Edmundo de Amicis



Se fijaba con atención en los nombres de las calles, nom-

bres raros para él, que los leía con no pequeña dificultad. A

cada nueva calle, le latía más de prisa el corazón, pensando

que fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con

la idea de encontrar a su madre. Vio de pronto una cerca de

él, y se le alborotó la sangre; se aproximó más y vio con

gran desilusión que era una negra.

Seguía andando, acelerando el paso. Llegó a una glorie-

ta, leyó y quedó como clavado en la acera. ¡Allí estaba la

calle de Las Artes! Vio el número 117: la tienda del pariente

se hallaba en el 175. Apresuró todavía más el paso; casi

corría. Tuvo que detenerse en el número 171 para tomar

aliento, y dijo entre sí: «¡Ay, madre mía! ¿Es verdad que

voy a verte dentro de un instante?»

Corrió hacia adelante y llegó a una pequeña tienda de

mercería. ¡Aquella era! Se asomó y vio a una mujer de ca-

bellos grises y con gafas.

—¿Qué quieres, pibe? —le preguntó en español.

—¿No es ésta —dijo el muchacho, esforzándose para

que le saliese la voz— la tienda de Francesco Merelli?

Francesco Merelli è morto —le respondió la mujer en

italiano.

Marco recibió la impresión de un tiro en el pecho. —¿Y

cuándo murió?

—Oh, hace tiempo, unos dos meses —respondió la se-

ñora—. Le fue mal el negocio y se marchó. Dicen que se

fue a Bahía Blanca, lejos de aquí, y que murió poco des-

pués. Esta tienda es mía.

El chiquillo palideció.

Luego dijo precipitadamente:

—Merelli conocía a mi madre, que estaba aquí sirviendo

a la familia Mequinez. Sólo él podría decirme dónde está.

Yo he venido aquí desde mi tierra en busca de mi madre,

¿sabe usted? Merelli le mandaba las cartas. ¡Tengo que en-

contrar a mi madre!

—Yo no sé nada, hijo mío —le respondió la mujer—. Pue-

do preguntar al chico de la portera. El conocía al muchacho

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que le hacía los recados a Merelli. Tal vez pueda decirte

algo.

Acto seguido llamó al muchacho por el fondo de la tien-

da, y él se presentó al instante.

—Dime —le preguntó la dueña—, ¿recuerdas si el de-

pendiente de Merelli iba alguna vez a llevar cartas a una

mujer que estaba de sirvienta en casa de unos señores de

acá?

—En casa del señor Mequinez —respondió el chico— sí,

señora. Algunas veces. Al final de la calle de Las Artes.

—¡Gracias, gracias, señora! —gritó Marco—. Dígame el

número, por favor... ¿No lo sabe? ¡Haga que me acompa-

ñen! Acompáñame tú mismo, chico. Aún me queda un poco

de dinero en el bolsillo.

Lo pidió de tal manera, que el chico aquel, sin esperar

ninguna indicación de la tendera, le dijo:

—Vamos —y fue el primero en salir de prisa.

Casi corriendo, sin decirse palabra alguna, fueron hasta

el final de la larguísima calle; atravesaron el portal de una

pequeña casa blanca y se detuvieron ante una hermosa

cancela de hierro, por entre la cual se veía un patio repleto

de macetas con flores. Marco dio un tirón a la campanilla.

Apareció una señorita.

—Aquí vive la familia Mequinez, ¿no es verdad? —pre-

guntó con ansiedad el muchacho.

—Ci stava —le respondió la señorita, pronunciando el

italiano con acento español—. Ora cistiamo noi, Zeballos.

—Y ¿a dónde han ido los señores Mequinez? —preguntó

Marco, sumamente preocupado.

—Se fueron a Córdoba.

—¡Córdoba! —exclamó Marco—. ¿Y dónde está Córdo-

ba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi

madre; la criada era mi madre. ¿Se la llevaron consigo?

La señorita le miró y dijo:

—No lo sé. Tal vez lo sepa mi padre, que los vio cuando

se fueron. Espera un momento.

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Se fue y volvió al poco con su padre, un señor alto de

barba gris, que miró unos instantes al simpático chiquillo,

con aspecto de pequeño marinero genovés, el pelo rubio y

la nariz aguileña; en mal italiano le preguntó:

—¿Tu madre es genovesa?

Marco respondió afirmativamente.

—Pues mira, la criada genovesa se marchó con ellos.

Estoy seguro.

—¿A dónde?

—A Córdoba, que es una ciudad.

El chico dio un suspiro y luego dijo con resignación:

—Bueno, no tengo más remedio que ir a Córdoba.

