Amicis Febrero

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Febrero

Medalla bien concedida

Sábado, 4

Esta mañana vino a repartir los premios el Inspector, un señor de barba blanca y vestido de negro. Entró con el Director poco antes de terminar las clases y tomó asiento al lado del maestro. Hizo algunas preguntas y luego entregó la primera medalla a Derossi. Antes de dar la segunda, estuvo oyendo al Director y al maestro, que le hablaban en voz baja. Todos nos preguntábamos para quién sería la segunda.

El Inspector dijo en voz alta:

-Esta vez se ha hecho merecedor de la segunda medalla el alumno Pedro Precossi por lo que ha trabajado en su casa, por las lecciones, la caligrafía, el comportamiento y todo en general.

Todos miramos a Precossi, pudiéndose apreciar que aprobábamos tal distinción en la expresión de nuestros rostros. Precossi se levantó, pero estaba tan confuso que no sabía a dónde ir. El Inspector lo llamó y él salió del banco, yendo a situarse al lado del maestro.

El Inspector se fijó en la cara color de cera, en el desmedrado cuerpo enfundado en ropa no hecha a su medida de nuestro ejemplar compañero, así como en sus bondadosos y tristones ojos que rehuían enfrentarse con los suyos, dejando adivinar una historia de grandes sufrimientos. Al prenderle después la medalla en el pecho, le dijo con voz llena de cariño:

-Precossi, te concedo la medalla. Nadie más digno que tú para llevarla, no sólo por tu clara inteligencia y la buena voluntad de que has dado pruebas, sino también por tu corazón, por tu valor, por ser un hijo magnífico. ¿No es verdad -añadió, dirigiéndose a nosotros- que también la merece por eso?

-Sí, sí -respondimos a coro.

Precossi movió su garganta como para tragar algo, y giró la mirada por los bancos para expresarnos su gratitud.

-Puedes retirarte, querido muchacho -le dijo el Inspector-, y que Dios te proteja.

Era la hora de salir, y los de mi clase fuimos los primeros. Apenas salimos, ¡quién lo dijera!, vimos en el gran zaguán, precisamente junto a la puerta, al padre de Precossi, el herrero, pálido como de costumbre, con su torva mirada, con el pelo hasta los ojos, la gorra ladeada y tambaleándose.

El maestro lo reconoció en seguida y dijo unas palabras al oído del Inspector, quien se fue presuroso en busca de Precossi, le tomó de la mano y lo llevó a su padre. El chico temblaba. También se acercaron el maestro y el Director, y muchos niños les hicieron corro.

-Usted es el padre dé éste chico, ¿no es verdad? -preguntó el Inspector al herrero con aire jovial, como si hubiesen sido amigos. Sin esperar la respuesta, añadió:

-Le felicito. Mire, ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro de sus compañeros; se la ha merecido por la Redacción, la Aritmética y por todo. Es un muchacho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que, sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; le aseguro que puede usted estar orgulloso de él.

El herrero, que había permanecido escuchando con la boca abierta, miró fijamente al Inspector y al Director, y luego a su hijo, que estaba delante de él con la vista baja, sin parar de temblar; y como si recordase o comprendiese entonces por primera vez lo que había hecho padecer a su hijo, así como la bondad y la heroica perseverancia con que le había aguantado, se le advirtió de pronto en su cara cierta estupefacta admiración, luego una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y triste; agarró con rápido gesto al muchacho por la cabeza y lo estrechó fuertemente contra su pecho. Todos nosotros pasamos por delante de él. Yo le invité a que viniese a casa el jueves con Garrone y Crossi: otros le saludaron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limitaban a tocar la medalla; todos le decían algo. El padre nos miraba con cara de asombro, apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.

Buenas intenciones

Domingo, 5

La medalla dada a Precossi ha despertado en mí cierto remordimiento. ¡Yo todavía no he ganado ninguna! De un tiempo a esta parte no estudio lo suficiente y estoy descontento de mí, de igual modo que también lo están el maestro, mi padre y mi madre. Ni siquiera me divierto con la misma satisfacción que antes, cuando trabajaba de buena gana. Recuerdo que de la mesa corría a mis juegos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un mes entero. Ahora no me siento con los míos a la mesa con el mismo gusto de tiempos atrás. Parece que me persigue una sombra y que una voz interior me dice: «Esto no marcha, no va de ninguna manera.»

Cuando a primeras horas de la noche veo pasar por la plaza a tantos jóvenes y mayores, que regresan del trabajo, visiblemente cansados, pero alegres y satisfechos, que apresuran el paso para llegar pronto a su casa, lavarse y ponerse a comer, hablando fuerte, riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el carbón o blanqueadas por el yeso y la cal, y pienso que han estado trabajando de sol a sol en los tejados, delante de los hornos, entre máquinas o dentro del agua, o bajo la tierra, sin comer, quizá, más que un pedazo de pan, me siento avergonzado, ya que en todo ese tiempo no me ha faltado nada y me he limitado a emborronar de mala gana cuatro paginuchas.

Sí. Estoy descontento, me encuentro insatisfecho.

Yo veo que mi padre está de mal humor y quisiera decírmelo, pero aguanta con pena y espera todavía. Querido padre, ¡tú que tanto trabajas!

