Amicis

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Diciembre

El negociante

Jueves, 1

Mi padre quiere que cada día de fiesta o sin clase traiga a casa a uno de mis compañeros o que vaya yo a buscarlo, para ir haciéndome más amigo de todos. El próximo domingo iré de paseo con Votini, el muchacho bien vestido, que siempre se está atusando y que tanto envidia a Derossi.

Esta tarde ha venido a casa Garoffi, el chico alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos pequeños y picaruelos, que parecen buscar por todas partes. Es hijo de un droguero. Un tipo muy original. Siempre está contando el dinero que lleva en el bolsillo: cuenta muy de prisa con los dedos y hace cualquier multiplicación sin recurrir a la tabla. Hace economías, y tiene ya una libreta de la Caja de Ahorros escolar. Yo creo que no se gasta nada y, si se le cae algo o una monedita bajo el banco, es capaz de estar buscando una semana entera. Derossi dice que hace como las urracas. Todo lo que encuentra, plumas gastadas, sellos usados, alfileres, trocitos de velas, lo recoge cuidadosamente. Hace más de dos años que colecciona sellos de correos, y ya tiene centenares de diferentes países en su gran álbum, que después venderá al librero cuando esté completo. Entretanto el librero le da los cuadernos gratis porque le lleva muchos chicos a la tienda.

En la escuela no para de comerciar; todos los días vende cosas, hace rifas y subastas; después se arrepiente y quiere de nuevo sus mercancías; lo que compra por dos lo da por cuatro; juega a las aleluyas y nunca pierde; revende periódicos atrasados al pirotécnico y al estanquero, y tiene una libreta, llena de sumas y restas, donde anota todas las operaciones que realiza. Sólo le interesa la Aritmética, y si ambiciona premios es para entrar sin pagar en el teatro de marionetas.

A mí me gusta y me divierte. Hemos jugado a vender con pesos y medidas; sabe el precio exacto de las cosas, conoce las pesas, y lía las cosas en papel de estraza con la habilidad y presteza del mejor tendero. Dice que se establecerá en cuanto salga de la escuela, y se dedicará a un negocio nuevo que ha ideado.

Se ha puesto muy contento porque le he dado algunos sellos extranjeros, habiéndome dicho al instante el precio a que se venden para las colecciones. Mi padre, haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se distraía oyéndole. Siempre lleva los bolsillos llenos de pequeñas mercancías, que cubre con un largo delantal oscuro, y parece en todo instante preocupado y pensativo, como los comerciantes ya mayores. Pero lo que más estima es su colección de sellos de correos: es su tesoro y habla de él como si fuese a sacar una verdadera fortuna. Los compañeros dicen que es un avaro y un usurero. Yo no sé qué pensar de él. Le quiero, me enseña muchas cosas y me parece un hombrecito.

Coretti, el hijo del revendedor de leña, dice que Garoffi no daría los sellos que posee ni para salvar la vida de su madre. Mi padre no lo cree así.

-Espera aún para juzgarlo -me ha dicho-; siente pasión por las ganancias, pero tiene buen corazón.

Vanidad

Lunes, 5

Ayer fui a pasear por la ronda de Rívoli con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa, vimos a Stardi, el que no permite que le distraigan en clase, parado, muy tieso, delante del escaparate de una librería con los ojos fijos en un mapa. Sabe Dios desde cuándo estaría allí, porque estudia hasta en la calle; apenas si nos devolvió el saludo que le dirigimos.

Votini, como siempre, iba muy elegante, quizás demasiado; llevaba botas de tafilete con pespuntes encarnados, un traje con bordaduras y borlitas de seda, un sombrero de castor blanco y reloj. ¡Había que ver el postín que se daba el chico! Pero esta vez iba a acabar mal su vanidad.

Después de haber andado buen trecho por una calle, dejando muy atrás, a su padre, que andaba despacio, nos detuvimos en un banco de piedra, junto a un chico modestamente vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza gacha. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico.

Nos sentamos. Votini se puso entre aquel chico y yo. De pronto se acordó de que iba muy majo y quiso que le admirara y envidiara su vecino.

Levantó un pie y me dijo:

-¿Te has fijado en mis botas de militar?

Lo dijo para llamar la atención del otro chico. Pero éste no miró.

