Edmundo de Amicis

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Pero era un fuego infernal, una verdadera granizada de

balas, que desde el exterior resquebrajaba las paredes,

hacía trizas las tejas y destrozaba en el interior techum-

bres, muebles, puertas, arrojando al aire astillas, nubes de

yeso y fragmentos de vasijas de barro y de vidrios, silban-

do, rebotando, rompiéndolo todo con un fragor espeluznan-

te. De vez en cuando caía al suelo alguno de los que dispa-

raban por las ventanas, siendo llevado aparte. Otros iban

vacilantes, de habitación en habitación apretándose las

heridas con las manos. En la cocina había ya un muerto,

con la frente agujereada. El cerco enemigo se iba estre-

chando.

En cierto momento se vio al capitán, hasta entonces

impasible, dar muestras de inquietud y salir precipitadamen-

te del cuarto, seguido de un sargento. Al cabo de tres mi-

nutos volvió corriendo el sargento y llamó al tamborcillo,

haciéndole señas para que le acompañase. El muchacho le

siguió, subiendo rápidamente por una escalera de madera,

y entró con él en un desván desmantelado, donde estaba

el capitán escribiendo con lápiz en una hoja de papel, apo-

yándose en la ventanilla; a sus pies, enrollada en el suelo,

había una soga de las que se usan en los pozos.

El capitán dobló la hoja, y clavando en el muchacho sus

ojos, grises y fríos, ante los cuales temblaban todos los sol-

dados, le dijo a bocajarro:

—¡Tambor!

El muchacho se llevó la mano a la visera, y el capitán le

preguntó:

—¿Tú eres valiente?

—Sí, mi capitán —respondió el chico, relampagueándole

los ojos.

—Mira allá a lo lejos —dijo el capitán, llevándole a la

ventanita—, al llano que hay próximo a las casas de Villafranca

donde brillan bayonetas. Allí están los nuestros inmóviles.

Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la ventanita,

cruza a toda prisa la cuesta, ve corriendo a campo travie-

sa, procura llegar cuanto antes a los nuestros y entregas

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el papel al primer oficial que veas. Quítate en seguida el

cinturón y la mochila.

El tamborcillo se quitó el cinturón y la mochila y se metió

el papel en el bolsillo del pecho; el sargento echó la cuerda

fuera y agarró con ambas manos uno de los extremos; el

capitán ayudó al muchacho a salir por la ventana, de es-

paldas al campo.

—¡Ten cuidado! —le dijo—; la salvación del destaca-

mento depende de tu valor y de tus piernas.

—Confíe en mí, capitán —respondió el tamborcillo des-

colgándose.

—Agáchate mientras bajas —le dijo aún el capitán, aga-

rrando la cuerda, juntamente con el sargento.

—¡No tenga usted cuidado!

—¡Que Dios te ayude!

En unos instantes estuvo el tamborcillo en el suelo; el

sargento subió la cuerda y él desapareció. El capitán se

asomó precipitadamente a la ventanita y vio al muchacho

corriendo cuesta abajo.

Ya confiaba que hubiese logrado pasar inadvertido, cuan-

do cinco o seis nubecillas de polvo, que se elevaron del

suelo por delante y detrás del muchacho, le dieron a en-

tender que le habían visto y le disparaban desde un alto.

Las pequeñas nubes eran de tierra levantada por las balas.

Pero el chico continuaba corriendo precipitadamente sin

reparar en nada. De pronto, exclamó consternado:

—¡Le han dado!

No había terminado de decir la palabra cuando vio le-

vantarse de nuevo al tamborcillo.

«¡Ah, no ha sido más que una caída!», dijo para sí y res-

piró. El muchacho, efectivamente, volvió a correr con to-

das sus fuerzas, aunque cojeaba. «¡Se ha debido torcer un

pie!», pensó el capitán. Todavía se levantó alguna que otra

nubecilla de polvo en torno del valiente soldadito, pero cada

vez más lejos de él. ¡Estaba a salvo! El capitán lanzó una

exclamación de alivio. Con todo le siguió con la vista y tem-

blando, porque era cuestión de unos minutos; de no llegar

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a tiempo con el escrito en el que pedía inmediata ayuda, o

todos sus soldados caerían muertos o tendría que rendirse

con los supervivientes, como prisionero. El pequeño sardo

corría velozmente un rato, mas luego aminoraba la marcha,

cojeando; después reanudaba la carrera, pero con induda-

bles muestras de agotamiento, deteniéndose a cada ins-

tante. «¡Le habrá rozado un pie alguna bala!», pensó el

capitán. No le quitaba ojo, sumamente angustiado, y le daba

ánimos como si le pudiera oír. Medía incesantemente con la

vista la distancia que le faltaba para llegar al sitio donde se

veían relucir bayonetas, allá en el llano, en medio de unos

trigales dorados por el sol.

