Amicis "Mayo"

|

Amicis "Mayo"


Mayo

Los pequeños minusválidos

Viernes, 5

Hoy no he ido a la escuela porque no me encontraba bien, y mi madre me ha llevado al Instituto de los niños minusválidos, donde fue a recomendar a una niña del portero; pero no me ha dejado entrar...

Supongo, Enrique, que habrás comprendido por qué no te he dejado entrar: para no presentarte, entre esas criaturas desdichadas, como muestra ostentosa de un chico sano y robusto. Demasiadas ocasiones se les ofrecen para hacer dolorosas comparaciones.

¡Qué espectáculo más deprimente! En cuanto entré sentí una gran congoja en mi pecho. Habría unos sesenta, entre niños y niñas... ¡Pobres huesos torturados! ¡Pobres manos, pobres piececitos encogidos y atrofiados! ¡Pobres cuerpecitos contrahechos! Pronto pude observar guapas caritas, ojos llenos de inteligencia y cariño. Había una niñita de nariz afilada, barbilla puntiaguda, que parecía una viejecita, pero con una sonrisa de dulzura celestial. Algunos, vistos por delante, parecen completamente normales y sin ninguna deformación... pero, al volverse, se le parte a una el corazón. El médico del Instituto los ponía de pie sobre los bancos y les levantaba la ropa para tocarles el vientre abultado y las articulaciones; las pobres criaturas no se avergonzaban, debido a la costumbre de estar desnudas y que las examinen y palpen por todas partes. ¡Y pensar que ahora están en el mejor período de su enfermedad y que casi ya no sufren! Pero, ¿quién puede saber cuánto sufrieron durante la deformación de su cuerpecito, cuando aumentando la enfermedad veían que disminuía el cariño alrededor de ellos, abandonados los pobrecitos horas y horas en algún rincón de una habitación o de un patio, mal alimentados y a veces torturados meses enteros por vendajes y aparatos ortopédicos inútiles?





El resto de la entrada que estará oculta hasta pinchar en el "Leer más"


Ahora, gracias a los cuidados de personas competentes, a la buena alimentación y a la gimnasia, muchos van mejorando. La maestra les obligó a hacer gimnasia. Daba lástima ver cómo, ante ciertas órdenes, extendían bajo los bancos sus piernecitas fajadas, oprimidas entre los aparatos, nudosas, deformes, unas piernecitas que se habrían cubierto de besos. Algunos no podían levantarse del banco, y permanecían con la cabeza caída sobre el brazo, acariciando las muletas con la mano; otros, al mover los brazos, notaban que les faltaba la respiración, y volvían a sentarse, muy pálidos, pero sonriéndose para disimular su impotencia.

¡Ah, Enrique! Tú y los que estáis bien no apreciáis la salud. Yo pensaba en los chicos sanos y robustos que las madres llevan a pasear, como en triunfo, orgullosas de su belleza; y habría estrechado todas aquellas pobres cabecitas contra mi corazón. De haber estado sola, sin obligaciones familiares, de buena gana me habría quedado allí para dedicarles toda mi vida, servirles, hacerles de madre hasta los últimos instantes de mi existencia...

Entretanto cantaban, y lo hacían con sus vocecitas delicadas, dulces y tristes, que llegaban al alma, mostrándose muy contentos porque la maestra los elogió al terminar. Mientras pasaban por los bancos, le besaban las manos y los brazos para demostrar su gratitud a quien tanto se desvela por ellos. Y es que, además de reconocidos, esos pobrecitos son muy cariñosos. Y algunos son listos y estudian con notable provecho, según me dijo la maestra, que es joven y agraciada, mostrando su bondad en el semblante, pero con cierto aire de tristeza, como reflejo de las desventuras que ella acaricia y consuela. ¡Meritísima muchacha! Entre todos los que se ganan la vida con su trabajo, no hay nadie que lo haga más santamente que tú.

TU MADRE

Sacrificio

Martes, 9

Mi madre es buena y mi hermana Silvia se le parece en bondad y grandeza de corazón.

Ayer por la noche estaba escribiendo una parte del cuento mensual De los Apeninos a los Andes, que el maestro nos ha dado a copiar a todos por trozos, pues es muy largo, cuando entró mi hermana Silvia de puntillas y me dijo deprisa y bajito:

-Ven conmigo a ver a mamá. Esta mañana les he oído hablar preocupados. A papá le ha debido salir mal algún asunto; estaba afligido, y mamá le decía palabras de aliento. Seguramente estamos pasando momentos de apuros, ¿comprendes? No hay dinero, y papá decía que es preciso hacer sacrificios para salvar la situación. ¿No te parece que nosotros debemos ayudarles en la medida de nuestras posibilidades? ¿Tú estás dispuesto? Bueno, pues cuando yo hable a mamá, no tienes más que asentir a lo que diga y prometerle, como hombre, que se hará lo que acordemos.

Dicho esto, me tomó de la mano y me llevó al salón, donde mamá cosía con cara preocupada. Yo me senté a un lado del sofá y Silvia a la otra parte, diciendo seguidamente:

-Mamá, tengo que hablar contigo. Bueno, venimos los dos a hablar contigo.

Mamá nos miró extrañada, y Silvia empezó:

-Papá no tiene dinero, ¿no es así?

-¿Qué dices, criatura? -replicó con viveza mamá-. ¿Qué sabes tú de eso? No es verdad. ¿Quién te ha dicho eso?

-Yo que lo sé -respondió Silvia-. Mira, mamá, nosotros estamos también dispuestos a hacer sacrificios. Tú me habías prometido un abanico para finales de mayo y Enrique esperaba su caja de pinturas; no queremos nada, no gastéis dinero con nosotros, y estaremos muy contentos, ¿sabes?

Mamá intentó hablas, pero Silvia añadió:

-Tiene que ser así. Lo hemos decidido. Hasta que papá no se reponga, suprimiremos los postres y cuanto sea necesario. Nos bastará con un plato de sopa al mediodía, y para desayunar nos contentaremos con un pedazo de pan. Así se gastará menos para comer, que ya se gasta bastante entre unas cosas y otras. Y te prometemos que nos verás siempre tan alegres como antes. ¿No es así, Enrique?

Yo respondí que sí.

-Siempre tan contentos como antes -repitió Silvia, tapando la boca a mamá con una mano-, y si hay que hacer algún otro sacrificio en el vestir o en lo que sea, lo haremos con mucho gusto. También venderemos nuestros regalos; estoy dispuesta a desprenderme de cuanto posea de valor. Te haré de camarera, no mandaremos a hacer nada fuera de casa, trabajaré todo el día contigo y haré cuanto quieras, pues estoy dispuesta a todo. ¡A todo! -exclamó echando los brazos al cuello de mamá-, para que nuestros queridos papá y mamá no sufran y estén tan tranquilos y contentos como siempre con su Silvia y su Enrique, que os quieren muchísimo y darían la vida por vosotros.

Jamás había visto a mi madre tan contenta como al oír tales palabras, ni nunca nos había besado en la frente de modo semejante, llorando y riendo a la vez, sin poder hablar. Después aseguró a Silvia que había entendido mal, que no estábamos tan apurados como se figuraba y nos dio mil veces las gracias. Estuvo muy contenta hasta que llegó papá, a quien le contó todo. El no replicó. ¡Pobre papá! Pero este mediodía, cuando nos sentamos a comer, experimenté un gran placer y profundo disgusto a la vez, pues debajo de mi servilleta encontré mi caja de pinturas y Silvia, su abanico.

El incendio

Jueves, 11

Esta mañana había terminado de copiar la parte que me correspondía del cuento De los Apeninos a los Andes, y estaba buscando un tema para la redacción que el maestro nos ha encargado, cuando oí un griterío insólito por la escalera, entrando poco después en casa dos bomberos, que pidieron a mi padre permiso para examinar las estufas y las chimeneas, porque se veía humo por los tejados sin saber de dónde procedía. Mi padre les dijo que revisasen lo que creyeran necesario y, aunque no teníamos nada encendido, ellos recorrieron las habitaciones, registrando las paredes, para comprobar si el fuego hacía ruido por el interior de las subidas de los otros pisos que comunicaban con las chimenea de la casa.

Mientras iban por las habitaciones, me dijo mi padre:

-Ahí tienes, Enrique, un buen tema para tu composición: Los bomberos. Escribe lo que voy a contarte.

«Yo los vi trabajando una noche, hace dos años, cuando salíamos del teatro Balbo. Al entrar en la calle Roma, vi un resplandor desacostumbrado y mucha gente que corría. Se había declarado un incendio en una casa. Grandes llamaradas y nubes de humo salían por las ventanas y por encima del tejado. Hombres, mujeres y niños aparecían y desaparecían de nuestra vista lanzando gritos desesperados. Delante de la puerta gritaba la gente:

-¡Que se queman vivos! ¡Socorro! ¡Los bomberos!

En aquel momento llegó un coche; de él saltaron inmediatamente cuatro bomberos, los primeros que se encontraron en el Ayuntamiento, y se precipitaron al interior del edificio siniestrado.

Apenas habían entrado, vimos algo horroroso: una mujer se asomó, gritando, por una ventana del tercer piso; se agarró al antepecho, saltó y luego quedó colgando, como suspendida en el vacío, con la espalda fuera, encorvada bajo el humo y las llamas, que, saliendo de la habitación, casi le tocaban la cabeza.

La multitud lanzó un grito de horror. Los bomberos, que por equivocación se habían detenido en el segundo piso, requeridos por los aterrorizados inquilinos, habían derribado ya una pared, introduciéndose en un apartamento, cuando cientos de gargantas les gritaban:

-¡Al tercer piso! ¡Al tercer piso!

Subieron volando al tercer piso y pudieron apreciar una devastación infernal: vigas del techo que crujían, pasillos llenos de llamas y de un humo asfixiante... Para llegar a las habitaciones en que estaban los inquilinos encerrados, no había más camino que el tejado. Se echaron para adelante y un minuto después se vio como un fantasma negro saltar por las tejas entre el espeso humo. Era el jefe, que había llegado antes. Para ir a la parte del tejado que correspondía al cuartito cerrado por el fuego, tenía que pasar por un espacio muy reducido entre un alero y la fachada; todo lo demás se encontraba en llamas, y aquel estrecho pasillo estaba cubierto de nieve y de hielo, sin lugar dónde agarrarse.

-¡Es imposible que pase! -decía la gente que había en la calle.

El jefe de bomberos avanzó por el alero, y todos temblaban mirando y conteniendo la respiración. Pasó, y se oyó una gran ovación. El jefe reanudó la marcha y, al llegar al punto amenazado, empezó a romper furiosamente con un pequeño pico tejas y viguetas, para abrir un agujero por el que colarse al interior. Entretando la mujer continuaba suspendida fuera de la ventana y las llamas le llegaban a la cabeza. Un minuto más y habría caído a la calle. En cuanto estuvo abierto el agujero, el jefe se quitó la banderola y descendió, siguiéndole los otros bomberos. En aquel instante llegaron otros bomberos con una altísima escalera, que apoyaron en la cornisa de la casa, delante de las ventanas por donde salían las llamas y locos alaridos. Pero creíamos que ya era demasiado tarde.

-¡Ninguno se salvará! -comentaba la gente-. ¡Los bomberos arden! ¡Esto se ha acabado! ¡Han muertos todos!

Mas de pronto apareció por la ventana de la esquina la negra figura del jefe, iluminada por las llamas de arriba abajo. La mujer se inclinó hacia él cuanto pudo, y el hombre la cogió con ambos brazos por la cintura, la subió y la metió a la habitación. La multitud dio un grito que superó el crepitar del incendio. Pero, ¿y los demás? ¿Cómo podrán bajar?