Tuyo es cuanto veo y toco en casa. Todo lo que me abriga y alimenta, lo que me instruye y me divierte, fruto es de tu trabajo, y yo, en cambio, no me esfuerzo; todo te ha costado preocupaciones, privaciones, sinsabores, fatigas, y yo no te correspondo cumpliendo debidamente mi obligación. Ah, esto es demasiado injusto y me roba la paz.

Desde hoy quiero empezar una nueva vida, estudiar, como Stardi, con los puños y los dientes apretados, trabajar en los quehaceres de la escuela con toda la fuerza de mi voluntad y de mi corazón; quiero vencer el sueño por la noche, tirarme temprano de la cama, avivar mi inteligencia sin cesar, dominar plenamente mi pereza, fatigarme y hasta sufrir, para no arrastrar ya más esta vida de debilidad y de desgana, que me envilece y llena de tristeza a mis padres.

¡Animo y a trabajar! ¡A trabajar con toda el alma y las fuerzas de que soy capaz! El trabajo me dará tranquilo reposo, juegos alegres y comidas satisfactorias; me traerá de nuevo la complaciente sonrisa de mi maestro y el cariño de mis padres.

El tren de mentiras

Viernes, 10

Ayer vinieron a casa Precossi y Garrone. Yo creo que no se les habría recibido con mayor alborozo y atenciones si hubiesen sido hijos de príncipes. Garrone era la primera vez que venía, porque es bastante huraño y se avergüenza un tanto de ser compañero nuestro de clase siendo tan grandón. Todos los de casa acudimos a abrirles la puerta en cuanto llamaron. Crossi no vino, porque al fin ha llegado su padre de América, después de seis años de ausencia. Mi madre besó inmediatamente a Precossi, y mi padre le presentó a Garrone, diciéndole:

-Aquí tienes a este compañero de tu hijo, que no es solamente un buen muchacho, sino todo un gentilhombre.

Garrone bajó su rapada cabeza, sonriéndose a escondidas conmigo. Precossi llevaba su medalla, y estaba contento porque su padre ha reanudado el trabajo y hace cinco días que no prueba la bebida, quiere que esté con él en la herrería, y parece otro.

Yo saqué todos mis juguetes y empezamos a entretenernos. Precossi quedó encantado ante el trenecito que anda cuando se le da cuerda; nunca lo había visto, y devoraba con la vista la maquinita y los vagoncitos rojos y amarillos. Le entregué la llave para que se divirtiera a sus anchas; se arrodilló y ya no volvió a levantar la cabeza.

Nunca le había visto tan contento. A cada instante nos decía:

-Perdonad, perdonad.

Y nos apartaba las manos si intentábamos detener la máquina; luego cogía y ponía los vagoncitos con mucho cuidado, como si fueran de frágil vidrio. Temía estropearlos hasta con el aliento, y los limpiaba mirándolos por arriba y por abajo, sin dejar de sonreír con satisfacción.

Todos nosotros estábamos de pie, sin cesar de mirar con la mayor complacencia aquel cuello tan delgadito, las torturadas orejas que yo había visto sangrar cierto día, aquel chaquetón con las bocamangas vueltas, por donde salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces se habían levantado para defender la cara de los golpes.

¡Oh! En aquel momento le habría regalado todos mis juguetes y todos mis libros, me habría quitado de la boca el último pedazo de pan para dárselo, me habría despojado de mi ropa para vestirlo y me habría arrodillado para besarle las manos. «Por lo menos he de entregarle el trenecillo», pensé entre mí; pero tendría que pedir la debida autorización a mi padre. Entonces noté que me ponían un papelito en una mano; lo había escrito mi padre con lápiz y en él decía: «A Precossi le gusta tu tren. El no tiene juguetes. ¿No te dice nada el corazón?» Al instante cogí con ambas manos la máquina y los vagoncillos, y se lo puse todo en sus brazos, diciéndole:

-Tómalo, es tuyo.

El se quedó mirándome sin comprender.

-Es tuyo -le repetí-; te lo regalo.

Precossi miró a mi padre y a mi madre, la mar de aturdido, y les preguntó:

-Pero, ¿por qué?

Mi padre le respondió:

-Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque te aprecia... y para celebrar que te hayan concedido la medalla.

El chico preguntó con timidez:

-¿Podré llevármelo... a mi casa?

-¡Pues claro! -le dijimos todos.

Ya estaba en la puerta y aún no se atrevía a marcharse. ¡Se sentía muy feliz! Pedía disculpa y su boca temblaba y reía al mismo tiempo. Garrone le ayudó a envolver el trenecillo en el pañuelo, y al inclinarse, se notó el ruido que producían los trozos de pan al chocar entre sí en su bolsillo.

-Un día -me dijo Precossi- tienes que ir a la herrería para ver cómo trabaja mi padre. Te daré unos clavos.

Mi madre puso un ramillete en el ojal de la chaqueta de Garrone para que se lo entregase a su madre.

-Gracias -le contestó, sin levantar la barbilla del pecho, pero brillándole en los ojos su alma noble y llena de bondad.