Entretanto oía el silbido y el estrépito de las balas en

las dependencias de abajo, las voces de mando y los gritos

de rabia de los oficiales y sargentos, los agudos quejidos de

los heridos, el ruido de los muebles y de los desconchados

de pared que se iban desprendiendo.

—¡Animo, valor!— gritaba siguiendo con la mirada al tam-

borcillo, que ya apenas divisaba—. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se

para! ¡Maldición! ¡Ah, vuelve a correr!...

Un oficial se acerca para decirle que los enemigos, sin

interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco intimando la

rendición.

—¡Que no se responda! —grita el capitán sin apartar la

vista del muchacho, que ya había llegado al llano, pero que

no corría y parecía moverse a duras penas.

—¡Anda!... ¡Corre! —decía el capitán apretando los puños

y los dientes—. ¡Desángrate, muere si es preciso, pero da

el papel!

Después lanzó una horrible imprecación.

—¡El infame holgazán se ha sentado!

El chico, en efecto, cuya cabeza había visto sobresalir

hasta entonces por encima de un campo de trigo, había des-

aparecido, como si se hubiese caído. Mas, pasados unos

instantes, su cabeza volvió a emerger. Finalmente se per-

dió por detrás de los setos y ya no le vio más.

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Entonces bajó impetuosamente; las balas entraban a

granizadas; las habitaciones estaban llenas de heridos, al-

gunos de los cuales se retorcían como embriagados, aga-

rrándose a los muebles; las paredes y el pavimento estaban

teñidos de sangre; había cadáveres en los umbrales de las

puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por

una bala, y todo estaba envuelto por el humo y el polvo.

—¡Animo! —gritó el capitán—. ¡Permaneced en vuestros

puestos! ¡Van a llegar socorros! ¡Un poco de valor todavía!

Los austríacos se habían aproximado más, y a través

del humo se veían sus caras descompuestas. En medio de

los tiros se les oía gritar salvajemente, insultando a los nues-

tros e intimándoles a que se rindiesen, so pena de degollar-

los. Algún que otro soldado, inducido por el miedo, se reti-

raba de las ventanas y los sargentos le empujaban hacia

adelante.

De todas formas iba disminuyendo la resistencia de los

sitiados y el desaliento se manifestaba en todos los rostros,

no pareciendo posible que pudiese continuar la defensa. En

cierto momento, el ataque de los austríacos fue remitiendo,

y una voz de trueno gritó, primeramente en alemán y luego

en italiano:

—¡Rendíos!

—¡No! —respondió el capitán desde una ventana. Y el

tiroteo se reanudó con mayor rabia por ambas partes. Ca-

yeron otros soldados, y ya había más de una ventana sin

defensores. El momento fatal parecía inminente. El capitán

gruñía entre dientes con voz que se le ahogaba en su gar-

ganta: «¡No vienen! ¡No vienen!», y corría furioso de un

lado para otro, doblando el sable con mano convulsa, re-

suelto a morir, hasta que un sargento, bajando apresurada-

mente del desván, gritó con voz estentórea: —¡Ya llegan,

ya llegan!

Ante semejante anuncio, los sanos y los heridos, los

sargentos y los oficiales, acudieron presurosos a las venta-

nas, y se prosiguió la resistencia con renovado esfuerzo.

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En poco tiempo se advirtió una especie de vacilación y

un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, a

toda prisa, reunió el capitán un grupo de soldados en el piso

bajo para realizar una salida con bayoneta calada; luego

subió a la planta superior. Apenas llegó, los defensores em-

pezaron a dar saltos de alegría y a lanzar hurras por haber

visto desde las ventanas entre el humo de la pólvora los

sombreros de dos picos de los «carabineros» italianos, un

escuadrón arrastrándose por tierra y un brillante centelleo

de espadas arremolinadas por encima de las cabezas, sobre

los hombros y las espaldas. Entonces el pequeño grupo or-

denado por el capitán salió de la casa con la bayoneta ca-

lada, los enemigos se desconcertaron, dieron media vuelta

y se batieron en retirada. El terreno quedó despejado, la

casa, libre, y poco después ocupaban la altura dos batallo-

nes de infantería italianos que disponían de dos cañones.

