Edmundo de Amicis

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NOVIEMBRE


El deshollinador

Martes, 1º.

AYER por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado

de la nuestra para entregarle el cuento del muchacho

paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Sete-

cientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a sa-

lir, muy contentas, por las vacaciones de Todos los San-

tos y de los Difuntos; y vi algo inolvidable.

Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera de

la calle, estaba apoyado en la pared y la frente sobre el

brazo, un deshollinador muy pequeño, que tenía la cara

completamente tiznada y sostenía el saco y el raspador

de su oficio. El muchacho lloraba a lágrima viva, sollo-

zando. Se le acercaron dos o tres chicas de la segunda

sección que le preguntaron:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?

Pero él no les respondía y continuaba llorando.

—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —le volvieron a pre-

guntar.

Quitó entonces el brazo del rostro, dejando al descu-

bierto una cara infantil, y, gimoteando, les dijo que había

estado trabajando en varias casas limpiando chimeneas,

que había ganado seis reales y los había perdido por ha-

bérsele escurrido las monedas por un roto que tenía en

el bolsillo —les hizo ver el agujero sacándose el forro—

, no atreviéndose a volver a su casa sin el dinero.

—¡El amo me pegará! —dijo sollozando de nuevo y

dejando caer otra vez la frente sobre el brazo con ademán

de desesperación.

Las chicas le miraron muy serias. Entretanto se ha-

bían acercado otras muchachas mayores y pequeñas, po-

bres y acomodadas, con sus carteras bajo el brazo. Una

de las mayores, que llevaba una pluma azul en el som-

brero, se sacó del bolsillo dos monedas y dijo a todas:

—Yo sólo tengo estas dos monedas. ¿Por qué no ha-

cemos una colecta?

—También tengo yo otras dos monedas —dijo otra

vestida de encarnado—; entre todas podemos reunir por

lo menos treinta.

Empezaron a llamarse unas a otras:

—¡Amalia! ¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene

dinerito? ¡Aquí hace falta dinero!

Algunas llevaban para comprar flores o cuadernos y

lo entregaron en seguida. Otras, más pequeñas, sólo pu-

dieron dar calderilla. La de la pluma azul se hacía cargo

de todo e iba diciendo:

—¡Ocho, diez, quince!

Pero hacía falta más.

Entonces llegó una mayor, que parecía una maestrita,

y entregó una moneda de plata, recibiendo palabras de

alabanza. Todavía faltan cinco monedas de bronce.

—¡Ahora vienen las de cuarto! —dijo una. Llegaron,

efectivamente, las de cuarto y llovieron las monedas. To-

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das se arremolinaban, y era hermoso ver al pobrecito des-

hollinador en medio de chicas vestidas con diversos co-

lores, en todo aquel círculo de plumas, de lazos y de ri-

zos.

Habían reunido más de lo perdido por el chico, y las

más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso en-

tre las mayores ofreciendo sus ramitos de flores, por dar

también algo.

Poco después llegó la portera, gritando:

—¡La señora Directora!

Las chicas se dispersaron en todas direcciones como

desbandada de pájaros, quedando el pequeño desholli-

nador solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, muy

contento, con las manos llenas de dinero y con ramitos

de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en

el sombrero, habiendo no pocas flores incluso por el sue-

lo, rodeando sus pies.

El Día de los Difuntos

Miércoles, 2

Este día está consagrado a la conmemoración de los

fieles difuntos. ¿Sabes, Enrique, a qué muertos debéis de-

dicar un recuerdo especial para vosotros los muchachos?

A quienes más se distinguieron durante la vida en su amor

a los niños y a los adolescentes. ¡Cuántas de esas perso-

nas beneméritas mueren de continuo! ¿Has pensado al-

guna vez en los muchísimos padres que consumieron su

existencia en el trabajo, y en las madres que bajaron al

sepulcro prematuramente extenuadas por las privacio-

nes que soportaron para sustentar a sus hijos? ¿No sabes

que ha habido padres que llegaron al fin de su vida des-

esperados por ver a sus hijos en la miseria, y que muchas

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mujeres perecieron de pena o se volvieron locas ante la

