El director de la escuela
Viernes, 18
Coretti estaba muy contento esta mañana por haber
venido a presenciar los exámenes mensuales su maestro
de la segunda, el señor Coatti, un hombretón con abun-
dante pelo muy crespo, gran barba negra, ojos grandes
oscuros y una voz de trueno, que acostumbra a amena-
zar a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de la oreja
a la prevención, pone el semblante adusto; pero nunca
castiga a nadie, y se sonríe por detrás de su barba, sin
que los chicos se percaten.
Con el señor Coatti son ocho los maestros del grupo,
incluyendo también un suplente, barbilampiño, que pa-
rece un chiquillo. Hay un maestro, el de la sección cuar-
ta, algo cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siem-
pre con dolores adquiridos cuando era maestro rural,
pues ejercía en una escuela húmeda, cuyas paredes go-
teaban.
Otro maestro, el de la cuarta B, es ya viejo, muy ca-
noso y ha sido profesor de ciegos. Hay uno bien vestido,
con lentes y bigotitos, al que apodan el abogadillo, por-
que siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licencia-
tura de Derecho y es autor de un libro para enseñar a
escribir cartas.
En cambio, el que nos da la gimnasia tiene tipo de sol-
dado, estuvo sirviendo con Garibaldi y se le ve en el cue-
llo la cicatriz de una herida de sable que recibió en la
batalla de Milazzo.
Luego está el Director, un hombre alto, calvo, que
usa gafas con armazón de oro, y tiene una barba que le
llega al pecho; viste de negro y siempre va abotonado
hasta la barbilla; es tan bueno con los chicos, que, cuan-
do van a la dirección temblando para recibir una repri-
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menda, no les grita, sino que los toma de la mano y les
dice paternalmente que no deben portarse como lo ha-
cen, que deben arrepentirse, prometer ser buenos. Ha-
bla con modos tan suaves y con una voz tan dulce, que
todos salen con los ojos enrojecidos y más confusos que
si los hubiese castigado. ¡Pobre Director! Es el primero
que llega por la mañana al grupo para esperar a los alum-
nos y hablar con los padres; y cuando los maestros ya se
han ido a su casa, todavía da una vuelta alrededor de la
escuela para ver si hay chicos que se cuelgan en la tra-
sera de los coches o se entretienen por las calles a jugar
o llenando las carteras de arena o de piedras; cada vez
que aparece por una esquina, tan alto y enlutado, esca-
pan bandadas de muchachos en todas direcciones, sus-
pendiendo al instante el juego de bolas o de peonza, y él
les amenazaba desde lejos con el índice, pero sin perder
su aire afable y tristón.
—Nadie le ha visto reír —dice mi madre— desde que
murió su hijo, que era voluntario en el ejército, y tiene
siempre a la vista su retrato sobre la mesa de la direc-
ción.
No quería seguir ejerciendo su profesión después de
semejante desgracia; había extendido la petición para
jubilarse y la tenía de continuo en la mesa; pero no la pre-
sentaba porque le disgustaba separarse de los niños. Sin
embargo, el otro día parecía decidido, y mi padre, que se
hallaba con él en la dirección, le decía:
—Es una lástima que usted se vaya, señor Director.
En esto entró un hombre con un hijo suyo que pasa-
ba de otro colegio al nuestro por haber cambiado de do-
micilio.
Al ver a aquel chico, el Director hizo un gesto de ex-
trañeza; le miró un ratito, luego observó el retrato que
tenía en la mesa, volvió a fijarse en el muchacho, lo sen-
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tó en sus rodillas, haciéndole levantar la cara. Aquel chi-
co se parecía mucho a su hijo, y dijo el Director:
—Está bien—. Acto seguido hizo la matrícula, despi-
dió al padre y al hijo, y se quedó pensativo.
—Es una lástima que se vaya— repitió mi padre. Y
entonces el Director tomó su instancia de jubilación, la
rompió en dos pedazos, y dijo:
—Me quedo.
Los soldados
Martes, 22
Su hijo era voluntario del ejército cuando murió; por
eso el Director va siempre a la plaza a ver pasar a los
soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un
regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pu-
sieron a saltar alrededor de la música, cantando y lle-
vando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros
estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrone,
oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de
pan; Votini, aquel tan elegantito, que siempre está qui-
tándose las motas; Precossi, el hijo del forjador, con la
chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Crossi,
con su roja cabeza; Franti, con su aire descarado, y tam-
bién Robetti, el hijo del capitán de artillería, el que salvó
al niño del ómnibus y que ahora anda con muletas. Franti
se echó a reír de un soldado que cojeaba. Pero de pron-
to sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el Di-
rector.
