El Alcalde, seguido de su acompañamiento, salió del patio; la banda de música empezó a tocar y, cuando todo parecía terminado, el grupo de bomberos se abrió para dejar paso a un chico de ocho o nueve años, impulsado por una señora que en seguida se ocultó; el niño corrió a abrazar con toda efusión al muchacho condecorado.
Volvieron a repetirse los vítores y aplausos de la multitud. Todos comprendieron al punto que se trataba del niño librado de perecer en el Po, que daba gracias públicamente a su salvador. Después de besarlo, se agarró a su brazo para acompañarlo fuera. Yendo los dos delante, y detrás el padre y la madre del homenajeado, se dirigieron a la puerta de salida, pasando con dificultad por entre la gente, que se apretujaba para hacerles calle, entre mezcla de guardias, chiquillos, soldados y mujeres. Todos intentaban ponerse delante y se empinaban para ver al heroico muchacho. Los que estaban en primer término le tocaban cariñosamente la mano.
Al pasar ante los chicos de las escuelas, todos agitaron sus gorras en el aire. Los del barrio del Po eran los más bulliciosos, le estiraban de los brazos y de la chaqueta, gritando: «¡Pin! ¡Viva Pin! ¡Bravo, Pinot!» ,
Pasó muy cerca de mí, pudiendo ver que estaba colorado, que se encontraba contento y que la cinta de la condecoración llevaba los colores nacionales. Su madre lloraba y reía a la vez: su padre se retorcía las puntas del bigote con una mano que le temblaba mucho, como si hubiese estado acometido por la fiebre. Desde la ventanas y galerías continuaban asomándose y aplaudiendo. Cuando el condecorado y los suyos iban a entrar bajo el pórtico de la galería ocupada por las huérfanas Hijas de militares cayó sobre la cabeza del muchacho y de sus padres una verdadera lluvia de pensamientos, ramilletes de violetas y margaritas. Muchos se apresuraron a recoger las flores esparcidas por el suelo para ofrecerlas a la madre. En el fondo del patio, la banda tocaba en tono bajo un precioso motivo, que parecía el canto de muchas voces argentinas alejándose lentamente por las orilla del gran río.
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