Amicis VI

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Marzo

Clases nocturnas

Jueves, 2

Anoche me llevó mi padre a ver las clases nocturnas de nuestra sección Baretti. Estaban ya las aulas iluminadas y los obreros empezaban a entrar.

Al llegar vimos que el Director y los maestros estaban disgustados porque poco antes habían roto de una pedrada el cristal de una ventana. El bedel había salido inmediatamente, atrapando a un muchacho que pasaba; pero en el mismo momento se presentó Stardi, que vive enfrente de la escuela, diciendo:

-Este no ha sido. El culpable es Franti, que tiró la piedra y me dijo: «¡Ay de ti como digas algo!» Pero yo no le tengo miedo.

El Director dijo que Franti quedaría definitivamente expulsado. Entretanto se iba fijando en los obreros que entraban por parejas o en grupitos de a tres, habiendo ya en las clases más de doscientos.

¡Nunca me había imaginado que fuese tan digna de verse una escuela nocturna! Había muchachos de doce años en adelante, y hombres con barba que volvían del trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros, fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las manos blancas, mozos de panadería con el pelo enharinado; se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maestranza de Artillería, uniformados, mandados por el cabo. Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, quitaban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y en seguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Algunos se acercaban al maestro para pedirle explicaciones, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro joven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacía correcciones con la pluma; también estaba allí el maestro cojo, que se reía con un tintorero que le había llevado un cuaderno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba clase mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encargarse de nosotros.

Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé admirado cuando empezaron las clases viendo lo atentos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según nos dijo el Director, la mayoría no había ido a casa a comer algo, por lo que debían sentir hambre.

Los pequeños, al cabo de media hora de clase, daban cabezadas y algunos incluso se dormían. El maestro les despertaba haciéndoles cosquillas en las orejas. Los mayores, no; estaban muy despiertos, escuchando con la boca abierta, sin moverse lo más mínimo. Me causaba admiración ver en nuestros bancos a hombres barbudos.

Subimos al piso de arriba, corrí a la puerta de mi clase y vi sentado en mi sitio a un hombre de grandes bigotes, que llevaba una mano vendada, que tal vez se habría lastimado accionando alguna máquina o herramienta; pero con todo se esforzaba por escribir, aunque muy despacio. Lo que más me gustó ver fue que el puesto del albañilito lo ocupaba precisamente su padre, el albañil tan corpulento como un gigante, que apenas cabía sentado, con la barbilla sobre los puños y la vista en el libro, con una atención muy intensa, sin que se le oyera respirar. Y no era una casualidad que estuviese allí, puesto que ya había dicho al Director la primera noche:

-Señor Director, le agradecería que me pusiese en el mismo sitio de mi «hocico de liebre»- pues así es como siempre llama a su hijo.

Mi padre me tuvo allí hasta el final, y vimos en la calle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que esperaban a sus maridos, y, cuando éstos salían, se hacía el cambio: los hombres tomaban en sus brazos a las criaturas y las mujeres llevaban los libros y cuadernos hasta el propio domicilio. La calle permaneció algún tiempo llena de gente y de ruido. Después todo quedó nuevamente en silencio, y no distinguimos ya más que la figura alta y cansada del Director, que se alejaba.

La pelea

Domingo, 5

Era de esperar: Franti, al ser expulsado por el Director, quiso vengarse y esperó a Stardi en una esquina a la salida de la escuela, cuando acostumbra a pasar por allí todos los días con su hermana, a la que acompaña desde su colegio, sito en la calle Dora Grossa. Todo lo presenció mi hermana Silvia al salir de su sección, y llegó a casa muy asustada.

He aquí lo sucedido: Franti, que llevaba puesta su lujosa gorra de hule, aplastada y caída sobre una oreja, fue de puntillas hasta alcanzar a Stardi, y para provocarlo dio un estirón a la trenza de su hermana, pero tan fuerte que casi la hizo caer al suelo. La niña lanzó un grito y su hermano volvió la cara. Franti, que es mucho más alto y fuerte que él, pensaba: «O se aguanta o lo muelo a golpes. » Pero Stardi no lo pensó dos veces. A pesar de lo pequeñajo y débil que es, se arrojó de un salto sobre el chulo grandullón y le propinó muchos puñetazos; sin embargo, no le podía y recibió más golpes de los que dio.

A aquella hora sólo pasaban por la calle niñas y nadie podía separarlos. Franti lo tiró al suelo; pero Stardi se puso en seguida en pie y volvió a plantarle cara, aunque sin poder evitar que el otro lo zarandease y lo golpeara como a una puerta. Al cabo de unos momentos, le arrancó media oreja, le amorató un ojo y le rompió las narices, por las que le salía sangre abundante. Mas no por eso cejó Stardi, que decía:

-Tú me matarás, pero me las has de pagar.

Franti no cesaba de dar a su contrario puntapiés y puñetazos. Una mujer gritó desde la ventana:

-¡Bravo por el pequeño!

Otras decían:

-Ese chico defiende a su hermana. ¡Animo, valiente!

Y a Franti le gritaban:

-¡Te haces el chulo porque eres mayor que él! ¡Cobarde!

El muy granuja echó la zancadilla a Stardi y éste cayó debajo de él:

-¡Ríndete! -le dijo Franti.

Stardi le replicó:

-¡No!

Logró escabullirse de su enemigo y se puso de nuevo en pie; Franti le agarró entonces por la cintura y, con un esfuerzo furioso, lo tiró al empedrado y le puso una rodilla sobre el pecho.

-¡El muy infame tiene una navaja! -gritó un hombre, que acudió corriendo para desarmar a Franti. Pero Stardi fuera de sí ya le había sujetado el brazo con ambas manos y, dándole un fuerte mordisco en el puño, le obligó a dejar caer la navajita, empezando a sangrarle la mano.

Entretanto habían acudido otros, que separaron y levantaron a los contendientes. Franti desapareció como perrito con el rabo entre piernas, y Stardi quedó dueño del campo, con la cara arañada y un ojo hinchado, es cierto, pero con aire de triunfo junto a su hermanita, que lloraba. Unas chicas recogieron los libros y cuadernos esparcidos por el suelo.

-¡El pequeño -decían- es un valiente que ha salido en defensa de su hermana!