La escalera, apoyada en el tejado por delante de otra ventana, distaba bastante del sitio en que se precisaba. ¿Cómo podrían utilizarla? Mientras la gente se hacía tal pregunta, uno de los bomberos salió fuera de la ventana, puso el pie derecho en el alero y el izquierdo en la escalera, y de este modo, de pie y con el cuerpo al aire, fue cogiendo con sus brazos uno a uno a todos los inquilinos, que los otros le iban dando desde el interior; después los entregaba a otro compañero que había subido desde la calle y que los iba bajando uno a uno, ayudado por otros compañeros.

Primeramente pasó la mujer que había corrido mayor peligro, luego una niña, otra mujer y un anciano. Al fin todos quedaron a salvo. Tras el anciano descendieron los bomberos que habían quedado en el interior, haciéndolo en último lugar el jefe, que fue el primero en acudir.

La multitud los acogió a todos con salvas de aplausos, pero cuando apareció el primero de los salvadores, el que había afrontado antes que todos el abismo y que habría muerto si alguien hubiese tenido que perecer, el gentío lo saludó como a un triunfador, gritando y extendiendo los brazos en señal de afectuosa admiración y de gratitud. En unos instantes, su nombre, antes desconocido, José Robbino, se repetía en millares de bocas.

Eso es valor, Enrique, el valor del corazón que no razona ni vacila, y va derecho con los ojos cerrados a donde oye el grito de quien se muere. Un día te llevaré a los ejercicios de amaestramiento que realizan los bomberos, y te presentaré al jefe Robbino, porque creo que te gustará conocerlo, ¿no es así?»

Yo respondí que sí.

-Aquí lo tienes -dijo mi padre.

Yo me volví de repente. Los dos bomberos, una vez terminada la visita de inspección, cruzaban la habitación para salir de casa.

Mi padre me señaló al más bajo, que llevaba galones, y me dijo:

-Estrecha la mano al señor Robbino.

El aludido se detuvo y me dio la mano, sonriendo; yo se la estreché; él me hizo el saludo y se marchó.

-No olvides este momento -añadió mi padre-, porque de los millares de manos que estreches en tu vida, tal vez no haya ni diez que valgan como la suya.

CUENTO MENSUAL

De los Apeninos a los Andes

Hace muchos años, un chico genovés de trece años, hijo de un obrero, marchó solo desde Génova a América en busca de su madre, que dos años antes había ido a Buenos Aires, capital de la república Argentina, para ponerse a servir en alguna casa de gente rica y ayudar, de este modo, a salir de apuros a su familia, que, por diversas causas, había caído en la pobreza y contraído bastantes deudas.

No son pocas las mujeres intrépidas que realizan un viaje tan largo con ese mismo fin, y que, gracias a la buena remuneración que tienen allá los servicios domésticos, regresan a la patria al cabo de unos años con unos miles de liras. La pobre mujer había llorado mucho al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y llena de esperanza.

La travesía se efectuó con toda normalidad, y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía tiempo, encontró colocación en casa de una familia argentina acomodada, que le pagaba mucho y la trataba bien.

Durante algún tiempo mantuvo una correspondencia regular con los suyos. Según lo tenían acordado, el marido dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer, y ésta le daba las suyas para que las enviase a Génova, escribiendo siempre algo de su parte.

Como ganaba ochenta liras al mes y no tenía gastos, cada tres meses podían enviar a su marido una cantidad considerable, con la que el hombre iba pagando las deudas más urgentes y manteniendo de ese modo su buena reputación de persona honrada.

Entretanto trabajaba y estaba contento de sus cosas, porque tenía la esperanza de que la mujer regresaría pronto, ya que la casa, sin ella, parecía estar vacía, y el hijo menor, de manera especial, que quería muchísimo a su madre, no podía resignarse a tan prolongada ausencia.

Pero, transcurrido un año desde su partida, después de una carta de pocas líneas, en la que decía que no se encontraba bien de salud, no habían vuelto a recibir ninguna otra. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó. También escribieron a la familia argentina a la que prestaba sus servicios, pero, no habiendo llegado a su destinatario, tal vez por no haber puesto bien la dirección, tampoco obtuvieron respuesta. Temiendo alguna desgracia, escribieron al Consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hiciese las oportunas averiguaciones; mas al cabo de tres meses les contestó el Cónsul que, a pesar del anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado a dar alguna noticia de su paradero.

Y no podía ser de otro modo, aparte otras razones, porque la mujer, con el fin de salvar el honor de los suyos, que a ella le parecía mancharlo haciéndose criada, no había dado a la familia argentina su verdadero nombre.

Pasaron otros meses sin ninguna noticia. El padre y los hijos estaban consternados; el más pequeño, sobre todo, no podía librarse de su desconsolada tristeza. ¿Qué hacer en tales circunstancias? ¿A quién recurrir? La primera idea del padre fue emprender el viaje e ir a América en busca de su mujer. Pero, ¿cómo abandonar el trabajo? ¿Quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía ausentarse el hijo mayor, que por entonces empezaba a ganar algo y era imprescindible para la familia. Con esta inquietud vivían, repitiéndose todos los días las mismas dolorosas consideraciones y mirándose entre sí silenciosos, cuando una noche, dijo Marco, el hijo menor, con gran resolución:

-Yo iré a América a buscar a mi madre.

El padre movió la cabeza, entristecido, y no respondió. Era algo loable, pero imposible de realizar. ¿Cómo iba a ir solo a América un chico de trece años, si hacía falta un mes para llegar? Pero el muchacho insistió en su idea aquel día y en los sucesivos, sin ninguna vacilación y razonando como un hombre.

--Otros han ido -decía- y aun menores que yo. Una vez en el barco, llegaré allá como cualquier otro, y cuando esté en Buenos Aires no tengo más que buscar el comercio del tío. Hay tantos italianos por aquellas tierras, que alguno me dirá por dónde he de ir. Una vez que encuentre al tío, encontraré a mamá, y si no la encuentro, acudiré al Cónsul y buscaré a la familia argentina. Ocurra o que ocurra, allí hay trabajo para todos, y alguno encontraré para ganar lo suficiente con que pagar el pasaje de vuelta.

De esta forma, poco a poco casi logró convencer a su padre. Este lo apreciaba, sabía que era un chico juicioso y valiente, acostumbrado a las privaciones y a los sacrificios, cualidades que darían doble fuerza a su corazón para llevar a buen fin el propósito de encontrar a su madre, a la que adoraba.

A esto se añadía que un capitán de barco, amigo de un conocido de la familia, que había oído hablar del asunto, accedió a que el chico fuese sin pagar hasta Buenos Aires como pasajero de tercera clase. Entonces, después de alguna vacilación, el padre dio su consentimiento y quedó decidido el viaje.

Llenaron una bolsa de ropa, le entregaron algún dinero, le dieron la dirección de la tienda del pariente y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron.

-Hijo mío -le dijo el padre al darle el último beso con los ojos humedecidos, en la escalerilla del trasatlántico que estaba para partir-, sé animoso. Vas con un santo propósito y Dios te ayudará.

¡Pobre Marco! Era esforzado y estaba preparado para la más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre el gran buque abarrotado de campesinos emigrantes, sin nigún conocido a bordo, con la bolsa, que contenía toda su fortuna, le sobrevino un repentino desaliento. Durante dos días permaneció acurrucado en la proa, como un perrito, sin casi probar bocado, con muchas ganas de llorar. Por su mente pasaban toda clase de pensamientos, pero el más triste y terrible era el que más le atormentaba: la posibilidad de que su madre hubiese muerto. En sus sueños, interrumpidos y penosos, siempre veía la cara de un desconocido que le miraba con aire compasivo y le decía al oído: «Tu madre ha muerto.» Entonces se despertaba ahogando un grito. Sin embargo, pasado el estrecho de Gibraltar, a la vista del Océano Atlántico, recobró algo de ánimo y de esperanza. Pero fue un corto alivio. El inmenso mar, siempre igual; el calor progresivo; la melancolía de toda la pobre gente que le rodeaba y la sensación de la propia soledad, volvieron a deprimirlo. Los días, que se sucedían con exasperante monotomía, se le confundían en la memoria, como les sucede a los enfermos. Parecíale que ya llevaba un año en el mar. Todas las mañanas, al despertarse, experimentaba una nueva extrañeza por encontrarse solo en medio de aquella inmensidad de agua, camino de América. Los magníficos peces voladores que a veces caían en el barco, las maravillosas puestas de sol de los trópicos, las enormes nubes de fuego y sangre y las fosforescencias nocturnas, que dan a todo el océano el aspecto de un mar de hirviente lava, no le parecían cosas reales, sino prodigios vistos en el sueño.

Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde todo bailaba y caía, en medio de un coro espantoso de quejidos y de imprecaciones, creyendo que había llegado su última hora.

Pasaron otros días de mar tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinito aburrimiento, horas interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, deprimidos, tendidos e inmóviles sobre las tablas, parecían estar muertos.

El viaje se hacía interminable: mar y cielo, cielo y mar, hoy como ayer y mañana como hoy, siempre, eternamente. El muchacho pasaba largas horas apoyado en la borda mirando el mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su madre hasta que se le cerraban los ojos y se le caía la cabeza muerto de sueño. Entonces volvía a ver la cara desconocida que le miraba con aire compasivo y le repetía al oído: «Tu madre ha muerto.» Aquella voz le despertaba sobresaltado, para empezar de nuevo a soñar con los ojos abiertos y a contemplar el inalterable horizonte.

Veintisiete días duró la travesía; pero los últimos fueron los mejores. El tiempo era magnífico y el aire fresco. El muchacho había entablado relaciones con un hombre lombardo que iba a América para reunirse con un hijo suyo, agricultor de Rosario. Le había referido todo lo de su casa y el buen viejo le repetía a cada instante, dándole palmaditas en el cuello: «Animo, galopín, tú encontrarás a tu madre sana y contenta. » Su compañía le alentaba y sus presentimientos, de tristes, se habían vuelto alegres.

Sentado en la proa, junto al viejo campesino que fumaba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en el que se destacaba la nunca vista constelación de la Cruz del Sur, en medio de grupos de emigrantes, que cantaban, se representaba mil veces en la imaginación el momento de llegar a Buenos Aires, y que luego, en cierta calle, encontraba la tienda del pariente, a quien preguntaría: «¿Cómo se encuentra mi madre? ¿Dónde está? ¿Quiere acompañarme en seguida?», a lo que le respondería el otro: «Se encuentra perfectamente. Vente conmigo.» Irían los dos muy deprisa, se detendrían ante una puerta, subirían una escalera, llamarían y... Aquí se detenía su mudo soliloquio y su imaginación se perdía en un sentimiento de indecible ternura, que le hacía sacarse a escondidas una medallita que llevaba al cuello, besarla y murmurar sus oraciones.

Llegaron a los veintisiete días de haber zarpado de Génova. Cuando el buque echó anclas cerca de la orilla del inmenso río de la Plata en la que se extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital de la república Argentina, eran las primeras horas de una hermosa mañana del mes de mayo, aunque bastante fría, puesto que por aquellas latitudes corresponde dicho mes a nuestro noviembre. El cielo despejado, parecióle de buen augurio. El muchacho estaba fuera de sí por la alegría y la impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él y la volvería a ver unas horas después!

¡Se encontraba en América, en el Nuevo Mundo, y había tenido el atrevimiento de ir solo! Todo el larguísimo viaje se le figuraba que había pasado en poco tiempo, como si soñando hubiese volado y se despertara en aquel instante. Se sentía tan dichoso que casi no se inmutó ni afligió cuando, hurgando en sus bolsillos, solamente encontró una de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar seguro de no perderlo todo. Le habían quitado la mitad y solamente le quedaban unas cuantas liras. Pero, ¿qué le importaba si ya estaba tan cerca de su madre?