Soberbia

Sábado, 11

¡Y pensar que Carlos Nobis se limpia con afectación la manga cuando le toca Precossi al pasar! Es la soberbia personificada, y todo porque su padre es un ricachón. ¡También es rico el padre de Derossi! Carlos desearía tener un banco para él solo; teme que todos lo ensucien, mira a los compañeros por encima del hombro y siempre tiene a flor de . labios una sonrisa de desdén. ¡Ay si se le pisa un pie cuando salimos en fila de dos! Por nada lanza al rostro una palabra injuriosa o amenaza con hacer venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le regañó cuando trató de andrajoso al hijo del carbonero! Nunca he visto semejante altanería. Nadie le habla ni se despide de él a la salida, ni hay quien le apunte lo más mínimo cuando no se sabe la lección. El no se interesa por nadie, y finge despreciar a todos, en especial a Derossi, por ser el primero, y luego a Garrone porque todos le quieren. Pero Derossi ni siquiera repara en él, y en cuanto a Garrone, cuando le dijeron que Nobis hablaba mal de él, contestó:

-Me importa un higo ese orgulloso tonto. A decir verdad ni merece que le toque, ni siquiera con mis puños.

El mismo Coretti, un día que se burlaba de su gorra de piel de gato, llegó a decirle:

-Vete con Derossi para aprender a tener educación.

Ayer fue a quejarse al maestro porque el calabrés le había tocado una pierna con el pie. El maestro preguntó al calabrés si lo había hecho adrede, y al responderle con toda franqueza que no, dijo al querelloso:

-Eres demasiado quisquilloso, Nobis.

Este, con su acostumbrado aire de mimado, contestó:

-Se lo diré a mi padre.

El maestro se encolerizó entonces y repuso:

-Tu padre no te hará caso, como ha ocurrido otras veces. Además, en la escuela es el maestro quien únicamente juzga y sanciona -luego añadió con dulzura-. Vamos, Nobis, cambia de modales, sé bueno y cortés con tus compañeros. Aquí hay hijos de trabajadores y de señores, de ricos y de pobres; todos se aprecian y se tratan como hermanos... ¿Por qué no haces tú lo mismo que los demás? ¡Qué poco te costaría hacerte querer por todos y encontrarte más contento en este ambiente... ! ¿Qué? ¿No tienes nada que contestar?

Nobis, que había escuchado las reflexiones del profesor con su acostumbrada sonrisa despectiva, le respondió fríamente:

-No, señor.

-Siéntate -le dijo el maestro-; te compadezco. Eres un chico sin corazón.

Todo parecía haber terminado; pero el albañilito, que está en el primer banco, volviendo su cara redonda hacia Nobis, que se sienta en el último, le hizo la acostumbrada mueca, poniéndole hocico de liebre, con tanta exactitud y gracia, que en toda la clase estalló una sonora risotada. El maestro le regañó, pero tuvo que taparse la boca para ocultar su risa. Nobis también se rió, si bien su risa no pasaba de los dientes.

Heridos en el trabajo

Lunes, 13

Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro se conmovieron esta mañana ante lo que pasó delante de nuestras narices.

Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a unos pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban para restregar el hielo con las carpetas y las gorras y poder resbalar mejor, cuando vemos venir por medio de la calle una multitud de gente con paso precipitado, serios, espantados, hablando en voz baja. En medio venían tres guardias municipales, y detrás de éstos dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzaba hacia nosotros. Sobre la camilla venía tendido un hombre, blanco como un muerto, con la cabeza caída sobre un hombro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla venía una mujer con un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba:

-¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Seguía a la muchedumbre un muchacho con su cartera bajo el brazo y sollozando.

-¿Qué ha pasado? -preguntó mi padre.

Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caído de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban la camilla se detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabeza horrorizados. Vi que la maestrita de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban en el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; también yo pensé en él. Por mi parte, tengo al menos el ánimo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque sé que mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo peligro; pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que sus padres trabajan sobre un alto puente o cerca de las ruedas de una máquina y que sólo un gesto o un paso en falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hijos de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo:

-Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás sano y tranquilo; anda.

El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el corazón gritando:

-¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

-No, no está muerto -le decían todos.

Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz indignada que dice:

-¡Te ríes!

Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo:

-¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo!

Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de sangre.

El prisionero

Viernes, 17

He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año.

En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano, porque este año no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el maestro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administración de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su despacho, donde nos obsequió con unas copas.

Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el maestro:

-Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted supiese su historia... ! -Y nos la refirió:

-Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla del establecimiento penitenciario, una estancia redonda, de pare des altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de una reducida celda. Explicaba las lecciones paseando por la fría y oscura capilla, estando los escolares asomados por sus correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el número 78, había uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgraciado que malvado, un ebanista que, en un momento de arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión. En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapareció. Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba negra, un poco entrecana y pobremente vestido.

-¿Es usted -me dijo- el maestro que daba clase en la cárcel de Turín?

-El mismo. Pero, ¿quién es usted? -le pregunté.

-Yo soy -me dijo-el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se recuerda, en la última lección me dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle... y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como recuerdo mío, señor maestro?

Me quedé sin saber qué decir. El creyó que no quería aceptar el regalo, y me miró como queriendo decirme: «¡Seis años de padecimientos no han bastado, pues, para purificar mis manos!» Fue tal y tan vivo el dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me traía. Y aquí lo tiene.

Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza de grandísima paciencia. Tenía tallada una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor: A mi maestro. - Recuerdo del número 78. - ¡Seis años! Y por debajo, en pequeños caracteres: Estudio y esperanza... El maestro no dijo nada más y nos marchamos.