pérdida de un hijo? Piensa hoy en todos esos muertos, En-

rique. Piensa en tantas maestras que murieron jóvenes

consumidas por el diario quehacer escolar para bien de

los niños, de los cuales no quisieron separarse; piensa en

los médicos que murieron de enfermedades contagiosas

de las que no se precavían por curar a los niños; piensa

en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios,

en las épocas de hambre, en un momento de supremo pe-

ligro, cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la

última tabla de salvación, la última cuerda para librar-

se de las llamas, y expiraron satisfechos de su sacrificio

que conservaba la vida de un pequeño inocente. Son innu-

merables, Enrique, esos muertos; todo cementerio encierra

centenares de santas criaturas, que, si pudieran levan-

tarse por un momento de la sepultura, nos dirían el nom-

bre de algún niño al que sacrificaron los placeres de la

juventud, el sosiego de la vejez, los sentimientos, la inte-

ligencia, la vida; esposas de veinte años, hombres en la flor

de la edad, ancianas octogenarias, jovencitos —heroicos

y oscuros mártires de la infancia—, tan grandes y gallar-

dos, que no produce la tierra tantas flores como debiéra-

mos poner en sus sepulcros. ¡Cuánto se quiere a los niños!

Piensa hoy con gratitud en esos muertos y serás mejor y

más afable con los que te quieren y trabajan por ti, afor-

tunado hijo mío, tú que en el día de los fieles difuntos no

tienes aún que llorar a ninguno.

TU MADRE

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Mi amigo Garrone

Viernes, 4

No han sido más que dos los días de vacaciones y me

parece que he estado mucho tiempo sin ver a Garrone.

Cuanto más lo conozco, tanto más lo aprecio, y lo mismo

les sucede a los demás, con excepción de los presuntuo-

sos y arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos,

porque no permite que ninguno se haga el mandón. Cada

vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pe-

queño, grita éste: «¡Garrone!» y el mayor no osa pegarle.

Garrone es el más alto de la clase; levanta un banco

con una mano; no para de comer. Su padre es maquinis-

ta del tren y él empezó a ir tarde a la escuela porque es-

tuvo enfermo dos años. Es muy servicial: cualquier cosa

que se le pida, un lápiz, una goma, papel o el cortaplu-

mas, lo presta o lo da. Es muy serio, y en clase ni habla

ni se ríe; está muy quieto en el banco, que resulta reduci-

do para él, debiendo tener la espalda agachada y la cabe-

za como metida en los hombros. Cuando lo miro, me di-

rige una sonrisa y entorna los ojos, cual si quisiera de-

cirme: «¿Qué, Enrique? Somos amigos, ¿no?»

Da risa verle tan grandote y corpulento, con su cha-

queta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y

corto; el sombrero no le cubre la cabeza; lleva el pelo a

rape, botas pesadas y la corbata siempre arrollada como

un cordel. ¡Cuánto quiero a ese muchacho! Basta ver una

vez su cara para tomarle cariño. Todos los más peque-

ños desearían tenerlo junto a sí como compañero de ban-

co. Sabe mucho de Aritmética. Lleva los libros atados con

una correa de cuero encarnado. Tiene una navajita con

mango nacarado que se encontró el año pasado en la pla-

za de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso,

pero ninguno se lo notó en clase, y en su caso no dijo nada

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para no asustar a sus padres. Consiente que le digan cual-

quier cosa sin tomarlo nunca a mal; pero, ¡ay si le dicen

«no es verdad» cuando afirma algo! Entonces echa chispas

por los ojos y da puñetazos capaces de partir el banco.

El sábado por la mañana dio una moneda a un chiqui-

to de la primera superior que estaba llorando en medio

de la calle porque le habían quitado el suyo y ya no po-

día comprarse el cuaderno que necesitaba. Hace tres días

que está afanado en escribir una carta de ocho páginas,

con dibujos hechos a pluma en los lados, para el onomástico

de su madre, que viene con frecuencia a esperarlo; una

mujer alta y gruesa como él, muy cariñosa.

El maestro está siempre mirándole, y cada vez que

pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosa-

mente.

Me gusta estrecharle la mano, que, por lo grande y

gorda, parece la de un hombre. Yo le quiero mucho.

Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar a

un compañero y que hasta se dejaría matar por defen-

derlo. Aunque por su hablar recio parezca que refunfu-

ñe, su voz viene, en vez, de un corazón noble y generoso.

El carbonero y el señor

Lunes, 7

Garrone no habría dicho jamás lo que ayer por la ma-

ñana profirió Nobis para zaherir a Betti. Carlos Nobis se

muestra orgulloso por ser hijo de padres acomodados.

