Amocis Noviembre

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Noviembre

El deshollinador

Martes, 1

Ayer por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra para entregarle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a salir, muy contentas, por las vacaciones de Todos los Santos y de los Difuntos; y vi algo inolvidable.

Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera de la calle, estaba apoyado en la pared y la frente sobre el brazo, un deshollinador muy pequeño, que tenía la cara completamente tiznada y sostenía el saco y el raspador de su oficio. El muchacho lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron dos o tres chicas de la segunda sección que le preguntaron:

-¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?

Pero él no les respondía y continuaba llorando.

-¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? -le volvieron a preguntar.

Quitó entonces el brazo del rostro, dejando al descubierto una cara infantil, y, gimoteando, les dijo que había estado trabajando en varias casas limpiando chimeneas, que había ganado seis reales y los había perdido por habérsele escurrido las monedas por un roto que tenía en el bolsillo -les hizo ver el agujero sacándose el forro-, no atreviéndose a volver a su casa sin el dinero.

-¡El amo me pegará! -dijo sollozando de nuevo y dejando caer otra vez la frente sobre el brazo con ademán de desesperación.

Las chicas le miraron muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas mayores y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus carteras bajo el brazo. Una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, se sacó del bolsillo dos monedas y dijo a todas:





-Yo sólo tengo estas dos monedas. ¿Por qué no hacemos una colecta?

-También tengo yo otras dos monedas -dijo otra vestida de encarnado-; entre todas podemos reunir por lo menos treinta.

Empezaron a llamarse unas a otras:

-¡Amalia! ¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene dinerito? ¡Aquí hace falta dinero!

Algunas llevaban para comprar flores o cuadernos y lo entregaron en seguida. Otras, más pequeñas, sólo pudieron dar calderilla. La de la pluma azul se hacía cargo de todo e iba diciendo:

-¡Ocho, diez, quince!

Pero hacía falta más.

Entonces llegó una mayor, que parecía una maestrita, y entregó una moneda de plata, recibiendo palabras de alabanza. Todavía faltan cinco monedas de bronce.

-¡Ahora vienen las de cuarto! -dijo una. Llegaron, efectivamente, las de cuarto y llovieron las monedas. Todas se arremolinaban, y era hermoso ver al pobrecito deshollinador en medio de chicas vestidas con diversos colores, en todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.

Habían reunido más de lo perdido por el chico, y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores ofreciendo sus ramitos de flores, por dar también algo.

Poco después llegó la portera, gritando:

-¡La señora Directora!

Las chicas se dispersaron en todas direcciones como desbandada de pájaros, quedando el pequeño deshollinador solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, muy contento, con las manos llenas de dinero y

con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero, habiendo no pocas flores incluso por el suelo, rodeando sus pies.

El día de los Difuntos

Miércoles, 2

Este día está consagrado a la conmemoración de los fieles difuntos. ¿Sabes, Enrique, a qué muertos debéis dedicar un recuerdo especial para vosotros los muchachos? A quienes más se distinguieron durante la vida en su amor a los niños y a los adolescentes. ¡Cuántas de esas personas beneméritas mueren de continuo! ¿Has pensado alguna vez en los muchísimos padres que consumieron su existencia en el trabajo, y en las madres que bajaron al sepulcro prematuramente extenuadas por las privaciones que soportaron para sustentar a sus hijos? ¿No sabes que ha habido padres que llegaron al fin de su vida desesperados por ver a sus hijos en la miseria, y que muchas mujeres perecieron de pena o se volvieron locas ante la pérdida de un hijo? Piensa hoy en todos esos muertos, Enrique. Piensa en tantas maestras que murieron jóvenes consumidas por el diario quehacer escolar para bien de los niños, de los cuales no quisieron separarse; piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagiosas de las que no se precavían por curar a los niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en las épocas de hambre, en un momento de supremo peligro, cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la última cuerda para librarse de las llamas, y expiraron satisfechos de su sacrificio que conservaba la vida de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrique, esos muertos; todo cementerio encierra centenares de santas criaturas, que, si pudieran levantarse por un momento de la sepultura, nos dirían el nombre de algún niño al que sacrificaron los placeres de la juventud, el sosiego de la vejez, los sentimientos, la inteligencia, la vida; esposas de veinte años, hombres en la flor de la edad, ancianas octogenarias, jovencitos -heroicos y oscuros mártires de la infancia-, tan grandes y gallardos, que no produce la tierra tantas flores como debiéramos poner en sus sepulcros. ¡Cuánto se quiere a los niños! Piensa hoy con gratitud en esos muertos y serás mejor y más afable con los que te quieren y trabajan por ti, afortunado hijo mío, tú que en el día de los fieles difuntos no tienes aún que llorar a ninguno.

TU MADRE

Mi amigo Garrone

Viernes, 4

No han sido más que dos los días de vacaciones y me parece que he estado mucho tiempo sin ver a Garrone. Cuanto más lo conozco, tanto más lo aprecio, y lo mismo les sucede a los demás, con excepción de los presuntuosos y arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque no permite que ninguno se haga el mandón. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: «¡Garrone!» y el mayor no osa pegarle.

Garrone es el más alto de la clase; levanta un banco con una mano; no para de comer. Su padre es maquinista del tren y él empezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años. Es muy servicial: cualquier cosa que se le pida, un lápiz, una goma, papel o el cortaplumas, lo presta o lo da. Es muy serio, y en clase ni habla ni se ríe; está muy quieto en el banco, que resulta reducido para él, debiendo tener la espalda agachada y la cabeza como metida en los hombros. Cuando lo miro, me dirige una sonrisa y entorna los ojos, cual si quisiera decirme: «¿Qué, Enrique? Somos amigos, ¿no?»

