Amicis IV

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Enero

El maestro

Miércoles, 4

Tenía razón mi padre al decir que el maestro estaba de malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven barbilampiño que parece poco más que un chiquillo.

Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el primer día y el segundo habían alborotado en la clase porque el suplente tiene mucha paciencia y no se hace respetar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio, por favor!» Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían sus palabras; él amonestaba y suplicaba mas no le hacían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, crecía el murmullo, como en un mercado.

Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros para que guardasen buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los codos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las ligas de los calcetines.

El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo resultaba inútil.

No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía:

-¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a castigaros? Después daba fuertes puñetazos en la mesa y gritaba con voz de rabia y de impotencia:

-¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando.

Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el bedel y dijo:

-Señor maestro, le llama el Director.

El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte.

Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación:

-¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en presencia de su padre!

Acto seguido, reinó el silencio más profundo.

¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como se lo habría dicho a un hermano:

-¡Muchas gracias, Garrone!

Los libros de Stardi

Viernes, 6

He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la escuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gustan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores, muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo: libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con láminas. El sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía. ¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón:

-¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro.

Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un perro de caza.

Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo: «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle:

-A su disposición.

Se lo dije después a mi padre en casa.

-No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto.

-Porque tiene carácter -respondió mi padre.

Y añadí yo:

-En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento.

-Porque lo estimas -añadió mi padre.

El hijo del herrero

Lunes, 9

Sí, pero también aprecio a Precossi, y aún me parece poco decir que le aprecio. Es el hijo del herrero, el chico pálido, de mirada bondadosa y triste, tan tímido, que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, sin embargo, tan estudioso.

No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le tira de un revés los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar.

Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado.

-Tu padre te ha dado una tunda -le dicen los compañeros.

-No es verdad, no es verdad -responde para no dejar en mal lugar a su padre.

-Esta hoja no la has quemado tú- le dice el maestro, mostrándole el cuaderno medio quemado.

-Sí, señor -responde con voz temblorosa-. He sido yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre.

Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los deberes de la escuela.

Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y apenas trabaja, por lo que la familia pasa hambre. ¡Cuántas veces va el pobre Precossi a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Garrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la pluma encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primero inferior! Pero él jamás dice: «Tengo hambre; mi padre no me da de comer. »

Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al revés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Recose sus cuadernos desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle hacer gimnasia con zapatos que parecen hechos para dos, con pantalones que se le caen de anchos y el chaquetón tan largo, con mangas que ha de subirse hasta los codos.

Estudia con ahínco y seguramente sería uno de los primeros si pudiese atender en su casa las faenas escolares con alguna tranquilidad.

Esta mañana se ha presentado en clase con la señal de un arañazo en la cara, y los compañeros le han dicho:

-Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no digas que no. Esta vez no lo puedes negar.

Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz ahogada por la irritación:

-¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!

Mas luego, durante la lección, se le caían las lágrimas sobre el banco, y cuando alguno le miraba, se esforzaba en sonreír para disimular. ¡Es un chico digno de compasión!

Mañana irán a mi casa Derossi, Coretti y Nelli; yo quisiera que viniese también Precossi para hacerle merendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar por todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fruta para ver contento siquiera una vez a mi buen compañero que tan sufrido es.

Visita agradable

Jueves, 12

Hoy ha sido uno de los jueves más gratos del año para mí. A las dos en punto han llegado a casa Derossi y Coretti, en compañía de Nelli, el jorobadito. A Precossi no le ha dejado venir su padre.

Derossi y Coretti apenas podían contener la risa contándome que por la calle habían visto a Crossi, el hijo de la verdulera -el del brazo inmóvil y pelirrojo- que llevaba a vender una col fenomenal, la mar de contento porque con lo que le dieran pensaba comprarse una pluma y alguna otra cosita, y, además, porque habían recibido carta de su padre, que se encuentra en América, diciéndoles que le esperasen de un día para otro.

¡Qué dos horas más felices hemos pasado juntos! Derossi y Coretti son los dos más alegres de la clase; mi padre estaba contento al verles en mi compañía. Coretti llevaba su inseparable jersey marrón oscuro y su gorra de piel. Es un diablillo que siempre quisiera estar haciendo algo. Por la mañana, temprano, ya se había cargado en las espaldas media carretada de leña; sin embargo, no paró un instante, recorriendo toda la casa, observándolo todo y sin parar de hablar, con la listeza y viveza de una ardilla. Al pasar por la cocina preguntó a la cocinera cuánto le costaban diez kilos de leña, cosa que su padre vendía por cuarenta y cinco céntimos. Siempre está hablando de su padre, de cuando sirvió en el regimiento cuarenta y nueve y tomó parte en la batalla de Custoza, a las órdenes del príncipe Humberto. Es un chico de modales más finos de lo que cabría esperar de él. Aunque ha nacido y se ha criado entre los leños, según mi padre, tiene distinción en la sangre.