Su padre, un señor alto, con barba negra, muy serio, acu-

de casi todos los días a la puerta de la escuela para acom-

pañar a su hijo hasta casa.

Ayer Nobis se peleó con Betti, uno de los más peque-

ños de nuestra clase, hijo de un carbonero, y no sabiendo

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ya qué replicarle, porque no llevaba razón, le dijo en voz

muy alta:

—Tu padre es un andrajoso.

Betti se puso muy rojo y no respondió; pero le salta-

ron las lágrimas y, al llegar a su casa, le contó lo sucedi-

do a su padre, un honrado carbonero, hombre de poca ta-

lla, que parece negro por lo tiznado que va. El ofendido

padre se presentó por la tarde con su chico de la mano a

quejarse al maestro.

Mientras esto sucedía, estando todos nosotros muy

callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa

a su hijo en la puerta, según su costumbre, oyó pronun-

ciar su nombre y entró a pedir una explicación.

—Este señor —dijo el maestro señalando al carbone-

ro— ha venido a quejarse de que su hijo, Carlos, dijera

ayer al suyo: «Tu padre es un andrajoso.»

El padre de Nobis arrugó el entrecejo y se puso algo

colorado. Después preguntó a su hijo:

—¿Es verdad que has dicho eso?

El chico, de pie en medio de la clase, con la cabeza

baja delante del pequeño Betti, no rechistó. El padre com-

prendió entonces que era cierto; le agarró de un brazo, le

obligó a que se aproximase más al ofendido, poniéndole

frente a él, y le dijo:

—¡Pídele perdón!

El carbonero quiso interponerse, diciendo:

—¡No, no, de ninguna manera!

Pero el señor Nobis no lo consintió, y retiró a su hijo:

—¡Pídele perdón! Repite esto: Te ruego me perdones

por las palabras injuriosas, insensatas y groseras que te

dije ayer, ofendiendo a tu padre, al cual tiene el mío el

honor de estrechar la mano.

El carbonero hizo un gesto resuelto, como diciendo:

—No, por favor, ya está bien.

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Pero el señor Nobis se mantuvo firme en su propósi-

to, y su hijo, aunque lentamente y con un hilillo de voz,

sin levantar la vista del suelo, fue diciendo:

—Te ruego me perdones... por las palabras injurio-

sas... insensatas... y groseras... que te dije ayer, ofendien-

do a tu padre... al cual tiene el mío el honor... de estre-

char la mano.

El señor Nobis alargó la mano al carbonero, quien se

la estrechó con fuerza, y en seguida empujó a su hijo hacia

los brazos de su compañero Carlos.

—Le agradeceré —dijo el padre de Nobis al señor

maestro— que los ponga juntos, en el mismo banco.

Nuestro maestro accedió y le dijo a Betti que se sen-

tara al lado de Nobis.

Cuando estuvieron juntos, el padre de Carlos saludó

y salió.

El carbonero permaneció un momento pensativo, mi-

rando a los dos escolares en el mismo banco; después se

les acercó, miró a Nobis con expresión de afecto y de re-

mordimiento a la vez, como si quisiera decirle algo, pero

no le dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia

y se contuvo, limitándose a rozarle ligeramente la fren-

te con sus toscos dedos. Luego se acercó a la puerta y,

volviéndose una vez más para mirarlo, desapareció.

—Acordaos bien de lo que acabáis de ver —dijo el se-

ñor maestro—; es la mejor lección del año.

La maestra de mi hermano

Jueves, 10

El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delca-

ti, que hoy ha venido a casa a visitar a mi hermanito, que

está malucho, y nos ha hecho reír al decirnos que la ma-

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dre de ese chico hace dos años, le llevó, como obsequio,

una gran espuerta de carbón, para darle las gracias por

la medalla que había dado a su hijo; la mujer se obstina-

ba en no quererse llevar el carbón a su casa, y casi llo-

raba cuando tuvo que volverse con el regalo.

También nos ha dicho que otra pobre mujer le ofre-

ció un gran ramo de flores, dentro del cual había un puña-

dito de monedas.