El capitán, con los soldados que le quedaban, se incor-

poró al regimiento, continuó luchando, y fue ligeramente

herido en la mano izquierda por una bala que rebotó en el

último ataque a la bayoneta.

La jornada acabó con la victoria de los nuestros.

Pero al día siguiente, habiéndose reanudado la lucha,

los italianos fueron derrotados, a pesar de su indudable va-

lor, por la abrumadora mayoría de los austríacos; y en la

mañana del veintiséis tuvieron que emprender la retirada

hacia el Mincio.

El capitán, aunque herido, fue a pie juntamente con sus

soldados, cansados y silenciosos, y llegando al ponerse el

sol a Goito, a orillas del Mincio, buscó en seguida a su te-

niente, que había sido recogido por una ambulancia con el

brazo roto y debía haber llegado allí antes que él. Le indica-

ron una iglesia, donde se había improvisado un hospital de

campaña. Entró y vio que el sagrado recinto se hallaba lle-

no de heridos colocados en dos hileras de camas y de col-

chones extendidos en el suelo; dos médicos y varios prac-

ticantes iban de un lado para otro afanosamente oyéndose

gemidos y quejidos ahogados.

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Al entrar el capitán, se detuvo y dirigió la mirada en tor-

no suyo en busca de su oficial.

En aquel momento oyó que le decían con una voz apa-

gada:

—¡Mi capitán!

Se volvió. Era el tamborcillo.

Estaba tendido sobre un catre, cubierto hasta el pecho

por una tosca cortina de ventana, de cuadros rojos y blan-

cos con los brazos fuera: pálido, demacrado, pero con sus

ojos siempre brillantes, como dos preciosas gemas.

—¿Aquí estás tú? —le preguntó el capitán, extrañado,

pero con brusquedad—. ¡Bravo, muchacho! Has cumplido

con tu deber.

—He hecho lo que he podido —le respondió el tambor-

cillo.

—¿Estás herido? —dijo el capitán, tratando de ver a su

teniente en las camas próximas.

—¡Qué vamos a hacer! —dijo el muchacho, a quien daba

alientos para hablar la honra de estar herido por primera

vez, y sin lo cual no se hubiera atrevido a abrir la boca de-

lante de aquel capitán—; a pesar de que procuré ocultar-

me, no pude evitar que me viesen en seguida. Si no me

alcanzan, habría llegado veinte minutos antes. Afortunada-

mente, encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a

quien entregué el papel. Pero me costó gran trabajo llegar

después de la caricia recibida. Me moría de sed; temía no

poder llegar donde estaban los nuestros, y lloraba de rabia

pensando que cada minuto de retraso se iba al otro mundo

uno de los de arriba. En fin, he hecho lo que he podido. Es-

toy contento. Pero mire usted, y dispense, mi capitán, está

perdiendo sangre.

Efectivamente, de la palma de la mano, mal vendada,

del capitán salían algunas gotas, que se escurrían por los

dedos.

—¿Quiere que le apriete la venda, mi capitán? Acérque-

se un poco más.

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El capitán le dio la mano izquierda, y alargó la derecha

para ayudarle a soltar el nudo y volverlo a hacer; pero el

chico se puso más pálido en cuanto se alzó de la almohada

y tuvo que volver a apoyar la cabeza sobre ella.

—¡Basta, basta! —dijo el capitán mirándolo y retirando

la mano vendada que el soldadito quería sujetar—. Cuida de

lo tuyo en vez de pensar en los demás, porque las cosas

ligeras, si se descuidan, pueden traer malas consecuencias.

El tamborcillo movió la cabeza.

—Pero tú —repuso el capitán, mirándolo más atenta-

mente—, has debido perder mucha sangre para estar tan

débil.

—¿Mucha sangre dice usted? —respondió el muchacho,

sonriendo—. Algo más que sangre. ¡Mire!

Y se apartó algo la colcha.

El capitán dio un paso atrás horrorizado.

El chico no tenía más que una pierna; la izquierda se la

habían amputado por encima de la rodilla; el muñón estaba

vendado con tiras ensangrentadas.

En aquel instante pasó el médico militar, pequeño y re-

gordete en mangas de camisa.

—He aquí, señor capitán —empezó a decirle, indicando

al muchacho—, un caso realmente desgraciado; esa pierna

se habría salvado con facilidad si él no la hubiese forzado

tan atrozmente como hizo; se produjo una malhadada infla-

mación y al fin se le tuvo que cortar para salvarle la vida.