Entonces bajó el pie, y me enseñó las borlitas de seda, diciéndome, mirando de reojo al desconocido, que no terminaban de gustarle y que prefería botones de plata. Pero el otro chico tampoco se fijó en las borlitas.

Votini se puso a hacer girar sobre la punta del dedo índice su precioso sombrero de castor blanco. Mas el otro parecía que lo hiciese adrede y ni siquiera se dignó dirigir una mirada al sombrero.

Votini empezaba a enfadarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la maquinaria. Tampoco volvió esta vez la cabeza el vecino del banco.

-¿Es de plata dorada? -le pregunté.

-No, hombre -me respondió-. Es de oro.

-Pero no será todo de oro -le repuse-; tendrá también algo de plata.

-¡No, no! -replicó; y para obligar al otro chico a mirar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole:

-Oye, tú, fíjate, ¿verdad que es de oro?

El interpelado respondió secamente: -No lo sé.

-¡Vaya, vaya! -exclamó Votini lleno de rabia-. ¡Qué soberbia! Mientras decía esto, llegó su padre, que había oído su expresión. Miró fijamente al niño desconocido y dijo bruscamente a su hijo:

-¡Cállate! -E inclinándose a su oído, añadió: -¡Es ciego!

Votini se puso de pie de un salto y miró la cara del muchacho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin mirada.

Votini se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos bajos. Después balbuceó:

-¡Lo siento; no lo sabía!

El cieguecito, que todo lo había comprendido, dijo, sonriéndose bondadosa y melancólicamente:

-¡Oh, no importa!

Ciertamente Votini es vanidoso; pero después de todo no tiene mal corazón. Durante el resto del paseo no se volvió a reír.

La primera nevada del año

Sábado, 10

¡Adiós, paseos por Rívoli! Ha llegado la hermosa amiga de los chicos. Ya ha caído la primera nevada. Desde ayer tarde, a última hora, no han cesado de caer copos a granel, tan gruesos como flores de jazmín. Esta mañana daba gusto, cuando estábamos en clase, verlos pegar en los cristales y amontonarse en los repechos; también contemplaba el maestro el espectáculo y se frotaba las manos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de calentarnos junto a la lumbre en casa. Únicamente no se distraía Stardi, completamente absorto en la lección y sosteniéndose las sienes con los puños.

¡Qué preciosidad! ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritando, gesticulando, cogiendo bolas de nieve y hundiéndonos en ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban fuera tenían los paraguas blancos; los guardias municipales también estaban cubiertos de nieve, y blancas se pusieron en seguida nuestras bolsas y carteras. Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi, el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Robetti el que salvó al niño del ómnibus, que saltaba con sus muletas.

El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón. Crossi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve la bolsa; y el albañilito nos hizo reír cuando mi padre le invitó a que fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve, y, no sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser.

Entretanto centenares de muchachas de la escuela vecina pasaban como chillando y pisando la blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban:

-¡A casa, a casa!- tragando copos de nieve y blanqueándose los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno.

Mucho festejáis la venida del tiempo invernal... Pero hay chicos que carecen de abrigo, de calzado y no tienen lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al poblado, tras largo camino, llevando en sus manos ateridas de frío una poca de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nieve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chicos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas cabañas, amenazadas por los aludes. Mientras vosotros festejáis el invierno, pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación les trae miseria y les produce la muerte.

TU PADRE

El pequeño albañil

Domingo, 11

El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una cazadora y vieja ropa del padre, todavía blanca por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo. ¡Qué gusto nos ha dado! Al entrar se ha quitado el viejísimo sombrero, cubierto de nieve, y se lo ha metido en el bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar descuidado de trabajador cansado, volviendo a una y otra parte su cabeza redonda como una manzana y con su nariz achatada. En el comedor, después de echar una mirada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y le ha puesto la cara con su acostumbrado «hocico de liebre». Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca.

Luego nos hemos puesto a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de milagro; trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata hecho con exquisito gusto. Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra llamar a su hijo «hocico de liebre»; él, por el contrario, es más bien bajo para la edad que tiene.

A las cuatro hemos merendado pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se lo ha cosido, poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que mi padre no ha podido contener la risa. Tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la escalera, para mostrarme su reconocimiento, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabucco, y tiene ocho años y ocho meses...

¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, primeramente porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había ensuciado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino polvo, cal o lo que quieras; todo menos suciedad. El trabajo no mancha. No digas nunca de un obrero que sale del trabajo: «Está sucio.» Debes decir: «Lleva en su ropa las señales, las huellas de su trabajo.» Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo porque es compañero tuyo, y después porque es hijo de un trabajador.

TU PADRE

La bola de nieve

Viernes, 16

Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salíamos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto llegaron a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuosa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasaba mucha gente. Un señor gritó:

-¡Alto, chavales!

Pero en aquel preciso momento se oyó por otra parte un agudo chillido, viéndose a un anciano que había perdido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y junto a él un niño que gritaba:

-¡Auxilio! ¡Socorro!

Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le había pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos escaparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo estaba delante de la librería, adonde había entrado mi padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los escaparates: eran Garrone con su acostumbrado panecillo en el bolsillo; Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de los sellos de correos.

Mientras tanto se había reunido mucha gente en torno del anciano; un guardia y otros corrían de una parte a otra amenazando y preguntando:

-¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! -y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas por la nieve.

Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que temblaba y estaba tan pálido como un muerto.

-¿Quién? ¿Quién ha sido? -continuaba gritando la gente.

Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi:

-Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permitir que se lo cargasen a otro.

-¡Pero si yo no lo he hecho adrede! -respondió Garoffi, temblando como una hoja de árbol.

-No importa, cumple con tu deber -repitió Garrone.

-¡No me atrevo!

-Date ánimos, yo te acompañaré.

El guardia y los otros gritaban cada vez más fuerte:

-¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han metido un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego! ¡Granujas!

Yo creí que Garoffi se iba a desmayar.

-Ven -le dijo Garrone de forma imperativa-, yo te defenderé.

Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo comprendió todo en seguida, y algunos acudieron con los puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando:

-¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra un niño?

Entonces se contuvieron; un guardia municipal tomó a Garoffi de la mano y lo condujo abriéndose paso entre la multitud a una pastelería, donde habían llevado al herido. Al verlo, reconocí de inmediato al viejo empleado que vive con su sobrinillo en el cuarto piso de nuestra casa. Lo habían recostado en una silla, poniéndole un pañuelo sobre los ojos:

-¡No lo he hecho adrede, ha sido sin querer! -decía, sollozando, Garoffi, medio muerto de miedo-. ¡Ha sido sin querer!

Dos o tres irrumpieron con violencia en la tienda y lo tiraron al suelo, gritando:

-¡Baja esa cabeza y pide perdón!

Pero de pronto dos vigorosos brazos le pusieron de pie, oyéndose una voz resuelta que dijo:

-i No, señores!

Era nuestro Director que lo había presenciado todo.

-Puesto que ha tenido el valor de presentarse -añadió-, nadie tiene derecho a maltratarlo.

Todos guardaron silencio.

-Pide perdón -le dijo el Director.

Garoffi, llorando a lágrima viva, abrazó las rodillas del anciano, y éste buscando con la mano la cabeza del niño, le acarició el pelo.

-¡Ea, muchacho, vete a casa!

Mi padre me sacó de allí y por el camino me dijo:

-Enrique, en un caso análogo, ¿habrías tenido el valor de cumplir con tu deber e ir a confesar tu culpa?

Yo le respondí que sí.

El me replicó:

-Dame tu palabra de honor de que así lo harías.

-Te doy mi palabra, padre.

Las maestras

Sábado, 17

Garoffi estaba hoy muy atemorizado, esperando una regañina del maestro; pero el maestro no ha asistido y, como faltaba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tiene dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la escuela Baretti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido. Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:

-Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.

Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni aun aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcati, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con una falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.

-Y es cosa que no se comprende -dice mi madre-: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.

Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera enseñanza elemental número tres; una joven con la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombrero y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está alegre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta; pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; suplica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, tirándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma roja. Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre y a su hermano.

En casa del chico herido

Domingo, 18

El sobrinillo del anciano empleado que resultó herido en un ojo por la bola de nieve que lanzara Garoffi está con la maestra de la pluma roja; lo hemos visto hoy en casa de su tío, que lo tiene como a un hijo. Yo había terminado de escribir el cuento mensual para la próxima semana, titulado El pequeño escribiente florentino, que me había dado el maestro a copiar, cuando me ha dicho mi padre:

-Vamos a subir al cuarto piso para 'ver cómo tiene el ojo aquel señor.

Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás. A la cabecera se hallaba su mujer, y el sobrinillo se encontraba a un lado, entreteniéndose con unos juguetes.

El viejo tenía un ojo vendado.

Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el médico que dentro de unos días estará curado del todo.

-Fue una desgracia -añadió-. Siento el susto que debió llevarse aquel chiquito.

Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese preciso momento suena el timbre.

-Debe ser el médico -dijo el ama.

Se abre la puerta... y ¿qué veo? Al mismísimo Garoffi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.

-¿Quién es? -pregunta el enfermo.

-El chico que tiró la bola de nieve -dice mi padre.

El viejo exclama entonces:

-¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿verdad? Pues estáte tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.

Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.

-Gracias -le dice al fin el anciano-; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse.

Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atreve.

-¿Tienes algo que decirme?

-Yo, nada.

-Está bien, chiquito. Puedes irte en paz.

Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:

-Esto para ti.

El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros quedamos asombrados.

Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir.

¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia vida a cambio del perdón.

CUENTO MENSUAL

El pequeño escribiente florentino

Estaba en la cuarta clase. Era un apuesto florentino de doce años, de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre le quería mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo, menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigente y severo, porque el chico debía estar pronto preparado para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de la familia. Y ya se sabe que para conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo. Aunque el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre más y más a estudiar.

El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le había envejecido prematuramente. Con todo, para proveer a las necesidades de la familia, además del trabajo que le requería su empleo, todavía se procuraba de un lado y de otro trabajos extraordinarios de copista, pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche.

Últimamente había recibido de una editorial, que publicaba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de los abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de papel escritas con caracteres grandes y regulares.

La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello con la familia a la hora de comer.

-Estoy perdiendo la vista -decía-. Este trabajo nocturno acaba conmigo.

El muchacho le dijo un día:

-Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú. Nadie podrá advertir ninguna diferencia.

Pero el padre le respondió:

-No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastante más importante que mis fajillas; sentiría remordimiento si te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no quiero. Y no hablemos más del asunto.

El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo entonces del despacho para ir a la alcoba. Lo había oído alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el ruido de la silla que se movía y el lento paso de su padre.

Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio. Encendió el quinqué, se sentó a la mesa, donde había un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a escribir imitando con exactitud la grafía de su padre. Escribía con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; luego volvía a empezar con más denuedo, atento el oído y sonriente. Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! Entonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de puntillas a la cama.

Aquel día su padre se sentó a la mesa con mejor humor. No había advertido nada. Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día siguiente.

Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo, le dijo:

-Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte. En dos horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba. Aún está ágil mi mano, y los ojos saben resistir la fatiga.

Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse rejuvenecido.»

Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y empezó a trabajar. Así continuó haciendo varias noches. Su padre no se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando estaban cenando, hizo la siguiente observación:

-No sé, pero de algún tiempo a esta parte venimos gastando más petróleo de lo acostumbrado. Debe ser de peor calidad.

Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí.

Lo que ocurrió fue que por levantarse a hora tan intempestiva, Julio no descansaba lo suficiente, y por la noche, al hacer los deberes de la escuela, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre el cuaderno.

-Julito, espabílate -le dijo su padre al tiempo que le daba unas palmaditas- y haz tu deber.

El chico se despertó y reanudó su tarea. Pero a la noche siguiente y durante algunos días continuaba ocurriendo lo mismo y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se levantaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las lecciones con dejadez, pareciendo que le disgustaba el quehacer escolar. Su padre empezó a observarlo; luego, a preocuparse y al fin tuvo que reprenderlo. ¡Nunca lo hubiera hecho!

-Julio -le dijo cierta mañana-, me estás decepcionando; no eres el mismo de antes, y eso no me gusta nada. Ten en cuenta que todas las esperanzas de la familia están puestas en ti. Estoy muy disgustado, ¿comprendes?

Ante tal reprimenda, la primera verdaderamente severa que había recibido, el muchacho se turbó. «Sí, es verdad -dijo para sí-; no puedo continuar de este modo; es preciso que termine el engaño.» Pero aquel día, por la noche, estando todos a la mesa, dijo el padre con alegría:

-¡Este mes he ganado treinta y dos liras más que el pasado con las fajillas!