—Óyeme —le dijo el Director—, burlarse de un sol-
dado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse
ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una
villanía.
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Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro
en cuatro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas
de las bayonetas resplandecían con el sol. El Director dijo:
—Debéis querer mucho a los soldados. Son nuestros
defensores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si
mañana un ejército extranjero amenazase nuestro país.
Son también muchachos, pues tienen pocos más años que
vosotros, y también van a la escuela: hay entre ellos po-
bres y ricos, como entre vosotros, y vienen también de
todas partes de Italia. Vedlos, casi se les puede recono-
cer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos, lom-
bardos. Éste es un regimiento veterano, de los que han
combatido en 1848. Los soldados no son ya aquellos, pero
la bandera es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muer-
to por la patria alrededor de esa bandera, antes que hubié-
rais nacido vosotros!
—¡Ahí viene! —dijo Garrone. Y en efecto, se veía ya
cerca la bandera, que sobresalía por encima de la cabeza
de los soldados.
—Haced una cosa, hijos —dijo el Director—; saludad
con respeto la bandera tricolor.
La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de
nosotros, rota y descolorida, con sus medallas sobre el
asta. Todos a la vez llevamos la mano a las gorras. El ofi-
cial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la
mano.
—¡Bien, muchachos! —dijo uno detrás de nosotros.
Nos volvimos a verlo: era un anciano que llevaba en el
ojal la cinta azul de la campaña de Crimea; un oficial re-
tirado—. ¡Bravo! —dijo—; habéis hecho una cosa que os
enaltece.
Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fon-
do de la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y gri-
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tos alegres acompañaban los sonidos de las trompetas,
como un canto de guerra.
—¡Bravo! —repitió el bravo oficial mirándonos—. El
que de pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla
cuando sea mayor.
El protector de Nelli
Miércoles, 23
También Nelli, el pobre jorobadito, estuvo mirando
ayer el paso del regimiento; pero de un modo así, como
pensando: «¡Yo no podré nunca ser soldado!» Es un buen
chico y, además, estudioso; pero demacrado y pálido, le
cuesta trabajo respirar. Su madre es una señora peque-
ña y rubia, vestida de negro, que acostumbra acudir a la
puerta de la escuela a la salida para evitar que salga en
tropel con los demás, y lo acaricia mucho.
Como tiene la desgracia de ser jorobado, muchos chi-
cos se burlaban de él en los primeros días y hasta le pega-
ban en la espalda con las bolsas; pero él nunca se enfada-
ba ni decía nada a su madre, para no darle el disgusto de
saber que su hijo era objeto de burla por parte de sus com-
pañeros. Se mofaban de él y el pobre chico sufría y lloraba
en silencio, apoyando la frente sobre el banco.
Pero una mañana se levantó Garrone y dijo:
—¡Al primero que toque a Nelli o se meta con él, le
doy un tortazo que le hago rodar por el suelo!
Franti no hizo caso; Garrone le propinó un tortazo y
el burlador dio tres vueltas sobre el pavimento. A partir
de entonces, nadie se metió con el jorobadito.
El maestro le puso cerca de Garrone, en el mismo ban-
co, y se han hecho muy amigos. Nelli ha tomado mucho
cariño a su corpulento compañero; apenas entra en la
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escuela, le busca, y nunca se va sin decirle: «Adiós, Garro-
ne». Y lo mismo hace éste con él.
Cuando a Nelli se le cae una pluma o un libro debajo
del banco, Garrone se inclina y se los recoge, y después
le ayuda a ordenar la bolsa y a ponerse el abrigo. Por todo
ello, Nelli le quiere mucho, le mira constantemente y,
cuando el maestro lo alaba, se pone tan contento como
si le alabase, a él. Nelli tuvo que referírselo todo a su ma-
dre, tanto las burlas y lo que le hacían sufrir los prime-
ros días como el comportamiento del compañero que le
defendió y a quien tanto quiere; debe habérselo dicho por
lo sucedido esta mañana.