Pero le aseguro que es un muchacho muy valiente; no ha

derramado una sola lágrima ni se le ha oído ningún grito.

¡Palabra de honor que me sentía orgulloso de que fuese un

chico italiano! A fe mía que es de buena raza.

Dicho esto, prosiguió su camino.

El capitán arrugó sus grandes cejas blancas y miró fija-

mente al tamborcillo, subiéndole la colcha con precaución;

después lentamente, casi sin darse cuenta y sin parar de

mirarlo, levantó la mano hasta la altura de la cabeza y se

quitó el quepis.

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—¡Mi capitán! —exclamó el muchacho, admirado—. ¿Qué

hace usted? ¿Es por mí?

Entonces aquel rudo militar, que nunca había dicho una

palabra suave a un subordinado suyo, le respondió con una

voz extremadamente dulce y cariñosa:

—Yo no soy más que un simple capitán; tú, en cambio,

eres un héroe.

Luego se arrojó con los brazos abiertos sobre el tam-

borcillo y le besó tres veces en la parte del corazón.

El amor a la Patria

Martes, 24

Puesto que el cuento del Tamborcillo te ha conmovido,

fácil te será escribir esta mañana la redacción sobre el

tema del examen: «¿Por qué se ama a la Patria? ¿Por qué

quiero a mi Patria?» ¿No se te han ocurrido en seguida

cien respuestas? Amo a mi Patria porque mi madre ha

nacido en ella, porque sangre suya es la que corre por mis

venas, porque es la tierra donde están sepultados los muer-

tos por los que reza mi madre y a los que venera mi pa-

dre, porque la ciudad donde he visto la luz, la lengua que

hablo, los libros que me instruyen, mi hermano y mi her-

mana, mis compañeros, el pueblo del que formo parte, el

bello paisaje que me rodea, cuanto veo, lo que amo, lo que

estudio y lo que admiro pertenece a mi Patria.

¡Tú no puedes sentir todavía ese gran afecto en toda

su intensidad! Lo sentirás cuando seas un hombre, cuan-

do retornes a ella tras un largo viaje, después de una pro-

longada ausencia, y asomándote una mañana desde la

cubierta del buque, contemples en el horizonte las gran-

des montañas azules de tu país; entonces lo sentirás con

el ímpetu de ternura que te llenará los ojos de lágrimas y

te arrancará un grito.

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Lo advertirás en alguna gran ciudad lejana por el im-

pulso del alma que, entre la desconocida multitud, te lle-

vará hacia un trabajador desconocido, al que, pasando,

le habrás oído decir alguna palabra en tu propia lengua.

Lo sentirás en la dolorosa y profunda indignación que

te hará subir la sangre a la cabeza, cuando de la boca de

algún extranjero salgan expresiones injuriosas para la

tierra que te vio nacer, y con mayor violencia y alteración

todavía si la amenaza de un pueblo enemigo levanta una

tempestad de fuego sobre tu Patria y veas el desasosiego

por doquier, a los jóvenes que acuden en masa a tomar

las armas, a los padres besar a sus hijos gritando: «¡Adiós!

¡Volved victoriosos!»

Lo sentirás con insuperable júbilo si tuvieres la dicha

de presenciar en tu ciudad los regimientos diezmados, can-

sados, con el uniforme destrozado, con aire terrible, con

el brillo de la victoria en los ojos y las banderas atrave-

sadas por las balas, seguidos por un número intermina-

ble de valientes que llevarán sus cabezas vendadas y bra-

zos sin manos, entre una multitud enfervorecida por el

entusiasmo, que los cubrirá de flores, de bendiciones y de

besos. Entonces comprenderás lo que es el amor a la Pa-

tria, Enrique.

La Patria es algo tan grande y sagrado, que si un día

te viese regresar salvo y sano de una batalla en la que te

hubieses hallado, por haberte escondido para conservar

la vida, a pesar de ser carne de mi carne y alma de mi

alma, yo, tu padre, que te recibo con tanta alegría cuando

vuelves de la escuela, te acogería con la angustia de no

poderte querer, y moriría con ese puñal clavado en el co-

razón.