Derossi nos ha divertido mucho; sabe la Geografía como un maestro. Cerrando los ojos decía: «Estoy viendo toda Italia, los Apeninos, que recorren la Península hasta el mar Jónico, los ríos que van de un lado para otro, fertilizando la tierra por donde pasan; las blancas ciudades, los golfos, los azules lagos, las verdes islas», y, al mismo tiempo, iba diciendo los correspondientes nombres, por su orden y con gran rapidez, como si hubiese estado leyéndolos en el mapa. Estábamos admirados de oírle y verle tan gallardo, con sus rubios rizos, los ojos cerrados, vestido de azul, con botones dorados, tan esbelto y bien proporcionado como una estatua... En una hora se había aprendido de memoria casi tres páginas que deberá recitar pasado mañana en los funerales de Víctor Manuel. Nelli también le miraba con admiración y cariño, sonriéndose con sus ojos claros y melancólicos.

Me ha gustado mucho la visita, que me ha dejado gratas impresiones, como chispazos, en la mente y en el corazón. También me ha satisfecho ver al pobrecito Nelli entre los otros dos, altos y robustos, cuando se han ido, haciéndole reír como hasta ahora nunca lo había hecho.

Al volver a entrar en nuestro comedor, me he dado cuenta de que no se hallaba en el sitio acostumbrado el cuadro que representa a Rigoletto, el bufón jorobado. Lo había quitado mi padre para evitar que lo viese Nelli.

Los funerales por Víctor Manuel

Martes, 17

Esta tarde, a las dos, apenas habíamos entrado en clase, llamó el maestro a Derossi, que se puso junto a la mesa, frente a nosotros, empezando a decir con acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz y animándose progresivamente:

«Hace ahora cuatro años, tal día como hoy y a la misma hora, llegaba delante del Panteon, en Roma, el carro fúnebre con el cadáver de Víctor Manuel II, primer rey de Italia, muerto después de veintinueve años de reinado, durante los cuales la gran patria italiana, fragmentada en siete Estados, oprimida por extranjeros y tiranos, quedó constituida en uno solo, independiente y libre, tras veintinueve años de reinado que él había ilustrado y dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre fría en los peligros, con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad.

Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso grupo de generales, de ministros y de príncipes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en el que le esperaba la tumba.

En ese preciso momento doce coraceros sacaban el féretro del carro, y por medio de ellos daba Italia el último adiós de despedida a su rey muerto, al viejo monarca que tan enamorado de ella había estado, el último saludo a su caudillo y padre, a los veintinueve años más afortunados y fructíferos de su historia. Fueron unos momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de todos temblaba de emoción entre el féretro y las enlutadas banderas de los ochenta regimientos portadas por otros tantos oficiales, formados a su paso; porque estaba representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas, que recordaban los millares de muertos, los torrentes de sangre, nuestras glorias más sagradas, nuestros mayores sacrificios, nuestros más tremendos dolores.

Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se inclinaron a un mismo tiempo todas las banderas de los regimientos, en señal de saludo, tanto las nuevas como las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara, Crimea, Palestro, San Martino y Casteifidardo; cayeron ochenta velos negros; cien medallas chocaron contra el armon, y aquel estrépito sonoro y confuso que hizo estremecerse a todos fue como el eco de cien voces humanas que decían a un tiempo: «¡Adiós, buen rey, valiente caudillo, magnífico soberano! Vivirás en el corazón de tu pueblo mientras alumbre el sol de Italia.»

Después se volvieron a erguir las banderas, con el asta hacia el cielo, y el rey Víctor Manuel entró en la gloria inmortal de la tumba».

Franti es expulsado del colegio

Sábado, 21

Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi declamaba el discurso por los funerales del rey, y fue, precisamente, Franti. Lo detesto. Es malo, Cuando un padre viene a la escuela a reñir a su hijo delante de todos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla ante Garrone, molesta y pega al albañilito porque es pequeño; atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un brazo; se burla de Precossi, a quien todos respetamos, y hasta se ríe de Robetti, el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño. Provoca a los que son más débiles que él y, cuando pega, se enfurece y procura hacer el mayor daño posible.

Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja, en sus torvos ojos, que quedan ocultos por la visera de su gorra de hule. No respeta a nadie. Se ríe del maestro, hurta cuanto puede, niega desvergonzada mente, siempre ha de estar peleándose con alguien, lleva alfileres para pinchar a los que están cerca de él, se arranca los botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se los juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros, sus cuadernos, son una verdadera pena y da grima verlos, por lo deslucidos, destrozados y sucios que los tiene; su regla está mellada y la pluma las más de las veces inservible; se come las uñas; lleva la ropa llena de manchas y de rotos que se hace en las peleas.

Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le proporciona, y que su padre lo ha echado ya tres veces de su casa; su madre acude a la escuela de vez en cuando a pedir informes y se va llorando. El odia la escuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso se enmienda, sino que, por el contrario, es cada vez peor. Ha intentado corregirle por las buenas, pero él se ríe de lo que le dice o insinúa. Si le dice, regañándole, palabras tremendas, se cubre la cara con las manos como si llorara, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres días de la escuela, y volvió más granuja y más insolente que antes. Un día le dijo Derossi:

-Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves que haces sufrir demasiado al señor maestro?

Por toda contestación le amenazó con meterle un clavo en la barriga.

Pero esta mañana hizo que le echaran como a un perro. Mientras el maestro daba a Garrone el borrador del Tamborcillo sardo, el cuento mensual correspondiente a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti tiró al suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las paredes. Toda la clase experimentó una sacudida. El maestro se puso en pie y gritó:

-¡Fuera de la escuela, Franti!

El respondió:

-¡No he sido yo! -pero se reía.

El maestro repitió:

-¡He dicho que te vayas!

-¡Yo no me muevo! -replicó.

El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo cogió de un brazo y lo arrancó del banco. Franti se revolvía, rechinaba los dientes, y tuvo que arrastrarlo a viva fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la dirección, y luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa, cogiéndose la cabeza con las manos, todo agitado, con una expresión de cansancio y de pena, que daba compasión, meneando tristemente la cabeza, exclamó:

-¡Después de treinta años de profesión todavía no me había ocurrido cosa semejante!

Todos conteníamos la respiración.

Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene en la frente se le profundizó de tal manera, que parecía una gran herida. Daba pena verlo. Derossi se levantó y dijo:

-¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le queremos mucho.

Entonces se tranquilizó y algo después dijo:

-Prosigamos la lección, muchachos.

CUENTO MENSUAL

El tamborcillo sardo

El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza, unos sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejercito, enviados a una colinita para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente acometidos por dos compañías de soldados austríacos que, disparándoles desde diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en la casa y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándolas, después de haber dejado en el campo algunos muertos y heridos.

Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron presurosamente a las ventanas de la planta baja y del piso de arriba, y empezaron a hacer fuego cerrado sobre los asaltantes, quienes, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con sus disparos.

A los sesenta soldados italianos los mandaban dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, delgado y severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tamborcillo sardo, chico de poco más de catorce años, que aparentaba tener escasamente doce, de cara morena trigueña, con ojos negros y hundidos, que parecían desprender chispas.

Desde una habitación del primer piso dirigía la defensa el capitán, cursando órdenes como pistoletazos, sin que en su cara de hierro se notase signo alguno de emoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas, subido a una mesa, estiraba el cuello, apoyándose en la pared, para mirar al exterior por las ventanas; por los campos, a través del humo, veía los blancos uniformes de los austríacos, que avanzaban lentamente. La casa se hallaba en lo alto de empinada pendiente, y por la parte de la cuesta sólo tenía una ventanilla alta, único hueco de una pequeña habitación del último piso; por eso los austríacos no amenazaban la casa por aquella parte; solamente se hacía fuego contra la fachada y los dos flancos.

Pero era un fuego infernal, una verdadera granizada de balas, que desde el exterior resquebrajaba las paredes, hacía trizas las tejas y destrozaba en el interior techumbres, muebles, puertas, arrojando al aire astillas, nubes de yeso y fragmentos de vasijas de barro y de vidrios, silbando, rebotando, rompiéndolo todo con un fragor espeluznante. De vez en cuando caía al suelo alguno de los que disparaban por las ventanas, siendo llevado aparte. Otros iban vacilantes, de habitación en habitación apretándose las heridas con las manos. En la cocina había ya un muerto, con la frente agujereada. El cerco enemigo se iba estrechando.

En cierto momento se vio al capitán, hasta entonces impasible, dar muestras de inquietud y salir precipitadamente del cuarto, seguido de un sargento. Al cabo de tres minutos volvió corriendo el sargento y llamó al tamborcillo, haciéndole señas para que le acompañase. El muchacho le siguió, subiendo rápidamente por una escalera de madera, y entró con él en un desván desmantelado, donde estaba el capitán escribiendo con lápiz en. una hoja de papel, apoyándose en la ventanilla; a sus pies, enrollada en el suelo, había una soga de las que se usan en los pozos.

El capitán dobló la hoja, y clavando en el muchacho sus ojos, grises y fríos, ante los cuales temblaban todos los soldados, le dijo a bocajarro:

-¡Tambor!