Da risa verle tan grandote y corpulento, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y corto; el sombrero no le cubre la cabeza; lleva el pelo a rape, botas pesadas y la corbata siempre arrollada como un cordel. ¡Cuánto quiero a ese muchacho! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños desearían tenerlo junto a sí como compañero de banco. Sabe mucho de Aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene una navajita con mango nacarado que se encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en clase, y en su caso no dijo nada para no asustar a sus padres. Consiente que le digan cualquier cosa sin tomarlo nunca a mal; pero, ¡ay si le dicen «no es verdad» cuando afirma algo! Entonces echa chispas por los ojos y da puñetazos capaces de partir el banco.

El sábado por la mañana dio una moneda a un chiquito de la primera superior que estaba llorando en medio de la calle porque le habían quitado el suyo y ya no podía comprarse el cuaderno que necesitaba. Hace tres días que está afanado en escribir una carta de ocho páginas, con dibujos hechos a pluma en los lados, para el onomástico de su madre, que viene con frecuencia a esperarlo; una mujer alta y gruesa como él, muy cariñosa.

El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente.

Me gusta estrecharle la mano, que, por lo grande y gorda, parece la de un hombre. Yo le quiero mucho.

Estoy seguro de .que arriesgaría su vida por salvar a un compañero y que hasta se dejaría matar por defenderlo. Aunque por su hablar recio parezca que refunfuñe, su voz viene, en vez, de un corazón noble y generoso.

El carbonero y el señor

Lunes, 7

Garrone no habría dicho jamás lo que ayer por la mañana profirió Nobis para zaherir a Betti. Carlos Nobis se muestra orgulloso por ser hijo de padres acomodados. Su padre, un señor alto, con barba negra, muy serio, acude casi todos los días a la puerta de la escuela para acompañar a su hijo hasta casa.

Ayer Nobis se peleó con Betti, uno de los más pequeños de nuestra clase, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle, porque no llevaba razón, le dijo en voz muy alta:

-Tu padre es un andrajoso.

Betti se puso muy rojo y no respondió; pero le saltaron las lágrimas y, al llegar a su casa, le contó lo sucedido a su padre, un honrado carbonero, hombre de poca talla, que parece negro por lo tiznado que va. El ofendido padre se presentó por la tarde con su chico de la mano a quejarse al maestro.

Mientras esto sucedía, estando todos nosotros muy callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa a su hijo en la puerta, según su costumbre, oyó pronunciar su nombre y entró a pedir una explicación.

-Este señor -dijo el maestro señalando al carbonero- ha venido a quejarse de que su hijo, Carlos, dijera ayer al suyo: «Tu padre es un andrajoso.»

El padre de Nobis arrugó el entrecejo y se puso algo colorado. Después preguntó a su hijo:

-¿Es verdad que has dicho eso?

El chico, de pie en medio de la clase, con la cabeza baja delante del pequeño Betti, no rechistó. El padre comprendió entonces que era cierto; le agarró de un brazo, le obligó a que se aproximase más al ofendido, poniéndole frente a él, y le dijo:

-¡Pídele perdón!

El carbonero quiso interponerse, diciendo:

-¡No, no, de ninguna manera!

Pero el señor Nobis no lo consintió, y retiró a su hijo:

-¡Pídele perdón! Repite esto: Te ruego me perdones por las palabras injuriosas, insensatas y groseras que te dije ayer, ofendiendo a tu padre, al cual tiene el mío el honor de estrechar la mano.

El carbonero hizo un gesto resuelto, como diciendo:

-No, por favor, ya está bien.

Pero el señor Nobis se mantuvo firme en su propósito, y su hijo, aunque lentamente y con un hilillo de voz, sin levantar la vista del suelo, fue diciendo:

-Te ruego me perdones... por las palabras injuriosas... insensatas... y groseras... que te dije ayer, ofendiendo a tu padre... al cual tiene el mío el honor... de estrechar la mano.

El señor Nobis alargó la mano al carbonero, quien se la estrechó con fuerza, y en seguida empujó a su hijo hacia los brazos de su compañero Carlos.

-Le agradeceré -dijo el padre de Nobis al señor maestro- que los ponga juntos, en el mismo banco.

Nuestro maestro accedió y le dijo a Betti que se sentara al lado de Nobis.

Cuando estuvieron juntos, el padre de Carlos saludó y salió.

El carbonero permaneció un momento pensativo, mirando a los dos escolares en el mismo banco; después se les acercó, miró a Nobis con expresión de afecto y de remordimiento a la vez, como si quisiera decirle algo, pero no le dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia y se contuvo, limitándose a rozarle ligeramente la frente con sus toscos dedos. Luego se acercó a la puerta y, volviéndose una vez más para mirarlo, desapareció.

-Acordaos bien de lo que acabáis de ver -dijo el señor maestro-; es la mejor lección del año.

La maestra de mi hermano

Jueves, 10

El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que hoy ha venido a casa a visitar a mi hermanito, que está malucho, y nos ha hecho reír al decirnos que la madre de ese chico hace dos años, le llevó, como obsequio, una gran espuerta de carbón, para darle las gracias por la medalla que había dado a su hijo; la mujer se obstinaba en no quererse llevar el carbón a su casa, y casi lloraba cuando tuvo que volverse con el regalo.

También nos ha dicho que otra pobre mujer le ofreció un gran ramo de flores, dentro del cual había un puñadito de monedas.

Nos hemos divertido mucho oyéndola, y, gracias a ella, mi hermanito se ha tomado la medicina que en un principio no quería ingerir. Cuánta paciencia deben tener con los parvulitos, sin dientes en la boca, como los ancianos, que no saben pronunciar erre, ni ajo; la clase resulta un guirigay: el uno tose, el otro echa sangre por la nariz, hay quien pierde los zapatitos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado su manecita de manteca, o por otra cosa cualquiera. Apenas pueden estar unos minutos atentos. ¡Qué trabajo más pesado tener cincuenta o más criaturas encerradas en un aula, que no saben estarse quietos ni hacer nada ellas solas! Hay madres que quisieran que a sus hijitos de tres y cuatro años les enseñasen a leer y escribir; pero con justa razón no les hacen caso las maestras, y les enseñan muchas cosas convenientes fuera de eso pero como jugando.

Los peques llevan en los bolsillitos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, pedacitos de tejos, toda clase de menudencias que la maestra busca y no siempre encuentra porque saben esconderlas hasta en los sitios más inverosímiles, incluso en el calzado.

Una maestra de parvulitos debe hacer de mamá con esa gentecilla, ayudarles a vestirse, vendarles las heriditas que se producen o que se hacen unos a otros en sus frecuentes riñas y peleas, recoger las gorritas que tiran, cuidar de que no cambien los abriguitos, pues luego todo son rabietas y lloros.

¡Pobres maestras! Y aún van las mamás a quejarse. «¿Cómo es, señorita, que mi nene ha perdido la carterita?» «¿Por qué no aprende casi nada?» «¿Por qué no le da un premio a mi nena, que sabe tanto?» «¿Cómo es que no se ha ocupado de quitar del banco el clavo que ha roto los pantaloncitos de mi Pedrín?»

Alguna vez se enfada con los críos la maestra de mi hermanito y, cuando no puede aguantar más, se muerde un dedo para no propinar ningún cachete ni azotito; pero, cuando pierde la paciencia, se arrepiente en seguida y acaricia al nene que ha regañado: a veces se ve obligada a despachar de la clase a un pequeñuelo, pero contiene su pena y va a desahogarse con los padres, que por castigo dejan sin comer a sus niños.

La maestra Delcati es joven y alta; viste con gusto; es morena y vivaracha, y todo lo hace como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, hablando entonces con gran ternura.

-¿La quieren todos los niños? -le ha preguntado mi madre.

-Mucho, sí; pero luego, cuando termina el curso, si te he visto no me acuerdo. Cuando pasan a otras clases superiores, casi se avergüenzan de decir que han sido alumnos míos. Al cabo de dos años que suelo tenerlos, me encariño mucho con ellos y me duele que debamos separarnos... Hay chicos de los que digo: «Este no será como otros, y siempre me mostrará su cariño.» Pero pasan las vacaciones, empieza el nuevo curso, le veo ir tan tieso a una clase superior, salgo a su encuentro y le digo: «Hola, pequeñín...», y él vuelve la cara hacia otra parte.- La maestra, emocionada, no puede proseguir.

-Tú no harás así, ¿verdad monín? -ha dicho por último, al levantarse, mirando a mi hermanito con los ojos humedecidos y besándole-. Tú no te volverás para otro lado ni considerarás nunca una extraña a tu pobre amiga. ¿No es cierto?

Mi madre

Jueves, 10

En presencia de la maestra de tu hermanito faltaste al respeto a tu madre. Procura que esto no vuelva a repetirse, Enrique. Tu irreverente palabra ha penetrado en mi corazón como punta de acerado cuchillo. Yo pensaba en tu madre cuando hace unos años, estando tú enfermo, pasó toda la noche inclinada sobre tu cama observando tu respiración, vertiendo lágrimas de angustia y temblando de miedo por creer que iba a perderte; yo temía que llegase a enloquecer de pena, y ante tal posibilidad experimenté cierta ojeriza hacia ti. ¡No ofendas nunca en lo más mínimo, ni siquiera con el pensamiento, a tu madre, que gustosamente daría un año de felicidad por evitarte una hora de dolor, que sería capaz de mendigar por ti y se dejaría matar por salvarte la vida!

Mira, Enrique, graba bien en tu mente este pensamiento. Considera también que te aguardan en la vida muchos días amargos, y el más triste de todos será aquél en que pierdas a tu madre.

Cuando ya seas un hombre hecho y derecho y estés probado en toda clase de contrariedades, la invocarás mil veces, oprimido por el inmenso deseo de volver a oír su voz por un momento y verle abrir de nuevo sus brazos para arrojarte en ellos sollozando, como tierno niño carente de protección y de consuelo.

¡Cómo te acordarás entonces de todos los sinsabores que le hubieras ocasionado, y con qué remordimientos los irás expiando todos!

No esperes tranquilidad en tu vida si hubieres entristecido a tu madre. Te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria, pero todo será inútil, pues la conciencia no te dejará vivir en paz; su bondadosa y dulce imagen tendrá siempre para ti una expresión de tristeza y de reconvención que torturará tu alma. ¡Mucho cuidado, Enrique! Se trata del más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo pisotea!

El asesino que respeta a su madre aun tiene algo de honrado y de noble en su corazón; el hombre más ilustre qué la haga sufrir y la ofenda no será más que una vil criatura. Que no salga de tu boca jamás una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud.

Yo te quiero, hijo mío, eres la mayor ilusión de mi vida; pero preferiría verte muerto antes que un ingrato con tu madre. Por algún tiempo abstente de mostrarme tu afecto, pues no podría corresponderte con cariño.

TU PADRE

Coretti, un compañero de clase

Domingo, 13

Mi padre me perdonó, aunque yo me quedé bastante triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, cuando estábamos cerca de un carro parado delante de una tienda, oigo que me llaman por mi nombre, y me vuelvo.

Era Coretti, mi compañero de clase, con su jersey color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, que llevaba un gran haz de leña al hombro. Un hombre subido al carro le echaba un brazado de leña vez por vez; él lo cogía y lo llevaba a la tienda de su padre, donde los iba amontonando de prisa y corriendo.

-¿Qué haces, Coretti? -le pregunté.

-Pues ya lo ves -respondió, tendiendo los brazos para recibir la carga-; repaso la lección.

Me hizo reír. Pero hablaba en serio, y después de coger la leña, empezó a decir corriendo:

-Lláménse accidentes del verbo... sus variaciones según el número..., según el número y la persona- Luego, echando y amontonando la leña-...según el tiempo..., según el tiempo al que se refiere la acción.

Y volviendo hacia el carro para recibir otro brazado:

...-según el modo con que se enuncia la acción.

Era nuestra lección de Gramática para el día siguiente.

-¿Qué quieres que haga? -me dijo-. Aprovecho el tiempo. Mi padre ha salido con el dependiente para cierto asunto; mi madre está enferma, y tengo que ocuparme de la descarga. Mientras tanto repaso la lección para mañana. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted -dijo después al hombre del carro.

Al marcharse el carro, me dijo Coretti:

-Entra un momento al almacén.

Era un local bastante amplio, con montones de haces de leña recia y gavillas para encender. A un lado vi una romana.

-Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro -añadió Coretti-; por eso tengo que hacer los deberes de clase a ratos y como pueda. Estaba escribiendo las oraciones gramaticales que nos ha mandado cuando tuve que parar para despachar lo que me pedía la gente. Al reanudar el trabajo, se ha presentado el carro. Esta mañana ya he ido dos veces al mercado de leña, que está en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que no me las siento, y las manos hinchadas. Menos mal que no he de hacer ningún dibujo. ¡Para eso estoy yo ahora! -y mientras hablaba iba barriendo las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón.

-¿Y dónde haces los deberes, Coretti? -le pregunté.

-Aquí no, desde luego -respondió-; ven a verlo.

En seguida me llevó a una habitación en el interior del almacén, 'que servía de cocina y de comedor, con una mesa a un lado, donde había libros y cuadernos y estaba el trabajo empezado.

-Precisamente aquí -dijo- he dejado en el aire la segunda respuesta: con el cuero se hacen zapatos, cinturones...; ahora añadiré maletas. -Y, tomando la pluma, se puso a escribir con su buena caligrafía.

-¿No hay nadie? -se oyó gritar en aquel instante a la entrada del almacén.

-Allá voy -respondió Coretti. Y saltó de allí. Pesó la leña, la cobró y corrió a un lado para apuntar la venta en un cuaderno. Después volvió a su trabajo escolar, diciendo:

-A ver si me dejan acabar el período. -Y escribió: bolsas de viaje y mochilas para los soldados.

-¡Ay! ¡Se me está saliendo el café! -gritó de pronto y corrió al fogón para apartar la cafetera del fuego. Luego añadió:- Es el café para mamá; he tenido que aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y se alegrará. Hace siete días que está en cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta dichosa cafetera. ¿Qué he de poner después de las mochilas para los soldados? Hace falta más, pero no se me ocurre de momento. Ven a ver a mamá.

Abrió una puerta y entramos en otro aposento pequeño, donde estaba la madre de Coretti en una cama grande, con un pañuelo blanco en la cabeza.

-Aquí tienes tu café, mamá -dijo Coretti, ofreciéndole la taza-. Este chico es un compañero mío de la escuela.

-¡Cuánto me alegro! -me dijo la mujer-; acostumbras a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?

Entretanto Coretti arreglaba las almohadas que tenía su madre por detrás, componía la ropa de la cama, atizaba el fuego y echaba al gato de la cómoda.

-¿Quieres algo más, mamá? -preguntó después, al retirar la taza-. ¿Te has tomado las dos cucharaditas de jarabe? Cuando no quede, haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré la carne a cocer, como me has dicho, y, cuando pase la mujer de la mantequilla, le daré su dinero. Todo se hará: Tú no tienes que preocuparte.

-Gracias, hijo mío -respondió la mujer-; mi pobre hijo -añadió- está en todo.

Quiso que tomara un terrón de azúcar, y luego Coretti me enseñó el retrato de su padre en una foto colocada en un cuadrito con marco, ostentando en el pecho la medalla al mérito, que ganó en 1866, sirviendo en la división del príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivarachos y su sonrisa tan simpática.

Volvimos a la cocina.

-Ya me acuerdo de otra cosa que faltaba -dijo Coretti, y añadió en el cuaderno: también se hacen guarniciones para los caballos-. Lo demás lo haré esta noche; me acostaré algo tarde. ¡Dichoso tú que dispones de todo el tiempo que quieres para estudiar, y aún te sobra para ir de paseo!

Siempre está contento y dispuesto para el trabajo. En cuanto entramos en la tienda-almacén, empezó a poner trozos de leña gruesa en el caballete y a serrarlos por la mitad, diciendo entretanto:

-¡Esto sí que es gimnasia y no los movimientos de brazos que hacemos en la escuela! Quiero que cuando regrese mi padre encuentre toda esta leña serrada; se alegrará. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tes y unas eles que, como dice nuestro maestro. parecen serpientes. ¿Qué quieres? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo importante es que mi madre se ponga bien pronto, eso sí. Hoy, gracias a Dios, está bastante mejor. La Gramática la estudiaré mañana al levantarme. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!

Un carro cargado de troncos se detuvo ante el almacén. Coretti salió para hablar con el hombre que lo conducía y luego volvió.

-Ahora no puedo hacerte compañía -me dijo-, así es que hasta mañana. Has hecho bien en venir a verme. ¡Buen paseo, Enrique! Dichoso tú!

Nos estrechamos las manos, corrió a cargarse el primer tronco y empezó a hacer viajes del carro al almacén y viceversa, con su cara sonrosada, su gorrita de piel en la cabeza, siempre tan vivo que da gusto verlo.

«¡Dichoso tú!», me había dicho. Ah, no, Coretti, tú tienes mayor dicha, porque eres más útil a tu padre y a tu madre, cien veces mejor que yo, y un chico de mucho valor, querido compañero mío.

El director de la escuela

Viernes, 18

Coretti estaba muy contento esta mañana por haber venido apresenciar los exámenes mensuales su maestro de la segunda, el señor Coatti, un hombretón con abundante pelo muy crespo, gran barba negra, ojos grandes oscuros y una voz de trueno, que acostumbra a amenazar a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de la oreja a la prevención, pone el semblante adusto; pero nunca castiga a nadie, y se sonríe por detrás de su barba, sin que los chicos se percaten.

Con el señor Coatti son ocho los maestros del grupo, incluyendo también un suplente, barbilampiño, que parece un chiquillo. Hay un maestro, el de la sección cuarta, algo cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre con dolores adquiridos cuando era maestro rural, pues ejercía en una escuela húmeda, cuyas paredes goteaban.

Otro maestro, el de la cuarta B, es ya viejo, muy canoso y ha sido profesor de ciegos. Hay uno bien vestido, con lentes y bigotitos, al que apodan el abogadillo, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura de Derecho y es autor de un libro para enseñar a escribir cartas.

En cambio, el que nos da la gimnasia tiene tipo de soldado, estuvo sirviendo con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazzo.

Luego está el Director, un hombre alto, calvo, que usa gafas con armazón de oro, y tiene una barba que le llega al pecho; viste de negro y siempre va abotonado hasta la barbilla; es tan bueno con los chicos, que, cuando van a la dirección temblando para recibir una reprimenda, no les grita, sino que los toma de la mano y les dice paternalmente que no deben portarse como lo hacen, que deben arrepentirse, prometer ser buenos. Habla con modos tan suaves y con una voz tan dulce, que todos salen con los ojos enrojecidos y más confusos que si los hubiese castigado. ¡Pobre Director! Es el primero que llega por la mañana al grupo para esperar a los alumnos y hablar con los padres; y cuando los maestros ya se han ido a su casa, todavía da una vuelta alrededor de la escuela para ver si hay chicos que se cuelgan en la trasera de los coches o se entretienen por las calles a jugar o llenando las carteras de arena o de piedras; cada vez que aparece por una esquina, tan alto y enlutado, escapan bandadas de muchachos en todas direcciones, suspendiendo al instante el juego de bolas o de peonza, y él les amenazaba desde lejos con el índice, pero sin perder su aire afable y tristón.

-Nadie le ha visto reír -dice mi madre- desde que murió su hijo, que era voluntario en el ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa de la dirección.

No quería seguir ejerciendo su profesión después de semejante desgracia; había extendido la petición para jubilarse y la tenía de continuo en la mesa; pero no la presentaba porque le disgustaba separarse de los niños. Sin embargo, el otro día parecía decidido, y mi padre, que se hallaba con él en la dirección, le decía:

-Es una lástima que usted se vaya, señor Director.

En esto entró un hombre con un hijo suyo que pasaba de otro colegio al nuestro por haber cambiado de domicilio.

Al ver a aquel chico, el Director hizo un gesto de extrañeza; le miró un ratito, luego observó el retrato que tenía en la mesa, volvió a fijarse en el muchacho, lo sentó en sus rodillas, haciéndole levantar la cara. Aquel chico se parecía mucho a su hijo, y dijo el Director:

-Está bien-. Acto seguido hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo.

-Es una lástima que se vaya- repitió mi padre. Y entonces el Director tomó su instancia de jubilación, la rompió en dos pedazos, y dijo:

-Me quedo.

Los soldados

Martes, 22

Su hijo era voluntario del ejército cuando murió; por eso el Director va siempre a la plaza a ver pasar a los soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrone, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de pan; Votini, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose las motas; Precossi, el hijo del forjador, con la chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Crossi, con su roja cabeza; Franti, con su aire descarado, y también Robetti, el hijo del capitán de artillería, el que salvó al niño del ómnibus y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. Pero de pronto sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el Director.

-Oyeme -le dijo el Director-, burlarse de un soldado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una villanía.

Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayonetas resplandecían con el sol. El Director dijo:

-Debéis querer mucho a los soldados. Son nuestros defensores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si mañana un ejército extranjero amenazase nuestro país. Son también muchachos, pues tienen pocos más años que vosotros, y también van a la escuela: hay entre ellos pobres y ricos, como entre vosotros, y vienen también de todas partes de Italia. Vedlos, casi se les puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos, lombardos. Este es un regimiento veterano, de los que han combatido en 1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bandera es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muerto por la patria alrededor de esa bandera, antes que hubierais nacido vosotros!

-¡Ahí viene! -dijo Garrone. Y en efecto, se veía ya cerca la bandera, que sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.

-Haced una cosa, hijos -dijo el Director-; saludad con respeto la bandera tricolor.

La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros, rota y descolorida, con sus medallas sobre el asta. Todos a la vez llevamos la mano a las gorras. El oficial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la mano.

-¡Bien, muchachos! -dijo uno detrás de nosotros. Nos volvimos a verlo: era un anciano que llevaba en el ojal la cinta azul de la campaña de Crimea; un oficial retirado-. ¡Bravo! -dijo-; habéis hecho una cosa que os enaltece.

Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y gritos alegres acompañaban los sonidos de las trompetas, como un canto de guerra.

-¡Bravo! -repitió el bravo oficial mirándonos-. El que de pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla cuando sea mayor.

El protector de Nelli

Miércoles, 23

También Nelli, el pobre jorobadito, estuvo mirando ayer el paso del regimiento; pero de un modo así, como pensando: «¡Yo no podré nunca ser soldado!» Es un buen chico y, además, estudioso; pero demacrado y pálido, le cuesta trabajo respirar. Su madre es una señora pequeña y rubia, vestida de negro, que acostumbra acudir a la puerta de la escuela a la salida para evitar que salga en tropel con los demás, y lo acaricia mucho.

Como tiene la desgracia de ser jorobado, muchos chicos se burlaban de él en los primeros días y hasta le pegaban en la espalda con las bolsas; pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, para no darle el disgusto de saber que su hijo era objeto de burla por parte de sus compañeros. Se mofaban de él y el pobre chico sufría y lloraba en silencio, apoyando la frente sobre el banco.

Pero una mañana se levantó Garrone y dijo:

-¡Al primero que toque a Nelli o se meta con él, le doy un tortazo que le hago rodar por el suelo!

Franti no hizo caso; Garrone le propinó un tortazo y el burlador dio tres vueltas sobre el pavimento. A partir de entonces, nadie se metió con el jorobadito.

El maestro le puso cerca de Garrone, en el mismo banco, y se han hecho muy amigos. Nelli ha tomado mucho cariño a su corpulento compañero; apenas entra en la escuela, le busca, y nunca se va sin decirle: «Adiós, Garrone». Y lo mismo hace éste con él.

Cuando a Nelli se le cae una pluma o un libro debajo del banco, Garrone se inclina y se los recoge, y después le ayuda a ordenar la bolsa y a ponerse el abrigo. Por todo ello, Nelli le quiere mucho, le mira constantemente y, cuando el maestro lo alaba, se pone tan contento como si le alabase, a él. Nelli tuvo que referírselo todo a su madre, tanto las burlas y lo que le hacían sufrir los primeros días como el comportamiento del compañero que le defendió y a quien tanto quiere; debe habérselo dicho por lo sucedido esta mañana.

El maestro me mandó llevar al Director el programa de la lección media hora antes de la salida. Estando yo en su despacho entró la señora rubia, vestida de negro, madre de Nelli, que dijo:

-Señor Director, ¿hay en la clase de mi hijo un chico llamado Garrone?

-Sí, señora.

-¿Tendría la bondad de hacerle venir un momento? Es que deseo decirle algo.

El Director llamó al bedel y lo mandó al aula. Un minuto después llegó Garrone, muy extrañado, a la puerta. Apenas lo vio, salió la señora a su encuentro, le echó los brazos al cuello, le dio muchos besos en la frente y le dijo:

-¿¡Eres tú Garrone, el amigo de mi hijo, su protector!?

Después buscó precipitadamente en sus bolsillos y en su bolso y, no encontrando nada, se quitó del cuello una cadenilla con una crucecíta y se la puso a Garrone por debajo de la corbata, diciéndole:

-Tómala, llévala en recuerdo mío, querido niño, en recuerdo de la madre de Nelli, que te da un millón de gracias y te bendice.

El primero de clase

Viernes, 25

Garrone capta el cariño de todos, y Derossi, la admiración. Ha obtenido el primer premio y, con toda seguridad, será también el primero de la clase este año, pues nadie puede competir con él; todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas.

Es el primero en Aritmética, en Gramática, en Redacción, en Dibujo... Todo lo comprende al vuelo, tiene una memoria prodigiosa, en todo sobresale sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer:

Has recibido grandes dones de Dios; procura únicamente no malgastarlos.

Es también, además, alto, guapo, de pelo rubio y rizado, muy ágil, capaz de saltar por encima de un banco sin apoyar más que una mano sobre él; y ya sabe esgrima. Tiene doce años; es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; es vivaracho, alegre, amable con todos, ayuda a los que puede en el examen y nadie se atreve a desairarlo o decirle una palabra malsonante.

Solamente le miran de reojo Nobis y Franti, y a Votini le salta la envidia por los ojos; pero él no parece darse cuenta. Todos le sonríen y le dan la mano o le cogen cariñosamente el brazo cuando pasa a recoger, con su acostumbrada afabilidad, los trabajos que hemos hecho. Regala periódicos ilustrados, dibujos, cuanto a él le regalan en su casa; para el calabrés ha hecho un pequeño mapa de Calabria; todo lo da sonriendo, sin pretensiones, a lo gran señor, y sin hacer distinciones. Resulta imposible no envidiarlo y no sentirse inferior a él en todo.

Ah, yo también lo envidio, como Votini, y alguna vez experimento cierta amargura y siento una especie de inquina hacia él cuando apenas logro hacer los deberes en casa y pienso que Derossi los habrá terminado con muy poco esfuerzo. Pero luego, al volver a clase, viéndole tan sencillo, sonriente y afable; oyéndole contestar con tanta seguridad a las preguntas del maestro, arrojo de mi pecho todo rencor, y me avergüenzo de haber dado cabida a tales sentimientos. Entonces quisiera estar siempre a su lado y seguir todos los estudios con él. Su presencia, su voz, su camaradería me infunden valor, ganas de trabajar, alegría y placer.

El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Lo estaba copiando esta mañana, y estaba conmovido por el hecho heroico que se relata; se le veía el rostro encendido, los ojos húmedos y la boca temblorosa. Yo le miraba admirando sus hermosas cualidades, y con mucho gusto le habría dicho en su cara con toda franqueza: «Derossi, ¡me aventajas en todo! ¡Te respeto y admiro!»

CUENTO MENSUAL

El pequeño vigía lombardo

Sábado, 26

En 1859, durante la guerra de liberación de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino, ganada por los franceses e italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana del mes de junio, iba un pequeño escuadrón de caballería de Saluzzo por estrecha senda solitaria hacia las posiciones enemigas, explorando atentamente el terreno.

Mandaban el escuadrón un oficial y un sargento; todos miraban a lo lejos, delante de sí, con los ojos fijos y silenciosos, preparándose para ver blanquear de un momento a otro, entre los árboles, los uniformes militares de las avanzadas enemigas.

Llegaron así a una casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un chico de unos doce años, que descortezaba una ramita con una navaja para hacerse un bastoncito; en una de las ventanas de la casa tremolaba una bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, después de izar la bandera, habían desaparecido por miedo a los austríacos.

En cuanto el chico divisó la caballería, tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un guapo muchacho, de aire atrevido, con ojos grandes y azules, el pelo rubio y largo; estaba en mangas de camisa y se le veía el desnudo pecho.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial, deteniendo el caballo-. ¿Por qué no te has ido con tu familia?

-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy huérfano. Trabajo para todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

-¿Has visto pasar a los austríacos?

-No, señor, desde hace tres días.

El oficial se quedó pensativo; luego se apeó del caballo, y, dejando a los soldados allí, frente al enemigo, entró en la casa y subió al tejado... La casa era baja y desde el tejado sólo se abarcaba una pequeña extensión de terreno. «Hay que subir a los árboles», dijo para sí el oficial; y bajó.

Precisamente delante de la era había un fresno muy alto y delgado, cuya copa se mecía en el azul del cielo.

El oficial permaneció un instante indeciso, mirando ya al árbol, ya a los soldados; después preguntó, de pronto, al muchacho:

-¿Tienes buena vista, rapaz?

-¿Yo? -respondió el interpelado-. Le aseguro que veo un pajarillo a una legua de distancia.

-¿Te atreverías a subir a lo alto de ese árbol?

-¿Dice usted a la copa? En medio minuto estoy arriba.

-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí, si hay soldados austríacos por esa parte, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos...?

-¡Claro que sí!

-¿Qué debo darte por prestarme este servicio?

-¿A mí? ¡Qué ocurrencia! -dijo el muchacho, sonriéndose-. ¡Nada, naturalmente! ¡Faltaría más! Si fuese por los alemanes, ¡ni hablar!; pero se trata de los nuestros, y yo soy lombardo.

-Bueno. Sube, pues.

-Espere que me descalce.

Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, tiró la gorra a unas matas de hierba y se abrazó al tronco del fresno.

-Pero oye... -exclamó el oficial con ánimo de detenerlo como sobrecogido por repentino temor.

El muchacho se volvió hacia él, mirándole con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.

-Nada, nada -dijo el oficial-. Sube.

El chico se encaramó como un gato.

-Vosotros -dijo el oficial a los soldados- mirad hacia adelante.

En un santiamén estuvo el chiquillo en lo más alto del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero dejando al descubierto su pecho; dábale el sol en la rubia cabeza, que brillaba como el oro. El oficial apenas le veía, por lo pequeño que resultaba a aquella altura.

-Mira todo derecho a lo lejos -díjole el militar.

El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha del árbol y se la puso sobre la frente a manera de visera.

-¿Qué ves? -preguntó el oficial.

El muchacho inclinó la cara hacia él y, haciendo bocina con una mano, respondió:

-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

-¿A qué distancia de aquí?

-Sobre media legua.

-¿Se mueven?

-Están parados.

-¿Qué más ves? -le volvió a preguntar tras un momento de silencio-. ¡Mira hacia la derecha!

El chico volvió la vista hacia el lado indicado, y luego dijo:

-Cerca del cementerio, entre los árboles, se ve relucir algo. Parecen bayonetas.

-¿Ves gente?

-No, señor. Se habrán escondido en los sembrados.

En aquel momento un silbido de bala muy agudo se oyó por el aire, yendo a perderse lejos, detrás de la casa.

-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Baja.

-Yo no tengo miedo -respondió el valiente muchacho.

-¡Baja!... -repitió el oficial-. ¿Qué más ves ala izquierda?

-¿A la izquierda?

-Sí, a la izquierda.

El chico volvió la cabeza hacia la izquierda; en aquel instante otro silbido más agudo y más bajo que el primero cortó el aire. El niño se encogió todo lo que pudo.

-¡Vaya- -exclamó-. ¡La han tomado conmigo! -La bala le había pasado muy cerca.

-¡Abajo! -gritó el oficial con energía y furioso.

-Bajo en seguida -respondió el chico-; pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?

-A la izquierda -repuso el oficial-; ¡pero bájate!

-A la izquierda -gritó el niño inclinando el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una ermita, me parece ver...

Un tercer silbido rabioso pasó por lo alto, y casi al instante se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose un segundo en el tronco y en las ramas, para luego caer al suelo de cabeza con los brazos abiertos.

-¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo en su ayuda.

El chico había caído de espaldas, quedando tendido con los brazos abiertos, hacia arriba; un reguero de sangre le salía del pecho por la parte izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había penetrado en el pulmón izquierdo.

-¡Está muerto! -exclamó el oficial.

-No, ¡vive! -replicó el sargento.

-Ah, ¡pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Animo, ánimo!

Pero mientras decía «ánimo» y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el chico giró los ojos e inclinó la cabeza: había muerto.

El oficial palideció y estuvo contemplándole unos instantes; luego lo acomodó poniéndole la cabeza sobre la hierba; se levantó y permaneció un momento mirándole. También le miraban, inmóviles, el sargento y los dos soldados; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.

-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente!

Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el niño muerto, dejándole la cara al descubierto. El sargento colocó junto al muerto el calzado, la gorra, el bastoncito y la navajita.

Aún permanecieron un momento silenciosos; después el oficial se dirigió al sargento y le dijo:

-Mandaremos que venga a recogerle la ambulancia; ha muerto como soldado, y justo es que como a tal le demos sepultura.

Dicho esto, envió con la mano un beso al muerto, y gritó:

-¡A caballo!

Todos montaron, reuniéndose el escuadrón, y reanudaron la marcha.

Pocas horas después se rindieron los honores de guerra al valiente muchacho.

Al ponerse el sol, toda la línea de la vanguardia italiana avanzaba hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana el escuadrón de caballería marchaba en dos filas un batallón de «bersalleros», el cual pocos días antes había regado, valerosamente, de sangre la colina de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho se había propagado ya entre aquellos soldados antes de que dejaran sus campamentos. El sendero, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a poca distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el cadáver del pequeño tendido a los pies del fresno y cubierto por la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos cogió en la orilla del arroyo un puñado de flores y se las esparció por encima del cuerpo.

A continuación, conforme iban pasando todos los «bersalleros» cogían flores que arrojaban sobre el muerto; así es que en pocos minutos estuvo cubierto el muchacho de flores silvestres, y tanto los oficiales como los soldados le saludaban al pasar, diciendo al mismo tiempo:

-¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, chiquito! ¡Para ti, rubito! ¡Viva el héroe! ¡Loor a ti! ¡Adiós, precioso!

Un oficial le puso la medalla al mérito, otro le besó en la frente. Y continuaban lloviendo las flores sobre sus desnudos pies, sobre el ensangrentado pecho y sobre la rubia cabeza. El parecía dormido sobre la hierba, envuelto en su bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si se percatase de los saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su Lombardía.

Los pobres

Martes, 29

Dar la vida por la patria, como el chico lombardo, es una gran virtud; pero tú, hijo mío, no descuides otras más modestas. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una pobre que tenía en sus rodillas a un niño extenuado y pálido, que te pidió una limosna. La miraste y no le diste nada, aunque llevabas dinero en el bolsillo.

Mira, hijo mío, no te acostumbres a pasar con indiferencia ante la miseria que tiende la mano, y mucho menos por delante de una madre que implora algo para su hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviese hambre; piensa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate la inconsolable tristeza que sufriría tu madre si un día se viese obligada a decirte: «Enrique, hoy no puedo darte ni un pedazo de pan.»

Cuando doy una moneda a un mendigo y él me dice: «Que Dios se lo pague y les dé mucha salud a usted y a los suyos», no puedes comprender la dulzura que experimenta mi corazón ante tales palabras y lo agradecida que le quedo al menesteroso. Me parece que con semejante augurio voy a poder conservaros con buena salud durante mucho tiempo; vuelvo a casa contenta y pienso: «¡ Oh, aquel pobre me ha dado bastante más de lo que yo le he entregado!»

Pues bien, haz que pueda oír alguna vez ese augurio provocado y merecido por ti; prívate de algo o saca de vez en cuando unas monedas de tu bolsillo para ponerlo en la mano de un anciano sin protección, de una madre sin pan, de un niño sin madre.

A los pobres les gusta la limosna de los chicos porque no los humilla y porque se parecen a ellos al tener necesidad de otros. Por eso suele haber pobres cerca de las escuelas.

La limosna de un hombre es acto de caridad; pero la de un niño, además de caridad, es también como una caricia, ¿comprendes? Es como si de su mano se desprendiesen al mismo tiempo una moneda y una flor.

Piensa que a ti nada te falta, y que a ellos les falta todo; que mientras tú anhelas ser feliz, ellos se contentan con poder seguir viviendo. Piensa que es una injusticia social que en medio de tantos palacios, por las mismas calles que pasan lujosos coches y niños elegantemente vestidos, haya mujeres y niños que no tienen qué comer.

¡Qué horror, Dios mío, que chicos como tú, tan buenos e inteligentes como tú, viviendo en populosas ciudades, no tengan qué llevarse a la boca y arrastren una existencia infrahumana, parecida a las fieras perdidas en un desierto! ¡Ay, Enrique! No pases nunca por delante de una madre que pide limosna sin dejar en su mano una moneda!

TU MADRE

Parte I, ParteII, Parte III, Parte IV, Parte V

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