Edmundo de Amicis




FEBRERO


Medalla bien concedida

Sábado, 4

E STA mañana vino a repartir los premios el Inspector,

un señor de barba blanca y vestido de negro. Entró con

el Director poco antes de terminar las clases y tomó asien-

to al lado del maestro. Hizo algunas preguntas y luego

entregó la primera medalla a Derossi. Antes de dar la

segunda, estuvo oyendo al Director y al maestro, que le

hablaban en voz baja. Todos nos preguntábamos para

quién sería la segunda.

El Inspector dijo en voz alta:

—Esta vez se ha hecho merecedor de la segunda me-

dalla el alumno Pedro Precossi por lo que ha trabajado

en su casa, por las lecciones, la caligrafía, el comporta-

miento y todo en general.

Todos miramos a Precossi, pudiéndose apreciar que

aprobábamos tal distinción en la expresión de nuestros

rostros. Precossi se levantó, pero estaba tan confuso que

no sabía a dónde ir. El Inspector lo llamó y él salió del

banco, yendo a situarse al lado del maestro.

El Inspector se fijó en la cara color de cera, en el des-

medrado cuerpo enfundado en ropa no hecha a su medi-

da de nuestro ejemplar compañero, así como en sus bon-

dadosos y tristones ojos que rehuían enfrentarse con los

suyos, dejando adivinar una historia de grandes sufri-

mientos. Al prenderle después la medalla en el pecho, le

dijo con voz llena de cariño:

—Precossi, te concedo la medalla. Nadie más digno

que tú para llevarla, no sólo por tu clara inteligencia y

la buena voluntad de que has dado pruebas, sino tam-

bién por tu corazón, por tu valor, por ser un hijo mag-

nífico. ¿No es verdad —añadió, dirigiéndose a nosotros—

que también la merece por eso?

—Sí, sí —respondimos a coro.

Precossi movió su garganta como para tragar algo, y

giró la mirada por los bancos para expresarnos su grati-

tud.

—Puedes retirarte, querido muchacho —le dijo el Ins-

pector—, y que Dios te proteja.

Era la hora de salir, y los de mi clase fuimos los pri-

meros. Apenas salimos, ¡quién lo dijera!, vimos en el gran

zaguán, precisamente junto a la puerta, al padre de Pre-

cossi, el herrero, pálido como de costumbre, con su tor-

va mirada, con el pelo hasta los ojos, la gorra ladeada y

tambaleándose.

El maestro lo reconoció en seguida y dijo unas pala-

bras al oído del Inspector, quien se fue presuroso en bus-

ca de Precossi, le tomó de la mano y lo llevó a su padre.

El chico temblaba. También se acercaron el maestro y el

Director, y muchos niños les hicieron corro.

—Usted es el padre de éste chico, ¿no es verdad?

—preguntó el Inspector al herrero con aire jovial, como

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si hubiesen sido amigos. Sin esperar la respuesta, aña-

dió:

—Le felicito. Mire, ha ganado la segunda medalla a

cincuenta y cuatro de sus compañeros; se la ha merecido

por la Redacción, la Aritmética y por todo. Es un mucha-

cho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que,

sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; le aseguro que

puede usted estar orgulloso de él.

El herrero, que había permanecido escuchando con

la boca abierta, miró fijamente al Inspector y al Direc-

tor, y luego a su hijo, que estaba delante de él con la vis-

ta baja, sin parar de temblar; y como si recordase o com-

prendiese entonces por primera vez lo que había hecho

padecer a su hijo, así como la bondad y la heroica perse-

verancia con que le había aguantado, se le advirtió de

pronto en su cara cierta estupefacta admiración, luego

una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y tris-

te; agarró con rápido gesto al muchacho por la cabeza y

lo estrechó fuertemente contra su pecho. Todos noso-

tros pasamos por delante de él. Yo le invité a que vinie-

se a casa el jueves con Garrone y Crossi; otros le salu-

daron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limi-

taban a tocar la medalla; todos le decían algo. El padre

nos miraba con cara de asombro, apretando contra su pe-

cho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.

Buenas intenciones

Domingo, 5

La medalla dada a Precossi ha despertado en mí cier-

to remordimiento. ¡Yo todavía no he ganado ninguna! De

un tiempo a esta parte no estudio lo suficiente y estoy

descontento de mí, de igual modo que también lo están

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el maestro, mi padre y mi madre. Ni siquiera me divier-

to con la misma satisfacción que antes, cuando trabajaba

de buena gana. Recuerdo que de la mesa corría a mis jue-

gos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un mes

entero. Ahora no me siento con los míos a la mesa con el

mismo gusto de tiempos atrás. Parece que me persigue

una sombra y que una voz interior me dice: «Esto no mar-

cha, no va de ninguna manera.»

Cuando a primeras horas de la noche veo pasar por

la plaza a tantos jóvenes y mayores, que regresan del tra-

bajo, visiblemente cansados, pero alegres y satisfechos,

que apresuran el paso para llegar pronto a su casa, la-

varse y ponerse a comer, hablando fuerte, riendo y gol-

peándose las espaldas con las manos ennegrecidas por

el carbón o blanqueadas por el yeso y la cal, y pienso que

han estado trabajando de sol a sol en los tejados, delan-

te de los hornos, entre máquinas o dentro del agua, o bajo

la tierra, sin comer, quizá, más que un pedazo de pan,

me siento avergonzado, ya que en todo ese tiempo no me

ha faltado nada y me he limitado a emborronar de mala

gana cuatro paginuchas.

Sí. Estoy descontento, me encuentro insatisfecho.

Yo veo que mi padre está de mal humor y quisiera de-

círmelo, pero aguanta con pena y espera todavía. Queri-

do padre, ¡tú que tanto trabajas!

Tuyo es cuanto veo y toco en casa. Todo lo que me abri-

ga y alimenta, lo que me instruye y me divierte, fruto es

de tu trabajo, y yo, en cambio, no me esfuerzo; todo te ha

costado preocupaciones, privaciones, sinsabores, fatigas,

y yo no te correspondo cumpliendo debidamente mi obli-

gación. Ah, esto es demasiado injusto y me roba la paz.

Desde hoy quiero empezar una nueva vida, estudiar,

como Stardi, con los puños y los dientes apretados, tra-

bajar en los quehaceres de la escuela con toda la fuerza

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de mi voluntad y de mi corazón; quiero vencer el sueño

por la noche, tirarme temprano de la cama, avivar mi

inteligencia sin cesar, dominar plenamente mi pereza,

fatigarme y hasta sufrir, para no arrastrar ya más esta

vida de debilidad y de desgana, que me envilece y llena

de tristeza a mis padres.

¡Ánimo y a trabajar! ¡A trabajar con toda el alma y las

fuerzas de que soy capaz! El trabajo me dará tranquilo

reposo, juegos alegres y comidas satisfactorias; me trae-

rá de nuevo la complaciente sonrisa de mi maestro y el

cariño de mis padres.

El tren de mentiras

Viernes, 10

Ayer vinieron a casa Precossi y Garrone. Yo creo que

no se les habría recibido con mayor alborozo y atencio-

nes si hubiesen sido hijos de príncipes. Garrone era la

primera vez que venía, porque es bastante huraño y se

avergüenza un tanto de ser compañero nuestro de clase

siendo tan grandón. Todos los de casa acudimos a abrir-

les la puerta en cuanto llamaron. Crossi no vino, porque

al fin ha llegado su padre de América, después de seis

años de ausencia. Mi madre besó inmediatamente a Pre-

cossi, y mi padre le presentó a Garrone, diciéndole:

—Aquí tienes a este compañero de tu hijo, que no es

solamente un buen muchacho, sino todo un gentilhom-

bre.

Garrone bajó su rapada cabeza, sonriéndose a escon-

didas conmigo. Precossi llevaba su medalla, y estaba con-

tento porque su padre ha reanudado el trabajo y hace cin-

co días que no prueba la bebida, quiere que esté con él

en la herrería, y parece otro.

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Yo saqué todos mis juguetes y empezamos a entrete-

nernos. Precossi quedó encantado ante el trenecito que

anda cuando se le da cuerda; nunca lo había visto, y devo-

raba con la vista la maquinita y los vagoncitos rojos y ama-

rillos. Le entregué la llave para que se divirtiera a sus an-

chas; se arrodilló y ya no volvió a levantar la cabeza.

Nunca le había visto tan contento. A cada instante

nos decía:

—Perdonad, perdonad.

Y nos apartaba las manos si intentábamos detener la

máquina; luego cogía y ponía los vagoncitos con mucho

cuidado, como si fueran de frágil vidrio. Temía estro-

pearlos hasta con el aliento, y los limpiaba mirándolos

por arriba y por abajo, sin dejar de sonreír con satisfac-

ción.

Todos nosotros estábamos de pie, sin cesar de mirar

con la mayor complacencia aquel cuello tan delgadito,

las torturadas orejas que yo había visto sangrar cierto

día, aquel chaquetón con las bocamangas vueltas, por don-

de salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces

se habían levantado para defender la cara de los golpes.

¡Oh! En aquel momento le habría regalado todos mis

juguetes y todos mis libros, me habría quitado de la boca

el último pedazo de pan para dárselo, me habría despoja-

do de mi ropa para vestirlo y me habría arrodillado para

besarle las manos. «Por lo menos he de entregarle el tre-

necillo», pensé entre mí; pero tendría que pedir la debi-

da autorización a mi padre. Entonces noté que me ponían

un papelito en una mano; lo había escrito mi padre con

lápiz y en él decía: «A Precossi le gusta tu tren. Él no tie-

ne juguetes. ¿No te dice nada el corazón?» Al instante cogí

con ambas manos la máquina y los vagoncillos, y se lo

puse todo en sus brazos, diciéndole:

—Tómalo, es tuyo.

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Él se quedó mirándome sin comprender.

—Es tuyo —le repetí—; te lo regalo.

Precossi miró a mi padre y a mi madre, la mar de atur-

dido, y les preguntó:

—Pero, ¿por qué?

Mi padre le respondió:

—Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque

te aprecia... y para celebrar que te hayan concedido la

medalla.

El chico preguntó con timidez:

—¿Podré llevármelo... a mi casa?

—¡Pues claro! —le dijimos todos.

Ya estaba en la puerta y aún no se atrevía a marchar-

se. ¡Se sentía muy feliz! Pedía disculpa y su boca tembla-

ba y reía al mismo tiempo. Garrone le ayudó a envolver

el trenecillo en el pañuelo, y al inclinarse, se notó el ruido

que producían los trozos de pan al chocar entre sí en su

bolsillo.

—Un día —me dijo Precossi— tienes que ir a la he-

rrería para ver cómo trabaja mi padre. Te daré unos cla-

vos.

Mi madre puso un ramillete en el ojal de la chaqueta

de Garrone para que se lo entregase a su madre.

—Gracias —le contestó, sin levantar la barbilla del

pecho, pero brillándole en los ojos su alma noble y llena

de bondad.

Soberbia

Sábado, 11

¡Y pensar que Carlos Nobis se limpia con afectación

la manga cuando le toca Precossi al pasar! Es la soberbia

personificada, y todo porque su padre es un ricachón.

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¡También es rico el padre de Derossi! Carlos desearía

tener un banco para él solo; teme que todos lo ensucien,

mira a los compañeros por encima del hombro y siem-

pre tiene a flor de labios una sonrisa de desdén. ¡Ay si se

le pisa un pie cuando salimos en fila de dos! Por nada lan-

za al rostro una palabra injuriosa o amenaza con hacer

venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le

regañó cuando trató de andrajoso al hijo del carbonero!

Nunca he visto semejante altanería. Nadie le habla ni se

despide de él a la salida, ni hay quien le apunte lo más

mínimo cuando no se sabe la lección. Él no se interesa

por nadie, y finge despreciar a todos, en especial a Deros-

si, por ser el primero, y luego a Garrone porque todos le

quieren. Pero Derossi ni siquiera repara en él, y en cuan-

to a Garrone, cuando le dijeron que Nobis hablaba mal

de él, contestó:

—Me importa un higo ese orgulloso tonto. A decir

verdad ni merece que le toque, ni siquiera con mis pu-

ños.

El mismo Coretti, un día que se burlaba de su gorra

de piel de gato, llegó a decirle:

—Vete con Derossi para aprender a tener educación.

Ayer fue a quejarse al maestro porque el calabrés le

había tocado una pierna con el pie. El maestro preguntó

al calabrés si lo había hecho adrede, y al responderle con

toda franqueza que no, dijo al querelloso:

—Eres demasiado quisquilloso, Nobis.

Éste, con su acostumbrado aire de mimado, contestó:

—Se lo diré a mi padre.

El maestro se encolerizó entonces y repuso:

—Tu padre no te hará caso, como ha ocurrido otras

veces. Además, en la escuela es el maestro quien única-

mente juzga y sanciona —luego añadió con dulzura—.

Vamos, Nobis, cambia de modales, sé bueno y cortés con

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tus compañeros. Aquí hay hijos de trabajadores y de se-

ñores, de ricos y de pobres; todos se aprecian y se tra-

tan como hermanos... ¿Por qué no haces tú lo mismo que

los demás? ¡Qué poco te costaría hacerte querer por to-

dos y encontrarte más contento en este ambiente...! ¿Qué?

¿No tienes nada que contestar?

Nobis, que había escuchado las reflexiones del pro-

fesor con su acostumbrada sonrisa despectiva, le respon-

dió fríamente:

—No, señor.

—Siéntate —le dijo el maestro—; te compadezco. Eres

un chico sin corazón.

Todo parecía haber terminado; pero el albañilito, que

está en el primer banco, volviendo su cara redonda ha-

cia Nobis, que se sienta en el último, le hizo la acostum-

brada mueca, poniéndole hocico de liebre, con tanta exac-

titud y gracia, que en toda la clase estalló una sonora ri-

sotada. El maestro le regañó, pero tuvo que taparse la

boca para ocultar su risa. Nobis también se rió, si bien

su risa no pasaba de los dientes.

Heridos en el trabajo

Lunes, 13

Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro

se conmovieron esta mañana ante lo que pasó delante

de nuestras narices.

Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mi-

rando a unos pilluelos de la sección segunda que se arro-

dillaban para restregar el hielo con las carpetas y las

gorras y poder resbalar mejor, cuando vemos venir por

medio de la calle una multitud de gente con paso pre-

cipitado, serios, espantados, hablando en voz baja. En me-

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dio venían tres guardias municipales, y detrás de éstos

dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes

acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzaba ha-

cia nosotros. Sobre la camilla venía tendido un hombre,

blanco como un muerto, con la cabeza caída sobre un hom-

bro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también

le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla

venía una mujer con un niño en brazos; parecía loca; a

cada paso gritaba:

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Seguía a la muchedumbre un muchacho con su carte-

ra bajo el brazo y sollozando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre.

Alguien contestó que era un pobre albañil que se ha-

bía caído de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los

que llevaban la camilla se detuvieron un instante. Mu-

chos volvieron la cabeza horrorizados. Vi que la maestrita

de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase superior,

casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban

en el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso

de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; tam-

bién yo pensé en él. Por mi parte, tengo al menos el áni-

mo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque sé que

mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo

peligro; pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que

sus padres trabajan sobre un alto puente o cerca de las

ruedas de una máquina y que sólo un gesto o un paso en

falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hi-

jos de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El

albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y,

al advertirlo mi padre, le dijo:

—Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre,

a quien encontrarás sano y tranquilo; anda.

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El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia

atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se

puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el co-

razón gritando:

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

—No, no está muerto —le decían todos.

Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo

en esto una voz indignada que dice:

—¡Te ríes!

Era un hombre con barba que miraba cara a cara a

Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces,

de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo:

—¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del tra-

bajo!

Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la ca-

lle un largo reguero de sangre.

El prisionero

Viernes, 17

He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año.

En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alre-

dedores de Moncalieri para ver una casa que quería to-

mar en renta durante el próximo verano, porque este año

no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el maes-

tro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administra-

ción de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y lue-

go nos acompañó a su despacho, donde nos obsequió con

unas copas.

Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera,

de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que

mi padre lo miraba, le dijo el maestro:

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—Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted su-

piese su historia...! —Y nos la refirió:

—Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui

a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Ex-

plicaba las lecciones en la capilla del establecimiento pe-

nitenciario, una estancia redonda, de paredes altas y des-

nudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por

dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba

al interior de una reducida celda. Explicaba las leccio-

nes paseando por la fría y oscura capilla, estando los es-

colares asomados por sus correspondientes agujeros, con

sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les vie-

ra más que los rostros entre sombras, unas caras escuá-

lidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con

ojos fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el nú-

mero 78, había uno que prestaba mayor atención, estu-

diaba mucho y me miraba con muestras de respeto y has-

ta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgra-

ciado que malvado, un ebanista que, en un momento de

arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que des-

de algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole

mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a

varios años de reclusión. En tres meses aprendió a leer

y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tan-

to más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su

delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para

que me acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza

que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a

Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de

darme el adiós de despedida me suplicó con acento su-

miso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la

alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapare-

ció. Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubier-

ta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasa-

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ron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel des-

venturado, cuando ayer por la mañana veo que se pre-

senta en mi casa un desconocido, con gran barba negra,

un poco entrecana y pobremente vestido.

—¿Es usted —me dijo— el maestro que daba clase

en la cárcel de Turín?

—El mismo. Pero, ¿quién es usted? —le pregunté.

—Yo soy —me dijo—el preso del número 78. Usted

me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se

recuerda, en la última lección me dio usted su mano; aho-

ra, que he cumplido la condena, vengo a verle... y le rue-

go que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una ba-

ratija que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como

recuerdo mío, señor maestro?

Me quedé sin saber qué decir. Él creyó que no que-

ría aceptar el regalo, y me miró como queriendo decir-

me: «¡Seis años de padecimientos no han bastado, pues,

para purificar mis manos!» Fue tal y tan vivo el dolor de

su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo

que me traía. Y aquí lo tiene.

Examinamos atentamente el tintero; parecía haber

sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza de gran-

dísima paciencia. Tenía tallada una pluma atravesando

un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor: A mi maes-

tro. — Recuerdo del número 78. — ¡Seis años! Y por de-

bajo, en pequeños caracteres: Estudio y esperanza... El

maestro no dijo nada más y nos marchamos.

En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no

podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ven-

tanita, el adiós de despedida, el tintero labrado en la cár-

cel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y

esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante... ¡Cuán

lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en

la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi

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nuevo banco, junto a Derossi, después de copiar el pro-

blema de Matemáticas para el examen mensual, conté a

mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refi-

riéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el

cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: ¡Seis

años! Derossi se sobresaltó ante semejantes palabras y

empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de

la verdulera, que estaba en el banco de delante, dándo-

nos la espalda, enteramente absorto en el problema.

—¡Cállate! —me dijo en voz baja, cogiéndome un bra-

zo—. Crossi me dijo anteayer que había visto por casua-

lidad un tintero de madera en las manos de su padre,

recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a ma-

no, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que

me has hablado! ¡Seis años! Él decía que su padre esta-

ba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cár-

cel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el deli-

to; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y

él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola pa-

labra de esto! Yo me quedé sin habla, mirando fijamente

a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a Crossi

por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le

quitó de las manos El enfermero del Tata, cuento men-

sual que el maestro le había dado a copiar, para escribir-

lo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos

en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor

que no diría nada a nadie y, cuando salimos de clase, me

dijo apresuradamente:

—Ayer vino su padre por él; seguramente habrá ve-

nido ahora a esperarlo; tú haz lo que haga yo.

Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba

el padre de Crossi en lugar algo separado. Era un hom-

bre de barba negra, con algunas canas, mal vestido, de

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semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano

de Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta:

—Hasta mañana, Crossi —y le pasó la mano por de-

bajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Derossi, al

hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo tam-

bién. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos

de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expre-

sión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón.

Cuento mensual

EL ENFERMERO DEL TATA

En la mañana de un día lluvioso de marzo, un chico ves-

tido de aldeano, calado hasta los huesos y lleno de barro,

se presentó en la portería del Hospital de los Peregrinos de

Nápoles, con un fajo de ropa bajo el brazo, para preguntar

por su padre. Llevaba una carta en la mano. Tenía una agra-

ciada cara ovalada de color moreno pálido, ojos pensativos

y gruesos labios entreabiertos, que permitían ver sus blan-

quísimos dientes. Procedía de un pueblecito de las cerca-

nías de la ciudad. Su padre había salido de casa hacía un

año para ir a Francia en busca de trabajo, y había vuelto a

Italia, desembarcando unos días antes en Nápoles, donde

había enfermado tan repentinamente, que apenas le dio tiem-

po para escribir unas líneas a la familia anunciándole su re-

greso y su entrada en el hospital. Angustiada por tal noti-

cia y no pudiendo moverse de casa por tener una niña en-

ferma y una criatura en pañales, la mujer había mandado a

Nápoles al hijo mayor para cuidar de su padre, de su tata,

que es el nombre cariñoso que dan por allí los niños a los

padres. El muchacho tuvo que recorrer diez leguas de ca-

mino.

El portero, después de dar una ojeada a la carta, llamó

a un enfermero y le dijo que llevase al muchacho donde es-

taba su padre.

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