Con su bolsa en la mano, bajó juntamente con otros muchos pasajeros a un vaporcito que les llevó a poca distancia de la orilla saltando luego a una lancha que llevaba el nombre de Andrea Doria, y desembarcó en el muelle. Se despidió de su viejo amigo lombardo y se encaminó hacia la ciudad.

Se detuvo al llegar a la primera bocacalle y preguntó al primer hombre que vio pasar la dirección que debía seguir para ir a la calle de Las Artes. Dio la casualidad que aquel hombre era un obrero italiano, que le miró con curiosidad y le preguntó si sabía leer. El chico contestó que sí, y entonces le dijo el obrero:

-Pues bien, sigue todo derecho por ahí sin dejar de leer en todas las esquinas los nombres de las calles, y encontrarás la que buscas.

El muchacho le dio las gracias y marchó por la calle que el compatriota le había indicado.

Era una calle recta, interminable pero bastante estrecha, con casas bajas y blancas, parecidas a casitas de campo, llena de gente y de carruajes de todos los tamaños, que producían un ruido ensordecedor. Por una y otra parte se veían grandes banderas de los más diversos colores que tenían escrito en letras grandes el horario de salida de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, mirando a derecha e izquierda, veía otras calles tiradas a cordel, tan largas que los extremos parecía que iban a tocarse, también de casas bajas y blancas, llenas de gente y de vehículos, situadas en el mismo plano de la ilimitada llanura americana, semejante al mar, cuyo horizonte es un círculo cerrado.

La ciudad le parecía infinita, y que podría andar por ella días y semanas enteras viendo por doquier calles como aquéllas, figurándosele que toda América era una inmensa ciudad.

Se fijaba con atención en los nombres de las calles, nombres raros para él, que los leía con no pequeña dificultad. A cada nueva calle, le latía más de prisa el corazón, pensando que fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio de pronto una cerca de él, y se le alborotó la sangre; se aproximó más y vio con gran desilusión que era una negra.

Seguía andando, acelerando el paso. Llegó a una glorieta, leyó y quedó como clavado en la acera. ¡Allí estaba la calle de Las Artes! Vio el número 117: la tienda del pariente se hallaba en el 175. Apresuró todavía más el paso; casi corría. Tuvo que detenerse en el número 171 para tomar aliento, y dijo entre sí: «¡Ay, madre mía! ¿Es verdad que voy a verte dentro de un instante?»

Corrió hacia adelante y llegó a una pequeña tienda de mercería. ¡Aquélla era! Se asomó y vio a una mujer de cabellos grises y con gafas.

-¿Qué quieres, pibe? -le preguntó en español.

-¿No es ésta -dijo el muchacho, esforzándose para que le saliese la voz- la tienda de Francesco Merelli?

Francesco Merelli é monto -le respondió la mujer en italiano.

Marco recibió la impresión de un tiro en el pecho. -¿Y cuándo murió?

-Oh, hace tiempo, unos dos meses -respondió la señora-. Le fue mal el negocio y se marchó. Dicen que se fue a Bahía Blanca, lejos de aquí, y que murió poco después. Esta tienda es mía.

El chiquillo palideció.

Luego dijo precipitadamente:,

-Merelli conocía a mi madre, que estaba aquí sirviendo a la familia Mequínez. Sólo él podría decirme dónde está. Yo he venido aquí desde mi tierra en busca de mi madre, ¿sabe usted? Merelli le mandaba las cartas. ¡Tengo que encontrar a mi madre!

-Yo no sé nada, hijo mío -le respondió la mujer-. Puedo preguntar al chico de la portera. El conocía al muchacho que le hacía los recados a Merelli. Tal vez pueda decirte algo.

Acto seguido llamó al muchacho por el fondo de la tienda, y él se presentó al instante.

-Dime -le preguntó la dueña-, ¿recuerdas si el dependiente de Merelli iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de sirvienta en casa de unos señores de acá?

-En casa del señor Mequínez -respondió el chico- sí, señora. Algunas veces. Al final de la calle de Las Artes.

-¡Gracias, gracias, señora! -gritó Marco-. Dígame el número, por favor... ¿No lo sabe? ¡Haga que me acompañen! Acompáñame tú mismo, chico. Aún me queda un poco de dinero en el bolsillo.

Lo pidió de tal manera, que el chico aquel, sin esperar ninguna indicación de la tendera, le dijo:

-Vamos -y fue el primero en salir de prisa.

Casi corriendo, sin decirse palabra alguna, fueron hasta el final de la larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se detuvieron ante una hermosa cancela de hierro, por entre la cual se veía un patio repleto de macetas con flores. Marco dio un tirón a la campanilla.

Apareció una señorita.

-Aquí vive la familia Mequínez, ¿no es verdad? -preguntó con ansiedad el muchacho.

-Stava -le respondió la señorita, pronunciando el italiano con acento español-. Ora siamo noi, Zeballos.

-Y ¿a dónde han ido los señores Mequínez? -preguntó Marco, sumamente preocupado.

-Se fueron a Córdoba.

-¡Córdoba! -exclamó Marco-. ¿Y dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi madre; la criada era mi madre. ¿Se la llevaron consigo?

La señorita le miró y dijo:

-No lo sé. Tal vez lo sepa mi padre, que los vio cuando se fueron. Espera un momento.

Se fue y volvió al poco con su padre, un señor alto de barba gris, que miró unos instantes al simpático chiquillo, con aspecto de pequeño marinero genovés, el pelo rubio y la nariz aguileña; en mal italiano le preguntó:

-¿Tu madre es genovesa?

Marco respondió afirmativamente.

-Pues mira, la criada genovesa se marchó con ellos. Estoy seguro.

-¿A dónde?

-A Córdoba, que es una ciudad.

El chico dio un suspiro y luego dijo con resignación:

-Bueno, no tengo más remedio que ir a Córdoba.

-¡Pobre pibe! -exclamó el señor, mirándole con cierta compasión-. ¡Pobre criatura! Córdoba dista de aquí cientos de kilómetros.

Marco palideció como un muerto y, para no caerse, se apoyó con una mano en la cancela.

-Veamos, veamos -dijo entonces el señor Ceballos, movido a compasión y abriendo la puerta-. Entra un momento, y veremos si se puede hacer algo.

Se sentó, ofreció asiento a Marco, y dijo a éste que le contara su historia. Le miró con atención y se quedó un poco pensativo. Luego dijo con resolución:

-Tú no tienes plata, ¿no es así?

-Algo me queda todavía..., pero poca -respondióle el muchacho.

El argentino estuvo pensativo otros cinco minutos. Después se sentó a la mesa, escribió una carta, la cerró y, entregándosela al chico, le dijo:

-Oye italianito. Vas a ir con esta carta a Boca, un poblado donde la mitad por lo menos son genoveses y que se encuentra a dos horas de camino. Todos sabrán decirte por dónde has de ir. Una vez allí, buscas al señor al que va dirigido el sobre, persona muy conocida; le entregas la carta, y él te facilitará el medio de salir mañana mismo con dirección a Rosario. No dejará de recomendarte a alguien de allá, que tal vez te proporcione la manera de proseguir hasta Córdoba, donde hallarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto -y le dio algunas monedas-. Anda, y no te desanimes. En este país hay muchos compatriotas tuyos, que no te abandonarán. Ya lo verás. No te desanimes por nada. ¡Adiós!

El muchacho le dio las gracias y, sin más, salió con su bolsa al hombro, tomando con paso tranquilo el camino hacia Boca a través de la grande y ruidosa ciudad, lleno de tristeza y de asombro.

Todo lo que sucedió desde aquel momento hasta la noche del día siguiente se le quedó grabado en la memoria de manera confusa e incierta como fantasmagoría de un calenturiento, por lo cansado, perturbado y deprimido que se hallaba.

Al día siguiente, hacia el oscurecer, después de haber dormido la noche anterior en un cuartucho de una casa de Boca, al lado de un almacén del puerto, y tras haber pasado casi todo el día sentado en un montón de madera, como adormilado, frente a millares de gabarras y de vaporcitos, se hallaba en la popa de una barcaza a vela, cargada de fruta, que salía para la ciudad de Rosario, conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuya voz y el querido dialecto que hablaban dio no poco alivio a su contristado corazón.

Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo de continua admiración para el pequeño viajero. Tres días y cuatro noches sobre la superficie del maravilloso río Panamá, respecto al cual, nuestro río Po no es más que un arroyuelo y la longitud de nuestra península cuadruplicada no alcanza la de su curso.

La barcaza marchaba lentamente en contra de la corriente de aquella masa inconmensurable de agua. Pasaba entre largas islas, en otro tiempo nidos de serpientes y guaridas de tigres, cubiertas de sauces y otros diversos árboles frondosos, que daban la impresión de bosques flotantes; otras veces se deslizaba por vastas extensiones de agua parecidas a grandes lagos tranquilos; después, nuevamente entre islas, por intrincados canales de un archipiélago, en medio de exuberantes vegetaciones. Reinaba un silencio sepulcral. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y amplísimas, evocaban la imagen de un río desconocido que la pobre embarcación a vela fuese la primera del mundo en surcar. Cuanto más se avanzaba, tanto más le descorazonaba el inmenso río. Se le figuraba que su madre se hallaba en sus fuentes y que la navegación iba a durar años enteros.

Dos veces al día tomaba un poco de pan y carne salada con los barqueros que, viéndole tan triste, nunca le dirigían la palabra. Por la noche dormía sobre cubierta y se despertaba a intervalos, sobresaltado, admirando la claridad de la luna que blanqueaba la inmensa superficie acuosa y las lejanas orillas, oprimiéndosele entonces el corazón. «¡Córdoba! ¡Córdoba!», repetía este nombre como el de una de las misteriosas ciudades de las que había oído hablar en las leyendas. Pero luego pensaba: «Mi madre ha pasado por aquí, ha visto estas islas y estas orillas», y entonces ya no le parecían tan extraños y solitarios aquellos lugares en los que se había detenido la mirada de su adorada madre.

Por la noche cantaba algún barquero, y su voz le recordaba las canciones de su mamá para dormirle cuando era pequeñito. La última noche empezó a llorar al oír cantar. El barquero interrumpió el canto y en seguida le dijo:

-¡No te aflijas, chiquito! ¡Qué diablos! ¡Un genovés no debe llorar jamás por estar lejos de su casa! Los genoveses dan la vuelta al mundo tan campantes como orgullosos.

Ante tales palabras, se turbó. Percibió la voz de la sangre genovesa y levantó la frente con altivez, dando un puñetazo sobre las tablas. «¡Está bien! -dijo entre sí-; aunque tenga que dar la vuelta al mundo, viajar años y años y recorrer a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta encontrar a mi madre. ¡Aunque llegue moribundo y caiga muerto a sus pies, con tal de verla una sola vez! ¡Valor, Marco!»

En este estado de ánimo llegó al despuntar de una rosada y fría mañana frente a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, sobre una pequeña altura, reflejándose en las aguas los mástiles y banderas de cien barcos de todos los países.

Poco después de desembarcar, subió a la ciudad con su bolsa en la mano en busca del señor argentino para el que su protector de Boca le había entregado una carta con algunas palabras de recomendación.

Al entrar en Rosario, parecíale hallarse en una ciudad conocida. Ante su vista se ofrecían de nuevo calles interminables, tiradas a cordel, de casas bajas y blancas, cruzadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por una maraña de hilos de la luz, telegráficos y telefónicos, semejantes a enormes telarañas, y un gran tropel de gente, de caballerías y de vehículos. La cabeza se le iba, y creía hallarse de nuevo en Buenos Aires, teniendo que buscar otra vez al primo de su padre. Anduvo cerca de una hora, dando vueltas y revueltas, pareciéndole que siempre se encontraba en la misma calle. A fuerza de preguntas encontró la casa de su nuevo protector. Llamó y se asomó a la puerta un hombre gordo rubio, áspero, con aire de administrador, que le preguntó descortésmente, con pronunciación extranjera:

-¿Qué se te ofrece?

