Edmundo de Amicis,

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Los pobres Martes, 29

Dar la vida por la patria, como el chico lombardo, es
una gran virtud; pero tú, hijo mío, no descuides otras más
modestas. Esta mañana, yendo delante de mí cuando vol-
víamos de la escuela, pasaste junto a una pobre que tenía
en sus rodillas a un niño extenuado y pálido, que te pidió
una limosna. La miraste y no le diste nada, aunque lle-
vabas dinero en el bolsillo.
Mira, hijo mío, no te acostumbres a pasar con indife-
rencia ante la miseria que tiende la mano, y mucho me-
nos por delante de una madre que implora algo para su
hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviese hambre; pien-
sa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate la in-
consolable tristeza que sufriría tu madre si un día se vie-
se obligada a decirte: «Enrique, hoy no puedo darte ni un
pedazo de pan.»
Cuando doy una moneda a un mendigo y él me dice:
«Que Dios se lo pague y les dé mucha salud a usted y a
los suyos», no puedes comprender la dulzura que expe-
rimenta mi corazón ante tales palabras y lo agradecida
que le quedo al menesteroso. Me parece que con semejante
augurio voy a poder conservaros con buena salud duran-

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te mucho tiempo; vuelvo a casa contenta y pienso: «¡Oh,
aquel pobre me ha dado bastante más de lo que yo le he
entregado!»
Pues bien, haz que pueda oír alguna vez ese augurio
provocado y merecido por ti; prívate de algo o saca de vez
en cuando unas monedas de tu bolsillo para ponerlo en
la mano de un anciano sin protección, de una madre sin
pan, de un niño sin madre.
A los pobres les gusta la limosna de los chicos porque
no los humilla y porque se parecen a ellos al tener nece-
sidad de otros. Por eso suele haber pobres cerca de las
escuelas.
La limosna de un hombre es acto de caridad; pero la
de un niño, además de caridad, es también como una cari-
cia, ¿comprendes? Es como si de su mano se desprendie-
sen al mismo tiempo una moneda y una flor.
Piensa que a ti nada te falta, y que a ellos les falta todo;
que mientras tú anhelas ser feliz, ellos se contentan con
poder seguir viviendo. Piensa que es una injusticia social
que en medio de tantos palacios, por las mismas calles q ue
pasan lujosos coches y niños elegantemente vestidos, haya
mujeres y niños que no tienen qué comer.
¡Qué horror, Dios mío, que chicos como tú, tan buenos
e inteligentes como tú, viviendo en populosas ciudades, no
tengan qué llevarse a la boca y arrastren una existencia
infrahumana, parecida a las fieras perdidas en un de-
sierto! ¡Ay, Enrique! No pases nunca por delante de una
madre que pide limosna sin dejar en su mano una mone-
da!

TU MADRE

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DICIEMBRE

El negociante
Jueves, 1º.

MI PADRE quiere que cada día de fiesta o sin clase traiga
a casa a uno de mis compañeros o que vaya yo a buscar-
lo, para ir haciéndome más amigo de todos. El próximo
domingo iré de paseo con Votini, el muchacho bien ves-
tido, que siempre se está atusando y que tanto envidia a
Derossi.
Esta tarde ha venido a casa Garoffi, el chico alto y del-
gado, con la nariz de pico de loro y los ojos pequeños y
picaruelos, que parecen buscar por todas partes. Es hijo
de un droguero. Un tipo muy original. Siempre está con-
tando el dinero que lleva en el bolsillo: cuenta muy de
prisa con los dedos y hace cualquier multiplicación sin
recurrir a la tabla. Hace economías, y tiene ya una libre-
ta de la Caja de Ahorros escolar. Yo creo que no se gasta
nada y, si se le cae algo o una monedita bajo el banco, es
capaz de estar buscando una semana entera. Derossi dice