—¡Pobre pibe! —exclamó el señor, mirándole con cierta

compasión—. ¡Pobre criatura! Córdoba dista de aquí cientos

de kilómetros.

Marco palideció como un muerto y, para no caerse, se

apoyó con una mano en la cancela.

—Veamos, veamos —dijo entonces el señor Ceballos,

movido a compasión y abriendo la puerta—. Entra un mo-

mento, y veremos si se puede hacer algo.

Se sentó, ofreció asiento a Marco, y dijo a éste que le

contara su historia. Le miró con atención y se quedó un

poco pensativo. Luego dijo con resolución:

—Tú no tienes plata, ¿no es así?

—Algo me queda todavía..., pero poca —respondióle el

muchacho.

El argentino estuvo pensativo otros cinco minutos. Des-

pués se sentó a la mesa, escribió una carta, la cerró y, en-

tregándosela al chico, le dijo:

—Oye italianito. Vas a ir con esta carta a la Boca, un

poblado donde la mitad por lo menos son genoveses y que

se encuentra a dos horas de camino. Todos sabrán decirte

por dónde has de ir. Una vez allí, buscas al señor al que va

dirigido el sobre, persona muy conocida; le entregas la car-

ta, y él te facilitará el medio de salir mañana mismo con di-

rección a Rosario. No dejará de recomendarte a alguien de

allá, que tal vez te proporcione la manera de proseguir has-

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ta Córdoba, donde hallarás a la familia Mequinez y a tu ma-

dre. Entretanto, toma esto —y le dio algunas monedas—.

Anda, y no te desanimes. En este país hay muchos com-

patriotas tuyos, que no te abandonarán. Ya lo verás. No te

desanimes por nada. ¡Adiós!

El muchacho le dio las gracias y, sin más, salió con su

bolsa al hombro, tomando con paso tranquilo el camino hacia

la Boca a través de la grande y ruidosa ciudad, lleno de tris-

teza y de asombro.

Todo lo que sucedió desde aquel momento hasta la no-

che del día siguiente se le quedó grabado en la memoria de

manera confusa e incierta como fantasmagoría de un ca-

lenturiento, por lo cansado, perturbado y deprimido que se

hallaba.

Al día siguiente, hacia el oscurecer, después de haber

dormido la noche anterior en un cuartucho de una casa de

la Boca, al lado de un almacén del puerto, y tras haber pasa-

do casi todo el día sentado en un montón de madera, como

adormilado, frente a millares de gabarras y de vaporcitos,

se hallaba en la popa de una barcaza a vela, cargada de

fruta, que salía para la ciudad de Rosario, conducida por

tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuya voz y

el querido dialecto que hablaban dio no poco alivio a su con-

tristado corazón.

Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, sien-

do de continua admiración para el pequeño viajero. Tres

días y cuatro noches sobre la superficie del maravilloso río

Paraná, respecto al cual, nuestro río Po no es más que un

arroyuelo y la longitud de nuestra península cuadruplicada

no alcanza la de su curso.

La barcaza marchaba lentamente en contra de la co-

rriente de aquella masa inconmensurable de agua. Pasaba

entre largas islas, en otro tiempo nidos de serpientes y gua-

ridas de tigres, cubiertas de sauces y otros diversos árbo-

les frondosos, que daban la impresión de bosques flotantes;

otras veces se deslizaba por vastas extensiones de agua

parecidas a grandes lagos tranquilos; después, nuevamen-

250

te entre islas, por intrincados canales de un archipiélago,

en medio de exuberantes vegetaciones. Reinaba un silencio

sepulcral. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias

y amplísimas, evocaban la imagen de un río desconocido

que la pobre embarcación a vela fuese la primera del mundo

en surcar. Cuanto más se avanzaba, tanto más le descora-

zonaba el inmenso río. Se le figuraba que su madre se ha-

llaba en sus fuentes y que la navegación iba a durar años

enteros.

Dos veces al día tomaba un poco de pan y carne salada

con los barqueros que, viéndole tan triste, nunca le dirigían

la palabra. Por la noche dormía sobre cubierta y se desper-

taba a intervalos, sobresaltado, admirando la claridad de la

luna que blanqueaba la inmensa superficie acuosa y las le-

janas orillas, oprimiéndosele entonces el corazón. «¡Córdo-

ba! ¡Córdoba!», repetía este nombre como el de una de las

misteriosas ciudades de las que había oído hablar en las le-

yendas. Pero luego pensaba: «Mi madre ha pasado por aquí,

ha visto estas islas y estas orillas», y entonces ya no le

parecían tan extraños y solitarios aquellos lugares en los

que se había detenido la mirada de su adorada madre.