Marco dijo el nombre del patrón al que buscaba.

-El patrón -le contestó el administrador- se fue ayer para Buenos Aires con toda la familia.

El muchacho se quedó paralizado.

Después balbuceó:

-Pero yo... no tengo aquí a nadie. ¡Estoy solo! -y le presentó la carta.

El hombre la tomó, la leyó y dijo con visible malhumor:

-No sé qué hacer. Ya se la daré dentro de un mes, cuando regrese.

-¡Pero yo estoy solo y necesito ayuda! -exclamó Marco en tono suplicante.

-Y a mí, ¿qué me importa? Demasiados pordioseros de tu tierra hay ya en Rosario. Vete a mendigar a Italia.

Y le dio con la puerta en las narices.

El chico se quedó petrificado.

Luego tomó con desaliento su bolsa y se marchó angustiado, con la cabeza aturdida, asaltado por un cúmulo de tristes pensamientos. ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigirse? De Rosario a Córdoba había un día de viaje en ferrocarril, y llevaba consigo muy poco dinero. Calculando lo que necesitaba gastar aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde podía encontrar dinero para pagar el billete? Podía trabajar, pero ¿en qué? ¿Y a quién recurrir? ¿Pediría limosna? ¡Ah, eso no! No quería que lo despachasen como a un perro sarnoso, que lo insultaran y lo humillaran como poco antes. ¡Todo menos eso! Con estos pensamientos, volviendo a ver ante sí la larguísima calle que se perdía en el horizonte, sintió que le faltaban otra vez fuerzas. Dejó la abultada bolsa en la acera, se sentó sobre ella, de espaldas a la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente tropezaba con él al pasar; los carruajes llenaban de ruido la calle; algunos chicos se pararon a mirarlo... Así permaneció un buen rato, hasta que le sacó de su letargo una voz que le dijo medio en italiano y medio en lombardo:

-¿Qué haces tú aquí, chiquillo?

Alzó la cara e inmediatamente se puso en pie, lanzando una exclamación de asombro.

-¡¿Usted?!

Era el viejo campesino' lombardo con el que había intimado durante el viaje. La sorpresa del viejo no fue menor. Pero Marco no le dio tiempo para preguntarle y le contó en pocas palabras lo que le ocurría.

-Ahora estoy sin un real. Tengo que trabajar. Búsqueme usted algún trabajo para poder reunir el dinero que necesito. Puedo hacer lo que sea: llevar bultos, barrer las calles, hacer recados y hasta faenas del campo. Me conformo con poder comer pan negro. Lo que quiero es poder salir pronto y encontrar a mi madre. ¡Hágame ese favor! ¡Búsqueme trabajo, por el amor de Dios, que ya no puedo resistir más!

-¡Diantre, diantre! -dijo el lombardo mirando en torno suyo y rascándose la barbilla-. ¡Y qué caso! Trabajar... Eso se dice pronto. Pero vamos a ver; ¿es que costaría tanto reunir el dinero que necesitas para ir a Córdoba habiendo aquí tantos compatriotas nuestros?

El chico le miraba, sostenido por un rayo de esperanza.

-Vente conmigo -le dijo el hombre.

-¿A dónde? -le preguntó Marco, volviendo a tomar su bolsa.

-Ya lo verás.

El lombardo se puso en marcha y Marco le siguió. Anduvieron un buen trecho de calle juntos, sin hablar. El hombre se detuvo ante la puerta de una cantina que tenía en el dintel una estrella y debajo el rótulo: La estrella de Italia; se asomó al interior y dijo al muchacho:

-Llegamos en buen momento.

Entraron en una amplia sala, donde había varias mesas y bastantes hombres sentados, que bebían y hablaban fuerte. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y por la manera de saludar a los seis parroquianos que estaban a su alrededor se comprendía que había estado con ellos poco antes. Estaban muy encarnados y hacían sonar los vasos, voceando y riendo.

-¡Camaradas! -dijo sin más el lombardo, permaneciendo de pie y presentando a Marco-. Aquí tenéis a este chico, compatriota nuestro, que ha venido solo desde Génova en busca de su madre. En Buenos Aires le dijeron que no estaba allí, que se encontraba en Córdoba. Ha venido en barco a Rosario y ha empleado en el viaje tres días y tres noches. Trae una carta de recomendación escrita por un italiano de Boca; pero al entregarla le han recibido de mala manera. No tiene ni un céntimo. Está aquí desesperado. Se trata de un chico muy animoso. Algo debemos hacer por él, ¿no os parece? Sólo quiere el dinero necesario para trasladarse en ferrocarril a Córdoba. ¿Vamos a dejarlo aquí como perro abandonado?

-¡Por nada del mundo! ¡Eso no se dirá jamás de nosotros! -gritaron todos a la vez, dando puñetazos en la mesa-. ¡Un compatriota nuestro!

-¡Ven acá, pequeño! -¡Cuenta con nosotros, los emigrantes! -¡Qué chiquillo más guapo y espabilado! -¡Aflojad el bolsillo, camaradas! ¡Qué valiente! ¡Ha venido solo! -¡Es un chico de oro! -¡Toma un trago, compatriota! ¡No te apures, que verás a tu madre!

El uno le tocaba la mejilla; otro le daba palmaditas en la espalda; un tercero le cogía la voluminosa bolsa. De la mesa inmediata acudieron otros emigrantes; la historia del muchacho corrió por todo el establecimiento. De la habitación contigua salieron tres parroquianos argentinos... En menos de diez minutos recorrió el lombardo las distintas mesas, presentaba el sombrero a manera de bandeja y recaudó más dinero del necesario para el viaje.

-¿Has visto -dijo entonces, dirigiéndose al muchacho- qué pronto se consigue esto en América?

-¡Bebe! -le gritó otro, ofreciéndole un vaso de vino-. ¡A la salud de tu madre!

-¡A la salud de mi...!

Pero no pudo acabar la frase, porque un sollozo de alegría le cerró la garganta, y, dejando el vaso en la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo.

A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, tomó el tren para Córdoba, sintiéndose animado y lleno de pensamientos halagüeños. Pero no hay alegría duradera ante ciertos aspectos siniestros de la naturaleza. El cielo estaba encapotado, gris, oscuro; el tren, semivacío, corría a través de la inmensa planicie en la que no se advertían señales de vida. Se encontraba solo en un vagón muy largo que se parecía a los que transportan heridos. Miraba a derecha e izquierda y sólo contemplaba una soledad sin fin, interrumpida a intervalos por pequeños y deformes árboles, de ramas y troncos retorcidos, en actitudes jamás vistas, como de ira y de angustia; una vegetación oscura, extraña y triste, que daba a la llanura la apariencia de un inmenso cementerio.

Permanecía somnoliento por espacio de media hora y volvía a asomarse a la ventanilla, para ver siempre el mismo espectáculo.

Las estaciones por las que pasaba el tren estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el convoy se detenía,. no se percibía ninguna voz, pareciéndole que se hallaba en un tren perdido, abandonado en medio de un desierto. Cada estación creía que iba a ser la última, y que entraba después en las misteriosas y espantosas tierras de los indios salvajes. Una brisa helada le azotaba la cara. Al embarcarlo en Génova, a finales de abril, su padre no había tenido en cuenta que en América del Sur sería invierno, y le dio ropa de verano. Al cabo de unas horas empezó a notar frío, y con él, el cansancio por el ajetreo de los días precedentes, llenos de emociones violentas y de agitadas noches de insomnio.

Se durmió. Estuvo durmiendo mucho tiempo, y se despertó aterido. Se sentía mal. Entonces le acometió el temor de caer enfermo, morir en el viaje y ser arrojado allá, en medio de la desolada llanura, donde su cadáver sería pasto de los perros y aves de rapiña, como algunos cuerpos de vacas que veía de vez en cuando cerca de la vía y de los que apartaba la mirada con espanto. Con aquel malestar inquieto, en medio del tétrico silencio de la naturaleza, se excitaba su imaginación y volvía a pensar en lo peor. ¿Estaba seguro de encontrar a su madre en Córdoba? ¿Y si no estuviera allí? ¿No era posible que se hubiese equivocado el señor de la calle de Las Artes? ¿Y si hubiera fallecido? Con estos pensamientos volvió a conciliar el sueño. Soñó que llegaba a Córdoba de noche y que desde todas las puertas y ventanas le decían: «¡No está! ¡No esta! ¡No está!» Se despertó de sobresalto, aterrorizado, y vio en el fondo del vagón a tres hombres, barbudos, tapados con mantas de diversos colores, que le miraban, hablando entre sí, pasándole por la imaginación que bien podía tratarse de asesinos que quisiesen matarlo para robarle la ropa y el dinero. Al frío y al malestar se unió el miedo; la fantasía, ya turbada, se desenfrenó. Los tres hombres no cesaban de mirarlo, y uno de ellos se movió hacia él; el muchacho perdió entonces la razón y, yendo a su encuentro, con los brazos abiertos, gritó;

-¡No tengo nada! ¡Soy un pobre niño! He venido de Italia a buscar a mi madre y estoy solo. ¡No me haga nada!

Los viajeros comprendieron lo que le sucedía. Le tuvieron lástima, lo acariciaron y lo tranquilizaron diciéndole palabras que no entendía. Viendo que tiritaba de frío, lo taparon con una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que durmiese. Se quedó, efectivamente, dormido al anochecer. Cuando le despertaron estaban en Córdoba.

¡Con qué satisfacción respiró y con qué ímpetu salió del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde estaba la casa del ingeniero señor Mequínez; y el interrogado le dio el nombre de una iglesia, diciéndole que el tal ingeniero vivía al lado de ella.

Marco se dirigió corriendo hacia allá.

Era de noche. Entró en la ciudad y le pareció que se hallaba otra vez en Rosario por ver de nuevo las calles largas y rectas, flanqueadas de casitas bajas, cortadas por otras calles asimismo muy largas y rectas. Pero había poca gente. A la claridad de los escasos faroles encontraba caras raras, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso. Alzando la vista, veía de vez en cuando iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban inmensas y negras en el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; mas, después de haber atravesado el inmenso desierto, le parecía alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto halló la iglesia y la casa que buscaba; tiró de la campanilla con mano temblorosa, y se puso la otra sobre el pecho para contener los latidos del corazón, que se le quería subir a la garganta.

Le abrió una anciana, que llevaba una luz en la mano. Marco no pudo hablar en seguida.

-¿A quién buscas, pibe? -le preguntó la mujer en castellano.

-Al ingeniero Mequínez -dijo el muchacho.

La anciana hizo ademán de cruzar los brazos sobre el pecho y respondió moviendo la cabeza:

-¡También vienes tú preguntando por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es hora de que esto termine. Hace tres meses que no paran de molestarnos. No nos basta haberlo dicho en los periódicos; tendremos que poner carteles en las esquinas diciendo que el señor Mequínez se ha trasladado a Tucumán.

El muchacho hizo un gesto de desesperación. Luego tuvo un acceso de ira y exclamó:

-¡Es una maldición! Está visto que me moriré sin encontrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Qué desesperación, Dios mío! ¿Quiere usted repetirme el nombre de ese pueblo, dónde se encuentra y a qué distancia de aquí?

-¡Pobre criatura! -respondióle la anciana, compadeciéndose de él-. ¡Casi nada! Yo creo que estará por lo menos a cuatrocientas leguas.

El muchacho se cubrió el rostro con las manos y luego dijo sollozando:

-¿Y qué hago ahora?

-¿Qué quieres que te diga, pobrecito hijo? No lo sé. -Pero en seguida se le ocurrió una idea y añadió-: Mira, ahora que pienso, puedes hacer una cosa. Volviendo la esquina, a la derecha, en la tercera casa, encontrarás una puerta que da a un patio, donde vive un comerciante que sale mañana con sus carretas para Tucumán. Puedes ver si quiere llevarte, ofreciéndole tus servicios. Tal vez te asigne un puesto en alguna carreta. Ve en seguida.