En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, el adiós de despedida, el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante... i Cuán lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Derossi, después de copiar el problema de Matemáticas para el examen mensual, conté a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: ¡Seis años! Derossi se sobresaltó ante semejantes palabras y empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de la verdulera, que estaba en el banco de delante, dándonos la espalda, enteramente absorto en el problema.

-¡Cállate! -me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo-. Crossi me dijo anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos de su padre, recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a mano, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! ¡Seis años! El decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cárcel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el delito; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto! Yo me quedé sin habla, mirando fijamente a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a Crossi por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le quitó de las manos El enfermero del Tata, cuento mensual que el maestro le había dado a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a nadie y, cuando salimos de clase, me dijo apresuradamente:

-Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido ahora a esperarlo; tú haz lo que haga yo.

Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Crossi en lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, con algunas canas, mal vestido, de semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano de Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta:

-Hasta mañana, Crossi -y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Derossi, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo también. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón.

CUENTO MENSUAL

El enfermero del Tata

En la mañana de un día lluvioso de marzo, un chico vestido de aldeano, calado hasta los huesos y lleno de barro, se presentó en la portería del Hospital de los Peregrinos de Nápoles, con un fajo de ropa bajo el brazo, para preguntar por su padre. Llevaba una carta en la mano. Tenía una agraciada cara ovalada de color moreno pálido, ojos pensativos y gruesos labios entreabiertos, que permitían ver sus blanquísimos dientes. Procedía de un pueblecito de las cercanías de la ciudad. Su padre había salido de casa hacía un año para ir a Francia en busca de trabajo, y había vuelto a Italia, desembarcando unos días antes en Nápoles, donde había enfermado tan repentinamente, que apenas le dio tiempo para escribir unas líneas a la familia anunciándole su regreso y su entrada en el hospital. Angustiada por tal noticia y no pudiendo moverse de casa por tener una niña enferma y una criatura en pañales, la mujer había mandado a Nápoles al hijo mayor para cuidar de su padre, de su tata, que es el nombre cariñoso que dan por allí los niños a los padres. El muchacho tuvo que recorrer diez leguas de camino.

El portero, después de dar una ojeada a la carta, llamó a un enfermero y le dijo que llevase al muchacho donde estaba su padre.

-¿Cómo se llama tu padre? -le preguntó el enfermero.

El chico, temblando ante el temor de recibir una mala noticia, le dijo el nombre.

El enfermero no se acordaba de él.

-¿Es un viejo trabajador, que ha llegado de fuera? -preguntó.

-Trabajador, sí -respondió el muchacho cada vez más anhelante-; pero no muy viejo. De fuera sí que ha venido.

-¿Cuándo entró en el hospital? -preguntó el enfermero.

El muchacho dio una mirada a la carta.

--Creo que hace cinco días.

El enfermero se quedó algo pensativo; luego, como recordando de pronto:

-¡Ah! -dijo-, la sala cuarta, la cama del fondo.

-¿Está muy enfermo? ¿Cómo se encuentra? -preguntó el chico con ansiedad.

El enfermero le miró sin responder. Luego le dijo:

-Ven conmigo.

Subieron dos tramos de escalera; fueron al extremo de un amplio corredor, hasta hallarse ante la puerta abierta de una sala donde había dos largas filas de camas.

-Ven -repitió el enfermero, entrando.

El muchacho se armó de valor y le siguió, dirigiendo miradas medrosas a derecha e izquierda, sobre los blancos y consumidos semblantes de los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros miraban al espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. No faltaba quien gemía como un niño. La sala estaba oscura y el aire impregnado de penetrante olor de medicamentos. Dos Hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado con frascos en la mano.

Habiendo llegado al extremo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de una cama; apartó un poco las cortinillas y dijo:

-Ahí tienes a tu padre.

El chico rompió a llorar y, dejando caer el envoltorio que llevaba, reclinó su cabeza sobre el hombro del enfermo, cogiéndole con una mano el brazo que tenía extendido e inmóvil sobre la cubierta. El enfermo no se movió.

El muchacho se irguió, miró a su padre y empezó a llorar de nuevo. El enfermo le dirigió entonces una larga mirada y pareció reconocerlo. Pero sus labios no se movían. Pobre tata, ¡qué cambiado estaba! Su hijo no le habría reconocido. Había encanecido, tenía la cara hinchada y enrojecida, con la piel tersa y reluciente, los ojos empequeñecidos, los labios abultados, toda la fisonomía alterada; tan sólo conservaba iguales la frente y el arco de las cejas. Respiraba afanosamente.

-¡Tata, tata! -dijo el muchacho-. ¡Soy yo! ¿Es que no me conoces? Soy Cecilio, tu Cecilio; he venido desde el pueblo por encargo de mamá. Fíjate en mí. ¿No me reconoces? Dime aunque sólo sea una palabra.

Pero el enfermo, después de haberle mirado con atención, cerró los ojos.

-¡Tata, tata! ¿Qué te pasa? Soy tu hijo, tu Cecilio.

El hombre no se movió y continuó respirando con dificultad.