Stardi, sin embargo, pensaba más en su cartera que en la victoria, y en seguida se puso a comprobar si le faltaba algo y si sus enseres escolares habían sufrido desperfectos. Limpió los libros con la manga, guardó la pluma, lo puso todo en orden y, con la seriedad habitual en él, dijo a su hermanita:

-Vamos de prisa, que tengo que resolver un problema de cuatro operaciones.

Los padres de los muchachos

Lunes, 6

Esta mañana acudió a la puerta de la escuela el corpulento padre de Stardi a esperarlo, por temor que se encontrara otra vez a Franti; pero dicen que éste no volverá, porque lo van a meter en un reformatorio.

Además del padre de Stardi había otros muchos. Entre ellos, el revendedor de leña, el padre de Coretti, puro retrato de su hijo, desenvuelto, alegre, con sus bigotes terminados en punta y un lacito de dos colores en el ojal de la solapa izquierda.

Ya conozco a casi todos los padres de los escolares a fuerza de verlos por allí.

Hay una abuela encorvada, con toca blanca, que aunque llueva, nieve o esté tronando, acude indefectiblemente cuatro veces al día para acompañar y esperar a su nietecillo, un chiquito de primero superior; le quita la capita que luego, a la salida, le vuelve a poner, le arregla la corbata, le sacude el polvo, lo atusa y le guarda los cuadernos. Bien se conoce que no tiene otro en quien pensar y que no hay para ella en el mundo nada más hermoso. También veo con frecuencia al capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas, que libró a un niño de ser atropellado; y como quiera que todos los compañeros de su hijo tienen para él un gesto o palabra cariñosa al pasar por su lado, él les devuelve el saludo o corresponde a sus muestras de cariño, sin olvidarse de nadie; a todos hace una inclinación de cabeza, y cuanto más pobres son y peor vestidos van, con tanto mayor atención les da las gracias.

A veces ocurren cosas desagradables. Un señor, que no acudía desde hace un mes por habérsele muerto un hijo y mandaba a la criada por el otro, al volver ayer por primera vez, cuando vio de nuevo la clase y a los compañeros de su difunto pequeño, se apartó a un rincón y se le saltaron las lágrimas, que él procuró ocultar llevándose ambas manos a la cara. El Director lo cogió de un brazo y lo acompañó a su despacho.

Hay padres y madres que conocen por su nombre a todos los compañeros de sus hijos, y chicas de la escuela contigua y alumnos del Instituto de enseñanza media que acuden a esperar a sus hermanitos. Acostumbra a venir un caballero de edad avanzada, un antiguo coronel, quien no tiene inconveniente en agacharse para recoger del suelo un cuaderno o una pluma que se le haya caído a algún chico.

Tampoco faltan señoras bien vestidas que hablan con otras mujeres de pañuelos a la cabeza y la cesta al brazo de las cosas de la escuela, y dicen, por ejemplo:

-¡El problema de hoy era muy difícil!

-La lección de Gramática de esta mañana no parecía tener fin.

Y cuando se enferma alguno, todas lo saben, y se alegran cuando recobra la salud. Precisamente había esta mañana ocho o diez señoras y trabajadoras que rodeaban a la madre de Crossi, la verdulera, preguntándole por el estado de un niño de la clase de mi hermanito, vecino de ella, que se encuentra en peligro de muerte. Parece que la escuela haga a todos iguales y amigos.

El número 78

Miércoles, 8

Ayer tarde estuve presenciando una escena conmovedora. Hacía algún tiempo que la verdulera miraba a Derossi con expresión de singular afecto cada vez que pasaba cerca de él, y todo porque el muchacho demuestra mayor cariño a su hijo después de haberse enterado de la procedencia del tintero de madera y de lo ocurrido con su marido, el preso número 78. Derossi ayuda, efectivamente, a Crossi, el pelirrubio del brazo inmóvil, en los trabajos de escuela le apunta las respuestas, le da papel, pluma y lápices, en suma, se porta con él como un buen hermano para compensarlo, quizá, de la desgracia de su padre, que ha repercutido en él, aunque sin percatarse de tan triste realidad. De tal modo le miraba la verdulera de un tiempo a esta parte, que parecía querer dejar los ojos en él, por lo agradecida que le está. Y es que la buena mujer vive pendiente de su infortunado hijito y se siente la mar de reconocida a Derossi. Mas como quiera que éste es de familia acomodada y el primero de la clase, lo considera poco menos que como a un rey y a un santo, sintiendo por eso cierto reparo en hablarle.

Pero ayer por la mañana por fin se decidió, le detuvo delante de una puerta y le dijo:

-Discúlpeme, señorito. Usted, que es tan bueno y que tanto quiere a mi hijo, tenga la bondad de aceptar este pequeño obsequio de una madre infortunada.

Y, acto seguido, sacó de la cesta de las verduras una cajita de cartón, blanca y dorada. Derossi se puso rojo y rehusó el presente, diciendo con resolución:

-Désela a su hijo; no quiero nada.

La mujer quedó mortificada y pidió perdón, balbuceando:

-No creía que podía ofenderle... Es una cajita de caramelos.

Derossi repitió su negativa moviendo la cabeza. Entonces ella sacó con timidez de la cesta un manojo de rabanitos, y le dijo:

-Acepte por lo menos esto. Son unos rabanitos muy frescos, que seguramente le gustarán a su mamá.

Derossi se sonrió y repuso:

-Muchas gracias, señora; pero ya le he dicho que no quiero recibir nada. Continuaré haciendo lo que pueda por Crossi, sin que usted tenga que darme cosa alguna por ello.

-¿No se habrá ofendido usted? -le preguntó la verdulera con ansiedad.

-¡Qué va, buena mujer! -le contestó sonriéndose, mientras ella exclamaba con alegría:

-¡Qué muchacho más bueno!

Con esto parecía haber terminado el asunto. Sin embargo, por la tarde, a las cuatro, en vez de la madre, se acercó a Derossi el padre de Crossi, con su cara tristona y melancólica. Por la forma que le miró comprendí en seguida que sospechaba que Derossi estaba enterado de su secreto, y le dijo con voz triste y afectuosa:

-Usted quiere mucho a mi hijo... ¿puedo saber por qué?

Derossi se ruborizó. Habría querido responderle: «Le quiero por lo desventurado que es, porque usted mismo ha sido más desgraciado que culpable; ha expiado cumplidamente su delito y es un hombre de buen corazón.» Pero le faltó valor, porque en el fondo sentía temor y casi repugnancia ante aquel hombre que había atacado a otro y pasado seis años en presidio. El lo adivinó todo y, bajando la voz, dijo al oído, y casi temblando, a Derossi:

-Quieres a mi hijo... No desprecias a su padre, ¿no es verdad?

-¡Ah, no, no! i Todo lo contrario! -exclamó Derossi en un arranque de su buen corazón.

El hombre tuvo entonces la intención de darle un abrazo; pero no se atrevió, limitándose a tomar entre sus dedos uno de los dorados rizos del chico, acariciándolo. Luego se alejó, mas en cuanto hubo dado unos pasos se volvió, se llevó la mano a la boca y la besó mirando a Derossi con los ojos humedecidos, para expresarle que le enviaba aquel beso. Después tomó de la mano a su hijito y ambos desaparecieron con rapidez.

El niño muerto

Lunes, 13

El niño que vivía en el patio de la verdulera, de primero superior, compañero de mi hermanito, ha muerto. La maestra Delcati se presentó muy afligida el sábado por la tarde para comunicar a mi maestro la triste noticia, e inmediatamente se ofrecieron Garrone y Coretti para llevar el ataúd.

Era un excelente muchachito que la semana última se había ganado la medalla. Quería mucho a mi hermanito y, como prueba de su amistad, le regaló una hucha rota; mi madre le acariciaba siempre que lo encontraba. Llevaba un gorro con dos listas de paño rojo. Su padre es mozo de estación.

Ayer tarde, domingo, fuimos a las cuatro y media a su casa para acompañarle hasta la iglesia. Viven en la planta baja. En el patio había ya muchos chicos de primero superior con sus madres y velas en las manos, cinco o seis maestras y algunos vecinos.

La maestra de la pluma roja y la señora Delcati entraron en la vivienda, y las veíamos llorar por una ventana abierta; también se oían los fuertes sollozos de la afligida madre del niño. Dos señoras, madres de compañeros del muerto, habían llevado guirnaldas de flores.

A las cinco en punto, en cuanto llegó el sacerdote, se puso en marcha la comitiva. Iba delante un muchacho, que llevaba la cruz parroquial, detrás el sacerdote y a continuación el ataúd, una caja pequeña, ¡pobre chico!, con un paño negro encima, y sujetas alrededor las guirnaldas de flores de las dos señoras. En una parte del paño negro habían prendido la medalla y tres menciones honoríficas que el pequeño se había ganado a lo largo del año.

Llevaban el ataúd Garrone, Coretti y dos chicos de la vecindad. Detrás iban, primeramente, la señora Delcati, que lloraba como si el muerto hubiese sido hijo suyo y a continuación las otras maestras; detrás de éstas, los chicos, algunos muy pequeños, con ramilletes de violetas en una mano, que miraban el féretro con cierto estupor, dando la otra a las respectivas madres, que llevaban las velas por ellos.

Oí a uno de ellos, que decía:

-¿Y ahora ya no vendrá más a la escuela?

Al salir el féretro del patio, por la ventana se oyó un grito desesperado, lanzado por la madre del niño difunto; pero en seguida la hicieron entrar en el interior.

Ya en la calle, encontramos a los chicos de un colegio, que iban en fila de a dos, y viendo el ataúd con la medalla y acompañado por las maestras, se quitaron todos sus gorras.

¡Pobre niño! ¡Se fue al cielo para siempre, durmiendo su cuerpecito con su medalla en las entrañas de la tierra! Ya no lo volveremos a ver con su gorro encarnado. Estaba bien, y falleció a los cuatro días de caer malo. El último día todavía quiso levantarse para hacer su trabajito de vocabulario, y se empeñó en tener la medalla sobre su cama, por miedo que se la quitaran. ¡Nadie te la quitará ya, pobre pequeño! ¡Adiós, adiós! Siempre nos acordaremos de ti en el grupo Baretti. ¡Descansa en paz, angelito!

La víspera del día 14 de marzo

La jornada de hoy ha sido bastante más alegre que la de ayer. ¡Trece de marzo! Víspera de la distribución de premios en el teatro Víctor Manuel, la grande y hermosa fiesta de todos los años. Pero esta vez no se designan al azar los alumnos que han de subir al escenario para presentar los diplomas de los premios a los señores encargados de entregarlos.

El Director vino esta mañana poco antes de la hora de salida, y empezó diciendo:

-Muchachos, tengo que daros una buena noticia-. Luego añadió: -¡Coraci! -El calabrés se puso inmediatamente de pie-. ¿Quieres ser uno -le preguntó- de los que mañana entreguen en el teatro los diplomas a las autoridades?

El calabrés dijo que sí y el Director contestó:

-Está bien; así habrá un representante de Calabria. Os aseguro que será un acto digno de verse. Este año ha querido el Ayuntamiento que diez o doce chicos de las diversas regiones de Italia, designados en los distintos centros docentes de la ciudad, se encarguen de presentar los premios. Contamos actualmente en Turín con veinte grupos escolares y cinco anejos, que frecuentan siete mil alumnos, y entre tan gran número no ha costado mucho trabajo encontrar un muchacho por cada región italiana. En el grupo «Torcuato Tasso» se hallaban dos representantes de las islas: un sardo y un siciliano; la escuela Boncompagni proveyó un chico florentino, hijo de un ebanista; hay un romano de la misma Roma en el grupo «Tommaseo»; se encontraron fácilmente vénetos, lombardos y romañolos; el grupo «Monviso» da un napolitano, hijo de un militar; nosotros designamos a un genovés y a un calabrés; éste eres tú, Coraci. Con el piamontés, habrá doce. ¿No os parece que la idea es acertada? Serán hermanos vuestros de todas las regiones italianas los que os den los premios. Mirad, se presentarán los doce a la vez en el escenario. No dejéis de saludarlos con nutridos aplausos. Es verdad que son unos chicos como vosotros, pero representan a sus respectivas regiones como si fueran ya personas mayores. Una pequeña bandera tricolor simboliza a Italia lo mismo que una grande, ¿no es así? Aplaudidlos, pues, calurosamente para demostrar que vuestros corazones infantiles saben sentir gran amor y que vuestras almas de diez años se exaltan ante la santa imagen de la Patria.

Dicho esto, se fue, y el maestro dijo, sonriéndose:

-De manera que tú, Coraci, eres el designado por Calabria.

Todos aplaudimos entonces, sin parar de reírnos, y cuando estuvimos en la calle, rodeamos a Coraci; algunos le cogieron por las piernas, lo alzaron y lo llevaron como en triunfo, gritando:

-¡Viva el diputado de Calabria!

Era; naturalmente, una broma, pero sin ningún sabor a escarnio, sino todo lo contrario, para demostrarle afecto, pues es un chico al que todos queremos; y él se sonreía de satisfacción.

Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontraron con un señor de barba begra, que también se echó a reír. Al decir el calabrés que era su padre, los otros le dejaron a su lado y se esparcieron en todas direcciones.

Los premios

Martes, 14

El amplio teatro estaba ya completamente lleno a eso de las dos. El patio de butacas, las plateas, los palcos, el escenario, estaban ocupados por entero, viéndose millares de caras de niños, señoras, maestros, obreros, mujeres del pueblo y hombres. Era como un mar de cabezas que se movían, un continuo vaivén de lazos y rizos, percibiéndose un murmullo denso y alegre que producía mucho gozo.

El teatro aparecía adornado con colgaduras de paño rojo, blanco y verde. En el patio de butacas habían puesto dos escaleras, una a la derecha, por donde debían subir al escenario los premiados, y otra a la izquierda, por donde deberían bajar después de recibir el premio. Delante, en el escenario, había una fila de sillones rojos, y del respaldo del que ocupaba el centro pendía una pequeña corona de laurel; el fondo del escenario era un bosque de banderas; a un lado había una mesita con tapete verde con todos los premios enrollados y atados con cintas de seda tricolores. La banda de música ocupaba una platea cerca del escenario. Los maestros y las maestras llenaban la mitad de la primera galería, que les había sido reservada; los bancos y los corredores estaban atestados de centenares de chicos cantores con los papeles de música en las manos. Por el fondo y por los lados iban y venían maestros y maestras que ponían en las primeras filas a los designados para recibir los premios, y por todas partes había padres y madres que daban el último toque a las cabezas y a las corbatas de sus hijos y no dejaban de mirarlos.

En cuanto entré con mi familia en el palco que nos correspondía, vi en otro de enfrente a la maestrita de la pluma roja, con sus graciosos hoyuelos, que se reía, y con ella a la maestra de mi hermano, así como a la «monjita», vestida de negro, y mi maestra de primero superior; pero la pobre estaba tan pálida y tosía tan fuerte, que se le oía desde todas partes. En el patio de butacas distinguí en seguida la simpática cara de Garrone y la pequeña cabeza rubia de Nelli, que estaba muy pegado a él. Algo más allá vi a Garoffi, con su nariz de lechuza, que se afanaba para recoger listas impresas de los que iban a recibir el premio, y ya tenía un buen fajo de ellas, seguramente para alguno de sus negocios... Mañana lo sabremos. Cerca de la puerta se hallaba el vendedor de leña juntamente con su mujer vestidos de fiesta, al lado de su hijo que con no pequeño asombro mío no llevaba la gorra de piel de gato ni el jersey color chocolate, sino estaba trajeado como un señorito. En una galería vi unos instantes a Votini, con su gran cuello bordado, pero en seguida desapareció. En un palco de proscenio, lleno de gente, estaba el capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas.

Al dar las dos, empezó a tocar la banda de música y al mismo tiempo subieron por la escalera de la derecha el señor Alcalde, el Gobernador, el Secretario, el Inspector y muchos otros señores, todos vestidos de negro, que tomaron asiento en los sillones rojos colocados en la parte delantera del escenario.

Cuando la banda cesó de tocar, se adelantó el director de canto de las escuelas con la batuta en la mano. A una señal suya todos los chicos del patio de butacas se pusieron de pie, y a otra, empezaron a cantar. Eran setecientos los que interpretaban una bellísima canción. ¡Qué gusto daba oír aquel inmenso coro! Todos escuchaban inmóviles. Era un canto dulce, de voces claras, tan lento como uno de iglesia. Cuando callaron, todos aplaudieron y luego guardaron completo silencio.

Iba a comenzar la distribución de premios. Mi maestro de la sección segunda ya se había adelantado, con su cabeza rubia y sus avispados ojos, por ser el encargado de leer los nombres de los premiados. Se esperaba que entrasen los doce chicos designados para ir dando los diplomas. Los periódicos ya habían anunciado que serían muchachos de todas las regiones italianas. Todos lo sabían y los esperaban, mirando con curiosidad hacia la parte por donde debían hacer su aparición. También guardaban silencio el señor Alcalde y demás señores de los sillones rojos.

De pronto aparecieron contentos y sonrientes los doce, que subieron rápidamente al escenario, donde se situaron en correcta formación. Las tres mil personas que llenaban el teatro se pusieron de pie súbitamente, oyéndose un estruendoso aplauso. Los chicos permanecieron unos instantes como aturdidos.

-¡Eso es Italia! -dijo una voz.

En seguida reconocí a Coraci, el calabrés, vestido de negro, como siempre. Un señor del Ayuntamiento, que estaba con nosotros y conocía a todos, le iba diciendo a mi madre:

-Aquel pequeño rubio es el representante de Venecia. El romano es el otro alto y con el pelo rizado.

Había dos o tres bien trajeados; los demás eran hijos de obreros, aunque todos estaban limpios y aseados. El florentino, que era el más pequeño, llevaba una faja azul en la cintura. Pasaron todos por delante del señor Alcalde, que fue besándolos en la frente mientras que un señor sentado junto a él le decía por lo bajo y sonriendo los nombres de las ciudades:

-Florencia, Nápoles, Bolonia, Palermo...- y el teatro aplaudía conforme iban pasando. Luego todos ellos se acercaron a la mesita verde para tomar los diplomas. El maestro empezó a leer la lista, mencionando los grupos escolares, las secciones y las clases a que pertenecían, así como los nombres de los premiados, y éstos comenzaron a subir, según los iban nombrando, al escenario.

Apenas habían subido los primeros cuando empezó a oírse por detrás del escenario una suave música de violines, que no cesó mientras desfilaban los agraciados. Era una melodía grata al oído, que parecía un murmullo de muchas voces en sordina, las de las madres, maestros y maestras, como si todos a una les diesen consejos, rezasen por ellos o les hicieran amorosas reconvenciones. Entretanto, los premiados desfilaban uno a uno por delante de los señores sentados en los sillones rojos, que les iban entregando los diplomas, diciendo a cada uno unas palabritas o haciéndoles una caricia. Los muchachos de las butacas y de las galerías aplaudían cada vez que pasaba alguno muy pequeño o más pobremente vestido. Había algunos de primero superior que, una vez en el escenario, se confundían y no sabían hacia dónde tenían que dirigirse, provocando una risa general. Pasó uno que apenas tendría tres palmos de alto, con un gran lazo color de rosa en la espalda, que a duras penas podía andar, el cual tropezó en la alfombra y cayó; el Gobernador le levantó y fue motivo de risa y de aplausos. Otro se resbaló por la escalerilla, yendo a parar al patio de butacas; aunque se oyeron gritos de alarma, no se hizo daño alguno. Fueron desfilando chicos de toda clase, caritas de galopines, semblantes asustados, algunos tan encarnados como la grana, chiquitines graciosos que a todos sonreían, y en cuanto volvían a donde estaban sus padres, las mamás los cogían y se los llevaban.

Cuando tocó la vez a nuestro grupo, ¡entonces sí que me divertí! Pasaban muchos a los que conocía. Entre ellos Coretti, vestido de nuevo de pies a cabeza, con su risueño y alegre semblante, enseñando sus blancos dientes, y sin embargo, nadie podía saber los quintales de leña que habría llevado a sus espaldas por la mañana. Al entregarle el diploma, el señor Alcalde le preguntó qué era una señal roja que tenía en la frente, manteniendo entretanto una mano sobre su hombro. Yo busqué con la vista a su padre y a su madre por el patio de butacas, y observé que se reían, tapándose la boca con una mano. Luego pasó Derossi, luciendo un bonito traje azul con botones dorados que brillaban mucho y sus dorados rizos, esbelto, decidido, con la frente alta, tan simpático como siempre; de buena gana le habría dado un abrazo; los señores le decían algo y le daban la mano.

El maestro gritó después:

-¡Julio Robetti!

Vimos avanzar al hijo del capitán de Artillería, apoyándose en sus muletas. Cientos de muchachos conocían el hecho heroico y al momento corrió la noticia por el inmenso salón estallando una salva de aplausos y de vítores que hizo temblar las paredes; los hombres se pusieron de pie, las señoras empezaron a agitar sus pañuelos, y Robetti se detuvo en medio del escenario aturdido y tembloroso... El señor Alcalde, le puso junto a sí, le entregó el premio, le dio un beso, y, sacando del respaldo del sillón la coronita de laurel, se la puso en la almohadilla de la muleta... Después lo acompañó hasta el palco del proscenio donde estaba el capitán, su padre, quien lo tomó y subió en vilo al interior, en medio de vítores y aclamaciones. Entretanto continuaba la suave y grata música de los violines y seguían desfilando los chicos premiados: los del grupo de la Consolata, en su mayoría hijos de comerciantes; los del grupo de «Vanquiglia», hijos de trabajadores; los del grupo de «Boncompagni», muchos de ellos hijos de agricultores; los de la escuela «Ranieri», que fue la última.

En cuanto terminó el reparto de premios, los setecientos chicos de las butacas entonaron una canción muy bonita; después habló el señor Alcalde y a continuación el Secretario, que terminó diciendo:

-...No salgáis de aquí, queridos niños, sin antes enviar un saludo a quienes tanto se afanan por vosotros, a los que os dedican todas las energías de su inteligencia y de su corazón, y que viven y mueren por vosotros.

Y señaló la galería de los maestros.

Entonces se levantaron los chicos que había en el teatro y tendieron los brazos hacia las maestras y los maestros, que contestaron moviendo las manos, los sombreros y los pañuelos, de pie y visiblemente emocionados.

Por último tocó otra vez la banda de música y el público dedicó un postrero y estruendoso aplauso a los chicos representantes de las regiones italianas, que se presentaron en el escenario en fila y con los brazos entrelazados, bajo una lluvia de ramos de flores.

La disputa

Lunes, 20

Puedo asegurar que no ha sido la envidia por haber recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa que esta mañana he tenido con Coretti. No ha sido por envidia, pero reconozco que he obrado mal.

El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito en el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije una palabrota. El me contestó sonriendo:

-No lo he hecho adrede.

Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin embargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Este se siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego, para vengarme, le di un empujón que le estropeó la plana. Entonces, montando en cólera, me dijo:

-¡Tú sí que lo has hecho aposta! -Y levantó la mano, que retiró de inmediato porque le observaba el maestro. Pero añadió en voz baja-: ¡Te espero a la salida!

Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia y me arrepentí en mi interior.

No; ciertamente no podía haberlo hecho Coretti con mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su madre enferma y la alegría con que después le

recibí en mi casa y la buena impresión que había causado a mi padre. ¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella palabrota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acordé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonzaba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la malla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mucha leña que había tenido que transportar, notaba que me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»; pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la garganta. El también me miraba de reojo, de vez en cuando, y me parecía que estaba más apesadumbrado que enfadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para darle a entender que no le tenía miedo. El me repitió:

-Nos veremos las caras cuando salgamos.

-Sí, nos las veremos -le contesté.

Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelearte». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectivamente, defenderme, pero sin pelearme a gol pes y puñetazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbrado, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.

Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. El se me acercó, yo levanté la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo amablemente y apartándome la regla:

-No, Enrique; seamos tan amigos como antes.

Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empujado por la espalda, me encontré entre sus brazos. El magnífico compañero me dio un beso y me dijo:

-Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?

-Sí, tienes razón -le respondí.

Y nos separamos contentos.

Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, creyendo que le agradaría, se enojó y me dijo:

-Tú debías haber sido el primero en tenderle la mano, puesto que habías faltado. -Luego añadió-: ¡No debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un antiguo soldado!

Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la tiró contra la pared.

Mi hermana

Viernes, 24

¿Por qué, Enrique, después de afearte nuestro padre tu mal comportamiento con Coretti, has sido tan descortés conmigo? No puedes figurarte lo mucho que me ha dolido. ¿No sabes que cuando eras pequeñín pasaba horas enteras junto a tu cuna en lugar de ir a jugar con mis amigas y que cuando estabas enfermo saltaba todas las noches de la cama para ver si tenías fiebre? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que, si sobre nosotros se abatiera una tremenda desgracia, te haría de madre y te querría como a un hijo? ¿No sabes que, cuando nuestro padre y nuestra madre ya no existan, seré yo tu mejor amiga, la única con quien podrás hablar de nuestros difuntos y de tu infancia, y que si fuese preciso trabajaría para sostenerte y proveer a tus estudios, y que te querré aun cuando seas mayor, que te seguiré con el pensamiento cuando te encuentres lejos, siempre, porque hemos crecido juntos y tenemos la misma sangre? ¡Oh, Enrique! Ten por cierto que si cuando seas hombre te sucede alguna desgracia y, encontrándote solo, vinieras a decirme: «Silvia, hermana mía, déjame estar contigo; hablemos de cuando éramos dichosos, ¿te acuerdas? Hablemos de nuestra madre, de nuestra casa, de aquellos venturosos días tan lejanos», entonces, Enrique, encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos.

Sí, querido Enrique, y perdóname el reproche que ahora te expreso. No me acordaré de ninguna mala pasada tuya y, aunque me des otros disgustos, siempre serás mi hermano; sólo me acordaré de que te tuve en brazos cuando eras pequeñín, de haber querido contigo a nuestro padre y a nuestra madre, de haberte visto crecer, de haber sido tu más fiel compañera durante tantos años. Pero escríbeme siquiera una palabra cariñosa en este cuaderno para que pueda leerla antes del anochecer. Entretanto, para demostrarte que no estoy enojada contigo, viendo que ayer estabas cansado, he copiado por ti el cuento mensual, Sangre romañola, que tú debías copiar para el albañilito, que está enfermo; búscalo en el cajoncito de la izquierda de tu mesa; lo escribí anoche mientras dormías. Por favor, Enrique, escríbeme una palabra cariñosa.

TU HERMANA SILVIA

No soy digno de besarte las manos.

ENRIQUE

CUENTO MENSUAL

Sangre romañola

Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de costumbre. El padre, que tenía una tienda-bazar, había ido a Forlí de compras; con él se había marchado la madre llevando a Luisita, su hermanita, para que la viese el oculista, que debía operarle un ojo enfermo; pensaban regresar a la mañana siguiente.

Poco faltaba para la medianoche. La mujer que prestaba sus servicios durante el día se había ido hacia el oscurecer. En la casa sólo quedaban la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, su nieto, de trece años. Era una casita de planta baja, situada en la carretera y como a un tiro de fusil de un pueblecito poco apartado de Forlí, ciudad de la Romaña, no habiendo cerca de ella más que una casa deshabitada, en ruinas desde hacía dos meses a causa de un incendio, y sobre la cual todavía se veía el letrero de una posada. Por detrás de la casita había un huertecito rodeado de setos, al que daba una puertecita rústica; la puerta de la tienda, que era también la de la casa, se abría sobre la carretera. En derredor se extendía la campiña solitaria con vastos campos de cultivo y plantas de moras.

Faltaba poco para la medianoche; llovía y soplaba el viento. Federico y su abuela, todavía levantados, se hallaban en la cocina-comedor, entre la cual y el huerto había una pequeña habitación llena de trastos y muebles viejos. Federico había vuelto a casa sobre las once, después de pasar fuera muchas horas, y la abuela le había esperado despierta, llena de ansiedad, inmovilizada en un ancho sillón de brazos en el que solía pasar todo el día y, a menudo, también toda la noche, pues la fatiga no le permitía estar acostada.

Llovía, y el viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Era una noche muy oscura. Federico había vuelto cansado, lleno de barro, con la chaqueta desgarrada y un cardenal en la frente, producido por una pedrada; se había peleado con otros muchachos y, por añadidura, había jugado y perdido todo el dinero que llevaba, dejando la gorra en una zanja.

Aunque la cocina sólo estaba iluminada por un quinqué semiapagado colocado en un extremo de la mesa junto al sillón, la pobre abuela había visto al momento el lastimoso estado en que se hallaba su nieto, sabiendo todo lo sucedido en parte por haberlo adivinado y lo demás por la confesión que sacó a Federico sobre sus travesuras.

La anciana señora quería con toda el alma al muchacho y, cuando se enteró de todo, se echó a llorar.

-¡Ah, no! -dijo después de un largo silencio-; no tienes compasión de tu pobre abuela, de lo contrario no te aprovecharías de la ausencia de tu madre para darme tantos disgustos. Ya ves, me has dejado sola todo el día. Debo advertirte, Federico, que has emprendido un camino que te conducirá a un triste fin. He visto a otros que comenzaron como tú y acabaron muy mal. Se empieza por salir de casa para pelearse con otros muchachos, jugarse el dinero, y luego, poco a poco, de las pedradas se pasa a las cuchilladas, del juego a otros vicios, y de éstos... ¡al robo!

Federico escuchaba a su abuela de pie, a tres pasos de distancia, apoyado en un arca, con la barbilla sobre el pecho, el entrecejo arrugado y todavía encendido por la ira de la pelea. Sobre la frente le caía un mechón de hermosos cabellos castaños, teniendo inmóviles sus azules ojos.

-Del juego al robo -repitió la abuela que continuaba llorando-. Piensa en eso, Federico. Piensa en el botarate del pueblo, en Víctor Mozzoni, que ahora vagabundea por la ciudad, que a sus veinticuatro años ha estado ya dos veces en la cárcel y ha hecho morir de pena a su pobre madre, a la que yo conocía, obligando a su padre a marcharse a Suiza, para no sufrir mayor vergüenza. Piensa en ese desgraciado joven, siempre en compañía de otros peores que él hasta el día en que lo metan en presidio para toda su vida. Pues bien, yo le conocí de muchacho, y empezó como tú. Ten presente que puedes denigrar a tu padre y a tu madre como él y causarles tanto mal como ese desventurado.

Federico guardaba silencio. No estaba pesaroso, ni mucho menos. Su actitud obedecía más bien al exceso de vitalidad y de audacia que a pura sensiblería; su padre le había acostumbrado mal precisamente porque, considerándole capaz, en el fondo, de los más hermosos sentimientos, esperando ponerle a prueba de acciones varoniles y generosas, le dejaba rienda suelta, en la confianza de que se iría reformando por sí solo. Era bueno, pero tozudo, aunque apareciese en su corazón el arrepentimiento y dejase escapar de su boca las buenas palabras que nos inclinan a perdonar: «¡Sí, no me he portado bien; no lo haré más, te lo prometo! Perdóname.» A veces se sentía embargado de ternura, pero su orgullo no se lo permitía manifestar.

-¡Ay, Federico! -continuó la abuela viéndole tan callado-. ¡No me dices ni una palabra de arrepentimiento! Ya ves el estado en que me encuentro, que puede acabar conmigo. No debieras consentir que padeciera tanto, que por tu culpa llorase la madre de tu madre, tan vieja y próxima a su fin, tu pobre abuela, que siempre te ha querido tanto, que te mecía noches enteras cuando eras un nene de pocos meses, y que no comía por entretenerte. ¡Tú qué sabes! Yo siempre decía: «¡Este será mi último consuelo!», y ahora me matas a disgustos. De buena gana daría lo poco que me queda de vida con tal de que fueses otra vez un buen chico, tan obediente como aquellos días... cuando te llevaba al santuario de la Santísima Virgen. ¿Te acuerdas, Federico? Tú me llenabas los bolsillos de piedrecitas y de hierbas, y yo te traía a casa en mis brazos, dormidito. En cambio, ahora que estoy paralítica y tengo tanta necesidad de tu cariño como del aire para respirar, porque no tengo, pobre de mí, a otro ser en el mundo... ¡Dios mío!

Federico estaba por echarse en brazos de su abuela, dominado por la emoción, cuando le pareció oír un ligero ruido, unos crujidos continuados en la habitación de al lado, que daba al huerto. Pero no distinguía si eran las puertas u otra cosa.

Puso oído atento. La lluvia caía con fuerza. El ruido se repitió, y la abuela también lo oyó.

-¿Qué es? -preguntó un momento después, muy intrigada.

-Debe ser la lluvia -murmuró el muchacho.

-Entonces, Federico -dijo la anciana, enjugándose los ojos-, ¿me prometes ser bueno y no hacer llorar ya más a tu pobre abuela?

Un nuevo ruido la interrumpió.

-¡No me parece que sea la lluvia! -exclamó, palideciendo-. ¡Vete a ver!

Mas en seguida añadió:

-No, ¡quédate aquí! -Y asió al muchacho por una mano.

Quedaron los dos conteniendo la respiración. Solamente se oía el ruido producido por la lluvia.

A continuación ambos sintieron un escalofrío. A los dos les había parecido oír ruido de pies en la habitacioncita de los muebles viejos.

-¿Quién es? -preguntó Federico haciendo de tripas corazón.

Nadie respondió.

-¿Quién anda ahí? -repitió Federico, muerto de miedo.

Pero apenas hubo pronunciado tales palabras, ambos lanzaron un grito de terror. Dos hombres entraron en la cocina-comedor: el uno sujetó al muchacho y le tapó la boca con la mano; el otro agarró a la anciana por la garganta. El primero dijo:

-¡Silencio, si no quieres morir!

El segundo:

-¡Calle! -y alzó el puñal. Los dos llevaban un pañuelo oscuro por la cara, con agujeros a la altura de los ojos.

Durante unos instantes sólo se percibió la respiración de los cuatro y el ruido producido por la lluvia, la anciana apenas podía respirar, y tenía los ojos desorbitados.

El que sujetaba al muchacho le dijo al oído:

-¿Dónde deja tu padre el dinero?

El chico respondió con un hilillo de voz, y dando diente con diente:

-Allá.... en el armario.

-Ven conmigo -le dijo el hombre.

Y lo llevó a la fuerza al cuartito, sin dejar de agarrarle el cuello por la garganta. En el suelo había una linterna.

-¿Dónde está el armario? -preguntó.

El muchacho, medio ahogado, señaló el armario.

Entonces, para estar seguro del muchacho, el hombre lo puso de rodillas ante el armario, apretándole fuertemente el cuello entre sus piernas, de manera que pudiera estrangularlo si chillaba, y teniendo la linterna en una mano, sacó con la otra del bolsillo una ganzúa, que metió en la cerradura; hurgó, rompió, abrió de par en par las hojas de la puerta, revolviólo todo confusamente, se llenó los bolsillos, cerró, volvió a abrir y a buscar. Luego cogió de nuevo al muchacho, llevándole donde el otro tenía aún agarrada a la anciana, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta.

El que sujetaba a la abuela preguntó en voz baja al otro:

-¿Ha caído algo?

-Sí -le contestó. Y añadió: -Mira hacia la puerta.

El que estaba con la anciana fue a la puerta del huerto para cerciorarse si había alguien por allí, y dijo desde el cuartito de los trastos, con una voz que parecía un silbido:

-Ven.

El que había quedado en la cocina y retenía a Federico enseñó un arma blanca al muchacho y a la anciana, que acababa de abrir otra vez los ojos:

-¡Ni una sola palabra o vuelvo y os degüello!

Y miró fijamente a los dos.

En aquel momento se oyó a lo lejos, por la carretera, un canto de muchas voces.

El ladrón giró rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la violencia del movimiento se le cayó el antifaz.

La anciana lanzó un grito:

-¡Mozzoni!

-¡Maldita! -rugió el reconocido-. ¡Tienes que morir!

Y se abalanzó con un puñal en alto contra la anciana, que quedó desvanecida en el acto.

El asesino descargó el golpe, pero con un movimiento rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había arrojado sobre la abuela, cubriéndola con su cuerpo.

El asesino huyó, chocando con la mesa y volcó el quinqué, que se apagó.

El muchacho se deslizó lentamente sobre la abuela, cayó de rodillas y permaneció en tal actitud abrazando a la anciana por la cintura y con la cabeza apoyada en su regazo.

Transcurrieron unos instantes; todo estaba a oscuras; el canto de los aldeanos se iba alejando por el campo. La anciana recobró el sentido.

-¡Federico! -dijo con voz apenas perceptible y dando diente con diente por el temblor que la invadió.

-¡Abuela! -respondió él.

La anciana hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror le paralizaba la lengua.

Permaneció un ratito en silencio, sin parar de temblar violentamente. Luego logró preguntar:

-¿Se han ido ya? -Sí, se fueron.

-¡No me han matado! -murmuró la anciana con voz ahogada.

-No... estás a salvo -dijo Federico con voz muy débil-. Estás a salvo, yayita. Se han llevado el dinero. Pero papá había dejado poco.

La anciana dio un suspiro.

-Yaya -dijo Federico, permaneciendo de rodillas y teniendo un brazo en su cintura-, yayita, ¿verdad que me quieres?