El maestro me mandó llevar al Director el programa
de la lección media hora antes de la salida. Estando yo
en su despacho entró la señora rubia, vestida de negro,
madre de Nelli, que dijo:
—Señor Director, ¿hay en la clase de mi hijo un chi-
co llamado Garrone?
—Sí, señora.
—¿Tendría la bondad de hacerle venir un momento?
Es que deseo decirle algo.
El Director llamó al bedel y lo mandó al aula. Un mi-
nuto después llegó Garrone, muy extrañado, a la puerta.
Apenas lo vio, salió la señora a su encuentro, le echó los
brazos al cuello, le dio muchos besos en la frente y le dijo:
—¿¡Eres tú Garrone, el amigo de mi hijo, su protec-
tor!?
Después buscó precipitadamente en sus bolsillos y
en su bolso y, no encontrando nada, se quitó del cuello
una cadenilla con una crucecíta y se la puso a Garrone
por debajo de la corbata, diciéndole:
—Tómala, llévala en recuerdo mío, querido niño, en
recuerdo de la madre de Nelli, que te da un millón de
gracias y te bendice.
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El primero de clase
Viernes, 25
Garrone capta el cariño de todos, y Derossi, la admi-
ración. Ha obtenido el primer premio y, con toda seguri-
dad, será también el primero de la clase este año, pues
nadie puede competir con él; todos reconocen su supe-
rioridad en todas las asignaturas.
Es el primero en Aritmética, en Gramática, en Re-
dacción, en Dibujo... Todo lo comprende al vuelo, tiene
una memoria prodigiosa, en todo sobresale sin esfuerzo;
parece que el estudio es un juego para él. El maestro le
dijo ayer:
—Has recibido grandes dones de Dios; procura úni-
camente no malgastarlos.
Es también, además, alto, guapo, de pelo rubio y ri-
zado, muy ágil, capaz de saltar por encima de un banco
sin apoyar más que una mano sobre él; y ya sabe esgri-
ma. Tiene doce años; es hijo de un comerciante; va siem-
pre vestido de azul, con botones dorados; es vivaracho,
alegre, amable con todos, ayuda a los que puede en el exa-
men y nadie se atreve a desairarlo o decirle una palabra
malsonante.
Solamente le miran de reojo Nobis y Franti, y a Votini
le salta la envidia por los ojos; pero él no parece darse
cuenta. Todos le sonríen y le dan la mano o le cogen cari-
ñosamente el brazo cuando pasa a recoger, con su acos-
tumbrada afabilidad, los trabajos que hemos hecho. Re-
gala periódicos ilustrados, dibujos, cuanto a él le regalan
en su casa; para el calabrés ha hecho un pequeño mapa de
Calabria; todo lo da sonriendo, sin pretensiones, a lo gran
señor, y sin hacer distinciones. Resulta imposible no en-
vidiarlo y no sentirse inferior a él en todo.
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Ah, yo también lo envidio, como Votini, y alguna vez
experimento cierta amargura y siento una especie de in-
quina hacia él cuando apenas logro hacer los deberes en
casa y pienso que Derossi los habrá terminado con muy
poco esfuerzo. Pero luego, al volver a clase, viéndole tan
sencillo, sonriente y afable; oyéndole contestar con tan-
ta seguridad a las preguntas del maestro, arrojo de mi
pecho todo rencor, y me avergüenzo de haber dado cabi-
da a tales sentimientos. Entonces quisiera estar siem-
pre a su lado y seguir todos los estudios con él. Su pre-
sencia, su voz, su camaradería me infunden valor, ganas
de trabajar, alegría y placer.
El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que
leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Lo estaba co-
piando esta mañana, y estaba conmovido por el hecho
heroico que se relata; se le veía el rostro encendido, los
ojos húmedos y la boca temblorosa. Yo le miraba admi-
rando sus hermosas cualidades, y con mucho gusto le ha-
bría dicho en su cara con toda franqueza: «Derossi, ¡me
aventajas en todo! ¡Te respeto y admiro!»
Sábado, 26
Cuento mensual
EL PEQUEÑO VIGÍA LOMBARDO
En 1859, durante la guerra de liberación de Lombardía,
pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino,
ganada por los franceses e italianos contra los austríacos,
en una hermosa mañana del mes de junio, iba un pequeño
escuadrón de caballería de Saluzzo por estrecha senda so-
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litaria hacia las posiciones enemigas, explorando atenta-
mente el terreno.