Y diciendo esto, sacó de debajo de la mesa una caja de dulces que había comprado para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, cosa que todos acogieron con el regocijo que es de suponer.

Julio cobró ánimo y dijo para sí: «No, querido padre; seguiré engañándote; haré mayores esfuerzos para estudiar durante el día y no dejaré de continuar trabajando de noche por ti y por los demás.» El padre añadió:

-¡Treinta y dos liras más! Estoy contento... Pero ése -y señaló a Julio- me causa no pocos disgustos.

El aludido recibió el chaparrón en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo cierta satisfacción.

Y continuó escribiendo fajillas con ahínco. Sin embargo, acumulándose el cansancio, le resultaba cada vez más difícil resistir.

La cosa duraba ya dos meses. El padre continuaba reprendiendo al buen muchacho, mirándole con creciente enojo. Un día se presentó en la escuela para pedir informes sobre su hijo, y el maestro le dijo:

-Sí, va cumpliendo, porque es un chico inteligente. Pero no tiene la misma aplicación de antes. Se duerme, bosteza y está distraído. Hace redacciones cortas, pudiéndose comprobar que escribe de prisa y con mala caligrafía. Desde luego que tiene aptitudes para hacer más, mucho más.

Aquella noche el padre llamó a su hijo aparte y le dirigió unas palabras más duras de las que hasta entonces había oído.

-Ya ves, Julio, que me sacrifico por la familia, y tú no me secundas. No piensas lo más mínimo en tus hermanos, en tu madre, ni en mí.

-¡No digas eso, papá! -exclamó el hijo ahogado en llanto y decidido a aclararlo todo. Pero su padre lo interrumpió, diciendo:

-Conoces perfectamente la situación de la familia; sabes que todos debemos hacer lo que nos corresponda y sacrificarnos cuanto sea preciso. Yo mismo tengo que doblar mi trabajo. Este mes esperaba una gratificación de cien liras en el ferrocarril, y hoy he sabido que no puedo contar con nada.

Ante semejante noticia Julio se contuvo para que no saliese de su boca la confesión que se disponía a hacer, y se dijo resueltamente: «No, padre, me callaré y guardaré el secreto para poder trabajar por ti; de ese modo te compensaré de la pena que te causo; en cuanto a la escuela, siempre estudiaré lo suficiente para aprobar el curso; lo importante es ayudarte para salir adelante y aligerarte de la ocupación que te mata. »

Siguió adelante, transcurriendo otros dos meses de trabajo nocturno y de abatimiento durante el día, de esfuerzos desesperados por parte del hijo y de amargos reproches por parte del padre. Pero lo peor era que éste se mostraba cada vez más frío con el muchacho; raramente le dirigía la palabra considerándolo un hijo poco menos que desnaturalizado, del que poco o nada cabía esperar, y casi procuraba no cruzarse con su mirada. Julio se daba cuenta de todo y sufría interiormente, y cuando su padre le volvía la espalda, le enviaba un beso furtivamente con expresión de ternura compasiva y triste. Mientras tanto, por su gran pena y el mucho cansancio, Julio iba adelgazando y demacrándose, viéndose obligado muy a pesar suyo a descuidar cada vez más sus estudios.

Comprendía que todo aquello tendría que terminar. Cada noche se decía: «Hoy no me levantaré.» Pero al dar las doce, cuando habría debido confirmar vigorosamente su propósito, sentía re mordimiento, pareciéndole que, si continuaba en la cama, faltaba a una obligación, qué robaba una lira a su padre y a la familia. Y se levantaba pensando que si su padre se despertaba y le sorprendía alguna noche, o si se enteraba por casualidad del engaño contando dos veces las fajas, entonces terminaría, naturalmente, todo, sin un acto de su voluntad, para el que no se sentía con ánimos. Y continuaba realizando el no pequeño sacrificio.

Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre le miró y, pareciéndole más demacrado y pálido que de costumbre, le dijo:

-Tú estás malo, Julio- Luego, dirigiéndose al padre, añadió: -Nuestro hijo está enfermo. ¿No adviertes su palidez? ¿Qué te pasa, Julito mío?