que hace como las urracas. Todo lo que encuentra, plu-
mas gastadas, sellos usados, alfileres, trocitos de velas,
lo recoge cuidadosamente. Hace más de dos años que co-
lecciona sellos de correos, y ya tiene centenares de dife-
rentes países en su gran álbum, que después venderá al
librero cuando esté completo. Entretanto el librero le
da los cuadernos gratis porque le lleva muchos chicos a
la tienda.
En la escuela no para de comerciar; todos los días ven-
de cosas, hace rifas y subastas; después se arrepiente y
quiere de nuevo sus mercancías; lo que compra por dos
lo da por cuatro; juega a las aleluyas y nunca pierde; re-
vende periódicos atrasados al pirotécnico y al estanquero,
y tiene una libreta, llena de sumas y restas, donde ano-
ta todas las operaciones que realiza. Sólo le interesa la
Aritmética, y si ambiciona premios es para entrar sin pa-
gar en el teatro de marionetas.
A mí me gusta y me divierte. Hemos jugado a vender
con pesos y medidas; sabe el precio exacto de las cosas,
conoce las pesas, y lía las cosas en papel de estraza con
la habilidad y presteza del mejor tendero. Dice que se
establecerá en cuanto salga de la escuela, y se dedicará
a un negocio nuevo que ha ideado.
Se ha puesto muy contento porque le he dado algu-
nos sellos extranjeros, habiéndome dicho al instante el
precio a que se venden para las colecciones. Mi padre,
haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se
distraía oyéndole. Siempre lleva los bolsillos llenos de
pequeñas mercancías, que cubre con un largo delantal
oscuro, y parece en todo instante preocupado y pensati-
vo, como los comerciantes ya mayores. Pero lo que más
estima es su colección de sellos de correos: es su tesoro
y habla de él como si fuese a sacar una verdadera fortu-
na. Los compañeros dicen que es un avaro y un usurero.


Yo no sé qué pensar de él. Le quiero, me enseña muchas
cosas y me parece un hombrecito.
Coretti, el hijo del revendedor de leña, dice que Garoffi
no daría los sellos que posee ni para salvar la vida de su
madre. Mi padre no lo cree así.
—Espera aún para juzgarlo —me ha dicho—; siente
pasión por las ganancias, pero tiene buen corazón.


Vanidad
Lunes, 5

Ayer fui a pasear por la ronda de Rívoli con Votini y
su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa, vimos a Star-
di, el que no permite que le distraigan en clase, parado,
muy tieso, delante del escaparate de una librería con los
ojos fijos en un mapa. Sabe Dios desde cuándo estaría
allí, porque estudia hasta en la calle; apenas si nos de-
volvió el saludo que le dirigimos.
Votini, como siempre, iba muy elegante, quizás de-
masiado; llevaba botas de tafilete con pespuntes encarna-
dos, un traje con bordaduras y borlitas de seda, un som-
brero de castor blanco y reloj. ¡Había que ver el postín
que se daba el chico! Pero esta vez iba a acabar mal su
vanidad.
Después de haber andado buen trecho por una calle,
dejando muy atrás, a su padre, que andaba despacio, nos
detuvimos en un banco de piedra, junto a un chico mo-
destamente vestido, que parecía cansado y estaba pen-
sativo, con la cabeza gacha. Un hombre, que debía ser su
padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico.
Nos sentamos. Votini se puso entre aquel chico y yo.
De pronto se acordó de que iba muy majo y quiso que le
admirara y envidiara su vecino.

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Levantó un pie y me dijo:
—¿Te has fijado en mis botas de militar?
Lo dijo para llamar la atención del otro chico. Pero
éste no miró.
Entonces bajó el pie, y me enseñó las borlitas de seda,
diciéndome, mirando de reojo al desconocido, que no ter-
minaban de gustarle y que prefería botones de plata. Pero
el otro chico tampoco se fijó en las borlitas.
Votini se puso a hacer girar sobre la punta del dedo
índice su precioso sombrero de castor blanco. Mas el otro
parecía que lo hiciese adrede y ni siquiera se dignó diri-
gir una mirada al sombrero.
Votini empezaba a enfadarse, sacó el reloj, lo abrió y
me enseñó la maquinaria. Tampoco volvió esta vez la ca-
beza el vecino del banco.
—¿Es de plata dorada? —le pregunté.
—No, hombre —me respondió—. Es de oro.
—Pero no será todo de oro —le repuse—; tendrá tam-
bién algo de plata.
—¡No, no! —replicó; y para obligar al otro chico a mi-
rar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole:
—Oye, tú, fíjate, ¿verdad que es de oro?
El interpelado respondió secamente: —No lo sé.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Votini lleno de rabia—. ¡Qué
soberbia! —Mientras decía esto, llegó su padre, que ha-
bía oído su expresión. Miró fijamente al niño desconoci-
do y dijo bruscamente a su hijo:
—¡Cállate! —E inclinándose a su oído, añadió: —¡Es
ciego!
Votini se puso de pie de un salto y miró la cara del
muchacho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin
mirada.
Votini se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos
bajos. Después balbuceó:

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—¡Lo siento; no lo sabía!
El cieguecito, que todo lo había comprendido, dijo,
sonriéndose bondadosa y melancólicamente:
—¡Oh, no importa!
Ciertamente Votini es vanidoso; pero después de todo
no tiene mal corazón. Durante el resto del paseo no se
volvió a reír.

La primera nevada del año
Sábado, 10

¡Adiós, paseos por Rívoli! Ha llegado la hermosa ami-
ga de los chicos. Ya ha caído la primera nevada. Desde
ayer tarde, a última hora, no han cesado de caer copos a
granel, tan gruesos como flores de jazmín. Esta mañana
daba gusto, cuando estábamos en clase, verlos pegar en
los cristales y amontonarse en los repechos; también con-
templaba el maestro el espectáculo y se frotaba las ma-
nos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y
deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de
calentarnos junto a la lumbre en casa. Únicamente no se
distraía Stardi, completamente absorto en la lección y
sosteniéndose las sienes con los puños.
¡Qué preciosidad! ¡Cuánta alegría hubo a la salida!
Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritan-
do, gesticulando, cogiendo bolas de nieve y hundiéndo-
nos en ella como perritos en el agua. Los padres que es-
peraban fuera tenían los paraguas blancos; los guardias
municipales también estaban cubiertos de nieve, y blan-
cas se pusieron en seguida nuestras bolsas y carteras.
Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi,
el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Ro-

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betti el que salvó al niño del ómnibus, que saltaba con
sus muletas.
El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una
pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón.
Crossi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve la bolsa; y
el albañilito nos hizo reír cuando mi padre le invitó a que
fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve,
y, no sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado
sin responder nada. También las maestras salían corrien-
do y riéndose de la escuela; mi maestra de la primera su-
perior, ¡pobrecilla!, corría por la nieve, resguardándose la
cara con su velo verde y sin parar de toser.
Entretanto centenares de muchachas de la escuela
vecina pasaban como chillando y pisando la blanca alfom-
bra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban:
—¡A casa, a casa! —tragando copos de nieve y blan-
queándose los bigotes y la barba. Pero también se reían
de la turba de chiquillos que festejaban el invierno.

Mucho festejáis la venida del tiempo invernal... Pero
hay chicos que carecen de abrigo, de calzado y no tienen
lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al po-
blado, tras largo camino, llevando en sus manos ateridas
de frío una poca de leña para calentar la escuela. Hay
centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nie-
ve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chi-
cos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el
frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin ce-
sar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas ca-
bañas, amenazadas por los aludes. Mientras vosotros fes-
tejáis el invierno, pensad en las miles de criaturas a quie-
nes esta estación les trae miseria y les produce la muerte.

TU PADRE

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El pequeño albañil
Domingo, 11

El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una
cazadora y vieja ropa del padre, todavía blanca por la cal
y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo.
¡Qué gusto nos ha dado! Al entrar se ha quitado el viejí-
simo sombrero, cubierto de nieve, y se lo ha metido en el
bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar des-
cuidado de trabajador cansado, volviendo a una y otra
parte su cabeza redonda como una manzana y con su na-
riz achatada. En el comedor, después de echar una mi-
rada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito
que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y le ha
puesto la cara con su acostumbrado «hocico de liebre».
Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca.
Luego nos hemos puesto a jugar con palitos. Tiene
una habilidad extraordinaria para hacer torres y puen-
tes, que parece no se caen de milagro; trabaja en eso muy
serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una
y otra construcción me ha ido hablando de su familia: vi-
ven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adul-
tos, de noche, para aprender a leer; su madre es de Biella.
Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido po-
bremente, está bien resguardado del frío con ropa cui-
dadosamente remendada y el lazo de la corbata hecho
con exquisito gusto. Me ha dicho que su padre es un hom-
bretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero
bonachón; acostumbra llamar a su hijo «hocico de liebre»;
él, por el contrario, es más bien bajo para la edad que
tiene.
A las cuatro hemos merendado pan y pasas, senta-
dos en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, no sé
por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respal-

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do manchado de blanco por el albañilito con su chaque-
tón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado él sin
que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un
botón de la cazadora, y mi madre se lo ha cosido, ponién-
dose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el
aliento. Después le he enseñado el álbum de caricatu-
ras, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aque-
llas caras tan bien, que mi padre no ha podido contener
la risa. Tan contento estaba al irse, que se ha olvidado
de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la escalera,
para mostrarme su reconocimiento, me ha hecho una vez
más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Anto-
nio Rabucco, y tiene ocho años y ocho meses...

¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá?
Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por
haberlo ensuciado. Y no convenía, primeramente porque
no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había
ensuciado con ropa de su padre, que se la había enyesado
trabajando: y lo que se mancha trabajando no es sucie-
dad, sino polvo, cal o lo que quieras; todo menos suciedad.
El trabajo no mancha. No digas nunca de un obrero que
sale del trabajo: «Está sucio.» Debes decir: «Lleva en su
ropa las señales, las huellas de su trabajo.» Recuérdalo
bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo porque es com-
pañero tuyo, y después porque es hijo de un trabajador.

TU PADRE

La bola de nieve
Viernes, 16

Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa
de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salía-

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mos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto lle-
garon a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuo-
sa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasa-
ba mucha gente. Un señor gritó:
—¡Alto, chavales!
Pero en aquel preciso momento se oyó por otra par-
te un agudo chillido, viéndose a un anciano que había per-
dido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara
con las manos, y junto a él un niño que gritaba:
—¡Auxilio! ¡Socorro!
Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le ha-
bía pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos es-
caparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo
estaba delante de la librería, adonde había entrado mi
padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que
se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los
escaparates: eran Garrone con su acostumbrado pane-
cillo en el bolsillo; Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de
los sellos de correos.
Mientras tanto se había reunido mucha gente en tor-
no del anciano; un guardia y otros corrían de una parte
a otra amenazando y preguntando:
—¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! —y
miraban las manos de los muchachos para ver si las te-
nían humedecidas por la nieve.
Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que tem-
blaba y estaba tan pálido como un muerto.
—¿Quién? ¿Quién ha sido? —continuaba gritando la
gente.
Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi:
—Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permi-
tir que se lo cargasen a otro.
—¡Pero si yo no lo he hecho adrede! —respondió Ga-
roffi, temblando como una hoja de árbol.

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—No importa, cumple con tu deber —repitió Garrone.
—¡No me atrevo!
—Date ánimos, yo te acompañaré.
El guardia y los otros gritaban cada vez más fuerte:
—¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han meti-
do un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego!
¡Granujas!
Yo creí que Garoffi se iba a desmayar.
—Ven —le dijo Garrone de forma imperativa—, yo te
defenderé.
Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante,
sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo
comprendió todo en seguida, y algunos acudieron con los
puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando:
—¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra
un niño?
Entonces se contuvieron; un guardia municipal tomó
a Garoffi de la mano y lo condujo abriéndose paso entre
la multitud a una pastelería, donde habían llevado al he-
rido. Al verlo, reconocí de inmediato al viejo empleado
que vive con su sobrinillo en el cuarto piso de nuestra
casa. Lo habían recostado en una silla, poniéndole un
pañuelo sobre los ojos:
—¡No lo he hecho adrede, ha sido sin querer! —de-
cía, sollozando, Garoffi, medio muerto de miedo—. ¡Ha
sido sin querer!
Dos o tres irrumpieron con violencia en la tienda y
lo tiraron al suelo, gritando:
—¡Baja esa cabeza y pide perdón!
Pero de pronto dos vigorosos brazos le pusieron de
pie, oyéndose una voz resuelta que dijo:
—¡No, señores!
Era nuestro Director que lo había presenciado todo.

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—Puesto que ha tenido el valor de presentarse —aña-
dió—, nadie tiene derecho a maltratarlo.
Todos guardaron silencio.
—Pide perdón —le dijo el Director.
Garoffi, llorando a lágrima viva, abrazó las rodillas
del anciano, y éste buscando con la mano la cabeza del
niño, le acarició el pelo.
—¡Ea, muchacho, vete a casa!
Mi padre me sacó de allí y por el camino me dijo:
—Enrique, en un caso análogo, ¿habrías tenido el va-
lor de cumplir con tu deber e ir a confesar tu culpa?
Yo le respondí que sí.
El me replicó:
—Dame tu palabra de honor de que así lo harías.
—Te doy mi palabra, padre.

Las maestras
Sábado, 17

Garoffi estaba hoy muy atemorizado, esperando una
regañina del maestro; pero el maestro no ha asistido y,
como faltaba también el suplente, ha venido a dar la cla-
se la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tie-
ne dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a
muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la
escuela Baretti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo
enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido.
Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:
—Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra,
sino una madre.
Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni aun
aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con ha-
cerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi

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mandaron a la señora Delcati, maestra de mi hermano;
y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va
siempre vestida de oscuro, con una falda negra; su cara
es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está mur-
murando oraciones.
—Y es cosa que no se comprende —dice mi madre—
: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre
igual, que apenas suena, sin incomodarse nunca; y, sin
embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y
hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les
amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por
eso también la llaman la monjita.
Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de pri-
mera enseñanza elemental número tres; una joven con
la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos
en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombre-
ro y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está ale-
gre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando gri-
ta con aquella voz argentina, parece que canta; pega con
la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio;
después, cuando salen, corre como una niña detrás de
unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del
babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se res-
fríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; su-
plica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pas-
tillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que
tienen frío, y está continuamente atormentada por los
más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, ti-
rándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar
y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa
despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus gra-
ciosos lunares y su pluma roja. Es también maestra de
dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre
y a su hermano.

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En casa del chico herido
Domingo, 18

El sobrinillo del anciano empleado que resultó heri-
do en un ojo por la bola de nieve que lanzara Garoffi está
con la maestra de la pluma roja; lo hemos visto hoy en
casa de su tío, que lo tiene como a un hijo. Yo había ter-
minado de escribir el cuento mensual para la próxima
semana, titulado El pequeño escribiente florentino, que
me había dado el maestro a copiar, cuando me ha dicho
mi padre:
—Vamos a subir al cuarto piso para ver cómo tiene
el ojo aquel señor.
Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde
estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo
varios almohadones por detrás. A la cabecera se hallaba
su mujer, y el sobrinillo se encontraba a un lado, entre-
teniéndose con unos juguetes.
El viejo tenía un ojo vendado.
Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho
sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no
perderá el ojo y que le había asegurado el médico que den-
tro de unos días estará curado del todo.
—Fue una desgracia —añadió—. Siento el susto que
debió llevarse aquel chiquito.
Después nos ha hablado del médico, que debía venir
a esa hora. En ese preciso momento suena el timbre.
—Debe ser el médico —dijo el ama.
Se abre la puerta... y ¿qué veo? Al mismísimo Garoffi,
con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a en-
trar.
—¿Quién es? —pregunta el enfermo.
—El chico que tiró la bola de nieve —dice mi padre.
El viejo exclama entonces:

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—¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar
cómo estoy, ¿verdad? Pues estáte tranquilo, que me en-
cuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.
Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama,
esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin
poder hablar.
—Gracias —le dice al fin el anciano—; puedes decir
a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen
que preocuparse.
Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir
algo, a lo que no se atreve.
—¿Tienes algo que decirme?
—Yo, nada.
—Está bien, chiquito. Puedes irte en paz.
Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido
y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha
seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo
de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:
—Esto para ti.
El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros
quedamos asombrados.
Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que
el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tan-
tas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha
costado conseguir.
¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia
vida a cambio del perdón.

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