El muchacho se llevó la mano a la visera, y el capitán le preguntó:

-¿Tú eres valiente?

-Sí, mi capitán -respondió el chico, relampagueándole los ojos.

-Mira allá a lo lejos -dijo el capitán, llevándole a la ventanita-, al llano que hay próximo a las casas de Villafranca donde brillan bayonetas. Allí están los nuestros inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la ventanita, cruza a toda prisa la cuesta, ve corriendo a campo traviesa, procura llegar cuanto antes a los nuestros y entregas el papel al primer oficial que veas. Quítate en seguida el cinturón y la mochila.

El tamborcillo se quitó el cinturón y la mochila y se metió el papel en el bolsillo del pecho; el sargento echó la cuerda fuera y agarró con ambas manos uno de los extremos; el capitán ayudó al muchacho a salir por la ventana, de espaldas al campo.

-¡Ten cuidado! -le dijo-; la salvación del destacamento depende de tu valor y de tus piernas.

-Confíe en mí, capitán -respondió el tamborcillo descolgándose.

-Agáchate mientras bajas -le dijo aún el capitán, agarrando la cuerda, juntamente con el sargento.

-¡No tenga usted cuidado!

-¡Que Dios te ayude!

En unos instantes estuvo el tamborcillo en el suelo; el sargento subió la cuerda y él desapareció. El capitán se asomó precipitadamente a la ventanita y vio al muchacho corriendo cuesta abajo.

Ya confiaba que hubiese logrado pasar inadvertido, cuando cinco o seis nubecillas de polvo, que se elevaron del suelo por delante y detrás del muchacho, le dieron a entender que le habían visto y le disparaban desde un alto. Las pequeñas nubes eran de tierra levantada por las balas. Pero el chico continuaba corriendo precipitadamente sin reparar en nada. De pronto, exclamó consternado:

-¡Le han dado!

No había terminado de decir la palabra cuando vio levantarse de nuevo al tamborcillo.

«¡Ah, no ha sido más que una caída!», dijo para sí y respiró. El muchacho, efectivamente, volvió a correr con todas sus fuerzas, aunque cojeaba. «¡Se ha debido torcer un pie!», pensó el capitán. Todavía se levantó alguna que otra nubecilla de polvo en torno del valiente soldadito, pero cada vez más lejos de él. ¡Estaba a salvo! El capitán lanzó una exclamación de alivio. Con todo le siguió con la vista y temblando, porque era cuestión de unos minutos; de no llegar a tiempo con el escrito en el que pedía inmediata ayuda, o todos sus soldados caerían muertos o tendría que rendirse con los supervivientes, como prisionero. El pequeño sardo corría velozmente un rato, mas luego aminoraba la marcha, cojeando; después reanudaba la carrera, pero con indudables muestras de agotamiento, deteniéndose a cada instante. «¡Le habrá rozado un pie alguna bala!», pensó el capitán. No le quitaba ojo, sumamente angustiado, y le daba ánimos como si le pudiera oír. Medía incesantemente con la vista la distancia que le faltaba para llegar al sitio donde se veían relucir bayonetas, allá en el llano, en medio de unos trigales dorados por el sol.

Entretanto oía el silbido y el estrépito de las balas en las dependencias de abajo, las voces de mando y los gritos de rabia de los oficiales y sargentos, los agudos quejidos de los heridos, el ruido de los muebles y de los desconchados de pared que se iban desprendiendo.

-¡Animo, valor!- gritaba siguiendo con la mirada al tamborcillo, que ya apenas divisaba-. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se para! iMaldición! ¡Ah, vuelve a correr!...

Un oficial se acerca para decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco intimando la rendición.

-¡Que no se responda! -grita el capitán sin apartar la vista del muchacho, que ya había llegado al llano, pero que no corría y parecía moverse a duras penas.

-¡Anda!... ¡Corre! -decía el capitán apretando los puños y los dientes-. ¡Desángrate, muere si es preciso, pero da el papel!

Después lanzó una horrible imprecación.

-¡El infame holgazán se ha sentado!

El chico, en efecto, cuya cabeza había visto sobresalir hasta entonces por encima de un campo de trigo, había desaparecido, como si se hubiese caído. Mas, pasados unos instantes, su cabeza volvió a emerger. Finalmente se perdió por detrás de los setos y ya no le vio más.

Entonces bajó impetuosamente; las balas entraban a granizadas; las habitaciones estaban llenas de heridos, algunos de los cuales se retorcían como embriagados, agarrándose a los muebles; las paredes y el pavimento estaban teñidos de sangre; había cadáveres en los umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala, y todo estaba envuelto por el humo y el polvo.