Nos hemos divertido mucho oyéndola, y, gracias a

ella, mi hermanito se ha tomado la medicina que en un

principio no quería ingerir. Cuánta paciencia deben te-

ner con los parvulitos, sin dientes en la boca, como los

ancianos, que no saben pronunciar erre, ni ajo; la clase

resulta un guirigay: el uno tose, el otro echa sangre por

la nariz, hay quien pierde los zapatitos debajo del banco,

otro chilla porque se ha pinchado su manecita de mante-

ca, o por otra cosa cualquiera. Apenas pueden estar unos

minutos atentos. ¡Qué trabajo más pesado tener cincuen-

ta o más criaturas encerradas en un aula, que no saben

estarse quietos ni hacer nada ellas solas! Hay madres

que quisieran que a sus hijitos de tres y cuatro años les

enseñasen a leer y escribir; pero con justa razón no les

hacen caso las maestras, y les enseñan muchas cosas con-

venientes fuera de eso pero como jugando.

Los peques llevan en los bolsillitos terrones de azú-

car, botones, tapones de botella, pedacitos de tejos, toda

clase de menudencias que la maestra busca y no siem-

pre encuentra porque saben esconderlas hasta en los si-

tios más inverosímiles, incluso en el calzado.

Una maestra de parvulitos debe hacer de mamá con

esa gentecilla, ayudarles a vestirse, vendarles las heridi-

tas que se producen o que se hacen unos a otros en sus

frecuentes riñas y peleas, recoger las gorritas que tiran,

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cuidar de que no cambien los abriguitos, pues luego todo

son rabietas y lloros.

¡Pobres maestras! Y aún van las mamás a quejarse.

«¿Cómo es, señorita, que mi nene ha perdido la carterita?»

«¿Por qué no aprende casi nada?» «¿Por qué no le da un

premio a mi nena, que sabe tanto?» «¿Cómo es que no se

ha ocupado de quitar del banco el clavo que ha roto los

pantaloncitos de mi Pedrín?»

Alguna vez se enfada con los críos la maestra de mi

hermanito y, cuando no puede aguantar más, se muer-

de un dedo para no propinar ningún cachete ni azotito;

pero, cuando pierde la paciencia, se arrepiente en segui-

da y acaricia al nene que ha regañado; a veces se ve obli-

gada a despachar de la clase a un pequeñuelo, pero con-

tiene su pena y va a desahogarse con los padres, que por

castigo dejan sin comer a sus niños.

La maestra Delcati es joven y alta; viste con gusto;

es morena y vivaracha, y todo lo hace como movida por

un resorte; se conmueve por cualquier cosa, hablando en-

tonces con gran ternura.

—¿La quieren todos los niños? —le ha preguntado

mi madre.

—Mucho, sí; pero luego, cuando termina el curso, si

te he visto no me acuerdo. Cuando pasan a otras clases

superiores, casi se avergüenzan de decir que han sido

alumnos míos. Al cabo de dos años que suelo tenerlos,

me encariño mucho con ellos y me duele que debamos

separarnos... Hay chicos de los que digo: «Éste no será

como otros, y siempre me mostrará su cariño.» Pero pa-

san las vacaciones, empieza el nuevo curso, le veo ir tan

tieso a una clase superior, salgo a su encuentro y le digo:

«Hola, pequeñín...», y él vuelve la cara hacia otra parte.

—La maestra, emocionada, no puede proseguir.

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—Tú no harás así, ¿verdad monín? —ha dicho por úl-

timo, al levantarse, mirando a mi hermanito con los ojos

humedecidos y besándole—. Tú no te volverás para otro

lado ni considerarás nunca una extraña a tu pobre ami-

ga. ¿No es cierto?

Mi madre

Jueves, 10

En presencia de la maestra de tu hermanito faltaste

al respeto a tu madre. Procura que esto no vuelva a repe-

tirse, Enrique. Tu irreverente palabra ha penetrado en

mi corazón como punta de acerado cuchillo. Yo pensaba

en tu madre cuando hace unos años, estando tú enfermo,

pasó toda la noche inclinada sobre tu cama observando

tu respiración, vertiendo lágrimas de angustia y temblan-

do de miedo por creer que iba a perderte; yo temía que lle-

gase a enloquecer de pena, y ante tal posibilidad expe-

rimenté cierta ojeriza hacia ti. ¡No ofendas nunca en lo más

mínimo, ni siquiera con el pensamiento, a tu madre, que

gustosamente daría un año de felicidad por evitarte una

hora de dolor, que sería capaz de mendigar por ti y se de-

jaría matar por salvarte la vida!

Mira, Enrique, graba bien en tu mente este pensamien-

to. Considera también que te aguardan en la vida muchos

días amargos, y el más triste de todos será aquel en que

pierdas a tu madre.

Cuando ya seas un hombre hecho y derecho y estés pro-

bado en toda clase de contrariedades, la invocarás mil ve-

ces, oprimido por el inmenso deseo de volver a oír su voz

por un momento y verle abrir de nuevo sus brazos para

arrojarte en ellos sollozando, como tierno niño carente de

protección y de consuelo.

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¡Cómo te acordarás entonces de todos los sinsabores

que le hubieras ocasionado, y con qué remordimientos los

irás expiando todos!

No esperes tranquilidad en tu vida si hubieres entris-

tecido a tu madre. Te arrepentirás, le pedirás perdón,

venerarás su memoria, pero todo será inútil, pues la con-

ciencia no te dejará vivir en paz; su bondadosa y dulce

imagen tendrá siempre para ti una expresión de tristeza

y de reconvención que torturará tu alma. ¡Mucho cuida-

do, Enrique! Se trata del más sagrado de los afectos hu-

manos. ¡Desgraciado del que lo pisotea!

El asesino que respeta a su madre aun tiene algo de

honrado y de noble en su corazón; el hombre más ilustre

que la haga sufrir y la ofenda no será más que una vil

criatura. Que no salga de tu boca jamás una palabra dura

para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no

sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que

te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso

del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud.

Yo te quiero, hijo mío, eres la mayor ilusión de mi vida;

pero preferiría verte muerto antes que un ingrato con tu

madre. Por algún tiempo abstente de mostrarme tu afec-

to, pues no podría corresponderte con cariño.

TU PADRE

Coretti, un compañero de clase

Domingo, 13

Mi padre me perdonó, aunque yo me quedé bastante

triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo

mayor del portero. A mitad del paseo, cuando estábamos

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cerca de un carro parado delante de una tienda, oigo que

me llaman por mi nombre, y me vuelvo.

Era Coretti, mi compañero de clase, con su jersey co-

lor chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, que

llevaba un gran haz de leña al hombro. Un hombre subi-

do al carro le echaba un brazado de leña vez por vez; él

lo cogía y lo llevaba a la tienda de su padre, donde los

iba amontonando de prisa y corriendo.

—¿Qué haces, Coretti? —le pregunté.

—Pues ya lo ves —respondió, tendiendo los brazos

para recibir la carga—; repaso la lección.

Me hizo reír. Pero hablaba en serio, y después de co-

ger la leña, empezó a decir corriendo:

—Lláménse accidentes del verbo... sus variaciones se-

gún el número..., según el número y la persona—. Luego,

echando y amontonando la leña—: ...según el tiempo...,

según el tiempo al que se refiere la acción.

Y volviendo hacia el carro para recibir otro brazado:

...—según el modo con que se enuncia la acción.

Era nuestra lección de Gramática para el día si-

guiente.

—¿Qué quieres que haga? —me dijo—. Aprovecho el

tiempo. Mi padre ha salido con el dependiente para cier-

to asunto; mi madre está enferma, y tengo que ocupar-

me de la descarga. Mientras tanto repaso la lección para

mañana. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las sie-

te para pagarle a usted —dijo después al hombre del ca-

rro.

Al marcharse el carro, me dijo Coretti:

—Entra un momento al almacén.

Era un local bastante amplio, con montones de haces

de leña recia y gavillas para encender. A un lado vi una

romana.

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—Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —aña-

dió Coretti—; por eso tengo que hacer los deberes de cla-

se a ratos y como pueda. Estaba escribiendo las oracio-

nes gramaticales que nos ha mandado cuando tuve que

parar para despachar lo que me pedía la gente. Al reanu-

dar el trabajo, se ha presentado el carro. Esta mañana

ya he ido dos veces al mercado de leña, que está en la

plaza de Venecia. Tengo las piernas que no me las sien-

to, y las manos hinchadas. Menos mal que no he de ha-

cer ningún dibujo. ¡Para eso estoy yo ahora! —y mien-

tras hablaba iba barriendo las hojas secas y las pajillas

que rodeaban el montón.

—¿Y dónde haces los deberes, Coretti? —le pregunté.

—Aquí no, desde luego —respondió—; ven a verlo.

En seguida me llevó a una habitación en el interior

del almacén, que servía de cocina y de comedor, con una

mesa a un lado, donde había libros y cuadernos y estaba

el trabajo empezado.