Marco tomó su bolsa, dio las gracias de escapada y a los dos minutos se hallaba en un amplio patio como los de las posadas, iluminado por faroles de mano, donde varios hombres estaban ocupados en cargar sacos de trigo en unos grandes carros, parecidos a las casetas sobre ruedas que llevan los titiriteros, con la cubierta de lona redondeada y unas ruedas de gran diámetro. Dirigía la operación un hombre alto, bigotudo, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, que calzaba anchos borceguíes. Marco se le acercó, y le formuló tímidamente su pregunta, diciéndole que había llegado de Italia e iba en busca de su madre.

El capataz, o sea, el conductor de aquella caravana de carros, le miró de arriba abajo y le dijo con sequedad:

-¡No hay sitio para ti!

-Llevo quince liras -le replicó el muchacho en tono suplicante-. Se las daré todas. Trabajaré durante el camino. Iré a buscar agua y pienso para las caballerías, haré todo lo que usted me mande. Para comer me basta un poco de pan. ¡Déjeme ir, señor!

El capataz volvió a mirarle y le contestó en tono amable:

-Mira, muchacho... La verdad es que no hay sitio libre. Además, no vamos a Tucumán, sino a Santiago del Estero. En cierto punto te tendríamos que dejar y aún tendrías que recorrer a pie una gran distancia.

-¡Estoy dispuesto a todo! -exclamó Marco-. Andaré lo que sea preciso, y llegaré de todas formas. Déjeme un sitio; por caridad, no me abandone aquí.

-Ten en cuenta que es un viaje de veinte días.

-¡ No importa!

-¡Y muy pesado!

-¡Todo lo aguantaré!

-¡Luego tendrás que ir tú solo!

-¡Nada me da miedo! El caso es encontrar a mi madre. ¡Tenga piedad de mí!

El capataz le acercó a la cara el farol que llevaba en la mano, y luego dijo:

-Está bien.

Marco, agradecido, le besó la mano.

-Esta noche dormirás en un carro -añadió el capataz-; te despertaré mañana a las cuatro de la madrugada. Buenas noches.

Al día siguiente, a las cuatro, a la luz de las estrellas, se puso en movimiento la larga fila de carros, produciendo no pequeño estrépito. Cada carro iba tirado por seis bueyes, seguidos todos por muchos animales de refresco. El muchacho, despierto y colocado en el interior de una carreta, sobre los sacos, no tardó en quedarse dormido profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, al sol, y todos los hombres, los peones, se hallaban sentados, formando círculo, en torno de un cuarto de ternera que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en el suelo, junto a la hoguera avivada por el viento.

Comieron todos juntos, echaron la siesta y luego se puso en marcha el convoy. Así continuó el viaje con la regularidad de una marcha militar. Cada mañana se ponían en camino a las cinco y paraban a las nueve, para proseguir a las cinco de la tarde y hacerse alto a las diez de la noche.

Los peones iban a caballo y estimulaban a los bueyes con largas picas. Marco encendía el fuego para el asado, daba de comer a los animales, limpiaba los faroles y acarreaba el agua necesaria.

El paisaje se sucedía ante sus ojos como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; poblados de pocas casas esparcidas con las fachadas rojas y almenadas; muy amplios espacios, tal vez lechos de antiguos lagos salados, blanqueados por efecto de la sal, se extendían hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, la sempiterna llanura solitaria y silenciosa. Raras veces encontraba a dos o tres viajeros a caballo, seguidos de caballos sueltos, que pasaban a galope, como una exhalación.

Los días se sucedían con desesperada uniformidad, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo era muy bueno. Lo malo era que, como el muchacho se había hecho el sirviente de los peones, éstos se mostraban cada vez más exigentes. Algunos lo trataban brutalmente y hasta le amenazaban; todos se mostraban desconsiderados al requerir sus servicios: le hacían llevar grandes haces de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, ni siquiera podía dormir tranquilamente en las noches, despertándose a cada instante por las sacudidas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y las piezas de madera. Por añadidura, al moverse el viento, se levantaban grandes polvaredas de tierra fina, rojiza y grasienta que le penetraba por debajo de la ropa, le llenaba los ojos y la boca y no le dejaba ver ni respirar. Era realmente algo que le aprimía y resultaba insoportable.

Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado de la mañana a la noche, el pobre chico se deprimía cada vez más, y se habría descorazonado por completo, de no haberle dirigido el capataz de vez en cuando alguna palabra cariñosa. Con frecuencia, sentado en un rincón de la carreta, lloraba, sin que le vieran, abrazado y poniendo la cara sobre la bolsa, que sólo contenía ya harapos. Cada mañana se levantaba más decaído y desanimado al ver siempre la ilimitada e implacable llanura como un océano de tierra, y decía entre sí: «Hoy no llego a la noche. ¡Me muero en el camino!»

Aumentaban las fatigas y se redoblaban los malos tratos. Una mañana, por haber tardado en llevar agua, uno de los hombres le pegó en ausencia del capataz. A partir de entonces empezaron a hacerlo por costumbre y, cuando le mandaban algo, le propinaban un pescozón sin venir a cuento, diciéndole:

-¡Toma, haragán. Lleva esto a tu madre!

El corazón se le partía y cayó enfermo. Permaneció tres días en la carreta, tapado con una manta, calenturiento, sin ver a nadie más que al capataz, que le llevaba de beber y le tomaba el pulso. Marco se creyó perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola cien veces por su nombre: «¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Ayúdame! ¡Ven, que me muero! ¡Ay, pobrecita madre mía! ¡Ya no te volveré a ver! ¡Me encontrarás muerto en este desierto!» Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba las oraciones que ella le había enseñado.

Más adelante mejoró, gracias a los cuidados del capataz, y se puso bien. Pero con la curación llegó el día más doloroso del viaje, cuando iba a quedarse solo.

Hacía más de dos semanas que habían salido de Córdoba, y, al llegar al punto en el que se separaban el camino de Tucumán y el de Santiago del Estero, el capataz le dijo que a partir de allí tendría que proseguir el viaje él solo, como ya se lo había anunciado. Le dio algunas instrucciones acerca del camino, le entregó la bolsa de la ropa y sin añadir más, por temor a conmoverse, lo saludó. Marco apenas tuvo tiempo de besarle la mano en señal de agradecimiento. También parecieron sentir alguna compasión los hombres que tan mal lo habían tratado, al verlo tan solito, y le saludaron con la mano cuando se alejaron. El les devolvió el saludo de igual modo y se quedó mirando la caravana hasta que la perdió de vista, envuelta en el polvo rojizo del camino y de la llanura. Después se puso a caminar tristemente.

Una cosa le consoló algo, sin embargo, desde un principio. Al cabo de tantos días de viaje a través de la ilimitada planicie, siempre igual, veía delante de sí una cadena de montañas muy elevadas, azuladas y con las cimas nevadas, que le recordaban los Alpes y le producían la sensación de aproximarse a su tierra. Eran los Andes, la espina dorsal del continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego, bordeando la parte occidental de América del Sur, hasta el istmo de Panamá, con una longitud de 7500 kms., prolongándose luego con diversos nombres por Centroamérica y América del Norte hasta Alaska, en el Océano Glacial Artico. También le animaba notar que el aire se iba haciendo cada vez más caliente. Y es que, avanzando hacia el Norte, se acercaba a las regiones tropicales. A grandes distancias encontraba pequeños poblados en los que no faltaba una tienda, donde compraba algo para comer. Por el camino se cruzaba con hombres a caballo; de vez en cuando veía mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios, con caras completamente nuevas para él, de color tierra, con los ojos oblicuos y los pómulos salientes, que le miraban fijamente y le seguían con la vista, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios.

El primer día anduvo mientras se lo permitieron sus fuerzas y durmió debajo de un árbol. El segundo día recorrió menos distancia y con mayor depresión de ánimo. Tenía las botas rotas, los pies despellejados, y el estómago debilitado por la mala alimentación. Hacia el anochecer empezó a tener miedo. Había oído decir por su tierra que en aquellas regiones había serpientes. Creía oírlas arrastrarse; se detenía, echaba a correr y sentía escalofríos en los huesos. A veces sentía mucha lástima de sí mismo y lloraba silenciosamente conforme iba andando. Luego pensaba: «¡Cuánto sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo!», y este pensamiento lo reanimaba. Después, para dominar el miedo, pensaba en muchas cosas de ella, traía a su memoria lo que había dicho al salir de Génova, y el modo con que le arreglaba la ropa de la cama cuando estaba acostado; y cuando era niño, que a veces lo tomaba en sus brazos, diciéndole: «Estáte aquí un poco conmigo», y él permanecía mucho tiempo con la cabeza apoyada en la suya, pensando. Y se decía entre sí: «¿Llegaré a verte, querida madre, al final de este viaje?» Marchaba sin interrupción en medio de árboles desconocidos, de extensas plantaciones de caña de azúcar y praderas sin fin, siempre con aquellas grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos picos y sus líneas sinuosas.

Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban disminuyendo rápidamente y los pies le sangraban. Al fin una tarde, al ponerse el sol le dijeron:

-Tucumán se halla a cinco leguas de aquí.

El lanzó un grito de alegría y apresuró el paso, como si en un instante hubiese recobrado todo el vigor perdido. Pero fue una corta ilusión. Las fuerzas le abandonaron de pronto y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Sin embargo el corazón le saltaba de gozo. El cielo cuajado de estrellas muy brillantes, entre las que sobresalían las de la Cruz del Sur, nunca le había parecido tan hermoso. Las contemplaba tendido sobre la hierba, con deseos de dormir, y pensaba que tal vez le estuviese esperando su madre en aquellos momentos. Y se decía: «¿Dónde estás, madre mía? ¿Qué haces ahora? ¿Piensas en tu Marco, que está cerca de ti?»

¡Pobre Marco! Si hubiese podido ver el estado en que entonces se hallaba su madre, habría hecho un esfuerzo sobrehumano para andar todavía y llegar a su lado sin pérdida de tiempo. Estaba enferma, echada en la cama, en una habitación de la planta baja de un hotelito, donde vivía la familia Mequínez, que le había tomado gran cariño y le prestaba solícitos cuidados. La pobre mujer ya no se encontraba bien cuando el ingeniero tuvo que salir precipitado de Buenos Aires y no se había restablecido del todo a pesar del buen clima de Córdoba. Después, al no haber recibido contestación a sus cartas ni del marido ni del primo, el presentimiento cada vez más torturante de alguna desgracia, la continua ansiedad en que había vivido, dudando entre marchar y quedarse, esperando todos los días una noticia fatal, le había hecho empeorar de modo extraordinario. Últimamente se le había manifestado una enfermedad muy grave, una hernia estrangulada. Hacía quince días que no se levantaba de la cama, y era preciso intervenirla quirurgicamente para salvarle la vida. En aquel mismo instante, mientras la invocaba su Marco, estaban junto a su cama los señores de la casa queriéndola convencer, con mucha dulzura, para que se dejase operar; mas ella persistía en su terca negativa y no dejaba un instante de llorar.

Ya había ido la semana anterior, a tal efecto, un prestigioso cirujano de Tucumán, pero inútilmente.

-No, queridos señores -decía ella-, no merece la pena; no tengo fuerzas para resistir y moriría en la operación. Es mejor que me dejen. Ya no tengo apego a la vida. Para mí todo se acabó. Prefiero morir a saber lo que ha ocurrido a mi familia.

Los señores se oponían, le decían que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas directamente a Génova tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciera por sus hijos.

Pero el recuerdo de sus hijos aumentaba todavía más la angustia y el profundo desaliento, que la tenía deprimida desde hacía mucho tiempo. Al oír aquellas palabras le saltaban las lágrimas.