-¡Animo! -gritó el capitán-. ¡Permaneced en vuestros puestos! ¡Van a llegar socorros! ¡Un poco de valor todavía!

Los austríacos se habían aproximado más, y a través del humo se veían sus caras descompuestas. En medio de los tiros se les oía gritar salvajemente, insultando a los nuestros e intimándoles a que se rindiesen, so pena de degollarlos. Algún que otro soldado, inducido por el miedo, se retiraba de las ventanas y los sargentos le empujaban hacia adelante.

De todas formas iba disminuyendo la resistencia de los sitiados y el desaliento se manifestaba en todos los rostros, no pareciendo posible que pudiese continuar la defensa. En cierto momento, el ataque de los austríacos fue remitiendo, y una voz de trueno gritó, primeramente en alemán y luego en italiano:

-¡Rendíos!

-¡No! -respondió el capitán desde una ventana. Y el tiroteo se reanudó con mayor rabia por ambas partes. Cayeron otros soldados, y ya había más de una ventana sin defensores. El momento fatal parecía inminente. El capitán gruñía entre dientes con voz que se le ahogaba en su garganta: «¡No vienen! ¡No vienen!», y corría furioso de un lado para otro, doblando el sable con mano convulsa, resuelto a morir, hasta que un sargento, bajando apresuradamente del desván, gritó con voz estentórea: -¡Ya llegan, ya llegan!

Ante semejante anuncio, los sanos y los heridos, los sargentos y los oficiales, acudieron presurosos a las ventanas, y se prosiguió la resistencia con renovado esfuerzo.

En poco tiempo se advirtió una especie de vacilación y un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, a toda prisa, reunió el capitán un grupo de soldados en el piso bajo para realizar una salida con bayoneta calada; luego subió a la planta superior. Apenas llegó, los defensores empezaron a dar saltos de alegría y a lanzar hurras por haber visto desde las ventanas entre el humo de la pólvora los sombreros de dos picos de los «carabineros» italianos, un escuadrón arrastrándose por tierra y un brillante centelleo de espadas arremolinadas por encima de las cabezas, sobre los hombros y las espaldas. Entonces el pequeño grupo ordenado por el capitán salió de la casa con la bayoneta calada, los enemigos se desconcertaron, dieron media vuelta y se batieron en retirada. El terreno quedó despejado, la casa, libre, y poco después ocupaban la altura dos batallones de infantería italianos que disponían de dos cañones.

El capitán, con los soldados que le quedaban, se incorporó al regimiento, continuó luchando, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala que rebotó en el último ataque a la bayoneta.

La jornada acabó con la victoria de los nuestros.

Pero al día siguiente, habiéndose reanudado la lucha, los italianos fueron derrotados, a pesar de su indudable valor, por la abrumadora mayoría de los austríacos; y en la mañana del veintiséis tuvieron que emprender la retirada hacia el Mincio.

El capitán, aunque herido, fue a pie juntamente con sus soldados, cansados y silenciosos, y llegando al ponerse el sol a Goito, a orillas del Mincio, buscó en seguida a su teniente, que había sido recogido por una ambulancia con el brazo roto y debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia, donde se había improvisado un hospital de campaña. Entró y vio que el sagrado recinto se hallaba lleno de heridos colocados en dos hileras de camas y de colchones extendidos en el suelo; dos médicos y varios practicantes iban de un lado para otro afanosamente oyéndose gemidos y quejidos ahogados.

Al entrar el capitán, se detuvo y dirigió la mirada en torno suyo en busca de su oficial.

En aquel momento oyó que le decían con una voz apagada:

-¡Mi capitán!

Se volvió. Era el tamborcillo.

Estaba tendido sobre un catre, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de ventana, de cuadros rojos y blancos con los brazos fuera: pálido, demacrado, pero con sus ojos siempre brillantes, como dos preciosas gemas.

-¿Aquí estás tú? -le preguntó el capitán, extrañado, pero con brusquedad-. ¡Bravo, muchacho! Has cumplido con tu deber.

-He hecho lo que he podido -le respondió el tamborcillo.

-¿Estás herido? -dijo el capitán, tratando de ver a su teniente en las camas próximas.

-¡Qué vamos a hacer! -dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la honra de estar herido por primera vez, y sin lo cual no se hubiera atrevido a abrir la boca delante de aquel capitán-; a pesar de que procuré ocultarme, no pude evitar que me viesen en seguida. Si no me alcanzan, habría llegado veinte minutos antes. Afortunadamente, encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien entregué el papel. Pero me costó gran trabajo llegar después de la caricia recibida. Me moría de sed; temía no poder llegar donde estaban los nuestros, y lloraba de rabia pensando que cada minuto de retraso se iba al otro mundo uno de los de arriba. En fin, he hecho lo que he podido. Estoy contento. Pero mire usted, y dispense, mi capitán, está perdiendo sangre.