Mandaban el escuadrón un oficial y un sargento; todos
miraban a lo lejos, delante de sí, con los ojos fijos y silen-
ciosos, preparándose para ver blanquear de un momento a
otro, entre los árboles, los uniformes militares de las avan-
zadas enemigas.
Llegaron así a una casita rústica, rodeada de fresnos,
delante de la cual sólo había un chico de unos doce años,
que descortezaba una ramita con una navaja para hacerse
un bastoncito; en una de las ventanas de la casa tremolaba
una bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos,
después de izar la bandera, habían desaparecido por miedo
a los austríacos.
En cuanto el chico divisó la caballería, tiró el bastón y
se quitó la gorra. Era un guapo muchacho, de aire atrevido,
con ojos grandes y azules, el pelo rubio y largo; estaba en
mangas de camisa y se le veía el desnudo pecho.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, deteniendo
el caballo—. ¿Por qué no te has ido con tu familia?
—Yo no tengo familia —respondió el muchacho—. Soy
huérfano. Trabajo para todos. Me he quedado aquí para ver
la guerra.
—¿Has visto pasar a los austríacos?
—No, señor, desde hace tres días.
El oficial se quedó pensativo; luego se apeó del caballo,
y, dejando a los soldados allí, frente al enemigo, entró en la
casa y subió al tejado... La casa era baja y desde el tejado
sólo se abarcaba una pequeña extensión de terreno. «Hay
que subir a los árboles», dijo para sí el oficial; y bajó.
Precisamente delante de la era había un fresno muy alto
y delgado, cuya copa se mecía en el azul del cielo.
El oficial permaneció un instante indeciso, mirando ya al
árbol, ya a los soldados; después preguntó, de pronto, al
muchacho:
—¿Tienes buena vista, rapaz?
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—¿Yo? —respondió el interpelado—. Le aseguro que veo
un pajarillo a una legua de distancia.
—¿Te atreverías a subir a lo alto de ese árbol?
—¿Dice usted a la copa? En medio minuto estoy arriba.
—¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí, si hay sol-
dados austríacos por esa parte, nubes de polvo, fusiles que
relucen, caballos...?
—¡Claro que sí!
—¿Qué debo darte por prestarme este servicio?
—¿A mí? ¡Qué ocurrencia! —dijo el muchacho, sonrién-
dose—. ¡Nada, naturalmente! ¡Faltaría más! Si fuese por los
alemanes, ¡ni hablar!; pero se trata de los nuestros, y yo
soy lombardo.
—Bueno. Sube, pues.
—Espere que me descalce.
Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, tiró la gorra
a unas matas de hierba y se abrazó al tronco del fresno.
—Pero oye... —exclamó el oficial con ánimo de dete-
nerlo como sobrecogido por repentino temor.
El muchacho se volvió hacia él, mirándole con sus her-
mosos ojos azules, en actitud interrogante.
—Nada, nada —dijo el oficial—. Sube.
El chico se encaramó como un gato.
—Vosotros —dijo el oficial a los soldados— mirad hacia
adelante.
En un santiamén estuvo el chiquillo en lo más alto del
árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas,
pero dejando al descubierto su pecho; dábale el sol en la
rubia cabeza, que brillaba como el oro. El oficial apenas le
veía, por lo pequeño que resultaba a aquella altura.
—Mira todo derecho a lo lejos —díjole el militar.
El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha del árbol
y se la puso sobre la frente a manera de visera.
—¿Qué ves? —preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia él y, haciendo bocina
con una mano, respondió:
—Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
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—¿A qué distancia de aquí?
—Sobre media legua.
—¿Se mueven?
—Están parados.
—¿Qué más ves? —le volvió a preguntar tras un mo-
mento de silencio—. ¡Mira hacia la derecha!
El chico volvió la vista hacia el lado indicado, y luego
dijo:
—Cerca del cementerio, entre los árboles, se ve relucir
algo. Parecen bayonetas.
—¿Ves gente?
—No, señor. Se habrán escondido en los sembrados.
En aquel momento un silbido de bala muy agudo se oyó
por el aire, yendo a perderse lejos, detrás de la casa.
—¡Bájate, muchacho! —gritó el oficial—. Te han visto.
No quiero saber más. Baja.
—Yo no tengo miedo —respondió el valiente muchacho.