El padre le miró de reojo y dijo:

-La mala conciencia hace que tenga también mala salud. No estaba así cuando era un chico muy estudioso y un hijo cariñoso.

-¡Pero está malo! -replicó la madre.

-¡No me importa! -replicó el padre.

Aquella palabra fue como una puñalada en el corazón del infeliz muchacho. ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su padre, que antes temblaba con sólo oírle toser! Así, pues, no lo quería; había muerto en el corazón de su padre...

«¡ No, no!, padre mío -dijo entre sí el muchacho oprimido por la angustia-; esto se ha acabado de verdad; yo no puedo vivir sin tu cariño; lo quiero íntegro para mí; te lo diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda, padre mío, para que vuelvas a quererme. ¡Esta vez estoy del todo decidido!»

No obstante, todavía se levantó aquella noche, más por costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso ir a visitar, a volver a ver unos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, la pequeña habitación donde tanto había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habiendo encendido el quinqué, viendo las fajas en blanco que ya no llenaría escribiendo unos nombres de ciudades y de personas que ya se sabía de memoria, le invadió una gran tristeza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su acostumbrado trabajo. Mas, al extender la mano, tropezó con un libro que se cayó al suelo. Le dio un vuelco el corazón. ¡Si su padre se despertaba!... Claro está que no le sorprendería cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora tan intempestiva, el que su madre se despertara y se asustara, el pensamiento de que tal vez experimentara su padre una humillación ante él al quedar todo descubierto... casi le aterraba. Aguzó el oído, contuvo la respiración... no oyó nada...; escuchó por la cerradura de la puerta que tenía a sus espaldas: nada. Todos dormían. Su padre no había oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo.

Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal por la desierta calle; luego, el ruido de un coche, que cesó al cabo de un rato; después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera de carros que rodaban lentamente por el empedrado; por último, un silencio profundo interrumpido de vez en cuando por el lejano ladrido de algún perro. Y continuó escribiendo.

Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se había levantado al oír caer el libro, y estuvo esperando buen rato; el ruido de los carros había hecho pasar inadvertido el roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio; había visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, recordando, comprendiéndolo todo, y un desesperado arrepentimiento, una inmensa ternura, habían invadido su alma, y le tenían clavado detrás de su heroico hijo.

Julio dio, de pronto, un grito muy agudo: dos brazos convulsos le habían estrechado la cabeza.

-¡Oh, padre, perdóname! -gritó al reconocer a su padre con lágrimas en los ojos.

-¡Tú eres el que debes perdonarme! -respondió el padre, sollozando y cubriéndole de besos la frente-. Lo he comprendido todo, lo sé todo, ¡por eso te pido perdón, santo hijo mío! ¡Ven, ven conmigo! -y le empujó, o más bien le llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo echó a sus brazos y le dijo:

-¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres meses no duerme y trabaja por mí, y al que he entristecido cuando nos ganaba el pan!

La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin poder articular palabra; después le dijo:

-¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la cama!

El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo acostó, acariciándole, y le arregló las almohadas y la ropa.

-Gracias, padre -repetía el hijo-, gracias; pero acuéstate; ya estoy contento; vete a la cama, papá.

Mas su padre quería verle dormido; sentóse junto a él, le tomó la mano y le dijo:

-¡Duerme, duerme, hijo mío!

Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después, gozando por primera vez, al cabo de unos meses, de un sueño tranquilo, soñando cosas alegres. Cuando abrió los ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había pasado la noche apoyándola en el borde de la cama cerca de su pecho, y que todavía dormía con la frente inclinada junto a su corazón.

La voluntad

Miércoles, 28

Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al pequeño florentino. Esta mañana ocurrieron en la escuela dos sucesos memorables: Garoffi estaba loco de contento porque le habían devuelto su álbum con la propina de tres sellos de la república de Guatemala, que él buscaba desde hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha obtenido la segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la clase después de Derossi!

Todos quedamos sorprendidos. ¡Quién lo habría dicho en octubre cuando le llevó su padre metido en el capote verde, diciendo al maestro en presencia de todos nosotros: «Tenga mucha paciencia con él, pues es bastante duro de mollera»! Al principio se le creía un perfecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa, en la escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los puños cerrados, tan paciente como un buey, terco como un mulo, y así, a fuerza de machacar, sin hacer caso de las burlas, y dando puntapiés o codazos a los que le distraían, el testarudo ha adelantado a los demás.