-¡Ah, mis hijos! ¡Mis queridos hijos! -exclamaba juntando las manos-. ¡Tal vez hayan muerto! ¡Más vale que muera yo también! De todas formas les quedo muy agradecida, queridos señores. Es inútil que vuelva el doctor pasado mañana. Quiero morir aquí. Ese es mi destino. Ya lo he decidido.

Los señores, sin cesar de consolarla, le repetían:

-No diga eso, buena mujer -y le cogían la mano para hacerle mayor presión.

Pero ella cerraba entonces los ojos, agotada y caía en un sopor como muerta.

Los dueños permanecían a su lado algún tiempo y, al mirarla a la luz mortecina de una lamparilla, sentían gran compasión de aquella madre admirable que por el bien de su familia había ido a morir a seis mil leguas de su patria, tras haber penado tanto. ¡Pobre mujer, tan honesta, buena y desgraciada!

Al día siguiente, muy de mañana, encorvado y medio tambaleándose, con su bolsa a cuestas, pero sumamente animoso, entraba Marco en la ciudad de Tucumán, una de las más suaves y florecientes de la república Argentina. Le pareció que volvía a ver Córdoba, Rosario y Buenos Aires, puesto que contemplaba análogas calles largas y rectas con las mismas casas blancas y bajas; pero por todas partes aparecía una nueva y magnífica vegetación, notándose un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo transparente y azul como él jamás había visto, ni siquiera en Italia.

Yendo adelante por las calles, advirtió la febril agitación que había presenciado en Buenos Aires. Miraba las ventanas y las puertas de todas las casas; se fijaba en todas las mujeres que pasaban con anhelante esperanza de ver a su madre, y de buena gana habría preguntado a todos, pero no se atrevía a parar a nadie. Cuantos se cruzaban con él se volvían para ver a aquel muchacho harapiento y lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. El buscaba entre la gente una cara que le inspirase confianza para dirigirle la tremenda pregunta, cuando se ofreció ante sus ojos el rótulo de una tienda con nombre italiano. Se aproximó pausadamente a la puerta y con ánimo resuelto dijo:

-¿Podrían decirme dónde vive la familia Mequínez?

-¿Los señores Mequínez? -repitió el tendero.

-Sí, sí, la casa del ingeniero señor Mequínez -respondió el muchacho con un hilo de voz.

-La familia Mequínez -dijo el comerciante -no está en Tucumán.

Un grito de desaliento, como el de una persona herida por puñalada, fue como el eco de aquellas palabras.

Acudieron el tendero y algunas mujeres que se encontraban en el establecimiento.

-¿Qué te pasa, muchacho? -le preguntó el tendero haciéndole sentar-. ¡No hay que desesperarse, qué diablos! Los Mequínez no están aquí, pero viven cerca, a pocas horas de Tucumán.

-¿Dónde? ¿Dónde? -gritó Marco, poniéndose de pie como movido por un resorte.

-A unas quince leguas de aquí -continuó el hombre-, a orillas del Saladillo, en un lugar donde están construyendo una gran fábrica de azúcar. Entre otras, está la casa del señor Mequínez, que todos conocen. Te será fácil llegar allí.

-Yo estuve hace un mes -dijo un joven que había acudido al oír el grito.

Marco abrió desmesuradamente los ojos, miró al joven y preguntó atropelladamente, palideciendo:

-¿Vió usted allí a la sirvienta del señor Méquinez, a la italiana?

-¿La genovesa? Sí, la vi.

Marcó prorrumpió en un sollozo convulso, riendo y llorando a la vez. Luego, impulsado por violenta resolución, preguntó:

-¿Por dónde se va? ¡Pronto! ¡Enséñenme el camino! ¡Me voy en seguida!

-Pero si hay una jornada larga -le contestaron- y estás muy cansado... Debes descansar. ¡Déjalo para mañana!

-¡Imposible! ¡Imposible! -repuso Marco-. Díganme por dónde se va, no puedo esperar ni un minuto más; me voy en seguida, ¡aunque me caiga muerto por el camino!

Viéndole tan decidido, no se opusieron.

-¡Que Dios te acompañe! -le dijeron-. Ten cuidado por el camino del bosque. ¡Feliz viaje, italíanito!

Un hombre lo acompañó hasta las afueras de la población, le indicó el camino que debía seguir, le dio algunos consejos y se quedó mirándole cómo se alejaba.

El muchacho desapareció al cabo de unos minutos, cojeando, con el bulto de ropa a la espalda, por detrás de los espesos árboles que bordeaban la carretera.

Aquella noche fue atroz para la pobre enferma. Sentía agudos dolores que le arrancaban gritos capaces de romper las venas, y pasaba por momentos de delirio. Las mujeres que la asistían no sabían qué hacer. La dueña acudía de vez en cuando, muy desconsolada. Todos empezaron a temer que, aun en el caso de acceder a que la operaran, como el cirujano no iría hasta la mañana siguiente, seguramente llegaría demasiado tarde. Pero en los momentos de lucidez, se comprendía que su mayor tormento no lo constituían los dolores físicos, sino el pensamiento de su lejana familia. Moribunda, deshecha, con la mirada extraviada, se metía los dedos entre el pelo con actitud de desesperación que partía el alma, y gritaba:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos, sin verlos! ¡Pobres hijos míos, que se quedan sin madre, mis pobres criaturas, sangre de mi sangre! ¡Mi Marco, todavía pequeño, tan bueno y cariñoso! ¡Ustedes no pueden figurarse cómo es! ¡Si usted lo conociera, señora... ! Cuando salí de casa, no podía despegármelo del cuello;. sollozaba de una manera desgarradora. Parecía que sospechaba que ya no volvería a verme. ¡Pobre criatura mía! ¡Ojalá hubiese muerto de repente entonces, cuando me estaba despidiendo! ¡Huérfano de madre mi hijito, que tanto me quiere, que aún me necesita! Sin su madre caerá en la miseria, y tendrá que ir pidiendo limosna para acallar el hambre...

¡Dios eterno! ¡No, no lo permitáis! ¡No quiero morir! ¡El médico! ¡Que venga en seguida! ¡Llámenle, por favor! ¡Que venga y me abra por donde quiera, con tal de que me salve la vida! ¡El médico! ¡Socorro!

Las mujeres le sujetaban las manos, la tranquilizaban a fuerza de ruegos. Al hacerla volver en sí, le hablaban de Dios y de la esperanza que todos debemos poner en El. Entonces la enferma recaía en un abatimiento mortal, lloraba mesándose los grises cabellos, gemía como una niña, lanzando lamentos continuados y murmurando a intervalos:

-¡Oh Génova mía! ¡Mi casa! ¡Aquel mar... ! ¡ Oh mi Marco, mi querido Marco! ¿Dónde estará ahora la pobre criatura?

Era medianoche, y Marco, después de haber pasado muchas horas al borde de un foso, completamente extenuado, marchaba a través de una floresta de árboles gigantescos, monstruos de la vegetación, de troncos desmesurados, semejantes a columnas de catedrales, que a una altura inconcebible entrelazaban sus enormes copas plateadas por la luna. En aquella semioscuridad veía vagamente millares de troncos de todas formas, rectos e inclinados, retorcidos, interpuestos en extrañas actitudes de amenaza y de lucha; por el suelo había algunos derribados, como torres caídas de una vez, cubiertos de una vegetación exuberante y confusa, que parecía una multitud furiosa, disputándose el espacio palmo a palmo; otros formaban grupos verticales y apretados como haces de lanzas titánicas, cuyas puntas se ocultaban en las nubes; una grandiosidad soberbia; un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le había ofrecido la naturaleza vegetal, propio de la selva virgen.

En ciertos momentos le sobrecogía un gran estupor, pero pronto volaba con el pensamiento hacia su madre. Estaba agotado, con los pies ensangrentados, solo en aquella impotente selva, donde únicamente veía a largos intervalos pequeñas viviendas humanas, que al pie de aquellos majestuosos árboles parecían nidos de hormigas, y algún que otro búfalo dormido en el camino. Se encontraba rendido de cansancio y solo, mas no por eso tenía miedo. La grandeza de la selva virgen elevaba su alma; la proximidad de su madre le comunicaba la fuerza y el atrevimiento de un hombre; el recuerdo del océano, de los desalientos y de las penalidades pasadas y superadas, las prolongadas fatigas y la férrea constancia de que había dado pruebas le hacían erguir la frente; todo el torrente de su fuerte y noble sangre genovesa afluía a su corazón en ardiente oleada de orgullo y de audacia.

Una nueva sensación advertía en él: hasta entonces había llevado en la mente una imagen de su madre oscurecida y confusa un tanto por los dos años de ausencia, mas en aquellos instantes adquiría más claridad y tenía rasgos mejor definidos; volvía a ver su cara entera y propia como hacía mucho tiempo no la había contemplado; la percibía muy cerca, iluminada y como hablándole; volvía a ver los movimientos más insignificantes de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos y las sombras de sus pensamientos; sostenido por tan acuciantes recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una indecible ternura iba creciendo en su corazón, que le hacía correr por sus mejillas dulces y sosegadas lágrimas. Conforme iba andando en medio de la oscuridad, le hablaba diciéndole las palabras que pronto le murmuraría al oído: «i Aquí estoy, madre mía; aquí me tienes; ya no me apartaré de ti; volveremos los dos a casa y estaré siempre a tu lado, pegado a ti, sin que nadie nos separe nunca, mientras vivas!» Entretanto no se daba cuenta de que iba desapareciendo de la copa de los gigantescos árboles la plateada luz de la luna para dejar paso a la rosada aurora que ya aparecía por los balcones del oriente.

A las ocho de aquella mañana estaba junto al lecho de la enferma el cirujano de Tucumán, joven argentino, en compañía de un practicante, para intentar por última vez convencerla de que le permitiera operarla. A sus requerimientos se unían los del ingeniero Mequínez y su esposa. Pero todo resultaba inútil, puesto que la mujer, sintiéndose sin fuerzas, no tenía confianza en el buen resultado de la intervención quirúrgica. Estaba segura de que moriría durante ella o que sólo sobreviviría unas cuantas horas después de haber sufrido inútilmente unos dolores más atroces de los que le produciría la muerte natural.

El doctor no cesaba de repetirle:

-Mire, señora, el resultado de la operación es seguro y cierta su curación con tal que se arme de un poco de valor. Si se niega, morirá indefectiblemente.

A pesar de todo, resultaban palabras inútiles.

-No -respondía con su débil voz-; tengo valor para morir. pero no para sufrir en vano. Gracias, doctor. Ese es mi destino. Déjeme morir en paz.

El cirujano desistió de su empeño y nadie dijo más a la enferma, la cual, dirigiéndose a su dueña, le hizo con voz moribunda los últimos ruegos.

-Mi querida y buena señora -dijo esforzándose mucho y entre sollozos-, le pido que haga el favor de enviar a mi familia. por medio del señor Cónsul, el poco dinero y la ropa que poseo. Supongo que todos vivirán. Mi corazón lo presiente en estos últimos momentos. Tenga la bondad de escribir... que siempre he pensado en ellos, que he trabajado por ellos... por mis hijos... y que mi única pena es no volver a verlos..., pero que he muerto con buen ánimo... resignada... bendiciéndolos; y que a mi marido... y a mi hijo mayor... les recomiendo que velen por el más pequeño, mi pobrecito Marco... a quien he tenido presente en mi corazón... hasta el último momento... -Poseída de repentina exaltación, exclamó, juntando las manos: -¡Mi Marco! ¡Mi niño! ¡Mi vida!...

Pero al girar sus ojos anegados en lágrimas, ya no vio a la señora; alguien la había llamado por señas sin que la paciente lo advirtiera. Buscó al ingeniero, y también había desaparecido. Solamente estaban en la habitación las dos enfermeras y el ayudante del médico.

En la habitación contigua se oían pasos acelerados, palabras entrecortadas y exclamaciones contenidas.