Efectivamente, de la palma de la mano, mal vendada, del capitán salían algunas gotas, que se escurrían por los dedos.

-¿Quiere que le apriete la venda, mi capitán? Acérquese un poco más.

El capitán le dio la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudarle a soltar el nudo y volverlo a hacer; pero el chico se puso más pálido en cuanto se alzó de la almohada y tuvo que volver a apoyar la cabeza sobre ella.

-¡Basta, basta! -dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada que el soldadito quería sujetar-. Cuida de lo tuyo en vez de pensar en los demás, porque las cosas ligeras, si se descuidan, pueden traer malas consecuencias.

El tamborcillo movió la cabeza.

-Pero tú -repuso el capitán, mirándolo más atentamente-, has debido perder mucha sangre para estar tan débil.

-¿Mucha sangre dice usted? -respondió el muchacho, sonriendo-. Algo más que sangre. ¡Mire!

Y se apartó algo la colcha.

El capitán dio un paso atrás horrorizado.

El chico no tenía más que una pierna; la izquierda se la habían amputado por encima de la rodilla; el muñón estaba vendado con tiras ensangrentadas.

En aquel instante pasó el médico militar, pequeño y regordete en mangas de camisa.

-He aquí, señor capitán -empezó a decirle, indicando al muchacho-, un caso realmente desgraciado; esa pierna se habría salvado con facilidad si él no la hubiese forzado tan atrozmente como hizo; se produjo una malhadada inflamación y al fin se le tuvo que cortar para salvarle la vida. Pero le aseguro que es un muchacho muy valiente; no ha derramado una sola lágrima ni se le ha oído ningún grito. ¡Palabra de honor que me sentía orgulloso de que fuese un chico italiano! A fe mía que es de buena raza.

Dicho esto, prosiguió su camino.

El capitán arrugó sus grandes cejas blancas y miró fijamente al tamborcillo, subiéndole la colcha con precaución; después lentamente, casi sin darse cuenta y sin parar de mirarlo, levantó la mano hasta la altura de la cabeza y se quitó el quepis.

-¡Mi capitán! --exclamó el muchacho, admirado-. ¿Qué hace usted? ¿Es por mí?

Entonces aquel rudo militar, que nunca había dicho una palabra suave a un subordinado suyo, le respondió con una voz extremadamente dulce y cariñosa:

-Yo no soy más que un simple capitán; tú, en cambio, eres un héroe.

Luego se arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo y le besó tres veces en la parte del corazón.

El amor a la Patria

Martes, 24

Puesto que el cuento del Tamborcillo te ha conmovido, fácil te será escribir esta mañana la redacción sobre el tema del examen: «¿Por qué se ama a la Patria? ¿Por qué quiero a mi Patria?» ¿No se te han ocurrido en seguida cien respuestas? Amo a mi Patria porque mi madre ha nacido en ella, porque sangre suya es la que corre por mis venas, porque es la tierra donde están sepultados los muertos por los que reza mi madre y a los que venera mi padre, porque la ciudad donde he visto la luz, la lengua que hablo, los libros que me instruyen, mi hermano y mi hermana, mis compañeros, el pueblo del que formo parte, el bello paisaje que me rodea, cuanto veo, lo que amo, lo que estudio y lo que admiro pertenece a mi Patria.

¡Tú no puedes sentir todavía ese gran afecto en toda su intensidad! Lo sentirás cuando seas un hombre, cuando retornes a ella tras un largo viaje, después de una prolongada ausencia, y asomándote una mañana desde la cubierta del buque, contemples en el horizonte las grandes montañas a ules de tu país; entonces lo sentirás con el ímpetu de ternura que te llenará los ojos de lágrimas y te arrancará un grito.

Lo advertirás en alguna gran ciudad lejana por el impulso del alma que, entre la desconocida multitud, te llevará hacia un trabajador desconocido, al que, pasando, le habrás oído decir alguna palabra en tu propia lengua.

Lo sentirás en la dolorosa y profunda indignación que te hará subir la sangre a la cabeza, cuando de la boca de algún extranjero salgan expresiones injuriosas para la tierra que te vio nacer, y con mayor violencia y alteración todavía si la amenaza de un pueblo enemigo levanta una tempestad de fuego sobre tu Patria y veas el desasosiego por doquier, a los jóvenes que acuden en masa a tomar las armas, a los padres besar a sus hijos gritando: «¡Adiós! ¡Volved victoriosos!»