Por la noche cantaba algún barquero, y su voz le recor-

daba las canciones de su mamá para dormirle cuando era

pequeñito. La última noche empezó a llorar al oír cantar. El

barquero interrumpió el canto y en seguida le dijo:

—¡No te aflijas, chiquito! ¡Qué diablos! ¡Un genovés no

debe llorar jamás por estar lejos de su casa! Los genoveses

dan la vuelta al mundo tan campantes como orgullosos.

Ante tales palabras, se turbó. Percibió la voz de la san-

gre genovesa y levantó la frente con altivez, dando un pu-

ñetazo sobre las tablas. «¡Está bien! —dijo entre sí—; aun-

que tenga que dar la vuelta al mundo, viajar años y años y

recorrer a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta

encontrar a mi madre. ¡Aunque llegue moribundo y caiga

muerto a sus pies, con tal de verla una sola vez! ¡Valor,

Marco!»

251

En este estado de ánimo llegó al despuntar de una ro-

sada y fría mañana frente a la ciudad de Rosario, situada

en la ribera del Paraná, sobre una pequeña altura, refleján-

dose en las aguas los mástiles y banderas de cien barcos

de todos los países.

Poco después de desembarcar, subió a la ciudad con su

bolsa en la mano en busca del señor argentino para el que

su protector de la Boca le había entregado una carta con

algunas palabras de recomendación.

Al entrar en Rosario, parecíale hallarse en una ciudad

conocida. Ante su vista se ofrecían de nuevo calles inter-

minables, tiradas a cordel, de casas bajas y blancas, cru-

zadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por

una maraña de hilos de la luz, telegráficos y telefónicos,

semejantes a enormes telarañas, y un gran tropel de gen-

te, de caballerías y de vehículos. La cabeza se le iba, y

creía hallarse de nuevo en Buenos Aires, teniendo que bus-

car otra vez al primo de su padre. Anduvo cerca de una

hora, dando vueltas y revueltas, pareciéndole que siempre

se encontraba en la misma calle. A fuerza de preguntas en-

contró la casa de su nuevo protector. Llamó y se asomó a

la puerta un hombre gordo rubio, áspero, con aire de admi-

nistrador, que le preguntó descortésmente, con pronuncia-

ción extranjera:

—¿Qué se te ofrece?

Marco dijo el nombre del patrón al que buscaba.

—El patrón —le contestó el administrador— se fue ayer

para Buenos Aires con toda la familia.

El muchacho se quedó paralizado.

Después balbuceó:

—Pero yo... no tengo aquí a nadie. ¡Estoy solo! —y le

presentó la carta.

El hombre la tomó, la leyó y dijo con visible malhumor:

—No sé qué hacer. Ya se la daré dentro de un mes, cuan-

do regrese.

—¡Pero yo estoy solo y necesito ayuda! —exclamó Marco

en tono suplicante.

252

—Y a mí, ¿qué me importa? Demasiados pordioseros de

tu tierra hay ya en Rosario. Vete a mendigar a Italia.

Y le dio con la puerta en las narices.

El chico se quedó petrificado.

Luego tomó con desaliento su bolsa y se marchó angus-

tiado, con la cabeza aturdida, asaltado por un cúmulo de

tristes pensamientos. ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigirse? De

Rosario a Córdoba había un día de viaje en ferrocarril, y lle-

vaba consigo muy poco dinero. Calculando lo que necesita-

ba gastar aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde podía

encontrar dinero para pagar el billete? Podía trabajar, pero

¿en qué? ¿Y a quién recurrir? ¿Pediría limosna? ¡Ah, eso no!

No quería que lo despachasen como a un perro sarnoso,

que lo insultaran y lo humillaran como poco antes. ¡Todo

menos eso! Con estos pensamientos, volviendo a ver ante

sí la larguísima calle que se perdía en el horizonte, sintió

que le faltaban otra vez fuerzas. Dejó la abultada bolsa en

la acera, se sentó sobre ella, de espaldas a la pared, y se

cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud descon-

solada. La gente tropezaba con él al pasar; los carruajes

llenaban de ruido la calle; algunos chicos se pararon a mi-

rarlo... Así permaneció un buen rato, hasta que le sacó de

su letargo una voz que le dijo medio en italiano y medio en

lombardo:

—¿Qué haces tú aquí, chiquillo?

Alzó la cara e inmediatamente se puso en pie, lanzando

una exclamación de asombro.

—¡¿Usted?!