La enferma miró hacia la puerta con ojos velados en actitud expectante. Al cabo de unos minutos vio aparecer al cirujano con expresión extraña, y luego a sus señores también visiblemente alterados. Los tres la miraron de modo singular y se intercambiaron unas palabras en voz baja. Parecióle que el doctor decía a la señora:

-Es mejor en seguida.

La enferma no comprendía.

-Josefa -le dijo la señora con voz temblorosa-, tengo que darle una buena noticia. Prepárese a recibirla.

La mujer le miró con extremada atención.

-Es una noticia -prosiguió diciendo la señora- que le causará mucha alegría.

La enferma abrió desmesuradamente los ojos.

-Dispóngase -añadió- a ver a una persona... a la que quiere muchísimo.

La mujer levantó la cabeza con vigoroso impulso y empezó a mirar ora a la señora, ora hacia la puerta, con ojos fulgurantes.

-Es una persona -añadió la señora, palideciendo- que acaba de llegar inesperadamente.

-¿Quién es? -preguntó la enferma con voz quebrada y extraña, como de persona asustada.

Un instante después lanzó un grito agudísimo, intentando sentarse en la cama; pero tuvo que permanecer inmóvil, con los ojos desencajados y las manos en las sienes, cual si se tratase de una aparición sobrenatural.

Marco, extenuado y cubierto de polvo, estaba de pie en la puerta. El doctor le sujetaba por un brazo.

La mujer gritó:

-¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!

Marco se acercó, ella extendió sus descarnados brazos y, estrechándolo contra su pecho con la fuerza de una tigresa, comenzó a reír a carcajadas, mezclando la risa con profundos sollozos sin lágrimas, que le hicieron caer casi sin aliento en la almohada.

Pero pronto se repuso y gritó loca de alegría, cubriendo de besos la cabeza de su hijo:

-¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Pero eres tú? ¡Cuánto has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Has venido tú solo? ¿Te encuentras bien? ¡Eres tú mi Marco, no estoy soñando! ¡Dios mío! ¡Háblame! ¡Dime algo!

Luego, cambiando repentinamente de tono, añadió:

-¡No! ¡Todavía no! ¡No me digas nada! ¡Espera un poco!

Acto seguido, dirigiéndose al cirujano, exclamó:

-¡Pronto, señor doctor! ¡Quiero curarme! ¡Estoy dispuesta! No pierda un instante. Llévense a mi hijo para que no sufra. Esto no es nada, ¿sabes, Marco? Ya me lo contarás todo. Otro beso, hijo. Ahora vete. ¡Aquí me tiene, doctor!

Sacaron a Marco de la habitación y salieron de ella apresuradamente los señores y las mujeres, quedándose únicamente el cirujano y su ayudante, que cerraron la puerta.

El señor Mequínez trató de llevarse a Marco a una habitación alejada; pero le fue imposible, pues parecía que le habían clavado en el pavimento.

-¿Qué es? -preguntó-. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le están haciendo?

El ingeniero le respondió muy bajito, intentando sacarlo de allí:

-Mira, escucha; tu madre está enferma y hay que hacerle una operación sencilla. Te lo explicaré todo. Ahora vente conmigo.

-No, señor -respondió el muchacho con obstinación-. Quiero quedarme aquí. Dígame aquí lo que quiera.

El ingeniero amontonaba palabras sobre palabras, tratando de llevárselo, y el chico empezaba a asustarse y a temblar.

De pronto resonó por toda la casa un grito muy agudo, como el de un herido mortalmente.

El muchacho replicó con grito desesperado.

-¡Mi madre ha muerto!

El médico apareció en la puerta y dijo:

-Tu madre se ha salvado.

El chico le miró un momento y luego se arrojó a sus pies, sollozando:

-¡Gracias, doctor!

Pero el joven cirujano le mandó alzarse, diciéndole:

-¡Levántate!... ¡Tú eres, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!

Verano

Miércoles, 24

Marco el genovés es el penúltimo pequeño héroe que conoceremos este año; sólo queda otro para el mes de junio. Faltan dos exámenes mensuales, veintiséis días de clase, seis jueves y cinco domingos. Se percibe ya el aire de fin de curso. Los árboles del jardín, cubiertos de hojas y flores, dan sombra sobre los aparatos de gimnasia. Los alumnos van vestidos de verano. Da gusto presenciar la salida de clase: ¡qué distinto de los meses pasados! Las cabelleras que llegaban hasta los hombros han desaparecido; todos se han cortado el pelo; se ven cuellos y piernas desnudos, sombreros de paja de todas formas, con cintas que cuelgan sobre las espaldas; camisas y corbatas de todos colores; los más pequeñitos siempre llevan algo rojo o azul, alguna cinta, un ribete, una borla, o un remiendo de color vivo, cosido por la madre, para que haga bonito a la vista, hasta los más pobres; muchos vienen a la escuela sin sombrero, como si se hubieran escapado de casa. Otros llevan el traje claro de gimnasia. Hay un muchacho de la clase de la maestra Delcati que va vestido de rojo de pies a cabeza, como un cangrejo cocido. Varios llevan trajes de marinero.

Pero el más divertido es el albañilito, que lleva un sombrerote de paja tan grande, que parece una media vela con su palmatoria, y como siempre, no es posible contener la risa al verle poner el hocico de liebre bajo su sombrero.

Coretti también ha dejado su gorra de piel de gato, y lleva una gorrilla de viaje de seda gris. Votini tiene una especie de traje escocés, y, como siempre, muy atildado. Crossi va enseñando el pecho desnudo. Precossi desaparece bajo los pliegues de una blusa azul turquí de herrero. ¿Y Garoffi? Ahora que ha tenido que dejar el capotón bajo el cual escondía su comercio, le quedan al descubierto todos sus bolsillos, repletos de toda clase de baratijas, y le asoman las puntas de los números de sus rifas.

Ahora todos dejan ver bien lo que llevan: abanicos hechos con medio periódico, pedazos de caña, flechas para disparar contra los pájaros, hierba y otras cosas que asoman por los bolsillos y van cayéndose poco a poco de las chaquetas. Muchos chiquitines traen ramitos de flores para las maestras. También éstas van vestidas de verano, con colores alegres, a excepción de la monjita, que siempre va de negro, y la maestrita de la pluma roja, que la lleva siempre, y un lazo color rosa al cuello, enteramente ajado por las manecitas de sus alumnos, que siempre la hacen reír y correr tras ellos.

Es la estación de las cerezas, de las mariposas, de la música por las calles y de los paseos por el campo; muchos de cuarto se escapan a bañarse en el Po; todos sueñan con las vacaciones, cada día salimos de la escuela más impacientes y contentos que el día anterior. Sólo me da pena ver a Garrone de luto y a mi pobre maestra de primer año, que cada vez está más consumida, más pálida, y tosiendo con más fuerza. ¡Camina enteramente encorvada, y me saluda con una expresión tan triste!...

Poesía

Viernes, 26

Comienzas a entender la poesía de la escuela, Enrique; pero por ahora no ves la escuela más que por dentro: te parecerá mucho más hermosa y poética dentro de treinta años, cuando vengas a acompañar a tus hijos y la veas por fuera como yo la veo. Esperando la hora de salida, voy y vuelvo por las calles silenciosas que hay en derredor del edificio, y acerco mi oído a las ventanas de la planta baja, cerradas con persianas. En una ventana oigo la voz de una maestra que dice:

-¡Eh! ¡El rasgo de la t no está bien, hijo mío! ¿Qué diría de él tu padre?...

En la ventana siguiente se oye la gruesa voz de un maestro que dicta con lentitud:

-Compró cincuenta metros de tela... a cuatro liras cincuenta centavos el metro..., los volvió a vender...

Más allá, la maestrita de la pluma roja lee en alta voz:

-Entonces, Pedro Micca, con la mecha encendida...

De la clase cercana sale como un gorjeo de cien pájaros, lo cual quiere decir que el maestro ha salido fuera un momento. Voy más adelante, y a la vuelta de la esquina oigo que llora un alumno, y la voz de la maestra que lo reprende y consuela. Por otras ventanas llegan a mis oídos versos, nombres de grandes hombres, fragmentos de sentencias que aconsejan la virtud, el amor a la patria, el valor. Siguen después instantes de silencio, en los cuales se diría que el edificio estaba vacío; parece imposible que allí dentro haya setecientos muchachos; de pronto se oyen estrepitosas risas, provocadas por una broma de algún maestro de buen humor... La gente que pasa se detiene a escuchar, y todos vuelven una mirada de simpatía hacia aquel hermoso edificio que encierra tanta juventud y tantas esperanzas.

Se oye luego de repente un ruido sordo, un golpear de libros y de carteles, un roce de pisadas, un zumbido que se propaga de clase en clase, y de arriba a abajo, como al difundirse de improviso una buena noticia: es el bedel que va a anunciar la hora. A este murmullo, una multitud de mujeres, hombres, chicas y chicos se aprieta a uno y otro lado de la salida para esperar a los hijos, a los hermanos, a los nietecillos; entretanto, de las puertas de las clases se deslizan en el salón de espera, como a borbotones, grupos de muchachos pequeños, que van a recoger sus capotitos y sombreros, haciendo con ellos revoltijos en el suelo, y brincando alrededor, hasta que el bedel los vuelve a hacer entrar uno por uno en clase. Finalmente, salen en largas filas y marcando el paso. Entonces comienza de parte de los padres una lluvia de preguntas: «¿Has sabido la lección? ¿Cuánto trabajo te ha puesto? ¿Qué tenéis para mañana? ¿Cuándo es el examen mensual?»

Y hasta las pobres madres que no saben leer abren los cuadernos mirando los problemas y preguntan las notas que han tenido. «¿Solamente ocho? ¿Diez, sobresaliente? ¿Nueve, de lección?» Y se in-, quietan, y se alegran, y preguntan a los maestros, y hablan de programas y de exámenes. ¡Qué hermoso es todo esto; cuán grande y qué inmensa promesa para el mundo!

TU PADRE

La sordomuda

Domingo, 28

No podía terminar mejor el mes de mayo que con la visita de esta mañana.

Oímos la campanilla y todos corrimos a la puerta.

De pronto oigo decir a mi padre en tono de extrañeza:

-¿Tú por aquí, Jorge?

Era nuestro jardinero de Chieri, que ahora tiene a la familia en Condove y acababa de llegar de Génova, donde había desembarcado el día anterior, de regreso de Grecia, después de trabajar tres años en las vías del ferrocarril. Traía un voluminoso fardo. Está algo más envejecido, pero conserva como siempre buen color y no ha perdido su acostumbrada jovialidad.

Mi padre le invitó a entrar, mas él no quiso y preguntó, poniéndose serio:

-¿Cómo está mi familia? ¿Y Luisita?

-Hasta hace unos días estaba bien -respondió mi madre.

Jorge dio un suspiro:

-¡Alabado sea Dios! No me atrevía a presentarme en el colegio de Sordomudos sin tener antes noticias de ella. Dejaré aquí el bulto y voy en seguida a verla. ¡Ya hace tres años que no la veo! ¡Tres años sin ver a ninguno de los míos!

Mi padre me dijo:

-Acompáñalo.

-Perdone, pero quería preguntarle...

Mi padre le interrumpió:

-¿Cómo le ha ido por allá?

-Bien -le respondió él-. He traído algún dinero. Pero deseaba preguntarle cómo va la instrucción de mi mudita. Cuando la dejé, parecía una criatura insensible. ¡Pobre hija mía! Yo no tengo mucha fe en esos colegios. ¿Sabe usted si ha aprendido ya a hacer gestos? Mi mujer me decía en sus cartas que aprende a hablar y que adelanta. Yo digo que poco nos importa que aprenda a hablar si no podemos entendernos con ella por no saber hacer los gestos. ¿No le parece? Eso estará bien para que los mudos se entiendan entre sí...