Lo sentirás con insuperable júbilo si tuvieres la dicha de presenciar en tu ciudad los regimientos diezmados, cansados, con el uniforme destrozado, con aire terrible, con el brillo de la victoria en los ojos y las banderas atravesadas por las balas, seguidos por un número interminable de valientes que llevarán sus cabezas vendadas y brazos sin manos, entre una multitud enfervorecida por el entusiasmo, que los cubrirá de flores, de bendiciones y de besos. Entonces comprenderás lo que es el amor a la Patria, Enrique.

La Patria es algo tan grande y sagrado, que si un día te viese regresar salvo y sano de una batalla en la que te hubieses hallado, por haberte escondido para conservar la vida, a pesar de ser carne de mi carne y alma de mi alma, yo, tu padre, que te recibo con tanta alegría cuando vuelves de la escuela, te acogería con la angustia de no poderte querer, y moriría con ese puñal clavado en el corazón.

TU PADRE

Envidia

Miércoles, 25

El que ha hecho mejor la composición sobre la Patria ha sido Derossi. ¡Y Votini, que creía seguro el primer premio! Yo quería mucho a Votini, aunque es algo vanidoso y presumido; pero me disgusta ahora que estoy con él en el banco ver cómo envidia a Derossi. Y estudia para competir con él; pero no puede en manera alguna, porque el otro le da cien vueltas en todas las asignaturas, y a Votini se le ponen los dientes largos. También siente envidia de Carlos Nobis; pero éste tiene tanto orgullo, que la misma soberbia no le deja descubrir. Votini, por el contrario, se traiciona, se queja de las notas en su casa y dice que el maestro comete injusticias; y cuando Derossi responde a las preguntas tan pronto y tan bien como siempre, él pone la cara hosca, baja la cabeza, finge no oír y se esfuerza por reír, pero con la risa del conejo. Y como todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi todos se vuelven a mirar a Votini que traga veneno, y el albañilito le hace la mueca de hocico de liebre. Esta mañana, por ejemplo, lo ha demostrado. El maestro entró en la escuela y anunció el resultado de los exámenes: -Derossi: diez y la primera medalla.

-Votini estornudó. El maestro le miró, porque la cosa estaba bien clara.

-Votini -le dijo-, no dejes que se apodere de ti la serpiente de la envidia: es una serpiente que roe el cerebro y corrompe el corazón.

Todos le miraron, menos Derossi. Votini quiso responder y no pudo; quedó como petrificado y con el semblante pálido. Después, mientras el maestro daba la lección, se puso a escribir, en gruesos caracteres, en una hoja: «Yo no tengo envidia de los que ganan la primera medalla por enchufe y con injusticia. » Este papel quería mandárselo a Derossi. Pero entretanto observé que los que estaban junto a Derossi tramaban algo entre sí y se hablaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una medalla de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente negra. Votini no advirtió nada. El maestro salió por breves momentos. En seguida, los que estaban junto a Derossi se levantaron para salir del banco y presentar solemnemente la medalla de papel a Votini. Toda la clase se preparaba para presenciar una escena desagradable. Votini estaba temblando. Derossi gritó:

-¡Dádmela!

-Sí, es mejor -respondieron los demás-; tú eres el que debe llevársela.

Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En aquel momento volvió el maestro y se reanudó la clase. Yo no quitaba ojo a Votini, que estaba rojo de vergüenza. Tomó el papel despacito, como si lo hiciese distraídamente, lo hizo mil dobleces a escondidas, se lo puso en la boca, lo mascó un poco y después lo echó debajo del banco. Al salir de la escuela y pasar por delante de Derossi, Votini, que estaba un poco confuso, dejó caer el arrugado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se lo puso en la cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votini no se atrevió a levantar la cabeza.

La madre de Franti

Sábado, 28

Votini es incorregible. Ayer, en la clase de religión, en presencia del Director, el maestro preguntó a Derossi si se sabía de memoria las dos estrofas del libro de lectura que empiezan con las palabras: «Doquiera la mente mía, sus alas rápidas lleva...» Derossi dijo que no las sabía y Votini se apresuró a decir que él sí las sabía. Lo dijo sonriéndose, para mortificar a Derossi, pero el mortificado fue él, pues no pudo recitar la poesía, por entrar en el aula, mientras tanto, la madre de Franti, angustiada, despeinados sus grises cabellos, toda llena de nieve, llevando como a la fuerza a su hijo, que ocho días antes había sido expulsado de la escuela.

¡Qué escena más triste tuvimos que presenciar!

La pobre señora se hincó casi de rodillas delante del Director, con las manos cruzadas y diciéndole en tono suplicante:

-¡Tenga la bondad, señor Director, de admitir de nuevo a mi hijo en la escuela! Hace tres días que está en casa, pero lo he tenido escondido. ¡No permita Dios que su padre lo descubra, porque es capaz de matarlo! ¡Tenga compasión de esta madre infeliz, que no sabe qué hacer! ¡Se lo pido con toda el alma!

El Director procuró llevarla fuera, pero ella se resistía sin dejar de suplicarle y de llorar.

-¡Si usted supiese lo que este hijo me hace sufrir, tendría compasión de mí! ¡Por favor, admítalo! Yo creo que llegará a enmendarse. No espero vivir mucho tiempo, pues llevo la muerte dentro de mí. Pero antes de expirar desearía verle cambiar, porque...

El llanto ahogó sus palabras y no pudo terminar la frase; luego añadió:

-Es mi hijo, lo quiero y moriría de pena; admítalo de nuevo, señor Director, para que no sobrevenga una desgracia en la familia. ¡Hágalo por caridad hacia una pobre madre! -y se cubrió el rostro con ambas manos, sin parar de sollozar.

Franti permanecía impasible, con la cabeza baja. El Director le miró, estuvo un rato pensativo y, al fin, le dijo:

-Vete a tu sitio.

La madre se quitó entonces las manos de la cara, muy consolada, y empezó a darle las gracias, sin dejar de hablar al Director, y se marchó hacia la puerta, enjugándose los ojos y diciendo atropelladamente:

-Hijo mío, sé bueno. Tengan paciencia con él. Muchas gracias, señor Director; ha hecho usted una gran obra de caridad. Adiós, hijo. Pórtate bien. Buenos días, niños. Gracias, señor maestro; hasta la vista. Perdonen tanta molestia. ¡Soy una madre...!

Y dirigiendo desde el umbral una mirada más de súplica a su hijo, se fue, recogiendo el chal que le iba arrastrando, pálida, encorvada, temblorosa, y aún la oímos toser cuando bajaba por la escalera.

El señor Director miró fijamente a Franti en medio del silencio de la clase, y le dijo con voz que hacía temblar:

-¡Franti, estás matando a tu madre!

Todos miramos a Franti, y el sinvergüenza se sonrió.

Esperanza

Domingo, 29

Mucho me ha complacido, Enrique, el gesto que has tenido cuando, al volver de la clase de religión, te has echado en mis brazos. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consoladoras te ha dicho el maestro! Dios, que nos ha puesto al uno en los brazos del otro, no nos separará nunca; cuando muramos tu padre y yo, no nos diremos las tremendas y desalentadoras palabras: «Madre, padre, Enrique, ¡no te veré ya más!» Nos volveremos a encontrar en otra vida, y el que hubiere sufrido mucho en ésta, quedará ampliamente recompensado; quien ame intensamente en la tierra estará con las almas de los seres queridos en un mundo sin culpas, ni aflicciones, ni muerte. Pero debemos hacernos todos dignos de esa otra vida.

Mira, hijo mío: cada buena acción tuya, cada palabra de cariño para quien bien te quiere, cada acto de cortesía hacia tus compañeros, cada pensamiento noble tuyo, es como un paso adelante hacia aquel mundo. Y también te elevan hacia él todas las desgracias y las penas, porque las penas son la expiación de una culpa y toda lágrima borra una mancha. Proponte cada día ser mejor y más amable que el día anterior. Di todas las mañanas: «Hoy quiero hacer algo que pueda alabarme la conciencia y contente a mi padre, algo que aumente el aprecio de tal o cual compañero, el afecto del maestro, de mi hermano o de otros. »

Pide a Dios que te dé fuerzas para poner en práctica tus buenos propósitos. Dile: «Señor, quiero ser bueno, tener nobles sentimientos, ser animoso, afable y sincero. ¡Ayudadme! ¡Haced que cada noche, al darme mi madre el último beso, pueda decirle: Esta noche besas a un chico mejor, más digno que el que besaste ayer!» Ten siempre en tu pensamiento al Enrique sobrehumano y feliz que podrás ser después de esta vida. ¡ Y reza! No puedes imaginar la dulzura y la satisfacción que experimenta una madre cuando ve a su hijo arrodillado y con las manos juntas en actitud de oración. Cuando te veo rezando, me parece imposible que no haya quien te esté viendo y escuchándote. Creo entonces más firmemente que hay una Bondad suprema y una Piedad infinita; te quiero más; trabajo con mayor ardor, sufro con más fortaleza, perdono de todo corazón y pienso en la muerte con serenidad.

¡Qué dicha, Dios mío, volver a oír después de la muerte la voz de mi madre, volver a encontrar a mis hijos, ver de nuevo a mi Enrique, a mi Enrique bendito e inmortal, y estrecharlo en un abrazo que ya no tendrá fin nunca jamás, en una eternidad...!

¡Reza, recemos; querámonos, seamos buenos, y llevemos en el alma, adorado hijo mío, esa celestial esperanza!

TU MADRE


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