Era el viejo campesino lombardo con el que había intima-

do durante el viaje. La sorpresa del viejo no fue menor. Pero

Marco no le dio tiempo para preguntarle y le contó en po-

cas palabras lo que le ocurría.

—Ahora estoy sin un real. Tengo que trabajar. Búsque-

me usted algún trabajo para poder reunir el dinero que ne-

cesito. Puedo hacer lo que sea: llevar bultos, barrer las

calles, hacer recados y hasta faenas del campo. Me con-

formo con poder comer pan negro. Lo que quiero es poder

253

salir pronto y encontrar a mi madre. ¡Hágame ese favor!

¡Búsqueme trabajo, por el amor de Dios, que ya no puedo

resistir más!

—¡Diantre, diantre! —dijo el lombardo mirando en torno

suyo y rascándose la barbilla—. ¡Y qué caso! Trabajar...

Eso se dice pronto. Pero vamos a ver; ¿es que costaría tan-

to reunir el dinero que necesitas para ir a Córdoba habiendo

aquí tantos compatriotas nuestros?

El chico le miraba, sostenido por un rayo de esperanza.

—Vente conmigo —le dijo el hombre.

—¿A dónde? —le preguntó Marco, volviendo a tomar su

bolsa.

—Ya lo verás.

El lombardo se puso en marcha y Marco le siguió. Andu-

vieron un buen trecho de calle juntos, sin hablar. El hombre

se detuvo ante la puerta de una cantina que tenía en el

dintel una estrella y debajo el rótulo: La estrella de Italia;

se asomó al interior y dijo al muchacho:

—Llegamos en buen momento.

Entraron en una amplia sala, donde había varias mesas

y bastantes hombres sentados, que bebían y hablaban fuer-

te. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y por la

manera de saludar a los seis parroquianos que estaban a

su alrededor se comprendía que había estado con ellos poco

antes. Estaban muy encarnados y hacían sonar los vasos,

voceando y riendo.

—¡Camaradas! —dijo sin más el lombardo, permanecien-

do de pie y presentando a Marco—. Aquí tenéis a este chi-

co, compatriota nuestro, que ha venido solo desde Génova

en busca de su madre. En Buenos Aires le dijeron que no

estaba allí, que se encontraba en Córdoba. Ha venido en

barco a Rosario y ha empleado en el viaje tres días y tres

noches. Trae una carta de recomendación escrita por un

italiano de la Boca; pero al entregarla le han recibido de

mala manera. No tiene ni un céntimo. Está aquí desespera-

do. Se trata de un chico muy animoso. Algo debemos hacer

por él, ¿no os parece? Sólo quiere el dinero necesario para

254

trasladarse en ferrocarril a Córdoba. ¿Vamos a dejarlo aquí

como perro abandonado?

—¡Por nada del mundo! ¡Eso no se dirá jamás de noso-

tros! —gritaron todos a la vez, dando puñetazos en la me-

sa—. ¡Un compatriota nuestro!

—¡Ven acá, pequeño! —¡Cuenta con nosotros, los emi-

grantes! —¡Qué chiquillo más guapo y espabilado! —¡Aflojad

el bolsillo, camaradas! ¡Qué valiente! ¡Ha venido solo! —¡Es

un chico de oro! —¡Toma un trago, compatriota! ¡No te

apures, que verás a tu madre!

El uno le tocaba la mejilla; otro le daba palmaditas en la

espalda; un tercero le cogía la voluminosa bolsa. De la mesa

inmediata acudieron otros emigrantes; la historia del mu-

chacho corrió por todo el establecimiento. De la habitación

contigua salieron tres parroquianos argentinos... En menos

de diez minutos recorrió el lombardo las distintas mesas,

presentaba el sombrero a manera de bandeja y recaudó

más dinero del necesario para el viaje.

—¿Has visto —dijo entonces, dirigiéndose al muchacho—

qué pronto se consigue esto en América?

—¡Bebe! —le gritó otro, ofreciéndole un vaso de vino—.

¡A la salud de tu madre!

—¡A la salud de mi...!

Pero no pudo acabar la frase, porque un sollozo de ale-

gría le cerró la garganta, y, dejando el vaso en la mesa, se

echó en brazos del viejo lombardo.

A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, tomó

el tren para Córdoba, sintiéndose animado y lleno de pen-

samientos halagüeños. Pero no hay alegría duradera ante

ciertos aspectos siniestros de la naturaleza. El cielo estaba

encapotado, gris, oscuro; el tren, semivacío, corría a tra-

vés de la inmensa planicie en la que no se advertían seña-

les de vida. Se encontraba solo en un vagón muy largo que

se parecía a los que transportan heridos. Miraba a derecha

e izquierda y sólo contemplaba una soledad sin fin, inte-

rrumpida a intervalos por pequeños y deformes árboles, de

ramas y troncos retorcidos, en actitudes jamás vistas, como

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de ira y de angustia; una vegetación oscura, extraña y tris-

te, que daba a la llanura la apariencia de un inmenso ce-

menterio.

Permanecía somnoliento por espacio de media hora y

volvía a asomarse a la ventanilla, para ver siempre el mismo

espectáculo.

Las estaciones por las que pasaba el tren estaban so-

litarias, como casas de ermitaños; y cuando el convoy se

detenía, no se percibía ninguna voz, pareciéndole que se

hallaba en un tren perdido, abandonado en medio de un

desierto. Cada estación creía que iba a ser la última, y que

entraba después en las misteriosas y espantosas tierras de

los indios salvajes. Una brisa helada le azotaba la cara. Al

embarcarlo en Génova, a finales de abril, su padre no había

tenido en cuenta que en América del Sur sería invierno, y le

dio ropa de verano. Al cabo de unas horas empezó a notar

frío, y con él, el cansancio por el ajetreo de los días prece-

dentes, llenos de emociones violentas y de agitadas noches

de insomnio.

Se durmió. Estuvo durmiendo mucho tiempo, y se des-

pertó aterido. Se sentía mal. Entonces le acometió el temor

de caer enfermo, morir en el viaje y ser arrojado allá, en

medio de la desolada llanura, donde su cadáver sería pasto

de los perros y aves de rapiña, como algunos cuerpos de

vacas que veía de vez en cuando cerca de la vía y de los

que apartaba la mirada con espanto. Con aquel malestar

inquieto, en medio del tétrico silencio de la naturaleza, se

excitaba su imaginación y volvía a pensar en lo peor. ¿Es-

taba seguro de encontrar a su madre en Córdoba? ¿Y si no

estuviera allí? ¿No era posible que se hubiese equivocado el

señor de la calle de Las Artes? ¿Y si hubiera fallecido? Con

estos pensamientos volvió a conciliar el sueño. Soñó que

llegaba a Córdoba de noche y que desde todas las puertas

y ventanas le decían: «¡No está! ¡No esta! ¡No está!» Se

despertó de sobresalto, aterrorizado, y vio en el fondo del

vagón a tres hombres, barbudos, tapados con mantas de

diversos colores, que le miraban, hablando entre sí, pasán-

256

dole por la imaginación que bien podía tratarse de asesinos

que quisiesen matarlo para robarle la ropa y el dinero. Al frío

y al malestar se unió el miedo; la fantasía, ya turbada, se

desenfrenó. Los tres hombres no cesaban de mirarlo, y uno

de ellos se movió hacia él; el muchacho perdió entonces la

razón y, yendo a su encuentro, con los brazos abiertos,

gritó;

—¡No tengo nada! ¡Soy un pobre niño! He venido de

Italia a buscar a mi madre y estoy solo. ¡No me haga nada!

Los viajeros comprendieron lo que le sucedía. Le tuvie-

ron lástima, lo acariciaron y lo tranquilizaron diciéndole pa-

labras que no entendía. Viendo que tiritaba de frío, lo tapa-

ron con una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse

para que durmiese. Se quedó, efectivamente, dormido al

anochecer. Cuando le despertaron estaban en Córdoba.

¡Con qué satisfacción respiró y con qué ímpetu salió del

vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde esta-

ba la casa del ingeniero señor Mequinez; y el interrogado le

dio el nombre de una iglesia, diciéndole que el tal ingeniero

vivía al lado de ella.

Marco se dirigió corriendo hacia allá.

Era de noche. Entró en la ciudad y le pareció que se ha-

llaba otra vez en Rosario por ver de nuevo las calles largas

257

y rectas, flanqueadas de casitas bajas, cortadas por otras

calles asimismo muy largas y rectas. Pero había poca gen-

te. A la claridad de los escasos faroles encontraba caras

raras, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso.

Alzando la vista, veía de vez en cuando iglesias de una ar-

quitectura rara, que se dibujaban inmensas y negras en el

firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; mas, des-

pués de haber atravesado el inmenso desierto, le parecía

alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto halló la iglesia y

la casa que buscaba; tiró de la campanilla con mano tem-

blorosa, y se puso la otra sobre el pecho para contener los

latidos del corazón, que se le quería subir a la garganta.

Le abrió una anciana, que llevaba una luz en la mano.

Marco no pudo hablar en seguida.

—¿A quién buscas, pibe? —le preguntó la mujer en cas-

tellano.

—Al ingeniero Mequinez —dijo el muchacho.

La anciana hizo ademán de cruzar los brazos sobre el

pecho y respondió moviendo la cabeza:

—¡También vienes tú preguntando por el ingeniero Mequi-

nez! Me parece que ya es hora de que esto termine. Hace

tres meses que no paran de molestarnos. No nos basta ha-

berlo dicho en los periódicos; tendremos que poner carteles

en las esquinas diciendo que el señor Mequinez se ha tras-

ladado a Tucumán.

El muchacho hizo un gesto de desesperación. Luego tuvo

un acceso de ira y exclamó:

—¡Es una maldición! Está visto que me moriré sin en-

contrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Qué desespera-

ción, Dios mío! ¿Quiere usted repetirme el nombre de ese

pueblo, dónde se encuentra y a qué distancia de aquí?

—¡Pobre criatura! —respondióle la anciana, compade-

ciéndose de él—. ¡Casi nada! Yo creo que estará por lo me-

nos a cuatrocientas leguas.

El muchacho se cubrió el rostro con las manos y luego

dijo sollozando:

—¿Y qué hago ahora?

258

—¿Qué quieres que te diga, pobrecito hijo? No lo sé.

—Pero en seguida se le ocurrió una idea y añadió—: Mira,

ahora que pienso, puedes hacer una cosa. Volviendo la es-

quina, a la derecha, en la tercera casa, encontrarás una

puerta que da a un patio, donde vive un comerciante que

sale mañana con sus carretas para Tucumán. Puedes ver si

quiere llevarte, ofreciéndole tus servicios. Tal vez te asigne

un puesto en alguna carreta. Ve en seguida.

Marco tomó su bolsa, dio las gracias de escapada y a

los dos minutos se hallaba en un amplio patio como los de

las posadas, iluminado por faroles de mano, donde varios

hombres estaban ocupados en cargar sacos de trigo en unos

grandes carros, parecidos a las casetas sobre ruedas que

llevan los titiriteros, con la cubierta de lona redondeada y

unas ruedas de gran diámetro. Dirigía la operación un hom-

bre alto, bigotudo, envuelto en una especie de capa con

cuadros blancos y negros, que calzaba anchos borceguíes.

Marco se le acercó, y le formuló tímidamente su pregunta,

diciéndole que había llegado de Italia e iba en busca de su

madre.

El capataz, o sea, el conductor de aquella caravana de

carros, le miró de arriba abajo y le dijo con sequedad:

—¡No hay sitio para ti!

—Llevo quince liras —le replicó el muchacho en tono

suplicante—. Se las daré todas. Trabajaré durante el cami-

no. Iré a buscar agua y pienso para las caballerías, haré

todo lo que usted me mande. Para comer me basta un poco

de pan. ¡Déjeme ir, señor!

El capataz volvió a mirarle y le contestó en tono amable:

—Mira, muchacho... La verdad es que no hay sitio libre.

Además, no vamos a Tucumán, sino a Santiago del Estero.

En cierto punto te tendríamos que dejar y aún tendrías que

recorrer a pie una gran distancia.

—¡Estoy dispuesto a todo! —exclamó Marco—. Andaré

lo que sea preciso, y llegaré de todas formas. Déjeme un

sitio; por caridad, no me abandone aquí.

—Ten en cuenta que es un viaje de veinte días.

259

—¡No importa!

—¡Y muy pesado!

—¡Todo lo aguantaré!

—¡Luego tendrás que ir tú solo!

—¡Nada me da miedo! El caso es encontrar a mi madre.

¡Tenga piedad de mí!

El capataz le acercó a la cara el farol que llevaba en la

mano, y luego dijo:

—Está bien.

Marco, agradecido, le besó la mano.

—Esta noche dormirás en un carro —añadió el capa-

taz—; te despertaré mañana a las cuatro de la madrugada.

Buenas noches.

Al día siguiente, a las cuatro, a la luz de las estrellas, se

puso en movimiento la larga fila de carros, produciendo no

pequeño estrépito. Cada carro iba tirado por seis bueyes,

seguidos todos por muchos animales de refresco. El mucha-

cho, despierto y colocado en el interior de una carreta, so-

bre los sacos, no tardó en quedarse dormido profundamen-

te. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un

lugar solitario, al sol, y todos los hombres, los peones, se

hallaban sentados, formando círculo, en torno de un cuarto

de ternera que se asaba al aire libre, clavado en una espe-

cie de espadón plantado en el suelo, junto a la hoguera

avivada por el viento.

Comieron todos juntos, echaron la siesta y luego se

puso en marcha el convoy. Así continuó el viaje con la re-

gularidad de una marcha militar. Cada mañana se ponían en

camino a las cinco y paraban a las nueve, para proseguir a

las cinco de la tarde y hacerse alto a las diez de la noche.

Los peones iban a caballo y estimulaban a los bueyes

con largas picas. Marco encendía el fuego para el asado,

daba de comer a los animales, limpiaba los faroles y aca-

rreaba el agua necesaria.

El paisaje se sucedía ante sus ojos como una visión fan-

tástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; po-

blados de pocas casas esparcidas con las fachadas rojas y

260

almenadas; muy amplios espacios, tal vez lechos de anti-

guos lagos salados, blanqueados por efecto de la sal, se

extendían hasta donde alcanzaba la vista; y por todas par-

tes, la sempiterna llanura solitaria y silenciosa. Raras veces

encontraba a dos o tres viajeros a caballo, seguidos de

caballos sueltos, que pasaban a galope, como una exhala-

ción.

Los días se sucedían con desesperada uniformidad, como

en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo era muy

bueno. Lo malo era que, como el muchacho se había hecho

el sirviente de los peones, éstos se mostraban cada vez

más exigentes. Algunos lo trataban brutalmente y hasta le

amenazaban; todos se mostraban desconsiderados al re-

querir sus servicios: le hacían llevar grandes haces de forra-

je; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, exte-

nuado por la fatiga, ni siquiera podía dormir tranquilamente

en las noches, despertándose a cada instante por las sacu-

didas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y

las piezas de madera. Por añadidura, al moverse el viento,

se levantaban grandes polvaredas de tierra fina, rojiza y

grasienta que le penetraba por debajo de la ropa, le llenaba

los ojos y la boca y no le dejaba ver ni respirar. Era real-

mente algo que le oprimía y resultaba insoportable.

Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, re-

prendido y maltratado de la mañana a la noche, el pobre

chico se deprimía cada vez más, y se habría descorazonado

por completo, de no haberle dirigido el capataz de vez en

cuando alguna palabra cariñosa. Con frecuencia, sentado

en un rincón de la carreta, lloraba, sin que le vieran, abra-

zado y poniendo la cara sobre la bolsa, que sólo contenía

ya harapos. Cada mañana se levantaba más decaído y des-

animado al ver siempre la ilimitada e implacable llanura como

un océano de tierra, y decía entre sí: «Hoy no llego a la

noche. ¡Me muero en el camino!»

Aumentaban las fatigas y se redoblaban los malos tra-

tos. Una mañana, por haber tardado en llevar agua, uno de

los hombres le pegó en ausencia del capataz. A partir de

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entonces empezaron a hacerlo por costumbre y, cuando le

mandaban algo, le propinaban un pescozón sin venir a cuen-

to, diciéndole:

—¡Toma, haragán. Lleva esto a tu madre!

El corazón se le partía y cayó enfermo. Permaneció tres

días en la carreta, tapado con una manta, calenturiento, sin

ver a nadie más que al capataz, que le llevaba de beber y

le tomaba el pulso. Marco se creyó perdido e invocaba des-

esperadamente a su madre, llamándola cien veces por su

nombre: «¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Ayúdame! ¡Ven, que me

muero! ¡Ay, pobrecita madre mía! ¡Ya no te volveré a ver!

¡Me encontrarás muerto en este desierto!» Juntaba las ma-

nos sobre el pecho y rezaba las oraciones que ella le había

enseñado.

Más adelante mejoró, gracias a los cuidados del capa-

taz, y se puso bien. Pero con la curación llegó el día más

doloroso del viaje, cuando iba a quedarse solo.

Hacía más de dos semanas que habían salido de Córdo-

ba, y, al llegar al punto en el que se separaban el camino

de Tucumán y el de Santiago del Estero, el capataz le dijo

que a partir de allí tendría que proseguir el viaje él solo,

como ya se lo había anunciado. Le dio algunas instruccio-

nes acerca del camino, le entregó la bolsa de la ropa y sin

añadir más, por temor a conmoverse, lo saludó. Marco ape-

nas tuvo tiempo de besarle la mano en señal de agrade-

cimiento. También parecieron sentir alguna compasión los

hombres que tan mal lo habían tratado, al verlo tan solito,

y le saludaron con la mano cuando se alejaron. Él les de-

volvió el saludo de igual modo y se quedó mirando la ca-

ravana hasta que la perdió de vista, envuelta en el polvo

rojizo del camino y de la llanura. Después se puso a caminar

tristemente.