—Precisamente aquí —dijo— he dejado en el aire la

segunda respuesta: con el cuero se hacen zapatos, cintu-

rones...; ahora añadiré maletas. —Y, tomando la pluma,

se puso a escribir con su buena caligrafía.

—¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel instante a

la entrada del almacén.

—Allá voy —respondió Coretti. Y saltó de allí. Pesó

la leña, la cobró y corrió a un lado para apuntar la venta

en un cuaderno. Después volvió a su trabajo escolar, di-

ciendo:

—A ver si me dejan acabar el período. Y escribió: bol-

sas de viaje y mochilas para los soldados.

—¡Ay! ¡Se me está saliendo el café! —gritó de pronto

y corrió al fogón para apartar la cafetera del fuego. Lue-

go añadió—: Es el café para mamá; he tenido que apren-

der a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te

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verá y se alegrará. Hace siete días que está en cama. ¡Ac-

cidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta

dichosa cafetera. ¿Qué he de poner después de las mo-

chilas para los soldados? Hace falta más, pero no se me

ocurre de momento. Ven a ver a mamá.

Abrió una puerta y entramos en otro aposento peque-

ño, donde estaba la madre de Coretti en una cama gran-

de, con un pañuelo blanco en la cabeza.

—Aquí tienes tu café, mamá —dijo Coretti, ofrecién-

dole la taza—. Este chico es un compañero mío de la es-

cuela.

—¡Cuánto me alegro! —me dijo la mujer—; acostum-

bras a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?

Entretanto Coretti arreglaba las almohadas que te-

nía su madre por detrás, componía la ropa de la cama,

atizaba el fuego y echaba al gato de la cómoda.

—¿Quieres algo más, mamá? —preguntó después, al

retirar la taza—. ¿Te has tomado las dos cucharaditas

de jarabe? Cuando no quede, haré una escapada a la far-

macia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré

la carne a cocer, como me has dicho, y, cuando pase la

mujer de la mantequilla, le daré su dinero. Todo se hará;

tú no tienes que preocuparte.

—Gracias, hijo mío —respondió la mujer—; mi pobre

hijo —añadió— está en todo.

Quiso que tomara un terrón de azúcar, y luego Coretti

me enseñó el retrato de su padre en una foto colocada

en un cuadrito con marco, ostentando en el pecho la me-

dalla al mérito, que ganó en 1866, sirviendo en la divi-

sión del príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo,

con sus ojos vivarachos y su sonrisa tan simpática.

Volvimos a la cocina.

—Ya me acuerdo de otra cosa que faltaba —dijo Co-

retti, y añadió en el cuaderno: también se hacen guarni-

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ciones para los caballos. Lo demás lo haré esta noche;

me acostaré algo tarde. ¡Dichoso tú que dispones de todo

el tiempo que quieres para estudiar, y aún te sobra para

ir de paseo!

Siempre está contento y dispuesto para el trabajo.

En cuanto entramos en la tienda-almacén, empezó a po-

ner trozos de leña gruesa en el caballete y a serrarlos por

la mitad, diciendo entretanto:

—¡Esto sí que es gimnasia y no los movimientos de

brazos que hacemos en la escuela! Quiero que cuando

regrese mi padre encuentre toda esta leña serrada; se

alegrará. Lo malo es que, después de este trabajo, hago

unas tes y unas eles que, como dice nuestro maestro. pa-

recen serpientes. ¿Qué quieres? Le diré que he tenido

que mover los brazos. Lo importante es que mi madre se

ponga bien pronto, eso sí. Hoy, gracias a Dios, está bas-

tante mejor. La Gramática la estudiaré mañana al levan-

tarme. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al tra-

bajo!

Un carro cargado de troncos se detuvo ante el alma-

cén. Coretti salió para hablar con el hombre que lo con-

ducía y luego volvió.

—Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—, así

es que hasta mañana. Has hecho bien en venir a verme.

¡Buen paseo, Enrique! ¡Dichoso tú!

Nos estrechamos las manos, corrió a cargarse el pri-

mer tronco y empezó a hacer viajes del carro al almacén

y viceversa, con su cara sonrosada, su gorrita de piel en

la cabeza, siempre tan vivo que da gusto verlo.

«¡Dichoso tú!», me había dicho. Ah, no, Coretti, tú tie-

nes mayor dicha, porque eres más útil a tu padre y a tu

madre, cien veces mejor que yo, y un chico de mucho va-

lor, querido compañero mío.

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