TU PADRE

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Envidia

Miércoles, 25

El que ha hecho mejor la composición sobre la Patria

ha sido Derossi. ¡Y Votini, que creía seguro el primer pre-

mio! Yo quería mucho a Votini, aunque es algo vanidoso

y presumido; pero me disgusta ahora que estoy con él en

el banco ver cómo envidia a Derossi. Y estudia para com-

petir con él; pero no puede en manera alguna, porque el

otro le da cien vueltas en todas las asignaturas, y a Votini

se le ponen los dientes largos. También siente envidia

de Carlos Nobis; pero éste tiene tanto orgullo, que la mis-

ma soberbia no le deja descubrir. Votini, por el contra-

rio, se traiciona, se queja de las notas en su casa y dice

que el maestro comete injusticias; y cuando Derossi res-

ponde a las preguntas tan pronto y tan bien como siem-

pre, él pone la cara hosca, baja la cabeza, finge no oír y

se esfuerza por reír, pero con la risa del conejo. Y como

todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi to-

dos se vuelven a mirar a Votini que traga veneno, y el

albañilito le hace la mueca de hocico de liebre. Esta ma-

ñana, por ejemplo, lo ha demostrado. El maestro entró

en la escuela y anunció el resultado de los exámenes:

—Derossi: diez y la primera medalla.

Votini estornudó. El maestro le miró, porque la cosa

estaba bien clara.

—Votini —le dijo—, no dejes que se apodere de ti la

serpiente de la envidia: es una serpiente que roe el ce-

rebro y corrompe el corazón.

Todos le miraron, menos Derossi. Votini quiso res-

ponder y no pudo; quedó como petrificado y con el sem-

blante pálido. Después, mientras el maestro daba la lec-

ción, se puso a escribir, en gruesos caracteres, en una

hoja: «Yo no tengo envidia de los que ganan la primera

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medalla por enchufe y con injusticia.” Este papel quería

mandárselo a Derossi. Pero entretanto observé que los

que estaban junto a Derossi tramaban algo entre sí y se

hablaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una meda-

lla de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente

negra. Votini no advirtió nada. El maestro salió por bre-

ves momentos. En seguida, los que estaban junto a Derossi

se levantaron para salir del banco y presentar solemne-

mente la medalla de papel a Votini. Toda la clase se pre-

paraba para presenciar una escena desagradable. Votini

estaba temblando. Derossi gritó:

—¡Dádmela!

—Sí, es mejor —respondieron los demás—; tú eres

el que debe llevársela.

Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En

aquel momento volvió el maestro y se reanudó la clase.

Yo no quitaba ojo a Votini, que estaba rojo de vergüenza.

Tomó el papel despacito, como si lo hiciese distraída-

mente, lo hizo mil dobleces a escondidas, se lo puso en

la boca, lo mascó un poco y después lo echó debajo del

banco. Al salir de la escuela y pasar por delante de Deros-

si, Votini, que estaba un poco confuso, dejó caer el arru-

gado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se lo puso

en la cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votini

no se atrevió a levantar la cabeza.

La madre de Franti

Sábado, 28

Votini es incorregible. Ayer, en la clase de religión,

en presencia del Director, el maestro preguntó a Derossi

si se sabía de memoria las dos estrofas del libro de lec-

tura que empiezan con las palabras: «Doquiera la mente

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mía, sus alas rápidas lleva...» Derossi dijo que no las sa-

bía y Votini se apresuró a decir que él sí las sabía. Lo dijo

sonriéndose, para mortificar a Derossi, pero el mortifi-

cado fue él, pues no pudo recitar la poesía, por entrar en

el aula, mientras tanto, la madre de Franti, angustiada,

despeinados sus grises cabellos, toda llena de nieve, lle-

vando como a la fuerza a su hijo, que ocho días antes ha-

bía sido expulsado de la escuela.

¡Qué escena más triste tuvimos que presenciar!

La pobre señora se hincó casi de rodillas delante del

Director, con las manos cruzadas y diciéndole en tono

suplicante:

—¡Tenga la bondad, señor Director, de admitir de nue-

vo a mi hijo en la escuela! Hace tres días que está en casa,

pero lo he tenido escondido. ¡No permita Dios que su pa-

dre lo descubra, porque es capaz de matarlo! ¡Tenga com-

pasión de esta madre infeliz, que no sabe qué hacer! ¡Se

lo pido con toda el alma!

El Director procuró llevarla fuera, pero ella se resis-

tía sin dejar de suplicarle y de llorar.

—¡Si usted supiese lo que este hijo me hace sufrir,

tendría compasión de mí! ¡Por favor, admítalo! Yo creo

que llegará a enmendarse. No espero vivir mucho tiem-

po, pues llevo la muerte dentro de mí. Pero antes de expi-

rar desearía verle cambiar, porque...