Una cosa le consoló algo, sin embargo, desde un princi-

pio. Al cabo de tantos días de viaje a través de la ilimitada

planicie, siempre igual, veía delante de sí una cadena de

montañas muy elevadas, azuladas y con las cimas neva-

das, que le recordaban los Alpes y le producían la sensación

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de aproximarse a su tierra. Eran los Andes, la espina dorsal

del continente americano, la inmensa cadena que se extien-

de desde la Tierra del Fuego, bordeando la parte occidental

de América del Sur, hasta el istmo de Panamá, con una lon-

gitud de 7500 km, prolongándose luego con diversos nom-

bres por Centroamérica y América del Norte hasta Alaska,

en el Océano Glacial Ártico. También le animaba notar que

el aire se iba haciendo cada vez más caliente. Y es que,

avanzando hacia el Norte, se acercaba a las regiones tro-

picales. A grandes distancias encontraba pequeños pobla-

dos en los que no faltaba una tienda, donde compraba algo

para comer. Por el camino se cruzaba con hombres a caba-

llo; de vez en cuando veía mujeres y niños sentados en el

suelo, inmóviles y serios, con caras completamente nuevas

para él, de color tierra, con los ojos oblicuos y los pómulos

salientes, que le miraban fijamente y le seguían con la vis-

ta, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran

indios.

El primer día anduvo mientras se lo permitieron sus fuer-

zas y durmió debajo de un árbol. El segundo día recorrió

menos distancia y con mayor depresión de ánimo. Tenía las

botas rotas, los pies despellejados, y el estómago debilita-

do por la mala alimentación. Hacia el anochecer empezó a

tener miedo. Había oído decir por su tierra que en aquellas

regiones había serpientes. Creía oírlas arrastrarse; se dete-

nía, echaba a correr y sentía escalofríos en los huesos. A

veces sentía mucha lástima de sí mismo y lloraba silencio-

samente conforme iba andando. Luego pensaba: «¡Cuánto

sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo!», y este

pensamiento lo reanimaba. Después, para dominar el miedo,

pensaba en muchas cosas de ella, traía a su memoria lo que

había dicho al salir de Génova, y el modo con que le arre-

glaba la ropa de la cama cuando estaba acostado; y cuan-

do era niño, que a veces lo tomaba en sus brazos, diciéndo-

le: «Estáte aquí un poco conmigo», y él permanecía mucho

tiempo con la cabeza apoyada en la suya, pensando. Y se

decía entre sí: «¿Llegaré a verte, querida madre, al final de

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este viaje?» Marchaba sin interrupción en medio de árboles

desconocidos, de extensas plantaciones de caña de azúcar

y praderas sin fin, siempre con aquellas grandes montañas

azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus

altísimos picos y sus líneas sinuosas.

Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le

iban disminuyendo rápidamente y los pies le sangraban. Al

fin una tarde, al ponerse el sol le dijeron:

—Tucumán se halla a cinco leguas de aquí.

El lanzó un grito de alegría y apresuró el paso, como si

en un instante hubiese recobrado todo el vigor perdido.

Pero fue una corta ilusión. Las fuerzas le abandonaron de

pronto y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Sin em-

bargo el corazón le saltaba de gozo. El cielo cuajado de es-

trellas muy brillantes, entre las que sobresalían las de la

Cruz del Sur, nunca le había parecido tan hermoso. Las con-

templaba tendido sobre la hierba, con deseos de dormir, y

pensaba que tal vez le estuviese esperando su madre en

aquellos momentos. Y se decía: «¿Dónde estás, madre mía?

¿Qué haces ahora? ¿Piensas en tu Marco, que está cerca

de ti?»

¡Pobre Marco! Si hubiese podido ver el estado en que

entonces se hallaba su madre, habría hecho un esfuerzo

sobrehumano para andar todavía y llegar a su lado sin pér-

dida de tiempo. Estaba enferma, echada en la cama, en

una habitación de la planta baja de un hotelito, donde vivía

la familia Mequinez, que le había tomado gran cariño y le

prestaba solícitos cuidados. La pobre mujer ya no se en-

contraba bien cuando el ingeniero tuvo que salir precipitado

de Buenos Aires y no se había restablecido del todo a pesar

del buen clima de Córdoba. Después, al no haber recibido

contestación a sus cartas ni del marido ni del primo, el pre-

sentimiento cada vez más torturante de alguna desgracia,

la continua ansiedad en que había vivido, dudando entre

marchar y quedarse, esperando todos los días una noticia

fatal, le había hecho empeorar de modo extraordinario. Últi-

mamente se le había manifestado una enfermedad muy gra-

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