-¿No te he de querer, hijo mío? -le respondió, poniéndole una mano en la cabeza-. ¡Qué. susto has debido llevar, pobrecito mío! ¡Señor, Dios misericordioso! Enciende la luz... Pero no, es mejor que continuemos a oscuras. Tengo todavía mucho miedo.

-Abuela -replicó el muchacho-, siempre os he dado muchos disgustos a todos...

-No, Federico, no digas eso; yo no me acuerdo de nada, todo lo he olvidado. ¡Te quiero mucho, ángel mío!

-Os he dado muchos disgustos -continuó diciendo Federico con gran dificultad, temblándole la voz-; pero... os quiero. ¿Me perdonas, yaya? ¡Perdóname!

-Sí, querido, te perdono, te perdono de todo corazón. ¡Pues no te iba a perdonar! ¡No faltaba más! Anda, levántate. Ya no te reñiré más. Eres bueno, muy bueno. Ea, enciende la luz, querido. Levántate.

-Gracias, yaya -le contestó el muchacho con voz cada vez más débil-. Ahora... estoy contento. ¿Verdad que te acordarás de mí, yayita... de tu Federico?

-¡Federico! -exclamó la abuela, inquieta y preocupada, poniéndole las manos en la espalda e inclinando la cabeza para mirarle la cara.

-Acuérdate de mí -murmuró aún el muchacho con una voz que parecía un soplo-. Dales un beso de mi parte a papá, a mamá... a Luisita... ¡Adiós, yaya, yayita... !

-¡Por todos los Santos! ¿Qué tienes? -gritó la anciana, palpando con ansiedad la cabeza del chico, que estaba reclinada en sus rodillas. Luego, con toda la voz que pudo sacar, exclamó con desesperación: -¡Federico! ¡Federico! ¡Amor mío! ¡Ángeles del cielo, ayudadme!

Pero Federico ya no replicó. El pequeño héroe, el salvador de la madre de su madre, herido mortalmente por artera puñalada en la espalda, había entregado a Dios su bella y valerosa alma.

El albañil

Martes, 28

El albañilito está gravemente enfermo; el maestro nos recomendó que fuésemos a verle, y convinimos Garrone, Derossi y yo en ir los tres juntos. Stardi gustosamente nos habría acompañado; pero como el maestro nos encargó la descripción del Monumento a Cavour, dijo que quería verlo para hacer más exacta la descripción. Por probar también, invitamos al orgulloso de Nobis, que nos dio una rotunda negativa. Votini se excusó, quizás por miedo a mancharse el traje de yeso. Nos fuimos al salir de la escuela, a las cuatro. Llovía a cántaros. Por el camino se detuvo Garrone y dijo con la boca llena de pan:

-¿Qué vamos a comprar? -y hacía sonar dos monedas que llevaba en el bolsillo.

Pusimos diez céntimos cada uno y compramos tres grandes naranjas.

Subimos a la buhardilla. Delante de la puerta Derossi se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo. Le pregunté por qué lo hacía y me respondió:

-Bueno, no sé... para no presentarme con ella...; me parece más delicado no llevar la medalla.

Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañero. Era un hombrete; tenía alterado el semblante y parecía asustado.

-¿Quiénes sois? -preguntó.

Garrone respondió.

-Unos compañeros de Antonio, que le traemos tres naranjas.

-¡Ah, pobre Antoñito! -exclamó el albañil moviendo la cabeza-, me temo que no las pueda comer -y se enjugó los ojos con el revés de la mano.

Nos hizo pasar. Entramos en su cuarto a tejavana, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algunas escobillas de encalar, un pico y una criba; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado, muy pálido, con la nariz afilada, y respiraba con dificultad. ¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrone le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su olor le despertó, la tomó en seguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrone.

-Soy yo -dijo éste-, Garrone. ¿Me conoces?

El le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrone, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella una mejilla, diciéndole:

-¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bien, volverás a la escuela y el maestro te pondrá a mi lado. ¿Te parece bien?

Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:

-¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!

-¡Cállate! -le gritó el albañil con desesperación-. ¡Cállate , por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! -Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió-: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué podéis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero volved a vuestra casa.

El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.

-¿No quiere que le haga algún recado? -preguntó Garrone al padre.

-No, buen muchacho, gracias -respondió el albañil-; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.

Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.

Pero cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:

-¡Garrone, Garrone!

Subimos rápidamente los tres.

-¡Garrone! -dijo el albañil, visiblemente desconcertado-. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quieres pasar? ¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!

-¡Hasta luego! -nos dijo Garrone-; yo me quedo -y entró en la casa con el padre. Derossi tenía los ojos llenos de lágrimas, y yo le pregunté:

-¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es seguro que se pondrá bien.

-Sí, eso creo -respondió Derossi-; pero en este momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garrone y en su hermosa alma.

El conde Cavour

Miércoles, 29

Debes hacer la descripción del monumento al conde Cavour. Puedes hacerla; pero sin lograr comprender todavía por ahora la figura del insigne personaje. De momento has de saber lo siguiente: por espacio de muchos años fue el primer ministro del Piamonte; mandó el ejército piamontés en Crimea para revalidar la gloria militar de nuestra patria con la victoria de Cernaia, que había quedado ofuscada por la derrota sufrida en Novara; él fue quien hizo pasar los Alpes a ciento cincuenta mil franceses para arrojar a los austríacos de Lombardía, quien gobernó a Italia en el período más importante de nuestra revolución, el que dio aquellos años el impulso más poderoso a la santa empresa de la unificación de la patria, con su claro ingenio, con invencible constancia y con una laboriosidad más que humana.

Muchos generales conocieron horas tremendas en el campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venirse abajo de un momento a otro como frágil edificio sacudido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la paralización del corazón. Tan gigantesco y tempestuoso trabajo le quitó veinte años de vida. Pero aun con una fiebre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, luchaba desesperadamente con la enfermedad para hacer algo por su Patria.

-Es extraño -decía con dolor en su lecho de muerte-; ya no sé ni puedo leer.

Mientras le sacaban sangre, decía imperiosamente:

-Curadme; mi mente se nubla y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.

Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:

-Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; pero me encuentro muy mal y no puedo, no puedo -y se acongojaba.

Su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios decía:

-¡Educad a la infancia y a la juventud!... Gobiérnese con libertad.

El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.

Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo necesitaba y por la cual había consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo. Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondía a su admirable existencia.

Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío, cuando pases por delante de la imagen de mármol y dile de todo corazón: «¡Gloria a ti!»

TU PADRE


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