El llanto ahogó sus palabras y no pudo terminar la

frase; luego añadió:

—Es mi hijo, lo quiero y moriría de pena; admítalo

de nuevo, señor Director, para que no sobrevenga una

desgracia en la familia. ¡Hágalo por caridad hacia una

pobre madre! —y se cubrió el rostro con ambas manos,

sin parar de sollozar.

Franti permanecía impasible, con la cabeza baja. El

Director le miró, estuvo un rato pensativo y, al fin, le dijo:

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—Vete a tu sitio.

La madre se quitó entonces las manos de la cara, muy

consolada, y empezó a darle las gracias, sin dejar de ha-

blar al Director, y se marchó hacia la puerta, enjugándo-

se los ojos y diciendo atropelladamente:

—Hijo mío, sé bueno. Tengan paciencia con él. Mu-

chas gracias, señor Director; ha hecho usted una gran

obra de caridad. Adiós, hijo. Pórtate bien. Buenos días,

niños. Gracias, señor maestro; hasta la vista. Perdonen

tanta molestia. ¡Soy una madre...!

Y dirigiendo desde el umbral una mirada más de sú-

plica a su hijo, se fue, recogiendo el chal que le iba arras-

trando, pálida, encorvada, temblorosa, y aún la oímos to-

ser cuando bajaba por la escalera.

El señor Director miró fijamente a Franti en medio

del silencio de la clase, y le dijo con voz que hacía tem-

blar:

—¡Franti, estás matando a tu madre!

Todos miramos a Franti, y el sinvergüenza se sonrió.

Esperanza

Domingo, 29

Mucho me ha complacido, Enrique, el gesto que has

tenido cuando, al volver de la clase de religión, te has echa-

do en mis brazos. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consola-

doras te ha dicho el maestro! Dios, que nos ha puesto al

uno en los brazos del otro, no nos separará nunca; cuan-

do muramos tu padre y yo, no nos diremos las tremendas

y desalentadoras palabras: «Madre, padre, Enrique, ¡no

te veré ya más!» Nos volveremos a encontrar en otra vida,

y el que hubiere sufrido mucho en ésta, quedará amplia-

mente recompensado; quien ame intensamente en la tie-

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rra estará con las almas de los seres queridos en un mun-

do sin culpas, ni aflicciones, ni muerte. Pero debemos ha-

cernos todos dignos de esa otra vida.

Mira, hijo mío: cada buena acción tuya, cada palabra

de cariño para quien bien te quiere, cada acto de cortesía

hacia tus compañeros, cada pensamiento noble tuyo, es

como un paso adelante hacia aquel mundo. Y también te

elevan hacia él todas las desgracias y las penas, porque

las penas son la expiación de una culpa y toda lágrima

borra una mancha. Proponte cada día ser mejor y más

amable que el día anterior. Di todas las mañanas: «Hoy

quiero hacer algo que pueda alabarme la conciencia y con-

tente a mi padre, algo que aumente el aprecio de tal o cual

compañero, el afecto del maestro, de mi hermano o de

otros. »

Pide a Dios que te dé fuerzas para poner en práctica

tus buenos propósitos. Dile: «Señor, quiero ser bueno, te-

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ner nobles sentimientos, ser animoso, afable y sincero. ¡Ayu-

dadme! ¡Haced que cada noche, al darme mi madre el úl-

timo beso, pueda decirle: Esta noche besas a un chico me-

jor, más digno que el que besaste ayer!» Ten siempre en

tu pensamiento al Enrique sobrehumano y feliz que po-

drás ser después de esta vida. ¡ Y reza! No puedes imagi-

nar la dulzura y la satisfacción que experimenta una ma-

dre cuando ve a su hijo arrodillado y con las manos jun-

tas en actitud de oración. Cuando te veo rezando, me pare-

ce imposible que no haya quien te esté viendo y escuchán-

dote. Creo entonces más firmemente que hay una Bondad

suprema y una Piedad infinita; te quiero más; trabajo con

mayor ardor, sufro con más fortaleza, perdono de todo co-

razón y pienso en la muerte con serenidad.

¡Qué dicha, Dios mío, volver a oír después de la muer-

te la voz de mi madre, volver a encontrar a mis hijos, ver

de nuevo a mi Enrique, a mi Enrique bendito e inmortal,

y estrecharlo en un abrazo que ya no tendrá fin nunca

jamás, en una eternidad...!

¡Reza, recemos; querámonos, seamos buenos, y lleve-

mos en el alma, adorado hijo mío, esa celestial esperan-

za!


Madre

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