No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llenaba de disparates las redacciones, no lograba aprender de memoria un período y ahora resuelve los problemas, escribe correctamente y canta las lecciones como un papagayo. Claramente se ve que posee una voluntad de hierro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y sin cuello, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estudia incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios de los teatros; en cuanto reúne unas monedas se compra un libro, habiéndose ya formado, de ese modo, una pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor me dijo que me llevaría a su casa para que la viera. No habla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con los puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo la explicación del maestro. ¡Cuánto se ha debido esforzar el pobre Stardi!

Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor, al entregarle la medalla, le dijo:

-Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue.

Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera se ha sonreído, y en cuanto ha regresado al banco, con su medalla, ha vuelto a apoyar las sienes en los puños, a estar más inmóvil y con mayor atención que antes.

Pero lo mejor ha ocurrido a la salida. Le esperaba su padre, un sangrador, grueso y tosco como él, de cara ancha y voz de trueno. El hombre no se esperaba aquella medalla, ni lo quería creer; fue menester que se lo asegurase el maestro, y entonces se echó a reír de gusto, dio una suave manotada en el pescuezo de su hijo, diciendo en voz alta:

-¡Muy bien, querido ceporrón mío!

Y le miraba sumamente complacido, asombrado y riéndose de gusto. También nos sonreíamos todos los que estábamos a su alrededor; pero no él, que estaba serio pensando ya en la lección del día siguiente.

Gratitud

Sábado, 31

Yo creo que tu compañero Stardi no se quejará nunca de su maestro. Has escrito: «El maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor», y lo dices en tono de resentimiento. Piensa en las veces que tú te impacientas, ¿y con quién? Con tu padre y con tu madre, lo cual convierte tu impaciencia en una falta bastante peor. ¡Tiene sobrada razón tu maestro para mostrarse impaciente alguna que otra vez! Ten en cuenta que lleva muchos años trabajando con muchachos y que si es cierto que algunos son cariñosos y corteses, también hay otros, la mayoría, ingratos, que abusan de su bondad y no se acuerdan de sus cuidados, resultando que, en definitiva, recibe más amarguras que satisfacciones.

Piensa que el hombre más santo de la tierra, puesto en su lugar, se dejaría llevar a veces por la ira. Y, además, ¡si supieses cuántos días, aun estando enfermo, acude a clase, por no ser su enfermedad lo suficientemente grave para dispensarse de su obligación, impacientándose porque sufre molestias y le apena que vosotros no lo advirtáis o abuséis de él...! Respeta y quiere a tu maestro, hijo mío.

Quiérele porque tu padre lo quiere y lo respeta; porque dedica su vida al bien de muchos chicos que luego no se acordarán de él, porque despierta e ilumina tu inteligencia y te educa el corazón; porque un día, cuando seas hombre y ya no estemos en el mundo ni él ni yo, su imagen se presentará con frecuencia en tu recuerdo al lado de la mía, y entonces, ciertas expresiones de dolor y de cansancio en su rostro de hombre apacible y honrado, en las que ahora no reparas, las recordarás y te causarán pena, aun pasados treinta años; y te avergonzarás, sentirás tristeza por no haberle querido como se merecía y por haberte portado mal con él.

Quiere a tu maestro, porque pertenece a la gran familia de cincuenta mil docentes primarios, esparcidos por toda la geografía de Italia, y que son como los padres intelectuales de los millones de chicos que crecen contigo, unos trabajadores no conceptuados merecidamente y mal pagados, que preparan para nuestra patria una generación mejor, más próspera y desarrollada que la presente.

No me satisfará el cariño que me tienes si no lo profesas también a todos los que te hacen algún bien, y entre ellos ha de ocupar el primer lugar tu maestro, después de tus padres. Quiérele como querrías a un hermano mío; quiérele cuando te complace y cuando te regaña, cuando a tu parecer, obra con justicia y cuando creas que es injusto; quiérele cuando se muestre afable y de buen humor, pero más todavía cuando lo veas triste. Quiérele siempre. Pronuncia en todo momento con respeto el nombre de maestro que, después del de padre, es el más noble y dulce que un hombre puede dar a otro.

TU PADRE



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