Mi padre se sonrió y le dijo:

-No quiero adelantarle nada. Ya verá usted lo que hay. Vaya, vaya a verla, sin pérdida de tiempo.

Salimos. El colegio está cerca. Por el camino el jardinero me fue hablando mostrándose a cada paso más pesimista.

-¡Pobre Luisita mía! ¡Qué fatalidad nacer con esa desgracia! ¡Pensar que nunca me he oído llamar padre, ni ella ha oído la palabra hija, ni ninguna otra! ¡Ah! Y puedo dar gracias, que un señor caritativo le ha costeado la estancia en el colegio. Pero... no ha podido ir antes de los ocho años. Hace tres años que no está en casa. Va a hacer once. ¿Ha crecido? ¿Está contenta?

-Pronto lo va a ver -le contesté, apretando el paso.

-¿Pero donde está el colegio? Mi mujer la llevó a él cuando yo estaba ausente. Debe estar por aquí.

Habíamos llegado a la puerta. En seguida fuimos al locutorio.

Se presentó en seguida un asistente.

-Yo soy el padre de Luisa Voggi -dijo el jardinero-. Desearía verla cuanto antes.

-Ahora están en recreo -contestó el empleado-; se lo diré a la profesora.

El jardinero ya no podía hablar ni estarse quieto. Miraba los cuadros de las paredes sin ver nada.

Se abrió la puerta y entró una maestra vestida de negro con una chica de la mano.

Padre e hija se miraron un momento y luego se abrazaron con gran efusión.

La chica llevaba una bata de tela con rayas blancas y de color rosa y un delantalito blanco. Es más alta que yo. Lloraba y tenía a su padre apretado por el cuello con ambos brazos.

Su padre se desasió de ellos y empezó a mirarla de arriba abajo, con los ojos llenos de lágrimas y tan agitado como si acabase de echar una carrera. Luego exclamó:

-¡Qué crecida está! ¡Qué guapa! ¡Oh, mi querida, mi pobrecita Luisita! ¡Mi mudita! ¿Es usted, señora, su maestra? Dígale que me haga sus signos; algo entenderé. Después ya iré aprendiendo poco a poco. ¿No podría decirme algo por gestos?

La profesora se sonrió y dijo en voz baja a la chica:

-¿Quién es este hombre que ha venido a verte?

La muchacha, con una voz oscura, gruesa y extraña, como la de un salvaje que hablase por primera vez nuestra lengua, pero pronunciando con gran claridad, y sonriéndose, contestó:

-Es mi pa-dre.

El jardinero dio un paso atrás, como asustado, y gritó:

-¡Habla! ¿Pero es posible, Dios mío? ¡Me has hablado tú, hijita! ¿Cómo se ha operado este milagro?

Y de nuevo la abrazó y le besó tres veces seguidas la frente.

-¿Cómo me iba a figurar, señora maestra, que hablase diciendo palabras como nosotros, y no con gestos?

-Eso de hablar con gestos, señor Voggi, es un sistema ya anticuado. Aquí aplicamos en método oral. Me extraña que no lo supiera.

-¡Es que he estado fuera tres años, señora! -respondió el jardinero-, y, aunque me lo hayan dicho por carta, nunca creí que fuera una realidad. Tengo una cabeza muy dura, ¿comprende?... Entonces, ¡tú me entiendes!, ¿verdad, hija mía? ¿Oyes lo que digo?

-¡Ah, no, no, buen hombre! -replicó la profesora-. No puede oír las palabras ni ningún otro sonido, porque es sorda total. Pero por los movimientos de sus labios sabe lo que usted dice. No oye las palabras de usted ni las suyas, ésa es la verdad; las pronuncia porque le hemos enseñado, letra por letra, cómo ha de poner los labios y mover la lengua, así como el esfuerzo que debe hacer con el pecho y la garganta para emitir los sonidos.

El jardinero no comprendió mucho de esa explicación. Se quedó mirándola boquiabierto, sin llegar a creer lo que estaba viendo y oyendo.

-Dime, Luisita -preguntó a la hija, hablándole al oído-, ¿estás contenta de que haya vuelto tu padre? -Y, levantando la cabeza, se quedó esperando la respuesta.

La chica le miró, pensativa, y no dijo nada.

El padre se mostró muy contrariado.

La profesora se echó a reír, y luego dijo:

-No le responde, buen hombre, porque no ha visto los movimientos de sus labios; le ha hablado usted al oído. Repítale la pregunta poniéndose delante de ella.

El padre, mirándola fijamente, repitió:

-¿Estás contenta de que haya vuelto tu padre y de que ya no se vaya?

La chica, que había seguido con la vista, muy atenta, los movimientos de sus labios, tratando hasta de ver el interior de la boca, respondió con gran soltura:

-Sí, es-toy con-ten-ta de que ha-yas vuel-to y de que ya no te va-yas nun-ca.

El padre la abrazó impetuosamente, y luego, a toda prisa, la abrumó a preguntas para cerciorarse de que podía entenderse con ella.

-¿Cómo se llama mamá?

-Anto-nia.

-¿Y tu hermanita?

-Ade-laida.

-¿Cómo se llama este colegio?

-De sordo-mudos.

-¿Cuántos son diez y diez?

-Vein-te.

Cuando creíamos que iba a reírse de alegría, de pronto se echó a llorar. Pero sus lágrimas eran, indudablemente, de gozo, no pudo contenerse.

-¡Mucho ánimo! -le dijo la profesora-. Tiene usted motivos para alegrarse y no llorar. ¿No ve que hace llorar también a su hija? Bueno, en total, que está usted contento, ¿no es así?

El jardinero estrechó fuertemente la mano de la profesora y se la besó dos o tres veces, diciendo:

-Gracias, gracias, muchas gracias, señora maestra, y perdone que no sepa decirle otra cosa.

-Además de hablar -repuso la profesora- su hija sabe escribir, hacer cuentas; conoce el nombre de los objetos corrientes. Sabe algo de historia y de geografía. Ahora está en la clase normal. Cuando haya cursado los otros dos años, sabrá mucho, mucho más. Saldrá de aquí en condiciones de ejercer una profesión. Ya tenemos sordomudos colocados en comercios que sirven a los clientes y cumplen tan bien como los demás.

El jardinero quedó todavía más sorprendido que antes. Parecía que de nuevo se le confundían las ideas. Miró a su hija y se rascó la frente. Por su expresión, deseaba más explicaciones.

La profesora se dirigió entonces al empleado y le dijo:

-Llame a una niña de la clase de preparatorio.

El hombre volvió poco después con una sordomuda de unos ocho o nueve años, que hacía poco había ingresado en el colegio.

-Esta chiquita -dijo la profesora- es una de aquellas a las que enseñamos lo más elemental. Fíjese cómo se hace. Quiero hacerle decir e. Preste atención.

La profesora abrió la boca como se pone para pronunciar dicha vocal, e indicó a la niña que abriese la boca de igual manera. La pequeña obedeció. La profesora, por medio de señas, le pidió que emitiera el sonido. Ella lo hizo, pero en vez de e dijo o.

-No, no -le advirtió la profesora-; no es así.

Y cogiendo ambas manos a la niña, le puso una de ellas abierta sobre la garganta, y la otra en el pecho. Repitió: e.

La niña, que había percibido en sus manos el movimiento de la garganta y del pecho de la profesora, volvió a abrir la boca y pronunció perfectamente la e. De modo análogo le hizo decir c y d, manteniendo en todo momento las manecitas sobre el pecho y la garganta.

-¿Ha comprendido usted ahora? -le preguntó.

El padre había comprendido; pero parecía más asombrado que cuando no entendía nada.

-¿Y así es como ustedes enseñan a hablar? -preguntó después de un minuto de reflexión, mirando a la profesora-. ¡Qué paciencia necesitan para enseñar de este modo a todas estas criaturas, una por una! ¡Ustedes son unas santas! ¡Unos ángeles del Paraíso! Nada de este mundo puede recompensarles lo que están haciendo. ¿Qué más tengo que decirle...? ¡Ah! ¿Me permite estar aunque sólo sean cinco minutos a solas con mi hija?

Separándose de nosotros, tomaron asiento y el hombre empezó a hacerle preguntas que la chica iba contestando. El se reía con los ojos humedecidos, pegándose puñetazos en las rodillas; cogía las manos de su hija y se quedaba mirándola, embelesado por la alegría que le daba oírla, como si hubiese sido una voz bajada del cielo. Después preguntó a la profesora:

-¿.Podría dar las gracias al señor Director?

-El Director no está -le contestó-, pero hay aquí otra personita a quien debe usted dar las gracias. Cada niña pequeña está al cuidado de una compañera mayor, que le hace de hermana, de madre. La suya está confiada a una sordomuda de diecisiete años, hija de un panadero, muy buena, y que la quiere mucho. Hace dos años que le ayuda a vestirse, la peina, le enseña a coser, le arregla la ropa y le hace compañía. -Luisa, ¿cómo se llama tu madre del colegio?

-Cata-lina Gior-dano -Luego dijo a su padre: -Mu-y bu-e-na, mu-y bue-na.

El empleado, que había salido a una señal de la profesora, volvió casi en seguida con una sordomuda rubia, robusta, de expresión alegre, vestida con un uniforme idéntico al de Luisita. Se detuvo a la entrada y, poniéndose bastante colorada, inclinó la cabeza, sonriendo. Aunque tenía el cuerpo de mujer ya formada, parecía una niña.

La hija de Jorge corrió a su encuentro, la cogió del brazo y la presentó a su padre, diciendo con su gruesa voz:

-Cata-lina Gior-dano.

-¡ Ah! ¡La muchacha extraordinaria! -exclamó el padre. Y alargó la mano como para hacerle una caricia, pero en seguida la retiró, repitiendo: -¡Magnífica muchacha, que Dios te bendiga y te dé toda clase de consuelos y satisfacciones, que os haga felices a ti y a los tuyos! Así os lo desean de todo corazón una buena muchacha, mi pobrecita Luisa, y un agradecido padre de familia.

Catalina acariciaba a Luisita, teniendo ella la cabeza baja y sonriéndose plácidamente. El jardinero la miraba con la veneración que se siente ante una virgen.

-Hoy puede llevarse a su hija -dijo la profesora.

-¡Qué satisfacción más grande me proporciona! Me la llevaré a Condove y la traeré mañana temprano -contestó el jardinero.

La chica, que había vuelto con una capita y un gorrito, entrelazó gustosamente su brazo con el del padre.

-Gracias a todos -dijo éste desde la puerta-. ¡Gracias a todos con toda mi alma! Volveré a expresarle de nuevo mi profundo reconocimiento.

Se quedó un momento pensativo; luego se desligó bruscamente de su hija, volvió, rebuscando en el bolsillo del chaleco, y exclamó:

-Aunque soy un pobre hombre, aquí dejo veinte liras para el colegio, un hermoso y nuevo marengo de oro.

Y, dando un golpe sobre la mesa, dejó en ella la moneda.

-No, no, de ninguna manera, buen hombre -dijo conmovida la profesora-. Recoja su dinero. Yo no puedo aceptarlo. Ya vendrá cuando esté el Director, aunque es seguro que tampoco aceptará él nada. Le ha costado muchos sudores ganarlo. Le quedamos, de todas formas, muy agradecidos.

-¡Lo dejo! -repitió el jardinero-, y luego... ya veremos.

Pero la profesora le puso la moneda en el bolsillo sin darle tiempo de rechazarla.

El se resignó, moviendo la cabeza; luego, tras enviar un beso al aire a la profesora y otro a Catalina, volvió a coger del brazo a su hija y salió rápidamente, diciendo:

-¡Ven con tu padre, hija mía, mudita mía, mi tesoro!

La chica le correspondió, diciendo con su profunda voz: -¡Qué sol tan her-mo-so!


0 comentarios: