Amicis VI

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Marzo

Clases nocturnas

Jueves, 2

Anoche me llevó mi padre a ver las clases nocturnas de nuestra sección Baretti. Estaban ya las aulas iluminadas y los obreros empezaban a entrar.

Al llegar vimos que el Director y los maestros estaban disgustados porque poco antes habían roto de una pedrada el cristal de una ventana. El bedel había salido inmediatamente, atrapando a un muchacho que pasaba; pero en el mismo momento se presentó Stardi, que vive enfrente de la escuela, diciendo:

-Este no ha sido. El culpable es Franti, que tiró la piedra y me dijo: «¡Ay de ti como digas algo!» Pero yo no le tengo miedo.

El Director dijo que Franti quedaría definitivamente expulsado. Entretanto se iba fijando en los obreros que entraban por parejas o en grupitos de a tres, habiendo ya en las clases más de doscientos.

¡Nunca me había imaginado que fuese tan digna de verse una escuela nocturna! Había muchachos de doce años en adelante, y hombres con barba que volvían del trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros, fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las manos blancas, mozos de panadería con el pelo enharinado; se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maestranza de Artillería, uniformados, mandados por el cabo. Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, quitaban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y en seguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Algunos se acercaban al maestro para pedirle explicaciones, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro joven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacía correcciones con la pluma; también estaba allí el maestro cojo, que se reía con un tintorero que le había llevado un cuaderno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba clase mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encargarse de nosotros.

Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé admirado cuando empezaron las clases viendo lo atentos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según nos dijo el Director, la mayoría no había ido a casa a comer algo, por lo que debían sentir hambre.

Los pequeños, al cabo de media hora de clase, daban cabezadas y algunos incluso se dormían. El maestro les despertaba haciéndoles cosquillas en las orejas. Los mayores, no; estaban muy despiertos, escuchando con la boca abierta, sin moverse lo más mínimo. Me causaba admiración ver en nuestros bancos a hombres barbudos.

Subimos al piso de arriba, corrí a la puerta de mi clase y vi sentado en mi sitio a un hombre de grandes bigotes, que llevaba una mano vendada, que tal vez se habría lastimado accionando alguna máquina o herramienta; pero con todo se esforzaba por escribir, aunque muy despacio. Lo que más me gustó ver fue que el puesto del albañilito lo ocupaba precisamente su padre, el albañil tan corpulento como un gigante, que apenas cabía sentado, con la barbilla sobre los puños y la vista en el libro, con una atención muy intensa, sin que se le oyera respirar. Y no era una casualidad que estuviese allí, puesto que ya había dicho al Director la primera noche:

-Señor Director, le agradecería que me pusiese en el mismo sitio de mi «hocico de liebre»- pues así es como siempre llama a su hijo.

Mi padre me tuvo allí hasta el final, y vimos en la calle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que esperaban a sus maridos, y, cuando éstos salían, se hacía el cambio: los hombres tomaban en sus brazos a las criaturas y las mujeres llevaban los libros y cuadernos hasta el propio domicilio. La calle permaneció algún tiempo llena de gente y de ruido. Después todo quedó nuevamente en silencio, y no distinguimos ya más que la figura alta y cansada del Director, que se alejaba.

La pelea

Domingo, 5

Era de esperar: Franti, al ser expulsado por el Director, quiso vengarse y esperó a Stardi en una esquina a la salida de la escuela, cuando acostumbra a pasar por allí todos los días con su hermana, a la que acompaña desde su colegio, sito en la calle Dora Grossa. Todo lo presenció mi hermana Silvia al salir de su sección, y llegó a casa muy asustada.

He aquí lo sucedido: Franti, que llevaba puesta su lujosa gorra de hule, aplastada y caída sobre una oreja, fue de puntillas hasta alcanzar a Stardi, y para provocarlo dio un estirón a la trenza de su hermana, pero tan fuerte que casi la hizo caer al suelo. La niña lanzó un grito y su hermano volvió la cara. Franti, que es mucho más alto y fuerte que él, pensaba: «O se aguanta o lo muelo a golpes. » Pero Stardi no lo pensó dos veces. A pesar de lo pequeñajo y débil que es, se arrojó de un salto sobre el chulo grandullón y le propinó muchos puñetazos; sin embargo, no le podía y recibió más golpes de los que dio.

A aquella hora sólo pasaban por la calle niñas y nadie podía separarlos. Franti lo tiró al suelo; pero Stardi se puso en seguida en pie y volvió a plantarle cara, aunque sin poder evitar que el otro lo zarandease y lo golpeara como a una puerta. Al cabo de unos momentos, le arrancó media oreja, le amorató un ojo y le rompió las narices, por las que le salía sangre abundante. Mas no por eso cejó Stardi, que decía:

-Tú me matarás, pero me las has de pagar.

Franti no cesaba de dar a su contrario puntapiés y puñetazos. Una mujer gritó desde la ventana:

-¡Bravo por el pequeño!

Otras decían:

-Ese chico defiende a su hermana. ¡Animo, valiente!

Y a Franti le gritaban:

-¡Te haces el chulo porque eres mayor que él! ¡Cobarde!

El muy granuja echó la zancadilla a Stardi y éste cayó debajo de él:

-¡Ríndete! -le dijo Franti.

Stardi le replicó:

-¡No!

Logró escabullirse de su enemigo y se puso de nuevo en pie; Franti le agarró entonces por la cintura y, con un esfuerzo furioso, lo tiró al empedrado y le puso una rodilla sobre el pecho.

-¡El muy infame tiene una navaja! -gritó un hombre, que acudió corriendo para desarmar a Franti. Pero Stardi fuera de sí ya le había sujetado el brazo con ambas manos y, dándole un fuerte mordisco en el puño, le obligó a dejar caer la navajita, empezando a sangrarle la mano.

Entretanto habían acudido otros, que separaron y levantaron a los contendientes. Franti desapareció como perrito con el rabo entre piernas, y Stardi quedó dueño del campo, con la cara arañada y un ojo hinchado, es cierto, pero con aire de triunfo junto a su hermanita, que lloraba. Unas chicas recogieron los libros y cuadernos esparcidos por el suelo.

-¡El pequeño -decían- es un valiente que ha salido en defensa de su hermana!

Stardi, sin embargo, pensaba más en su cartera que en la victoria, y en seguida se puso a comprobar si le faltaba algo y si sus enseres escolares habían sufrido desperfectos. Limpió los libros con la manga, guardó la pluma, lo puso todo en orden y, con la seriedad habitual en él, dijo a su hermanita:

-Vamos de prisa, que tengo que resolver un problema de cuatro operaciones.

Los padres de los muchachos

Lunes, 6

Esta mañana acudió a la puerta de la escuela el corpulento padre de Stardi a esperarlo, por temor que se encontrara otra vez a Franti; pero dicen que éste no volverá, porque lo van a meter en un reformatorio.

Además del padre de Stardi había otros muchos. Entre ellos, el revendedor de leña, el padre de Coretti, puro retrato de su hijo, desenvuelto, alegre, con sus bigotes terminados en punta y un lacito de dos colores en el ojal de la solapa izquierda.

Ya conozco a casi todos los padres de los escolares a fuerza de verlos por allí.

Hay una abuela encorvada, con toca blanca, que aunque llueva, nieve o esté tronando, acude indefectiblemente cuatro veces al día para acompañar y esperar a su nietecillo, un chiquito de primero superior; le quita la capita que luego, a la salida, le vuelve a poner, le arregla la corbata, le sacude el polvo, lo atusa y le guarda los cuadernos. Bien se conoce que no tiene otro en quien pensar y que no hay para ella en el mundo nada más hermoso. También veo con frecuencia al capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas, que libró a un niño de ser atropellado; y como quiera que todos los compañeros de su hijo tienen para él un gesto o palabra cariñosa al pasar por su lado, él les devuelve el saludo o corresponde a sus muestras de cariño, sin olvidarse de nadie; a todos hace una inclinación de cabeza, y cuanto más pobres son y peor vestidos van, con tanto mayor atención les da las gracias.

A veces ocurren cosas desagradables. Un señor, que no acudía desde hace un mes por habérsele muerto un hijo y mandaba a la criada por el otro, al volver ayer por primera vez, cuando vio de nuevo la clase y a los compañeros de su difunto pequeño, se apartó a un rincón y se le saltaron las lágrimas, que él procuró ocultar llevándose ambas manos a la cara. El Director lo cogió de un brazo y lo acompañó a su despacho.

Hay padres y madres que conocen por su nombre a todos los compañeros de sus hijos, y chicas de la escuela contigua y alumnos del Instituto de enseñanza media que acuden a esperar a sus hermanitos. Acostumbra a venir un caballero de edad avanzada, un antiguo coronel, quien no tiene inconveniente en agacharse para recoger del suelo un cuaderno o una pluma que se le haya caído a algún chico.

Tampoco faltan señoras bien vestidas que hablan con otras mujeres de pañuelos a la cabeza y la cesta al brazo de las cosas de la escuela, y dicen, por ejemplo:

-¡El problema de hoy era muy difícil!

-La lección de Gramática de esta mañana no parecía tener fin.

Y cuando se enferma alguno, todas lo saben, y se alegran cuando recobra la salud. Precisamente había esta mañana ocho o diez señoras y trabajadoras que rodeaban a la madre de Crossi, la verdulera, preguntándole por el estado de un niño de la clase de mi hermanito, vecino de ella, que se encuentra en peligro de muerte. Parece que la escuela haga a todos iguales y amigos.

El número 78

Miércoles, 8

Ayer tarde estuve presenciando una escena conmovedora. Hacía algún tiempo que la verdulera miraba a Derossi con expresión de singular afecto cada vez que pasaba cerca de él, y todo porque el muchacho demuestra mayor cariño a su hijo después de haberse enterado de la procedencia del tintero de madera y de lo ocurrido con su marido, el preso número 78. Derossi ayuda, efectivamente, a Crossi, el pelirrubio del brazo inmóvil, en los trabajos de escuela le apunta las respuestas, le da papel, pluma y lápices, en suma, se porta con él como un buen hermano para compensarlo, quizá, de la desgracia de su padre, que ha repercutido en él, aunque sin percatarse de tan triste realidad. De tal modo le miraba la verdulera de un tiempo a esta parte, que parecía querer dejar los ojos en él, por lo agradecida que le está. Y es que la buena mujer vive pendiente de su infortunado hijito y se siente la mar de reconocida a Derossi. Mas como quiera que éste es de familia acomodada y el primero de la clase, lo considera poco menos que como a un rey y a un santo, sintiendo por eso cierto reparo en hablarle.

Pero ayer por la mañana por fin se decidió, le detuvo delante de una puerta y le dijo:

-Discúlpeme, señorito. Usted, que es tan bueno y que tanto quiere a mi hijo, tenga la bondad de aceptar este pequeño obsequio de una madre infortunada.

Y, acto seguido, sacó de la cesta de las verduras una cajita de cartón, blanca y dorada. Derossi se puso rojo y rehusó el presente, diciendo con resolución:

-Désela a su hijo; no quiero nada.

La mujer quedó mortificada y pidió perdón, balbuceando:

-No creía que podía ofenderle... Es una cajita de caramelos.

Derossi repitió su negativa moviendo la cabeza. Entonces ella sacó con timidez de la cesta un manojo de rabanitos, y le dijo:

-Acepte por lo menos esto. Son unos rabanitos muy frescos, que seguramente le gustarán a su mamá.

Derossi se sonrió y repuso:

-Muchas gracias, señora; pero ya le he dicho que no quiero recibir nada. Continuaré haciendo lo que pueda por Crossi, sin que usted tenga que darme cosa alguna por ello.

-¿No se habrá ofendido usted? -le preguntó la verdulera con ansiedad.

-¡Qué va, buena mujer! -le contestó sonriéndose, mientras ella exclamaba con alegría:

-¡Qué muchacho más bueno!

Con esto parecía haber terminado el asunto. Sin embargo, por la tarde, a las cuatro, en vez de la madre, se acercó a Derossi el padre de Crossi, con su cara tristona y melancólica. Por la forma que le miró comprendí en seguida que sospechaba que Derossi estaba enterado de su secreto, y le dijo con voz triste y afectuosa:

-Usted quiere mucho a mi hijo... ¿puedo saber por qué?

Derossi se ruborizó. Habría querido responderle: «Le quiero por lo desventurado que es, porque usted mismo ha sido más desgraciado que culpable; ha expiado cumplidamente su delito y es un hombre de buen corazón.» Pero le faltó valor, porque en el fondo sentía temor y casi repugnancia ante aquel hombre que había atacado a otro y pasado seis años en presidio. El lo adivinó todo y, bajando la voz, dijo al oído, y casi temblando, a Derossi:

-Quieres a mi hijo... No desprecias a su padre, ¿no es verdad?

-¡Ah, no, no! i Todo lo contrario! -exclamó Derossi en un arranque de su buen corazón.

El hombre tuvo entonces la intención de darle un abrazo; pero no se atrevió, limitándose a tomar entre sus dedos uno de los dorados rizos del chico, acariciándolo. Luego se alejó, mas en cuanto hubo dado unos pasos se volvió, se llevó la mano a la boca y la besó mirando a Derossi con los ojos humedecidos, para expresarle que le enviaba aquel beso. Después tomó de la mano a su hijito y ambos desaparecieron con rapidez.

El niño muerto

Lunes, 13

El niño que vivía en el patio de la verdulera, de primero superior, compañero de mi hermanito, ha muerto. La maestra Delcati se presentó muy afligida el sábado por la tarde para comunicar a mi maestro la triste noticia, e inmediatamente se ofrecieron Garrone y Coretti para llevar el ataúd.

Era un excelente muchachito que la semana última se había ganado la medalla. Quería mucho a mi hermanito y, como prueba de su amistad, le regaló una hucha rota; mi madre le acariciaba siempre que lo encontraba. Llevaba un gorro con dos listas de paño rojo. Su padre es mozo de estación.

Ayer tarde, domingo, fuimos a las cuatro y media a su casa para acompañarle hasta la iglesia. Viven en la planta baja. En el patio había ya muchos chicos de primero superior con sus madres y velas en las manos, cinco o seis maestras y algunos vecinos.

La maestra de la pluma roja y la señora Delcati entraron en la vivienda, y las veíamos llorar por una ventana abierta; también se oían los fuertes sollozos de la afligida madre del niño. Dos señoras, madres de compañeros del muerto, habían llevado guirnaldas de flores.

A las cinco en punto, en cuanto llegó el sacerdote, se puso en marcha la comitiva. Iba delante un muchacho, que llevaba la cruz parroquial, detrás el sacerdote y a continuación el ataúd, una caja pequeña, ¡pobre chico!, con un paño negro encima, y sujetas alrededor las guirnaldas de flores de las dos señoras. En una parte del paño negro habían prendido la medalla y tres menciones honoríficas que el pequeño se había ganado a lo largo del año.

Llevaban el ataúd Garrone, Coretti y dos chicos de la vecindad. Detrás iban, primeramente, la señora Delcati, que lloraba como si el muerto hubiese sido hijo suyo y a continuación las otras maestras; detrás de éstas, los chicos, algunos muy pequeños, con ramilletes de violetas en una mano, que miraban el féretro con cierto estupor, dando la otra a las respectivas madres, que llevaban las velas por ellos.

Oí a uno de ellos, que decía:

-¿Y ahora ya no vendrá más a la escuela?

Al salir el féretro del patio, por la ventana se oyó un grito desesperado, lanzado por la madre del niño difunto; pero en seguida la hicieron entrar en el interior.

Ya en la calle, encontramos a los chicos de un colegio, que iban en fila de a dos, y viendo el ataúd con la medalla y acompañado por las maestras, se quitaron todos sus gorras.

¡Pobre niño! ¡Se fue al cielo para siempre, durmiendo su cuerpecito con su medalla en las entrañas de la tierra! Ya no lo volveremos a ver con su gorro encarnado. Estaba bien, y falleció a los cuatro días de caer malo. El último día todavía quiso levantarse para hacer su trabajito de vocabulario, y se empeñó en tener la medalla sobre su cama, por miedo que se la quitaran. ¡Nadie te la quitará ya, pobre pequeño! ¡Adiós, adiós! Siempre nos acordaremos de ti en el grupo Baretti. ¡Descansa en paz, angelito!

La víspera del día 14 de marzo

La jornada de hoy ha sido bastante más alegre que la de ayer. ¡Trece de marzo! Víspera de la distribución de premios en el teatro Víctor Manuel, la grande y hermosa fiesta de todos los años. Pero esta vez no se designan al azar los alumnos que han de subir al escenario para presentar los diplomas de los premios a los señores encargados de entregarlos.

El Director vino esta mañana poco antes de la hora de salida, y empezó diciendo:

-Muchachos, tengo que daros una buena noticia-. Luego añadió: -¡Coraci! -El calabrés se puso inmediatamente de pie-. ¿Quieres ser uno -le preguntó- de los que mañana entreguen en el teatro los diplomas a las autoridades?

El calabrés dijo que sí y el Director contestó:

-Está bien; así habrá un representante de Calabria. Os aseguro que será un acto digno de verse. Este año ha querido el Ayuntamiento que diez o doce chicos de las diversas regiones de Italia, designados en los distintos centros docentes de la ciudad, se encarguen de presentar los premios. Contamos actualmente en Turín con veinte grupos escolares y cinco anejos, que frecuentan siete mil alumnos, y entre tan gran número no ha costado mucho trabajo encontrar un muchacho por cada región italiana. En el grupo «Torcuato Tasso» se hallaban dos representantes de las islas: un sardo y un siciliano; la escuela Boncompagni proveyó un chico florentino, hijo de un ebanista; hay un romano de la misma Roma en el grupo «Tommaseo»; se encontraron fácilmente vénetos, lombardos y romañolos; el grupo «Monviso» da un napolitano, hijo de un militar; nosotros designamos a un genovés y a un calabrés; éste eres tú, Coraci. Con el piamontés, habrá doce. ¿No os parece que la idea es acertada? Serán hermanos vuestros de todas las regiones italianas los que os den los premios. Mirad, se presentarán los doce a la vez en el escenario. No dejéis de saludarlos con nutridos aplausos. Es verdad que son unos chicos como vosotros, pero representan a sus respectivas regiones como si fueran ya personas mayores. Una pequeña bandera tricolor simboliza a Italia lo mismo que una grande, ¿no es así? Aplaudidlos, pues, calurosamente para demostrar que vuestros corazones infantiles saben sentir gran amor y que vuestras almas de diez años se exaltan ante la santa imagen de la Patria.

Dicho esto, se fue, y el maestro dijo, sonriéndose:

-De manera que tú, Coraci, eres el designado por Calabria.

Todos aplaudimos entonces, sin parar de reírnos, y cuando estuvimos en la calle, rodeamos a Coraci; algunos le cogieron por las piernas, lo alzaron y lo llevaron como en triunfo, gritando:

-¡Viva el diputado de Calabria!

Era; naturalmente, una broma, pero sin ningún sabor a escarnio, sino todo lo contrario, para demostrarle afecto, pues es un chico al que todos queremos; y él se sonreía de satisfacción.

Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontraron con un señor de barba begra, que también se echó a reír. Al decir el calabrés que era su padre, los otros le dejaron a su lado y se esparcieron en todas direcciones.

Los premios

Martes, 14

El amplio teatro estaba ya completamente lleno a eso de las dos. El patio de butacas, las plateas, los palcos, el escenario, estaban ocupados por entero, viéndose millares de caras de niños, señoras, maestros, obreros, mujeres del pueblo y hombres. Era como un mar de cabezas que se movían, un continuo vaivén de lazos y rizos, percibiéndose un murmullo denso y alegre que producía mucho gozo.

El teatro aparecía adornado con colgaduras de paño rojo, blanco y verde. En el patio de butacas habían puesto dos escaleras, una a la derecha, por donde debían subir al escenario los premiados, y otra a la izquierda, por donde deberían bajar después de recibir el premio. Delante, en el escenario, había una fila de sillones rojos, y del respaldo del que ocupaba el centro pendía una pequeña corona de laurel; el fondo del escenario era un bosque de banderas; a un lado había una mesita con tapete verde con todos los premios enrollados y atados con cintas de seda tricolores. La banda de música ocupaba una platea cerca del escenario. Los maestros y las maestras llenaban la mitad de la primera galería, que les había sido reservada; los bancos y los corredores estaban atestados de centenares de chicos cantores con los papeles de música en las manos. Por el fondo y por los lados iban y venían maestros y maestras que ponían en las primeras filas a los designados para recibir los premios, y por todas partes había padres y madres que daban el último toque a las cabezas y a las corbatas de sus hijos y no dejaban de mirarlos.

En cuanto entré con mi familia en el palco que nos correspondía, vi en otro de enfrente a la maestrita de la pluma roja, con sus graciosos hoyuelos, que se reía, y con ella a la maestra de mi hermano, así como a la «monjita», vestida de negro, y mi maestra de primero superior; pero la pobre estaba tan pálida y tosía tan fuerte, que se le oía desde todas partes. En el patio de butacas distinguí en seguida la simpática cara de Garrone y la pequeña cabeza rubia de Nelli, que estaba muy pegado a él. Algo más allá vi a Garoffi, con su nariz de lechuza, que se afanaba para recoger listas impresas de los que iban a recibir el premio, y ya tenía un buen fajo de ellas, seguramente para alguno de sus negocios... Mañana lo sabremos. Cerca de la puerta se hallaba el vendedor de leña juntamente con su mujer vestidos de fiesta, al lado de su hijo que con no pequeño asombro mío no llevaba la gorra de piel de gato ni el jersey color chocolate, sino estaba trajeado como un señorito. En una galería vi unos instantes a Votini, con su gran cuello bordado, pero en seguida desapareció. En un palco de proscenio, lleno de gente, estaba el capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas.

Al dar las dos, empezó a tocar la banda de música y al mismo tiempo subieron por la escalera de la derecha el señor Alcalde, el Gobernador, el Secretario, el Inspector y muchos otros señores, todos vestidos de negro, que tomaron asiento en los sillones rojos colocados en la parte delantera del escenario.

Cuando la banda cesó de tocar, se adelantó el director de canto de las escuelas con la batuta en la mano. A una señal suya todos los chicos del patio de butacas se pusieron de pie, y a otra, empezaron a cantar. Eran setecientos los que interpretaban una bellísima canción. ¡Qué gusto daba oír aquel inmenso coro! Todos escuchaban inmóviles. Era un canto dulce, de voces claras, tan lento como uno de iglesia. Cuando callaron, todos aplaudieron y luego guardaron completo silencio.

Iba a comenzar la distribución de premios. Mi maestro de la sección segunda ya se había adelantado, con su cabeza rubia y sus avispados ojos, por ser el encargado de leer los nombres de los premiados. Se esperaba que entrasen los doce chicos designados para ir dando los diplomas. Los periódicos ya habían anunciado que serían muchachos de todas las regiones italianas. Todos lo sabían y los esperaban, mirando con curiosidad hacia la parte por donde debían hacer su aparición. También guardaban silencio el señor Alcalde y demás señores de los sillones rojos.

De pronto aparecieron contentos y sonrientes los doce, que subieron rápidamente al escenario, donde se situaron en correcta formación. Las tres mil personas que llenaban el teatro se pusieron de pie súbitamente, oyéndose un estruendoso aplauso. Los chicos permanecieron unos instantes como aturdidos.

-¡Eso es Italia! -dijo una voz.

En seguida reconocí a Coraci, el calabrés, vestido de negro, como siempre. Un señor del Ayuntamiento, que estaba con nosotros y conocía a todos, le iba diciendo a mi madre:

-Aquel pequeño rubio es el representante de Venecia. El romano es el otro alto y con el pelo rizado.

Había dos o tres bien trajeados; los demás eran hijos de obreros, aunque todos estaban limpios y aseados. El florentino, que era el más pequeño, llevaba una faja azul en la cintura. Pasaron todos por delante del señor Alcalde, que fue besándolos en la frente mientras que un señor sentado junto a él le decía por lo bajo y sonriendo los nombres de las ciudades:

-Florencia, Nápoles, Bolonia, Palermo...- y el teatro aplaudía conforme iban pasando. Luego todos ellos se acercaron a la mesita verde para tomar los diplomas. El maestro empezó a leer la lista, mencionando los grupos escolares, las secciones y las clases a que pertenecían, así como los nombres de los premiados, y éstos comenzaron a subir, según los iban nombrando, al escenario.

Apenas habían subido los primeros cuando empezó a oírse por detrás del escenario una suave música de violines, que no cesó mientras desfilaban los agraciados. Era una melodía grata al oído, que parecía un murmullo de muchas voces en sordina, las de las madres, maestros y maestras, como si todos a una les diesen consejos, rezasen por ellos o les hicieran amorosas reconvenciones. Entretanto, los premiados desfilaban uno a uno por delante de los señores sentados en los sillones rojos, que les iban entregando los diplomas, diciendo a cada uno unas palabritas o haciéndoles una caricia. Los muchachos de las butacas y de las galerías aplaudían cada vez que pasaba alguno muy pequeño o más pobremente vestido. Había algunos de primero superior que, una vez en el escenario, se confundían y no sabían hacia dónde tenían que dirigirse, provocando una risa general. Pasó uno que apenas tendría tres palmos de alto, con un gran lazo color de rosa en la espalda, que a duras penas podía andar, el cual tropezó en la alfombra y cayó; el Gobernador le levantó y fue motivo de risa y de aplausos. Otro se resbaló por la escalerilla, yendo a parar al patio de butacas; aunque se oyeron gritos de alarma, no se hizo daño alguno. Fueron desfilando chicos de toda clase, caritas de galopines, semblantes asustados, algunos tan encarnados como la grana, chiquitines graciosos que a todos sonreían, y en cuanto volvían a donde estaban sus padres, las mamás los cogían y se los llevaban.

Cuando tocó la vez a nuestro grupo, ¡entonces sí que me divertí! Pasaban muchos a los que conocía. Entre ellos Coretti, vestido de nuevo de pies a cabeza, con su risueño y alegre semblante, enseñando sus blancos dientes, y sin embargo, nadie podía saber los quintales de leña que habría llevado a sus espaldas por la mañana. Al entregarle el diploma, el señor Alcalde le preguntó qué era una señal roja que tenía en la frente, manteniendo entretanto una mano sobre su hombro. Yo busqué con la vista a su padre y a su madre por el patio de butacas, y observé que se reían, tapándose la boca con una mano. Luego pasó Derossi, luciendo un bonito traje azul con botones dorados que brillaban mucho y sus dorados rizos, esbelto, decidido, con la frente alta, tan simpático como siempre; de buena gana le habría dado un abrazo; los señores le decían algo y le daban la mano.

El maestro gritó después:

-¡Julio Robetti!

Vimos avanzar al hijo del capitán de Artillería, apoyándose en sus muletas. Cientos de muchachos conocían el hecho heroico y al momento corrió la noticia por el inmenso salón estallando una salva de aplausos y de vítores que hizo temblar las paredes; los hombres se pusieron de pie, las señoras empezaron a agitar sus pañuelos, y Robetti se detuvo en medio del escenario aturdido y tembloroso... El señor Alcalde, le puso junto a sí, le entregó el premio, le dio un beso, y, sacando del respaldo del sillón la coronita de laurel, se la puso en la almohadilla de la muleta... Después lo acompañó hasta el palco del proscenio donde estaba el capitán, su padre, quien lo tomó y subió en vilo al interior, en medio de vítores y aclamaciones. Entretanto continuaba la suave y grata música de los violines y seguían desfilando los chicos premiados: los del grupo de la Consolata, en su mayoría hijos de comerciantes; los del grupo de «Vanquiglia», hijos de trabajadores; los del grupo de «Boncompagni», muchos de ellos hijos de agricultores; los de la escuela «Ranieri», que fue la última.

En cuanto terminó el reparto de premios, los setecientos chicos de las butacas entonaron una canción muy bonita; después habló el señor Alcalde y a continuación el Secretario, que terminó diciendo:

-...No salgáis de aquí, queridos niños, sin antes enviar un saludo a quienes tanto se afanan por vosotros, a los que os dedican todas las energías de su inteligencia y de su corazón, y que viven y mueren por vosotros.

Y señaló la galería de los maestros.

Entonces se levantaron los chicos que había en el teatro y tendieron los brazos hacia las maestras y los maestros, que contestaron moviendo las manos, los sombreros y los pañuelos, de pie y visiblemente emocionados.

Por último tocó otra vez la banda de música y el público dedicó un postrero y estruendoso aplauso a los chicos representantes de las regiones italianas, que se presentaron en el escenario en fila y con los brazos entrelazados, bajo una lluvia de ramos de flores.

La disputa

Lunes, 20

Puedo asegurar que no ha sido la envidia por haber recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa que esta mañana he tenido con Coretti. No ha sido por envidia, pero reconozco que he obrado mal.

El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito en el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije una palabrota. El me contestó sonriendo:

-No lo he hecho adrede.

Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin embargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Este se siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego, para vengarme, le di un empujón que le estropeó la plana. Entonces, montando en cólera, me dijo:

-¡Tú sí que lo has hecho aposta! -Y levantó la mano, que retiró de inmediato porque le observaba el maestro. Pero añadió en voz baja-: ¡Te espero a la salida!

Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia y me arrepentí en mi interior.

No; ciertamente no podía haberlo hecho Coretti con mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su madre enferma y la alegría con que después le

recibí en mi casa y la buena impresión que había causado a mi padre. ¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella palabrota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acordé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonzaba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la malla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mucha leña que había tenido que transportar, notaba que me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»; pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la garganta. El también me miraba de reojo, de vez en cuando, y me parecía que estaba más apesadumbrado que enfadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para darle a entender que no le tenía miedo. El me repitió:

-Nos veremos las caras cuando salgamos.

-Sí, nos las veremos -le contesté.

Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelearte». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectivamente, defenderme, pero sin pelearme a gol pes y puñetazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbrado, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.

Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. El se me acercó, yo levanté la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo amablemente y apartándome la regla:

-No, Enrique; seamos tan amigos como antes.

Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empujado por la espalda, me encontré entre sus brazos. El magnífico compañero me dio un beso y me dijo:

-Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?

-Sí, tienes razón -le respondí.

Y nos separamos contentos.

Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, creyendo que le agradaría, se enojó y me dijo:

-Tú debías haber sido el primero en tenderle la mano, puesto que habías faltado. -Luego añadió-: ¡No debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un antiguo soldado!

Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la tiró contra la pared.

Mi hermana

Viernes, 24

¿Por qué, Enrique, después de afearte nuestro padre tu mal comportamiento con Coretti, has sido tan descortés conmigo? No puedes figurarte lo mucho que me ha dolido. ¿No sabes que cuando eras pequeñín pasaba horas enteras junto a tu cuna en lugar de ir a jugar con mis amigas y que cuando estabas enfermo saltaba todas las noches de la cama para ver si tenías fiebre? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que, si sobre nosotros se abatiera una tremenda desgracia, te haría de madre y te querría como a un hijo? ¿No sabes que, cuando nuestro padre y nuestra madre ya no existan, seré yo tu mejor amiga, la única con quien podrás hablar de nuestros difuntos y de tu infancia, y que si fuese preciso trabajaría para sostenerte y proveer a tus estudios, y que te querré aun cuando seas mayor, que te seguiré con el pensamiento cuando te encuentres lejos, siempre, porque hemos crecido juntos y tenemos la misma sangre? ¡Oh, Enrique! Ten por cierto que si cuando seas hombre te sucede alguna desgracia y, encontrándote solo, vinieras a decirme: «Silvia, hermana mía, déjame estar contigo; hablemos de cuando éramos dichosos, ¿te acuerdas? Hablemos de nuestra madre, de nuestra casa, de aquellos venturosos días tan lejanos», entonces, Enrique, encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos.

Sí, querido Enrique, y perdóname el reproche que ahora te expreso. No me acordaré de ninguna mala pasada tuya y, aunque me des otros disgustos, siempre serás mi hermano; sólo me acordaré de que te tuve en brazos cuando eras pequeñín, de haber querido contigo a nuestro padre y a nuestra madre, de haberte visto crecer, de haber sido tu más fiel compañera durante tantos años. Pero escríbeme siquiera una palabra cariñosa en este cuaderno para que pueda leerla antes del anochecer. Entretanto, para demostrarte que no estoy enojada contigo, viendo que ayer estabas cansado, he copiado por ti el cuento mensual, Sangre romañola, que tú debías copiar para el albañilito, que está enfermo; búscalo en el cajoncito de la izquierda de tu mesa; lo escribí anoche mientras dormías. Por favor, Enrique, escríbeme una palabra cariñosa.

TU HERMANA SILVIA

No soy digno de besarte las manos.

ENRIQUE

CUENTO MENSUAL

Sangre romañola

Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de costumbre. El padre, que tenía una tienda-bazar, había ido a Forlí de compras; con él se había marchado la madre llevando a Luisita, su hermanita, para que la viese el oculista, que debía operarle un ojo enfermo; pensaban regresar a la mañana siguiente.

Poco faltaba para la medianoche. La mujer que prestaba sus servicios durante el día se había ido hacia el oscurecer. En la casa sólo quedaban la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, su nieto, de trece años. Era una casita de planta baja, situada en la carretera y como a un tiro de fusil de un pueblecito poco apartado de Forlí, ciudad de la Romaña, no habiendo cerca de ella más que una casa deshabitada, en ruinas desde hacía dos meses a causa de un incendio, y sobre la cual todavía se veía el letrero de una posada. Por detrás de la casita había un huertecito rodeado de setos, al que daba una puertecita rústica; la puerta de la tienda, que era también la de la casa, se abría sobre la carretera. En derredor se extendía la campiña solitaria con vastos campos de cultivo y plantas de moras.

Faltaba poco para la medianoche; llovía y soplaba el viento. Federico y su abuela, todavía levantados, se hallaban en la cocina-comedor, entre la cual y el huerto había una pequeña habitación llena de trastos y muebles viejos. Federico había vuelto a casa sobre las once, después de pasar fuera muchas horas, y la abuela le había esperado despierta, llena de ansiedad, inmovilizada en un ancho sillón de brazos en el que solía pasar todo el día y, a menudo, también toda la noche, pues la fatiga no le permitía estar acostada.

Llovía, y el viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Era una noche muy oscura. Federico había vuelto cansado, lleno de barro, con la chaqueta desgarrada y un cardenal en la frente, producido por una pedrada; se había peleado con otros muchachos y, por añadidura, había jugado y perdido todo el dinero que llevaba, dejando la gorra en una zanja.

Aunque la cocina sólo estaba iluminada por un quinqué semiapagado colocado en un extremo de la mesa junto al sillón, la pobre abuela había visto al momento el lastimoso estado en que se hallaba su nieto, sabiendo todo lo sucedido en parte por haberlo adivinado y lo demás por la confesión que sacó a Federico sobre sus travesuras.

La anciana señora quería con toda el alma al muchacho y, cuando se enteró de todo, se echó a llorar.

-¡Ah, no! -dijo después de un largo silencio-; no tienes compasión de tu pobre abuela, de lo contrario no te aprovecharías de la ausencia de tu madre para darme tantos disgustos. Ya ves, me has dejado sola todo el día. Debo advertirte, Federico, que has emprendido un camino que te conducirá a un triste fin. He visto a otros que comenzaron como tú y acabaron muy mal. Se empieza por salir de casa para pelearse con otros muchachos, jugarse el dinero, y luego, poco a poco, de las pedradas se pasa a las cuchilladas, del juego a otros vicios, y de éstos... ¡al robo!

Federico escuchaba a su abuela de pie, a tres pasos de distancia, apoyado en un arca, con la barbilla sobre el pecho, el entrecejo arrugado y todavía encendido por la ira de la pelea. Sobre la frente le caía un mechón de hermosos cabellos castaños, teniendo inmóviles sus azules ojos.

-Del juego al robo -repitió la abuela que continuaba llorando-. Piensa en eso, Federico. Piensa en el botarate del pueblo, en Víctor Mozzoni, que ahora vagabundea por la ciudad, que a sus veinticuatro años ha estado ya dos veces en la cárcel y ha hecho morir de pena a su pobre madre, a la que yo conocía, obligando a su padre a marcharse a Suiza, para no sufrir mayor vergüenza. Piensa en ese desgraciado joven, siempre en compañía de otros peores que él hasta el día en que lo metan en presidio para toda su vida. Pues bien, yo le conocí de muchacho, y empezó como tú. Ten presente que puedes denigrar a tu padre y a tu madre como él y causarles tanto mal como ese desventurado.

Federico guardaba silencio. No estaba pesaroso, ni mucho menos. Su actitud obedecía más bien al exceso de vitalidad y de audacia que a pura sensiblería; su padre le había acostumbrado mal precisamente porque, considerándole capaz, en el fondo, de los más hermosos sentimientos, esperando ponerle a prueba de acciones varoniles y generosas, le dejaba rienda suelta, en la confianza de que se iría reformando por sí solo. Era bueno, pero tozudo, aunque apareciese en su corazón el arrepentimiento y dejase escapar de su boca las buenas palabras que nos inclinan a perdonar: «¡Sí, no me he portado bien; no lo haré más, te lo prometo! Perdóname.» A veces se sentía embargado de ternura, pero su orgullo no se lo permitía manifestar.

-¡Ay, Federico! -continuó la abuela viéndole tan callado-. ¡No me dices ni una palabra de arrepentimiento! Ya ves el estado en que me encuentro, que puede acabar conmigo. No debieras consentir que padeciera tanto, que por tu culpa llorase la madre de tu madre, tan vieja y próxima a su fin, tu pobre abuela, que siempre te ha querido tanto, que te mecía noches enteras cuando eras un nene de pocos meses, y que no comía por entretenerte. ¡Tú qué sabes! Yo siempre decía: «¡Este será mi último consuelo!», y ahora me matas a disgustos. De buena gana daría lo poco que me queda de vida con tal de que fueses otra vez un buen chico, tan obediente como aquellos días... cuando te llevaba al santuario de la Santísima Virgen. ¿Te acuerdas, Federico? Tú me llenabas los bolsillos de piedrecitas y de hierbas, y yo te traía a casa en mis brazos, dormidito. En cambio, ahora que estoy paralítica y tengo tanta necesidad de tu cariño como del aire para respirar, porque no tengo, pobre de mí, a otro ser en el mundo... ¡Dios mío!

Federico estaba por echarse en brazos de su abuela, dominado por la emoción, cuando le pareció oír un ligero ruido, unos crujidos continuados en la habitación de al lado, que daba al huerto. Pero no distinguía si eran las puertas u otra cosa.

Puso oído atento. La lluvia caía con fuerza. El ruido se repitió, y la abuela también lo oyó.

-¿Qué es? -preguntó un momento después, muy intrigada.

-Debe ser la lluvia -murmuró el muchacho.

-Entonces, Federico -dijo la anciana, enjugándose los ojos-, ¿me prometes ser bueno y no hacer llorar ya más a tu pobre abuela?

Un nuevo ruido la interrumpió.

-¡No me parece que sea la lluvia! -exclamó, palideciendo-. ¡Vete a ver!

Mas en seguida añadió:

-No, ¡quédate aquí! -Y asió al muchacho por una mano.

Quedaron los dos conteniendo la respiración. Solamente se oía el ruido producido por la lluvia.

A continuación ambos sintieron un escalofrío. A los dos les había parecido oír ruido de pies en la habitacioncita de los muebles viejos.

-¿Quién es? -preguntó Federico haciendo de tripas corazón.

Nadie respondió.

-¿Quién anda ahí? -repitió Federico, muerto de miedo.

Pero apenas hubo pronunciado tales palabras, ambos lanzaron un grito de terror. Dos hombres entraron en la cocina-comedor: el uno sujetó al muchacho y le tapó la boca con la mano; el otro agarró a la anciana por la garganta. El primero dijo:

-¡Silencio, si no quieres morir!

El segundo:

-¡Calle! -y alzó el puñal. Los dos llevaban un pañuelo oscuro por la cara, con agujeros a la altura de los ojos.

Durante unos instantes sólo se percibió la respiración de los cuatro y el ruido producido por la lluvia, la anciana apenas podía respirar, y tenía los ojos desorbitados.

El que sujetaba al muchacho le dijo al oído:

-¿Dónde deja tu padre el dinero?

El chico respondió con un hilillo de voz, y dando diente con diente:

-Allá.... en el armario.

-Ven conmigo -le dijo el hombre.

Y lo llevó a la fuerza al cuartito, sin dejar de agarrarle el cuello por la garganta. En el suelo había una linterna.

-¿Dónde está el armario? -preguntó.

El muchacho, medio ahogado, señaló el armario.

Entonces, para estar seguro del muchacho, el hombre lo puso de rodillas ante el armario, apretándole fuertemente el cuello entre sus piernas, de manera que pudiera estrangularlo si chillaba, y teniendo la linterna en una mano, sacó con la otra del bolsillo una ganzúa, que metió en la cerradura; hurgó, rompió, abrió de par en par las hojas de la puerta, revolviólo todo confusamente, se llenó los bolsillos, cerró, volvió a abrir y a buscar. Luego cogió de nuevo al muchacho, llevándole donde el otro tenía aún agarrada a la anciana, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta.

El que sujetaba a la abuela preguntó en voz baja al otro:

-¿Ha caído algo?

-Sí -le contestó. Y añadió: -Mira hacia la puerta.

El que estaba con la anciana fue a la puerta del huerto para cerciorarse si había alguien por allí, y dijo desde el cuartito de los trastos, con una voz que parecía un silbido:

-Ven.

El que había quedado en la cocina y retenía a Federico enseñó un arma blanca al muchacho y a la anciana, que acababa de abrir otra vez los ojos:

-¡Ni una sola palabra o vuelvo y os degüello!

Y miró fijamente a los dos.

En aquel momento se oyó a lo lejos, por la carretera, un canto de muchas voces.

El ladrón giró rápidamente la cabeza hacia la puerta, y por la violencia del movimiento se le cayó el antifaz.

La anciana lanzó un grito:

-¡Mozzoni!

-¡Maldita! -rugió el reconocido-. ¡Tienes que morir!

Y se abalanzó con un puñal en alto contra la anciana, que quedó desvanecida en el acto.

El asesino descargó el golpe, pero con un movimiento rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había arrojado sobre la abuela, cubriéndola con su cuerpo.

El asesino huyó, chocando con la mesa y volcó el quinqué, que se apagó.

El muchacho se deslizó lentamente sobre la abuela, cayó de rodillas y permaneció en tal actitud abrazando a la anciana por la cintura y con la cabeza apoyada en su regazo.

Transcurrieron unos instantes; todo estaba a oscuras; el canto de los aldeanos se iba alejando por el campo. La anciana recobró el sentido.

-¡Federico! -dijo con voz apenas perceptible y dando diente con diente por el temblor que la invadió.

-¡Abuela! -respondió él.

La anciana hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror le paralizaba la lengua.

Permaneció un ratito en silencio, sin parar de temblar violentamente. Luego logró preguntar:

-¿Se han ido ya? -Sí, se fueron.

-¡No me han matado! -murmuró la anciana con voz ahogada.

-No... estás a salvo -dijo Federico con voz muy débil-. Estás a salvo, yayita. Se han llevado el dinero. Pero papá había dejado poco.

La anciana dio un suspiro.

-Yaya -dijo Federico, permaneciendo de rodillas y teniendo un brazo en su cintura-, yayita, ¿verdad que me quieres?

-¿No te he de querer, hijo mío? -le respondió, poniéndole una mano en la cabeza-. ¡Qué. susto has debido llevar, pobrecito mío! ¡Señor, Dios misericordioso! Enciende la luz... Pero no, es mejor que continuemos a oscuras. Tengo todavía mucho miedo.

-Abuela -replicó el muchacho-, siempre os he dado muchos disgustos a todos...

-No, Federico, no digas eso; yo no me acuerdo de nada, todo lo he olvidado. ¡Te quiero mucho, ángel mío!

-Os he dado muchos disgustos -continuó diciendo Federico con gran dificultad, temblándole la voz-; pero... os quiero. ¿Me perdonas, yaya? ¡Perdóname!

-Sí, querido, te perdono, te perdono de todo corazón. ¡Pues no te iba a perdonar! ¡No faltaba más! Anda, levántate. Ya no te reñiré más. Eres bueno, muy bueno. Ea, enciende la luz, querido. Levántate.

-Gracias, yaya -le contestó el muchacho con voz cada vez más débil-. Ahora... estoy contento. ¿Verdad que te acordarás de mí, yayita... de tu Federico?

-¡Federico! -exclamó la abuela, inquieta y preocupada, poniéndole las manos en la espalda e inclinando la cabeza para mirarle la cara.

-Acuérdate de mí -murmuró aún el muchacho con una voz que parecía un soplo-. Dales un beso de mi parte a papá, a mamá... a Luisita... ¡Adiós, yaya, yayita... !

-¡Por todos los Santos! ¿Qué tienes? -gritó la anciana, palpando con ansiedad la cabeza del chico, que estaba reclinada en sus rodillas. Luego, con toda la voz que pudo sacar, exclamó con desesperación: -¡Federico! ¡Federico! ¡Amor mío! ¡Ángeles del cielo, ayudadme!

Pero Federico ya no replicó. El pequeño héroe, el salvador de la madre de su madre, herido mortalmente por artera puñalada en la espalda, había entregado a Dios su bella y valerosa alma.

El albañil

Martes, 28

El albañilito está gravemente enfermo; el maestro nos recomendó que fuésemos a verle, y convinimos Garrone, Derossi y yo en ir los tres juntos. Stardi gustosamente nos habría acompañado; pero como el maestro nos encargó la descripción del Monumento a Cavour, dijo que quería verlo para hacer más exacta la descripción. Por probar también, invitamos al orgulloso de Nobis, que nos dio una rotunda negativa. Votini se excusó, quizás por miedo a mancharse el traje de yeso. Nos fuimos al salir de la escuela, a las cuatro. Llovía a cántaros. Por el camino se detuvo Garrone y dijo con la boca llena de pan:

-¿Qué vamos a comprar? -y hacía sonar dos monedas que llevaba en el bolsillo.

Pusimos diez céntimos cada uno y compramos tres grandes naranjas.

Subimos a la buhardilla. Delante de la puerta Derossi se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo. Le pregunté por qué lo hacía y me respondió:

-Bueno, no sé... para no presentarme con ella...; me parece más delicado no llevar la medalla.

Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañero. Era un hombrete; tenía alterado el semblante y parecía asustado.

-¿Quiénes sois? -preguntó.

Garrone respondió.

-Unos compañeros de Antonio, que le traemos tres naranjas.

-¡Ah, pobre Antoñito! -exclamó el albañil moviendo la cabeza-, me temo que no las pueda comer -y se enjugó los ojos con el revés de la mano.

Nos hizo pasar. Entramos en su cuarto a tejavana, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algunas escobillas de encalar, un pico y una criba; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado, muy pálido, con la nariz afilada, y respiraba con dificultad. ¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrone le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su olor le despertó, la tomó en seguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrone.

-Soy yo -dijo éste-, Garrone. ¿Me conoces?

El le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrone, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella una mejilla, diciéndole:

-¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bien, volverás a la escuela y el maestro te pondrá a mi lado. ¿Te parece bien?

Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:

-¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!

-¡Cállate! -le gritó el albañil con desesperación-. ¡Cállate , por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! -Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió-: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué podéis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero volved a vuestra casa.

El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.

-¿No quiere que le haga algún recado? -preguntó Garrone al padre.

-No, buen muchacho, gracias -respondió el albañil-; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.

Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.

Pero cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:

-¡Garrone, Garrone!

Subimos rápidamente los tres.

-¡Garrone! -dijo el albañil, visiblemente desconcertado-. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quieres pasar? ¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!

-¡Hasta luego! -nos dijo Garrone-; yo me quedo -y entró en la casa con el padre. Derossi tenía los ojos llenos de lágrimas, y yo le pregunté:

-¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es seguro que se pondrá bien.

-Sí, eso creo -respondió Derossi-; pero en este momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garrone y en su hermosa alma.

El conde Cavour

Miércoles, 29

Debes hacer la descripción del monumento al conde Cavour. Puedes hacerla; pero sin lograr comprender todavía por ahora la figura del insigne personaje. De momento has de saber lo siguiente: por espacio de muchos años fue el primer ministro del Piamonte; mandó el ejército piamontés en Crimea para revalidar la gloria militar de nuestra patria con la victoria de Cernaia, que había quedado ofuscada por la derrota sufrida en Novara; él fue quien hizo pasar los Alpes a ciento cincuenta mil franceses para arrojar a los austríacos de Lombardía, quien gobernó a Italia en el período más importante de nuestra revolución, el que dio aquellos años el impulso más poderoso a la santa empresa de la unificación de la patria, con su claro ingenio, con invencible constancia y con una laboriosidad más que humana.

Muchos generales conocieron horas tremendas en el campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venirse abajo de un momento a otro como frágil edificio sacudido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la paralización del corazón. Tan gigantesco y tempestuoso trabajo le quitó veinte años de vida. Pero aun con una fiebre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, luchaba desesperadamente con la enfermedad para hacer algo por su Patria.

-Es extraño -decía con dolor en su lecho de muerte-; ya no sé ni puedo leer.

Mientras le sacaban sangre, decía imperiosamente:

-Curadme; mi mente se nubla y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.

Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:

-Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; pero me encuentro muy mal y no puedo, no puedo -y se acongojaba.

Su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios decía:

-¡Educad a la infancia y a la juventud!... Gobiérnese con libertad.

El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.

Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo necesitaba y por la cual había consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo. Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondía a su admirable existencia.

Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío, cuando pases por delante de la imagen de mármol y dile de todo corazón: «¡Gloria a ti!»

TU PADRE


Amicis IV

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Enero

El maestro

Miércoles, 4

Tenía razón mi padre al decir que el maestro estaba de malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven barbilampiño que parece poco más que un chiquillo.

Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el primer día y el segundo habían alborotado en la clase porque el suplente tiene mucha paciencia y no se hace respetar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio, por favor!» Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían sus palabras; él amonestaba y suplicaba mas no le hacían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, crecía el murmullo, como en un mercado.

Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros para que guardasen buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los codos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las ligas de los calcetines.

El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo resultaba inútil.

No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía:

-¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a castigaros? Después daba fuertes puñetazos en la mesa y gritaba con voz de rabia y de impotencia:

-¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando.

Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el bedel y dijo:

-Señor maestro, le llama el Director.

El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte.

Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación:

-¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en presencia de su padre!

Acto seguido, reinó el silencio más profundo.

¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como se lo habría dicho a un hermano:

-¡Muchas gracias, Garrone!

Los libros de Stardi

Viernes, 6

He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la escuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gustan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores, muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo: libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con láminas. El sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía. ¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón:

-¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro.

Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un perro de caza.

Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo: «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle:

-A su disposición.

Se lo dije después a mi padre en casa.

-No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto.

-Porque tiene carácter -respondió mi padre.

Y añadí yo:

-En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento.

-Porque lo estimas -añadió mi padre.

El hijo del herrero

Lunes, 9

Sí, pero también aprecio a Precossi, y aún me parece poco decir que le aprecio. Es el hijo del herrero, el chico pálido, de mirada bondadosa y triste, tan tímido, que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, sin embargo, tan estudioso.

No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le tira de un revés los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar.

Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado.

-Tu padre te ha dado una tunda -le dicen los compañeros.

-No es verdad, no es verdad -responde para no dejar en mal lugar a su padre.

-Esta hoja no la has quemado tú- le dice el maestro, mostrándole el cuaderno medio quemado.

-Sí, señor -responde con voz temblorosa-. He sido yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre.

Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los deberes de la escuela.

Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y apenas trabaja, por lo que la familia pasa hambre. ¡Cuántas veces va el pobre Precossi a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Garrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la pluma encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primero inferior! Pero él jamás dice: «Tengo hambre; mi padre no me da de comer. »

Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al revés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Recose sus cuadernos desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle hacer gimnasia con zapatos que parecen hechos para dos, con pantalones que se le caen de anchos y el chaquetón tan largo, con mangas que ha de subirse hasta los codos.

Estudia con ahínco y seguramente sería uno de los primeros si pudiese atender en su casa las faenas escolares con alguna tranquilidad.

Esta mañana se ha presentado en clase con la señal de un arañazo en la cara, y los compañeros le han dicho:

-Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no digas que no. Esta vez no lo puedes negar.

Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz ahogada por la irritación:

-¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!

Mas luego, durante la lección, se le caían las lágrimas sobre el banco, y cuando alguno le miraba, se esforzaba en sonreír para disimular. ¡Es un chico digno de compasión!

Mañana irán a mi casa Derossi, Coretti y Nelli; yo quisiera que viniese también Precossi para hacerle merendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar por todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fruta para ver contento siquiera una vez a mi buen compañero que tan sufrido es.

Visita agradable

Jueves, 12

Hoy ha sido uno de los jueves más gratos del año para mí. A las dos en punto han llegado a casa Derossi y Coretti, en compañía de Nelli, el jorobadito. A Precossi no le ha dejado venir su padre.

Derossi y Coretti apenas podían contener la risa contándome que por la calle habían visto a Crossi, el hijo de la verdulera -el del brazo inmóvil y pelirrojo- que llevaba a vender una col fenomenal, la mar de contento porque con lo que le dieran pensaba comprarse una pluma y alguna otra cosita, y, además, porque habían recibido carta de su padre, que se encuentra en América, diciéndoles que le esperasen de un día para otro.

¡Qué dos horas más felices hemos pasado juntos! Derossi y Coretti son los dos más alegres de la clase; mi padre estaba contento al verles en mi compañía. Coretti llevaba su inseparable jersey marrón oscuro y su gorra de piel. Es un diablillo que siempre quisiera estar haciendo algo. Por la mañana, temprano, ya se había cargado en las espaldas media carretada de leña; sin embargo, no paró un instante, recorriendo toda la casa, observándolo todo y sin parar de hablar, con la listeza y viveza de una ardilla. Al pasar por la cocina preguntó a la cocinera cuánto le costaban diez kilos de leña, cosa que su padre vendía por cuarenta y cinco céntimos. Siempre está hablando de su padre, de cuando sirvió en el regimiento cuarenta y nueve y tomó parte en la batalla de Custoza, a las órdenes del príncipe Humberto. Es un chico de modales más finos de lo que cabría esperar de él. Aunque ha nacido y se ha criado entre los leños, según mi padre, tiene distinción en la sangre.

Derossi nos ha divertido mucho; sabe la Geografía como un maestro. Cerrando los ojos decía: «Estoy viendo toda Italia, los Apeninos, que recorren la Península hasta el mar Jónico, los ríos que van de un lado para otro, fertilizando la tierra por donde pasan; las blancas ciudades, los golfos, los azules lagos, las verdes islas», y, al mismo tiempo, iba diciendo los correspondientes nombres, por su orden y con gran rapidez, como si hubiese estado leyéndolos en el mapa. Estábamos admirados de oírle y verle tan gallardo, con sus rubios rizos, los ojos cerrados, vestido de azul, con botones dorados, tan esbelto y bien proporcionado como una estatua... En una hora se había aprendido de memoria casi tres páginas que deberá recitar pasado mañana en los funerales de Víctor Manuel. Nelli también le miraba con admiración y cariño, sonriéndose con sus ojos claros y melancólicos.

Me ha gustado mucho la visita, que me ha dejado gratas impresiones, como chispazos, en la mente y en el corazón. También me ha satisfecho ver al pobrecito Nelli entre los otros dos, altos y robustos, cuando se han ido, haciéndole reír como hasta ahora nunca lo había hecho.

Al volver a entrar en nuestro comedor, me he dado cuenta de que no se hallaba en el sitio acostumbrado el cuadro que representa a Rigoletto, el bufón jorobado. Lo había quitado mi padre para evitar que lo viese Nelli.

Los funerales por Víctor Manuel

Martes, 17

Esta tarde, a las dos, apenas habíamos entrado en clase, llamó el maestro a Derossi, que se puso junto a la mesa, frente a nosotros, empezando a decir con acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz y animándose progresivamente:

«Hace ahora cuatro años, tal día como hoy y a la misma hora, llegaba delante del Panteon, en Roma, el carro fúnebre con el cadáver de Víctor Manuel II, primer rey de Italia, muerto después de veintinueve años de reinado, durante los cuales la gran patria italiana, fragmentada en siete Estados, oprimida por extranjeros y tiranos, quedó constituida en uno solo, independiente y libre, tras veintinueve años de reinado que él había ilustrado y dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre fría en los peligros, con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad.

Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso grupo de generales, de ministros y de príncipes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en el que le esperaba la tumba.

En ese preciso momento doce coraceros sacaban el féretro del carro, y por medio de ellos daba Italia el último adiós de despedida a su rey muerto, al viejo monarca que tan enamorado de ella había estado, el último saludo a su caudillo y padre, a los veintinueve años más afortunados y fructíferos de su historia. Fueron unos momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de todos temblaba de emoción entre el féretro y las enlutadas banderas de los ochenta regimientos portadas por otros tantos oficiales, formados a su paso; porque estaba representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas, que recordaban los millares de muertos, los torrentes de sangre, nuestras glorias más sagradas, nuestros mayores sacrificios, nuestros más tremendos dolores.

Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se inclinaron a un mismo tiempo todas las banderas de los regimientos, en señal de saludo, tanto las nuevas como las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara, Crimea, Palestro, San Martino y Casteifidardo; cayeron ochenta velos negros; cien medallas chocaron contra el armon, y aquel estrépito sonoro y confuso que hizo estremecerse a todos fue como el eco de cien voces humanas que decían a un tiempo: «¡Adiós, buen rey, valiente caudillo, magnífico soberano! Vivirás en el corazón de tu pueblo mientras alumbre el sol de Italia.»

Después se volvieron a erguir las banderas, con el asta hacia el cielo, y el rey Víctor Manuel entró en la gloria inmortal de la tumba».

Franti es expulsado del colegio

Sábado, 21

Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi declamaba el discurso por los funerales del rey, y fue, precisamente, Franti. Lo detesto. Es malo, Cuando un padre viene a la escuela a reñir a su hijo delante de todos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla ante Garrone, molesta y pega al albañilito porque es pequeño; atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un brazo; se burla de Precossi, a quien todos respetamos, y hasta se ríe de Robetti, el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño. Provoca a los que son más débiles que él y, cuando pega, se enfurece y procura hacer el mayor daño posible.

Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja, en sus torvos ojos, que quedan ocultos por la visera de su gorra de hule. No respeta a nadie. Se ríe del maestro, hurta cuanto puede, niega desvergonzada mente, siempre ha de estar peleándose con alguien, lleva alfileres para pinchar a los que están cerca de él, se arranca los botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se los juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros, sus cuadernos, son una verdadera pena y da grima verlos, por lo deslucidos, destrozados y sucios que los tiene; su regla está mellada y la pluma las más de las veces inservible; se come las uñas; lleva la ropa llena de manchas y de rotos que se hace en las peleas.

Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le proporciona, y que su padre lo ha echado ya tres veces de su casa; su madre acude a la escuela de vez en cuando a pedir informes y se va llorando. El odia la escuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso se enmienda, sino que, por el contrario, es cada vez peor. Ha intentado corregirle por las buenas, pero él se ríe de lo que le dice o insinúa. Si le dice, regañándole, palabras tremendas, se cubre la cara con las manos como si llorara, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres días de la escuela, y volvió más granuja y más insolente que antes. Un día le dijo Derossi:

-Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves que haces sufrir demasiado al señor maestro?

Por toda contestación le amenazó con meterle un clavo en la barriga.

Pero esta mañana hizo que le echaran como a un perro. Mientras el maestro daba a Garrone el borrador del Tamborcillo sardo, el cuento mensual correspondiente a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti tiró al suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las paredes. Toda la clase experimentó una sacudida. El maestro se puso en pie y gritó:

-¡Fuera de la escuela, Franti!

El respondió:

-¡No he sido yo! -pero se reía.

El maestro repitió:

-¡He dicho que te vayas!

-¡Yo no me muevo! -replicó.

El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo cogió de un brazo y lo arrancó del banco. Franti se revolvía, rechinaba los dientes, y tuvo que arrastrarlo a viva fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la dirección, y luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa, cogiéndose la cabeza con las manos, todo agitado, con una expresión de cansancio y de pena, que daba compasión, meneando tristemente la cabeza, exclamó:

-¡Después de treinta años de profesión todavía no me había ocurrido cosa semejante!

Todos conteníamos la respiración.

Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene en la frente se le profundizó de tal manera, que parecía una gran herida. Daba pena verlo. Derossi se levantó y dijo:

-¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le queremos mucho.

Entonces se tranquilizó y algo después dijo:

-Prosigamos la lección, muchachos.

CUENTO MENSUAL

El tamborcillo sardo

El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza, unos sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejercito, enviados a una colinita para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente acometidos por dos compañías de soldados austríacos que, disparándoles desde diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en la casa y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándolas, después de haber dejado en el campo algunos muertos y heridos.

Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron presurosamente a las ventanas de la planta baja y del piso de arriba, y empezaron a hacer fuego cerrado sobre los asaltantes, quienes, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con sus disparos.

A los sesenta soldados italianos los mandaban dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, delgado y severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tamborcillo sardo, chico de poco más de catorce años, que aparentaba tener escasamente doce, de cara morena trigueña, con ojos negros y hundidos, que parecían desprender chispas.

Desde una habitación del primer piso dirigía la defensa el capitán, cursando órdenes como pistoletazos, sin que en su cara de hierro se notase signo alguno de emoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas, subido a una mesa, estiraba el cuello, apoyándose en la pared, para mirar al exterior por las ventanas; por los campos, a través del humo, veía los blancos uniformes de los austríacos, que avanzaban lentamente. La casa se hallaba en lo alto de empinada pendiente, y por la parte de la cuesta sólo tenía una ventanilla alta, único hueco de una pequeña habitación del último piso; por eso los austríacos no amenazaban la casa por aquella parte; solamente se hacía fuego contra la fachada y los dos flancos.

Pero era un fuego infernal, una verdadera granizada de balas, que desde el exterior resquebrajaba las paredes, hacía trizas las tejas y destrozaba en el interior techumbres, muebles, puertas, arrojando al aire astillas, nubes de yeso y fragmentos de vasijas de barro y de vidrios, silbando, rebotando, rompiéndolo todo con un fragor espeluznante. De vez en cuando caía al suelo alguno de los que disparaban por las ventanas, siendo llevado aparte. Otros iban vacilantes, de habitación en habitación apretándose las heridas con las manos. En la cocina había ya un muerto, con la frente agujereada. El cerco enemigo se iba estrechando.

En cierto momento se vio al capitán, hasta entonces impasible, dar muestras de inquietud y salir precipitadamente del cuarto, seguido de un sargento. Al cabo de tres minutos volvió corriendo el sargento y llamó al tamborcillo, haciéndole señas para que le acompañase. El muchacho le siguió, subiendo rápidamente por una escalera de madera, y entró con él en un desván desmantelado, donde estaba el capitán escribiendo con lápiz en. una hoja de papel, apoyándose en la ventanilla; a sus pies, enrollada en el suelo, había una soga de las que se usan en los pozos.

El capitán dobló la hoja, y clavando en el muchacho sus ojos, grises y fríos, ante los cuales temblaban todos los soldados, le dijo a bocajarro:

-¡Tambor!

El muchacho se llevó la mano a la visera, y el capitán le preguntó:

-¿Tú eres valiente?

-Sí, mi capitán -respondió el chico, relampagueándole los ojos.

-Mira allá a lo lejos -dijo el capitán, llevándole a la ventanita-, al llano que hay próximo a las casas de Villafranca donde brillan bayonetas. Allí están los nuestros inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la ventanita, cruza a toda prisa la cuesta, ve corriendo a campo traviesa, procura llegar cuanto antes a los nuestros y entregas el papel al primer oficial que veas. Quítate en seguida el cinturón y la mochila.

El tamborcillo se quitó el cinturón y la mochila y se metió el papel en el bolsillo del pecho; el sargento echó la cuerda fuera y agarró con ambas manos uno de los extremos; el capitán ayudó al muchacho a salir por la ventana, de espaldas al campo.

-¡Ten cuidado! -le dijo-; la salvación del destacamento depende de tu valor y de tus piernas.

-Confíe en mí, capitán -respondió el tamborcillo descolgándose.

-Agáchate mientras bajas -le dijo aún el capitán, agarrando la cuerda, juntamente con el sargento.

-¡No tenga usted cuidado!

-¡Que Dios te ayude!

En unos instantes estuvo el tamborcillo en el suelo; el sargento subió la cuerda y él desapareció. El capitán se asomó precipitadamente a la ventanita y vio al muchacho corriendo cuesta abajo.

Ya confiaba que hubiese logrado pasar inadvertido, cuando cinco o seis nubecillas de polvo, que se elevaron del suelo por delante y detrás del muchacho, le dieron a entender que le habían visto y le disparaban desde un alto. Las pequeñas nubes eran de tierra levantada por las balas. Pero el chico continuaba corriendo precipitadamente sin reparar en nada. De pronto, exclamó consternado:

-¡Le han dado!

No había terminado de decir la palabra cuando vio levantarse de nuevo al tamborcillo.

«¡Ah, no ha sido más que una caída!», dijo para sí y respiró. El muchacho, efectivamente, volvió a correr con todas sus fuerzas, aunque cojeaba. «¡Se ha debido torcer un pie!», pensó el capitán. Todavía se levantó alguna que otra nubecilla de polvo en torno del valiente soldadito, pero cada vez más lejos de él. ¡Estaba a salvo! El capitán lanzó una exclamación de alivio. Con todo le siguió con la vista y temblando, porque era cuestión de unos minutos; de no llegar a tiempo con el escrito en el que pedía inmediata ayuda, o todos sus soldados caerían muertos o tendría que rendirse con los supervivientes, como prisionero. El pequeño sardo corría velozmente un rato, mas luego aminoraba la marcha, cojeando; después reanudaba la carrera, pero con indudables muestras de agotamiento, deteniéndose a cada instante. «¡Le habrá rozado un pie alguna bala!», pensó el capitán. No le quitaba ojo, sumamente angustiado, y le daba ánimos como si le pudiera oír. Medía incesantemente con la vista la distancia que le faltaba para llegar al sitio donde se veían relucir bayonetas, allá en el llano, en medio de unos trigales dorados por el sol.

Entretanto oía el silbido y el estrépito de las balas en las dependencias de abajo, las voces de mando y los gritos de rabia de los oficiales y sargentos, los agudos quejidos de los heridos, el ruido de los muebles y de los desconchados de pared que se iban desprendiendo.

-¡Animo, valor!- gritaba siguiendo con la mirada al tamborcillo, que ya apenas divisaba-. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se para! iMaldición! ¡Ah, vuelve a correr!...

Un oficial se acerca para decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco intimando la rendición.

-¡Que no se responda! -grita el capitán sin apartar la vista del muchacho, que ya había llegado al llano, pero que no corría y parecía moverse a duras penas.

-¡Anda!... ¡Corre! -decía el capitán apretando los puños y los dientes-. ¡Desángrate, muere si es preciso, pero da el papel!

Después lanzó una horrible imprecación.

-¡El infame holgazán se ha sentado!

El chico, en efecto, cuya cabeza había visto sobresalir hasta entonces por encima de un campo de trigo, había desaparecido, como si se hubiese caído. Mas, pasados unos instantes, su cabeza volvió a emerger. Finalmente se perdió por detrás de los setos y ya no le vio más.

Entonces bajó impetuosamente; las balas entraban a granizadas; las habitaciones estaban llenas de heridos, algunos de los cuales se retorcían como embriagados, agarrándose a los muebles; las paredes y el pavimento estaban teñidos de sangre; había cadáveres en los umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala, y todo estaba envuelto por el humo y el polvo.

-¡Animo! -gritó el capitán-. ¡Permaneced en vuestros puestos! ¡Van a llegar socorros! ¡Un poco de valor todavía!

Los austríacos se habían aproximado más, y a través del humo se veían sus caras descompuestas. En medio de los tiros se les oía gritar salvajemente, insultando a los nuestros e intimándoles a que se rindiesen, so pena de degollarlos. Algún que otro soldado, inducido por el miedo, se retiraba de las ventanas y los sargentos le empujaban hacia adelante.

De todas formas iba disminuyendo la resistencia de los sitiados y el desaliento se manifestaba en todos los rostros, no pareciendo posible que pudiese continuar la defensa. En cierto momento, el ataque de los austríacos fue remitiendo, y una voz de trueno gritó, primeramente en alemán y luego en italiano:

-¡Rendíos!

-¡No! -respondió el capitán desde una ventana. Y el tiroteo se reanudó con mayor rabia por ambas partes. Cayeron otros soldados, y ya había más de una ventana sin defensores. El momento fatal parecía inminente. El capitán gruñía entre dientes con voz que se le ahogaba en su garganta: «¡No vienen! ¡No vienen!», y corría furioso de un lado para otro, doblando el sable con mano convulsa, resuelto a morir, hasta que un sargento, bajando apresuradamente del desván, gritó con voz estentórea: -¡Ya llegan, ya llegan!

Ante semejante anuncio, los sanos y los heridos, los sargentos y los oficiales, acudieron presurosos a las ventanas, y se prosiguió la resistencia con renovado esfuerzo.

En poco tiempo se advirtió una especie de vacilación y un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, a toda prisa, reunió el capitán un grupo de soldados en el piso bajo para realizar una salida con bayoneta calada; luego subió a la planta superior. Apenas llegó, los defensores empezaron a dar saltos de alegría y a lanzar hurras por haber visto desde las ventanas entre el humo de la pólvora los sombreros de dos picos de los «carabineros» italianos, un escuadrón arrastrándose por tierra y un brillante centelleo de espadas arremolinadas por encima de las cabezas, sobre los hombros y las espaldas. Entonces el pequeño grupo ordenado por el capitán salió de la casa con la bayoneta calada, los enemigos se desconcertaron, dieron media vuelta y se batieron en retirada. El terreno quedó despejado, la casa, libre, y poco después ocupaban la altura dos batallones de infantería italianos que disponían de dos cañones.

El capitán, con los soldados que le quedaban, se incorporó al regimiento, continuó luchando, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala que rebotó en el último ataque a la bayoneta.

La jornada acabó con la victoria de los nuestros.

Pero al día siguiente, habiéndose reanudado la lucha, los italianos fueron derrotados, a pesar de su indudable valor, por la abrumadora mayoría de los austríacos; y en la mañana del veintiséis tuvieron que emprender la retirada hacia el Mincio.

El capitán, aunque herido, fue a pie juntamente con sus soldados, cansados y silenciosos, y llegando al ponerse el sol a Goito, a orillas del Mincio, buscó en seguida a su teniente, que había sido recogido por una ambulancia con el brazo roto y debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia, donde se había improvisado un hospital de campaña. Entró y vio que el sagrado recinto se hallaba lleno de heridos colocados en dos hileras de camas y de colchones extendidos en el suelo; dos médicos y varios practicantes iban de un lado para otro afanosamente oyéndose gemidos y quejidos ahogados.

Al entrar el capitán, se detuvo y dirigió la mirada en torno suyo en busca de su oficial.

En aquel momento oyó que le decían con una voz apagada:

-¡Mi capitán!

Se volvió. Era el tamborcillo.

Estaba tendido sobre un catre, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de ventana, de cuadros rojos y blancos con los brazos fuera: pálido, demacrado, pero con sus ojos siempre brillantes, como dos preciosas gemas.

-¿Aquí estás tú? -le preguntó el capitán, extrañado, pero con brusquedad-. ¡Bravo, muchacho! Has cumplido con tu deber.

-He hecho lo que he podido -le respondió el tamborcillo.

-¿Estás herido? -dijo el capitán, tratando de ver a su teniente en las camas próximas.

-¡Qué vamos a hacer! -dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la honra de estar herido por primera vez, y sin lo cual no se hubiera atrevido a abrir la boca delante de aquel capitán-; a pesar de que procuré ocultarme, no pude evitar que me viesen en seguida. Si no me alcanzan, habría llegado veinte minutos antes. Afortunadamente, encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien entregué el papel. Pero me costó gran trabajo llegar después de la caricia recibida. Me moría de sed; temía no poder llegar donde estaban los nuestros, y lloraba de rabia pensando que cada minuto de retraso se iba al otro mundo uno de los de arriba. En fin, he hecho lo que he podido. Estoy contento. Pero mire usted, y dispense, mi capitán, está perdiendo sangre.

Efectivamente, de la palma de la mano, mal vendada, del capitán salían algunas gotas, que se escurrían por los dedos.

-¿Quiere que le apriete la venda, mi capitán? Acérquese un poco más.

El capitán le dio la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudarle a soltar el nudo y volverlo a hacer; pero el chico se puso más pálido en cuanto se alzó de la almohada y tuvo que volver a apoyar la cabeza sobre ella.

-¡Basta, basta! -dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada que el soldadito quería sujetar-. Cuida de lo tuyo en vez de pensar en los demás, porque las cosas ligeras, si se descuidan, pueden traer malas consecuencias.

El tamborcillo movió la cabeza.

-Pero tú -repuso el capitán, mirándolo más atentamente-, has debido perder mucha sangre para estar tan débil.

-¿Mucha sangre dice usted? -respondió el muchacho, sonriendo-. Algo más que sangre. ¡Mire!

Y se apartó algo la colcha.

El capitán dio un paso atrás horrorizado.

El chico no tenía más que una pierna; la izquierda se la habían amputado por encima de la rodilla; el muñón estaba vendado con tiras ensangrentadas.

En aquel instante pasó el médico militar, pequeño y regordete en mangas de camisa.

-He aquí, señor capitán -empezó a decirle, indicando al muchacho-, un caso realmente desgraciado; esa pierna se habría salvado con facilidad si él no la hubiese forzado tan atrozmente como hizo; se produjo una malhadada inflamación y al fin se le tuvo que cortar para salvarle la vida. Pero le aseguro que es un muchacho muy valiente; no ha derramado una sola lágrima ni se le ha oído ningún grito. ¡Palabra de honor que me sentía orgulloso de que fuese un chico italiano! A fe mía que es de buena raza.

Dicho esto, prosiguió su camino.

El capitán arrugó sus grandes cejas blancas y miró fijamente al tamborcillo, subiéndole la colcha con precaución; después lentamente, casi sin darse cuenta y sin parar de mirarlo, levantó la mano hasta la altura de la cabeza y se quitó el quepis.

-¡Mi capitán! --exclamó el muchacho, admirado-. ¿Qué hace usted? ¿Es por mí?

Entonces aquel rudo militar, que nunca había dicho una palabra suave a un subordinado suyo, le respondió con una voz extremadamente dulce y cariñosa:

-Yo no soy más que un simple capitán; tú, en cambio, eres un héroe.

Luego se arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo y le besó tres veces en la parte del corazón.

El amor a la Patria

Martes, 24

Puesto que el cuento del Tamborcillo te ha conmovido, fácil te será escribir esta mañana la redacción sobre el tema del examen: «¿Por qué se ama a la Patria? ¿Por qué quiero a mi Patria?» ¿No se te han ocurrido en seguida cien respuestas? Amo a mi Patria porque mi madre ha nacido en ella, porque sangre suya es la que corre por mis venas, porque es la tierra donde están sepultados los muertos por los que reza mi madre y a los que venera mi padre, porque la ciudad donde he visto la luz, la lengua que hablo, los libros que me instruyen, mi hermano y mi hermana, mis compañeros, el pueblo del que formo parte, el bello paisaje que me rodea, cuanto veo, lo que amo, lo que estudio y lo que admiro pertenece a mi Patria.

¡Tú no puedes sentir todavía ese gran afecto en toda su intensidad! Lo sentirás cuando seas un hombre, cuando retornes a ella tras un largo viaje, después de una prolongada ausencia, y asomándote una mañana desde la cubierta del buque, contemples en el horizonte las grandes montañas a ules de tu país; entonces lo sentirás con el ímpetu de ternura que te llenará los ojos de lágrimas y te arrancará un grito.

Lo advertirás en alguna gran ciudad lejana por el impulso del alma que, entre la desconocida multitud, te llevará hacia un trabajador desconocido, al que, pasando, le habrás oído decir alguna palabra en tu propia lengua.

Lo sentirás en la dolorosa y profunda indignación que te hará subir la sangre a la cabeza, cuando de la boca de algún extranjero salgan expresiones injuriosas para la tierra que te vio nacer, y con mayor violencia y alteración todavía si la amenaza de un pueblo enemigo levanta una tempestad de fuego sobre tu Patria y veas el desasosiego por doquier, a los jóvenes que acuden en masa a tomar las armas, a los padres besar a sus hijos gritando: «¡Adiós! ¡Volved victoriosos!»

Lo sentirás con insuperable júbilo si tuvieres la dicha de presenciar en tu ciudad los regimientos diezmados, cansados, con el uniforme destrozado, con aire terrible, con el brillo de la victoria en los ojos y las banderas atravesadas por las balas, seguidos por un número interminable de valientes que llevarán sus cabezas vendadas y brazos sin manos, entre una multitud enfervorecida por el entusiasmo, que los cubrirá de flores, de bendiciones y de besos. Entonces comprenderás lo que es el amor a la Patria, Enrique.

La Patria es algo tan grande y sagrado, que si un día te viese regresar salvo y sano de una batalla en la que te hubieses hallado, por haberte escondido para conservar la vida, a pesar de ser carne de mi carne y alma de mi alma, yo, tu padre, que te recibo con tanta alegría cuando vuelves de la escuela, te acogería con la angustia de no poderte querer, y moriría con ese puñal clavado en el corazón.

TU PADRE

Envidia

Miércoles, 25

El que ha hecho mejor la composición sobre la Patria ha sido Derossi. ¡Y Votini, que creía seguro el primer premio! Yo quería mucho a Votini, aunque es algo vanidoso y presumido; pero me disgusta ahora que estoy con él en el banco ver cómo envidia a Derossi. Y estudia para competir con él; pero no puede en manera alguna, porque el otro le da cien vueltas en todas las asignaturas, y a Votini se le ponen los dientes largos. También siente envidia de Carlos Nobis; pero éste tiene tanto orgullo, que la misma soberbia no le deja descubrir. Votini, por el contrario, se traiciona, se queja de las notas en su casa y dice que el maestro comete injusticias; y cuando Derossi responde a las preguntas tan pronto y tan bien como siempre, él pone la cara hosca, baja la cabeza, finge no oír y se esfuerza por reír, pero con la risa del conejo. Y como todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi todos se vuelven a mirar a Votini que traga veneno, y el albañilito le hace la mueca de hocico de liebre. Esta mañana, por ejemplo, lo ha demostrado. El maestro entró en la escuela y anunció el resultado de los exámenes: -Derossi: diez y la primera medalla.

-Votini estornudó. El maestro le miró, porque la cosa estaba bien clara.

-Votini -le dijo-, no dejes que se apodere de ti la serpiente de la envidia: es una serpiente que roe el cerebro y corrompe el corazón.

Todos le miraron, menos Derossi. Votini quiso responder y no pudo; quedó como petrificado y con el semblante pálido. Después, mientras el maestro daba la lección, se puso a escribir, en gruesos caracteres, en una hoja: «Yo no tengo envidia de los que ganan la primera medalla por enchufe y con injusticia. » Este papel quería mandárselo a Derossi. Pero entretanto observé que los que estaban junto a Derossi tramaban algo entre sí y se hablaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una medalla de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente negra. Votini no advirtió nada. El maestro salió por breves momentos. En seguida, los que estaban junto a Derossi se levantaron para salir del banco y presentar solemnemente la medalla de papel a Votini. Toda la clase se preparaba para presenciar una escena desagradable. Votini estaba temblando. Derossi gritó:

-¡Dádmela!

-Sí, es mejor -respondieron los demás-; tú eres el que debe llevársela.

Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En aquel momento volvió el maestro y se reanudó la clase. Yo no quitaba ojo a Votini, que estaba rojo de vergüenza. Tomó el papel despacito, como si lo hiciese distraídamente, lo hizo mil dobleces a escondidas, se lo puso en la boca, lo mascó un poco y después lo echó debajo del banco. Al salir de la escuela y pasar por delante de Derossi, Votini, que estaba un poco confuso, dejó caer el arrugado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se lo puso en la cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votini no se atrevió a levantar la cabeza.

La madre de Franti

Sábado, 28

Votini es incorregible. Ayer, en la clase de religión, en presencia del Director, el maestro preguntó a Derossi si se sabía de memoria las dos estrofas del libro de lectura que empiezan con las palabras: «Doquiera la mente mía, sus alas rápidas lleva...» Derossi dijo que no las sabía y Votini se apresuró a decir que él sí las sabía. Lo dijo sonriéndose, para mortificar a Derossi, pero el mortificado fue él, pues no pudo recitar la poesía, por entrar en el aula, mientras tanto, la madre de Franti, angustiada, despeinados sus grises cabellos, toda llena de nieve, llevando como a la fuerza a su hijo, que ocho días antes había sido expulsado de la escuela.

¡Qué escena más triste tuvimos que presenciar!

La pobre señora se hincó casi de rodillas delante del Director, con las manos cruzadas y diciéndole en tono suplicante:

-¡Tenga la bondad, señor Director, de admitir de nuevo a mi hijo en la escuela! Hace tres días que está en casa, pero lo he tenido escondido. ¡No permita Dios que su padre lo descubra, porque es capaz de matarlo! ¡Tenga compasión de esta madre infeliz, que no sabe qué hacer! ¡Se lo pido con toda el alma!

El Director procuró llevarla fuera, pero ella se resistía sin dejar de suplicarle y de llorar.

-¡Si usted supiese lo que este hijo me hace sufrir, tendría compasión de mí! ¡Por favor, admítalo! Yo creo que llegará a enmendarse. No espero vivir mucho tiempo, pues llevo la muerte dentro de mí. Pero antes de expirar desearía verle cambiar, porque...

El llanto ahogó sus palabras y no pudo terminar la frase; luego añadió:

-Es mi hijo, lo quiero y moriría de pena; admítalo de nuevo, señor Director, para que no sobrevenga una desgracia en la familia. ¡Hágalo por caridad hacia una pobre madre! -y se cubrió el rostro con ambas manos, sin parar de sollozar.

Franti permanecía impasible, con la cabeza baja. El Director le miró, estuvo un rato pensativo y, al fin, le dijo:

-Vete a tu sitio.

La madre se quitó entonces las manos de la cara, muy consolada, y empezó a darle las gracias, sin dejar de hablar al Director, y se marchó hacia la puerta, enjugándose los ojos y diciendo atropelladamente:

-Hijo mío, sé bueno. Tengan paciencia con él. Muchas gracias, señor Director; ha hecho usted una gran obra de caridad. Adiós, hijo. Pórtate bien. Buenos días, niños. Gracias, señor maestro; hasta la vista. Perdonen tanta molestia. ¡Soy una madre...!

Y dirigiendo desde el umbral una mirada más de súplica a su hijo, se fue, recogiendo el chal que le iba arrastrando, pálida, encorvada, temblorosa, y aún la oímos toser cuando bajaba por la escalera.

El señor Director miró fijamente a Franti en medio del silencio de la clase, y le dijo con voz que hacía temblar:

-¡Franti, estás matando a tu madre!

Todos miramos a Franti, y el sinvergüenza se sonrió.

Esperanza

Domingo, 29

Mucho me ha complacido, Enrique, el gesto que has tenido cuando, al volver de la clase de religión, te has echado en mis brazos. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consoladoras te ha dicho el maestro! Dios, que nos ha puesto al uno en los brazos del otro, no nos separará nunca; cuando muramos tu padre y yo, no nos diremos las tremendas y desalentadoras palabras: «Madre, padre, Enrique, ¡no te veré ya más!» Nos volveremos a encontrar en otra vida, y el que hubiere sufrido mucho en ésta, quedará ampliamente recompensado; quien ame intensamente en la tierra estará con las almas de los seres queridos en un mundo sin culpas, ni aflicciones, ni muerte. Pero debemos hacernos todos dignos de esa otra vida.

Mira, hijo mío: cada buena acción tuya, cada palabra de cariño para quien bien te quiere, cada acto de cortesía hacia tus compañeros, cada pensamiento noble tuyo, es como un paso adelante hacia aquel mundo. Y también te elevan hacia él todas las desgracias y las penas, porque las penas son la expiación de una culpa y toda lágrima borra una mancha. Proponte cada día ser mejor y más amable que el día anterior. Di todas las mañanas: «Hoy quiero hacer algo que pueda alabarme la conciencia y contente a mi padre, algo que aumente el aprecio de tal o cual compañero, el afecto del maestro, de mi hermano o de otros. »

Pide a Dios que te dé fuerzas para poner en práctica tus buenos propósitos. Dile: «Señor, quiero ser bueno, tener nobles sentimientos, ser animoso, afable y sincero. ¡Ayudadme! ¡Haced que cada noche, al darme mi madre el último beso, pueda decirle: Esta noche besas a un chico mejor, más digno que el que besaste ayer!» Ten siempre en tu pensamiento al Enrique sobrehumano y feliz que podrás ser después de esta vida. ¡ Y reza! No puedes imaginar la dulzura y la satisfacción que experimenta una madre cuando ve a su hijo arrodillado y con las manos juntas en actitud de oración. Cuando te veo rezando, me parece imposible que no haya quien te esté viendo y escuchándote. Creo entonces más firmemente que hay una Bondad suprema y una Piedad infinita; te quiero más; trabajo con mayor ardor, sufro con más fortaleza, perdono de todo corazón y pienso en la muerte con serenidad.

¡Qué dicha, Dios mío, volver a oír después de la muerte la voz de mi madre, volver a encontrar a mis hijos, ver de nuevo a mi Enrique, a mi Enrique bendito e inmortal, y estrecharlo en un abrazo que ya no tendrá fin nunca jamás, en una eternidad...!

¡Reza, recemos; querámonos, seamos buenos, y llevemos en el alma, adorado hijo mío, esa celestial esperanza!

TU MADRE