Llorando a lágrima viva, el muchacho tomó entonces una silla y se sentó a su lado, esperando sin apartar la vista de su cara. «Pasará algún médico haciendo la visita», pensaba. «Algo me dirá.» Y se sumergió en sus tristes pensamientos, recordando muchas cosas de su buen padre: el día de su partida, cuando le había dado el último adiós desde el barco, las esperanzas que la familia había fundado en aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta. Pensó en la muerte. Ya veía a su padre muerto, a la madre vestida de luto y la familia en la miseria. Así permaneció mucho tiempo. Una suave mano le tocó en el hombro, y él se estremeció. Era una monja.

-¿Qué tiene mi padre? -le preguntó en seguida.

-¡Ah! ¿Es tu padre? -le respondió la hermana con gran dulzura.

-Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene?

-¡Animo, muchacho! -le respondió la hermana-. Ahora vendrá el médico. -Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla, y vio que por el fondo de la sala entraba el médico, acompañado por un practicante. Les seguían la hermana y un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en cada cama. La espera se le hacía eterna al muchacho, y su ansiedad aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la cama inmediata. El médico era un señor alto y encorvado, de aspecto respetuoso. Antes de que se separara de aquella cama, el chico se levantó y, al acercarse, empezó a llorar.

El médico le miró.

-Es el hijo del enfermo -dijo la hermana-; ha llegado esta mañana de su pueblo.

El médico le puso una mano en el hombro y luego se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo algunas preguntas a la religiosa, que se limitó a responder:

-Nada de particular.

Quedó algo pensativo y después dijo:

-Continúe como hasta ahora.

El muchacho se armó de valor y preguntó con voz llorosa:

-¿Qué tiene mi padre?

-¡Animo, muchacho! -le respondió el médico volviéndole a poner la mano en el hombro-. Tiene una erisipela facial. Es cosa de cuidado, pero todavía hay esperanzas. No le dejes solo. Tu presencia puede serle beneficiosa.

-¡No me ha conocido! -exclamó el chico con desolación.

-Te reconocerá... mañana. ¡Quién sabe! Confiemos que todo vaya bien. ¡Valor, hijo!

El chico hubiera querido preguntarle más, pero no se atrevió. El médico siguió adelante y el niño comenzó entonces su papel de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en cuando la mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba sobre él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le llevaba algo de beber, le cogía el vaso o la cucharilla y se lo daba él. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada se detenía cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba los ojos con el pañuelo.

Así transcurrió el primer día. Por la noche, el chico durmió sobre dos sillas, en un ángulo de la sala y a la mañana siguiente reanudó sus filiales atenciones. Aquel día pareció que los ojos del enfermo daban a entender que empezaba a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque, cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en sus pupilas una vaga expresión de gratitud, y en cierta ocasión hasta movió un poco los labios como queriendo decir algo.

Después de cada breve intervalo de somnolencia, abriendo los ojos, parecía que buscaba a su pequeño enfermero. El médico pasó otras dos veces y notó cierta mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el muchacho un vaso a la boca, creyó advertir en sus hinchados labios el esbozo de una ligera sonrisa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor confianza en su restablecimiento. Creyendo que le podría entender, aunque confusamente, le hablaba bastante de la madre, de las hermanitas, de la vuelta a su casa, y le daba ánimos empleando las palabras más encendidas y cariñosas que se le ocurrían.

Y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle, le seguía hablando por parecerle que el enfermo le escuchaba con cierto agrado, complaciéndole aquella desacostumbrada demostración de afecto y de tristeza. De esta manera pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en continua alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeoramientos. Tan entregado estaba el chico a los cuidados, que apenas tomaba al día otro alimento que un poco de pan y queso que le llevaba la hermana, sin apenas advertir lo que sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos, las presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros y la desolación de los visitantes que salían sin esperanza, todas las dolorosas y tristes escenas de la vida de un hospital, que en otras circunstancias le habrían aturdido y horrorizado.

Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin moverse junto al lecho de su tata, atento, anhelante, sobresaltado a cada suspiro y mirada, con el alma en un hilo entre la esperanza que le ensanchaba el pecho y un desaliento que le helaba la sangre en las venas.

Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor.

El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó por el estado del enfermo, como queriendo decir que se estaba llegando al final, con lo que el afligido muchacho se abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin embargo había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pesar del empeoramiento, parecíale que el enfermo iba recobrando paulatinamente el conocimiento. Le miraba cada vez con mayor fijeza y con creciente expresión de dulzura; no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de su mano, y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los labios, como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan distintamente lo hacía algunas veces, que su hijo le sujetaba el brazo con violencia, aliviado por repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría:

-¡Animo, ánimo, tata, te pondrás bien! Volveremos a casa donde nos espera mamá. ¡Un poco más de valor!

Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se había entregado a uno de tales transportes de ternura y de esperanza, cuando por detrás de la puerta más próxima de la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz que dijo tan sólo:

-Hasta luego, hermana.

El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se ahogó en su garganta.

En el mismo instante entró en la sala un hombre con un gran envoltorio en la mano, seguido de una hermana.

El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado en su sitio.

El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez:

-¡Cecilio!- Y corrió hacia él.

El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin sentido. Las religiosas, los enfermeros, el practicante acudieron apresuradamente y se quedaron estupefactos.

El chico no podía recobrar la voz.