—¡Baja!... —repitió el oficial—. ¿Qué más ves ala izquier-
da?
—¿A la izquierda?
—Sí, a la izquierda.
El chico volvió la cabeza hacia la izquierda; en aquel
instante otro silbido más agudo y más bajo que el primero
cortó el aire. El niño se encogió todo lo que pudo.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡La han tomado conmigo! —La
bala le había pasado muy cerca.
—¡Abajo! —gritó el oficial con energía y furioso.
—Bajo en seguida —respondió el chico—; pero el árbol
me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quie-
re usted saber?
—A la izquierda —repuso el oficial—; ¡pero bájate!
—A la izquierda —gritó el niño inclinando el cuerpo hacia
aquella parte—, donde hay una ermita, me parece ver...
Un tercer silbido rabioso pasó por lo alto, y casi al ins-
tante se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose un se-
gundo en el tronco y en las ramas, para luego caer al suelo
de cabeza con los brazos abiertos.
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—¡Maldición! —gritó el oficial, acudiendo en su ayuda.
El chico había caído de espaldas, quedando tendido con
los brazos abiertos, hacia arriba; un reguero de sangre le
salía del pecho por la parte izquierda. El sargento y dos sol-
dados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le
separó la camisa: la bala le había penetrado en el pulmón
izquierdo.
—¡Está muerto! —exclamó el oficial.
—No, ¡vive! —replicó el sargento.
—Ah, ¡pobre niño, valiente muchacho! —gritó el oficial—.
¡Animo, ánimo!
Pero mientras decía «ánimo» y le oprimía el pañuelo so-
bre la herida, el chico giró los ojos e inclinó la cabeza: ha-
bía muerto.
El oficial palideció y estuvo contemplándole unos instan-
tes; luego lo acomodó poniéndole la cabeza sobre la hierba;
se levantó y permaneció un momento mirándole. También le
miraban, inmóviles, el sargento y los dos soldados; los de-
más estaban vueltos hacia el enemigo.
—¡Pobre muchacho! —repitió tristemente el oficial—.
¡Pobre y valiente!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la ban-
dera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el niño
muerto, dejándole la cara al descubierto. El sargento colo-
có junto al muerto el calzado, la gorra, el bastoncito y la
navajita.
Aún permanecieron un momento silenciosos; después el
oficial se dirigió al sargento y le dijo:
—Mandaremos que venga a recogerle la ambulancia; ha
muerto como soldado, y justo es que como a tal le demos
sepultura.
Dicho esto, envió con la mano un beso al muerto, y gri-
tó:
—¡A caballo!
Todos montaron, reuniéndose el escuadrón, y reanuda-
ron la marcha.
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Pocas horas después se rindieron los honores de guerra
al valiente muchacho.
Al ponerse el sol, toda la línea de la vanguardia italiana
avanzaba hacia el enemigo, y por el mismo camino que había
recorrido por la mañana el escuadrón de caballería marcha-
ba en dos filas un batallón de «bersalleros», el cual pocos
días antes había regado, valerosamente, de sangre la colina
de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho se
había propagado ya entre aquellos soldados antes de que
dejaran sus campamentos. El sendero, flanqueado por un
arroyuelo, pasaba a poca distancia de la casa. Cuando los
primeros oficiales del batallón vieron el cadáver del pequeño
tendido a los pies del fresno y cubierto por la bandera tricolor,
lo saludaron con sus sables, y uno de ellos cogió en la orilla
del arroyo un puñado de flores y se las esparció por encima
del cuerpo.
A continuación, conforme iban pasando todos los «bersa-
lleros» cogían flores que arrojaban sobre el muerto; así es
que en pocos minutos estuvo cubierto el muchacho de flo-
res silvestres, y tanto los oficiales como los soldados le sa-
ludaban al pasar, diciendo al mismo tiempo:
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—¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, chiquito! ¡Para ti,
rubito! ¡Viva el héroe! ¡Loor a ti! ¡Adiós, precioso!
Un oficial le puso la medalla al mérito, otro le besó en la
frente. Y continuaban lloviendo las flores sobre sus desnu-
dos pies, sobre el ensangrentado pecho y sobre la rubia
cabeza. Él parecía dormido sobre la hierba, envuelto en su
bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si se
percatase de los saludos y estuviese contento de haber
dado la vida por su Lombardía.
Publicado por Fernando en 7:49
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