-¡Hijo querido! -exclamó el padre, tras haber dirigido una atenta mirada al enfermo, y sin parar de besar repetidamente al muchacho-. ¡Cecilio, mi querido hijito! ¿Cómo ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro enfermo. ;Y pensar que me desesperaba por no verte a mi lado después de haberme informado mamá por carta de que te había enviado aquí! ¡Pobrecito Cecilio! ¿Cuántos días llevas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante confusión? Yo me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sabes? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado de alta y me marcho. Vámonos, hijo, ¡Santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho!

El muchacho intentó hilvanar cuatro palabras para dar noticias de la familia:

-¡Qué contento estoy! -balbuceó-. ¡Pero qué contento! ¡Qué días tan malos he pasado!

Y no paraba de besar a su padre.

Sin embargo no se movía.

-Venga, vámonos. ¿Qué haces ahí? -le dijo el padre-. Aún podremos llegar esta tarde a casa -y le atrajo hacia sí.

Mas el chico volvió la vista hacia su enfermo.

-Pero... ¿vienes o no? -le preguntó su padre muy extrañado.

El chico continuaba mirando al enfermo, que en aquellos momentos abrió los ojos y le miró fijamente.

Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.

-No, tata, espera... Mira, no puedo. Fíjate en ese viejo. Estoy aquí desde hace cinco días, y no deja de mirarme. Yo creía que eras tú y le he tomado cariño. Me mira y yo le doy de beber. Quiere que esté a su lado y ahora está muy malo; ten paciencia; no me atrevo, no sé, me da mucha lástima; mañana iré yo a casa; déjame estar aquí algo más, no debo abandonarlo. No sé quien es, pero me quiere y se moriría si me fuera. ¡Déjame estar aquí, querido tata!.

-¡Bravo, pequeño! -exclamó el practicante.

El padre quedó perplejo mirando a su hijo; luego se fijó en el enfermo.

-¿Quién es? -preguntó.

-Un campesino como usted -respondió el practicante-, que vino de fuera e ingresó en el hospital el mismo día que usted. Lo trajeron sin sentido y no pudo decir nada. Tal vez esté lejos su familia, quizás tenga hijos. Sin duda creerá que éste es uno de ellos.

El enfermo no cesaba de mirar al muchacho, y el padre dijo a Cecilio:

-Quédate.

-Tal vez no tendrá que asistirle mucho tiempo -añadió el practicante.

-Quédate -repitió el padre-. Tienes buen corazón. Yo me voy en seguida para casa, pues tu madre debe estar muy intranquila. Toma una moneda para tus gastos. Hasta pronto, hijo mío. ¡Adiós!

Le abrazó, le miró fijamente con inmensa ternura, le besó repetidas veces en la frente y se fue.

El niño volvió junto a la cama del enfermo y éste pareció consolado.

Cecilio reanudó su oficio de enfermero, sin llorar, pero con el mismo interés, con idéntica paciencia que antes. Le volvió a dar de beber, a arreglarle la ropa, a acariciarle la mano, a hablarle dulcemente para darle ánimos.

Lo asistió aquella tarde y por la noche, y también al día siguiente. Pero el enfermo se iba agravando por momentos; su cara se amorataba, su respiración se hacía más afanosa y aumentaba su agitación; salíanle de la boca sonidos inarticulados y la hinchazón se hacía monstruosa. En la visita de la tardé, el médico dijo que no pasaría de aquella noche.

Cecilio redobló entonces sus cuidados y no lo perdía de vista un solo instante. El enfermo le miraba y aun movía los labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como queriendo decir algo, y una expresión de infinita ternura se le dibujaba en los ojos, que cada vez se empequeñecían más y poco a poco, lentamente se le iban velando.

Aquella noche permaneció el chico en vela hasta que vio clarear por las ventanas la luz del alba, y apareció la hermana, quien se aproximó al lecho, miró al enfermo y se alejó precipitadamente, volviendo al poco con el médico ayudante y un enfermero, que llevaba una linterna.

-Está en los últimos momentos -dijo el médico.

El chico tomó la mano del enfermo. Este abrió los ojos, miró al muchacho y los volvió a cerrar. Parecióle al chico que le apretaba la mano.

-¡Me ha apretado la mano! -exclamó.

El médico permaneció inclinado sobre el enfermo un ratito y luego se incorporó. La monja descolgó un crucifijo que pendía de la pared.

-¿Está muerto? -preguntó el muchacho.

-Vete, hijo mío -dijo el médico-. Tu obra ha terminado. Vete y que tengas mucha suerte, como mereces. Dios te protegerá. ¡Adiós!

La hermana, que se había alejado un momento antes, volvió con un ramillete de violetas que cogió de un vaso que había en la ventana, y se lo entregó al muchacho, diciéndole:

-No tengo otra cosa que darte. Toma esto como recuerdo del hospital.

-Gracias -respondió el chico, al tiempo que cogía con una mano el ramillete y se enjugaba con la otra los ojos-. Pero tengo que andar mucho... y las voy a estropear.

Después desató el ramillete y esparció las violetas por la cama, diciendo:

-Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias, hermana; muchas gracias, señor Doctor.

Después, dirigiéndose al muerto:

-¡Adiós!... -Y mientras buscaba qué nombre darle, le vino a la boca el cariñoso que le había dado durante cinco días: -¡Adiós... pobre tata!

Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el brazo y a paso lento salió de la sala.

Comenzaba a despuntar el día.

El taller

Sábado, 18

Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garoffi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garofi! Asomándonos a la puerta vimos a Precossi sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precossi padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego.

-¡Ah! ¡Aquí tenemos -dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra- al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. -Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces. El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

-¿Ha visto cómo se hace, señorito? -me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

-En verdad que está bien hecha -le dijo mi padre; y prosiguió-: ¡Vamos!... Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

-Ha vuelto, sí -respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido-. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? -Mi padre se hizo el desentendido-. Aquel guapo muchacho -dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo-; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla... ¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! -El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo-: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá.

Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro.

-Así me gusta -dijo el herrero y lo puso en tierra.

-¡Así me gusta, Precossi! -exclamó mi padre con alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precossi me dijo:

-Dispénsame -y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

-Tú le has regalado tu tren -me dijo mi padre por el camino-; pero aun cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre.

E! payasito

Lunes, 20

Toda la ciudad es un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En las plazas hay carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de lona, donde trabaja una pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos.

El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas duermen y se visten; tres casitas sobre ruedas, con sus ventanitas y una chimeneíta cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas.

Hay una mujer que da de mamar a un niño de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda.

¡Pobre gente!

Se les llama titiriteros de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!

Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo! Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón.

En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel.

Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillín, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados negros. Calza zapatitos de tela. Es un diablillo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre.

Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos.

Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.

Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa. ¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.

-Publica un buen artículo en el periódico -le dijo-, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente.

Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia en' que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato artístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la representación del domingo acudió una gran multitud al circo. Estaba anunciado: Gran función a beneficio del payasito como se le llamaba en el periódico. Mi padre me llevó a los asientos de la primera fila.

En la entrada habían fijado un ejemplar del periódico. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores llevaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito, el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente satisfecho.

El circo se llenó por completo y faltaron localidades.

El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta entonces ningún periódico se había ocupado de su espectáculo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la recaudación superó todas las previsiones.

Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores había gente conocida. Cerca de la entrada por donde aparecían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro de gimnasia, que había militado a las órdenes de Garibaldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito, con su carita redonda, sentado junto al gigante de su padre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garoffi, que contaba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cierta distancia de nosotros, estaba el pobre Robetti, el que salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, teniendo las muletas entre las rodillas, junto a su padre, el capitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre su hombro.

Empezó la función.

En cierto momento vi que el maestro de gimnasia hablaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía repentinamente una mirada por las sillas de la primera fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el maestro le habría dicho que era el autor del artículo aparecido en el periódico y, para evitar compromisos y que acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó del local diciéndome:

-Quédate, Enrique. Te esperaré fuera.

El payasito, tras haber intercambiado unas palabras con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante de mí me dirigía una mirada afectuosa.

Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había hecho aquello?

Una vez terminada la representación, el dueño dio las gracias al público y todos los espectadores se levantaron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre la multitud y estaba para salir cuando noté que me tocaban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada carita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía las manos llenas de confites. Entonces comprendí.

-¿Querrías -me dijo- aceptar estos dulces del payasito?

Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.

-Entonces -añadió-, acepta también un beso.

-Dame dos -respondí, y le ofrecí la cara. El se limpió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, diciéndome: -Toma y lleva uno a tu padre.

Último día de carnaval

Martes, 21

¡Qué escena más impresionante presenciamos hoy en el desfile de las máscaras! Terminó bien, pero podía haber ocurrido una desgracia. En la plaza de san Carlos, decorada con banderolas y festones amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una gran multitud; daban vueltas máscaras de todo color; pasaban carrozas doradas y aguirnaldadas, llenas de colgaduras, en forma de escenarios y de barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas; entre tanta confusión no se sabía a dónde mirar; un estrépito ensordecedor de trompetas, cuernos y platillos; las máscaras de las carrozas bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle y a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse, y se tiraban con furia naranjas, confetti y serpentinas. Por encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cascos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón piedra, gorros gigantescos, trompas enormes, armas extravagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas; todos parecían locos.

Cuando nuestro carruaje entró en la plaza iba delante de nosotros una magnífica carroza, tirada por cuatro caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnaldas de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince jóvenes disfrazados de caballeros de la corte de Francia, con brillantes trajes de seda, peluca blanca rizada, sombrero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el pecho muchos lazos y encajes.

Todos cantaban a coro una cancioncilla francesa, arrojaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De pronto vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantaba sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desconsoladamente, agitando los brazos como acometida por ataques convulsivos.

El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:

-Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.

El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud.

Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando:

-¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!

Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso.

El de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar.

El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa.

-¡Busquen a su madre! -gritaba el de la carroza a la multitud-. ¡Busquen a su madre!

Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia la carroza... ¡Jamás la olvidaré! No parecía persona humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras para asir a su hijita. La carroza se detuvo.

-¡Aquí la tiene! -dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho... Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.

-Toma -le dijo-, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa.

La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en plausos; el de la carroza y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de aplausos y de vítores.

Los chicos ciegos

Jueves, 23

Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía.

-Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.

Derossi le preguntó:

-¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?

-Sí, durante varios años -respondió. Y Derossi insinuó a media voz:

-¿Por qué no nos dice algo de ellos?

El maestro se sentó en su mesa.

Coretti dijo en voz alta:

-El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.

-Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.

Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano. Imaginaos cuánto deben haber sufrido y sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los ven. Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros... me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos treinta mil ciegos en nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la luz...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!

El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar. Derossi preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros. El maestro dijo:

-Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que los que ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hace sol?», y el que antes se viste va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que produce girando, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!

Garoffi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos aprenden las Matemáticas mejor que los otros.

El maestro respondió:

-Así es. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!

Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.

Votini preguntó si tocaban bien.

-Sienten hondamente la música -respondió el maestro-. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!

Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista.» Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.

La música es para ellos lo que la luz para nosotros.

Derossi preguntó si sería posible ir a verlos.

-Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión. Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas. Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»

Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.

¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás las facciones de su madre.

El maestro está enfermo

Sábado, 25

Ayer tarde, al salir de la escuela, fui a visitar a mi maestro enfermo. El trabajo excesivo le ha hecho enfermar. Cinco horas de lección al día, luego una hora de gimnasia, luego otras dos horas de escuela de adultos por la noche, lo cual significa que duerme muy poco, que come a escape y que no puede ni respirar siquiera tranquilamente de la mañana a la noche; no tiene remedio, ha arruinado su salud. Esto dice mi madre. Ella me esperó abajo, en la puerta de la calle; subí, y en las escaleras me encontré al maestro de las barbazas negras, Coatti, aquel que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él me miró con los ojos fijos, bramó como un león en broma, y pasó muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuarto y tiraba de la campanilla; pero pronto cambié, cuando la criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscuras, donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en una cama pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se puso la mano en la frente como pantalla para verme mejor, y exclamó con voz afectuosa:

-¡Oh, Enrique!

Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hombro y me dijo:

-Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver a tu pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, querido Enrique. Y, ¿cómo va la escuela? ¿Qué tal los compañeros? ¿Todo va bien, eh, aun sin mí? Os encontráis bien sin mí, ¿no es verdad? ¡Sin vuestro viejo maestro!

Yo quería decir que no; él me interrumpió:

-Ea, vamos, ya lo sé que no me queréis mal.

Y dio un suspiro.

Yo miraba unas fotografías clavadas en las paredes.

-¿Ves? -me dijo-. Todos esos muchachos me han dado sus retratos, desde hace más de veinte años. Guapos chicos. He ahí mis recuerdos. Cuando me muera, la última mirada la echaré allí, a todos aquellos pilluelos, entre los cuales he pasado la vida. ¿Me darás tu retrato también cuando termines el grado elemental?

Luego tomó una naranja que tenía sobre la mesa de noche, y me la alargó diciendo:

-No tengo otra cosa que darte; es un regalo de enfermo.

Yo le miraba y tenía el corazón triste, no sé por qué.

-Ten cuidado, ¿eh? -volvió a decirme-; yo espero que saldré bien de ésta; pero si no me curase..., cuídate de ponerte fuerte en Aritmética, que es tu punto débil; haz un esfuerzo; no se trata más que de un primer esfuerzo, porque a veces no es falta de aptitud; es una preocupación o, como si se dijese, una manía.

Pero, entretanto, respiraba fuerte; se veía que sufría.

-Tengo una fiebre muy alta... -Y suspiró-. Estoy medio muerto. Te lo repito: ¡firme en Aritmética y en los problemas! ¿Que no sale bien a la primera? Se descansa un momento y se vuelve a intentar. ¿Que todavía no sale bien? Otro poco de descanso y vuelta a empezar. Y adelante, pero con tranquilidad, sin cansarse, sin perder la cabeza. Vete. Saluda a tu madre. Y no vuelvas a subir las escaleras; nos volveremos a ver en la escuela. Y si no nos volvemos a ver, acuérdate alguna vez de tu maestro del tercer año, que siempre te ha querido bien.

Al oír aquellas palabras, sentí deseos de llorar.

-Inclina la cabeza -me dijo. La incliné sobre la almohada y me besó sobre los cabellos. Luego añadió-: Vete -y volvió la cara del lado de la pared. Yo bajé volando las escaleras, porque tenía necesidad de abrazar a mi madre.

La calle

Sábado, 25

Esta tarde te he estado observando desde la ventana cuando venías de visitar al maestro y he visto que tropezabas con una señora. Ten más cuidado cuando vayas por la calle. También hay en ella deberes que cumplir. Si en una casa procuras medir los pasos y los gestos, ¿por qué no has de hacer otro tanto en la calle, que es de dominio público?

Recuérdalo, Enrique: cuando encuentres a un anciano, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debemos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.

Cada vez que veas a una persona en peligro de ser arrollada por un vehículo sácala de la calzada si es un niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa, coge el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no presenciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniatado entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir mañana de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chicos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos y a los niños abandonados; piensa que pasan la desventura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien tenga una deformidad repugnante o ridícula.

Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Contesta con educación al que te pregunte por una calle. No mires a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni grites.

Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga, ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, también la hallarás en el interior de las casas.

Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives; si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría tenerla presenté en la memoria, poder recorrer con el pensamiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encontraste los primeros amigos. Ha sido una madre para ti: te ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus calles y en su gente, quiérela y defiéndela si alguna vez la desprecian delante de ti.

TU PADRE


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