—¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un ver-
dadero héroe! ¡Pobre chico!
Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos
que se hallaban más cerca de él le besaban las manos y
los brazos. El abrió los ojos y murmuró:
—¡Mi cartera!
La madre del pequeñito salvado se la enseñó gimo-
teando, y le dijo:
—Te la llevo yo, ángel mío; te la llevo yo.
Entretanto se mantenía en pie la madre del herido,
que se cubría el rostro con las manos.
Salieron, acomodaron a Julio en el coche y éste par-
tió. Entonces todos entramos silenciosos en la escuela.
El chico calabrés
Sábado, 22
Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del
pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Direc-
tor con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabe-
llo negro, ojos también negros y grandes, con las cejas es-
pesas y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y lleva-
ba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El Di-
rector, después de haber hablado al oído con el maestro,
salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba
asustado. El maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase:
—Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nue-
vo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de
cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañe-
ro que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa
que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da hon-
rados labradores y valientes soldados; es una de las co-
marcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espe-
16
sas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno
de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin
de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver
que todo chico italiano encuentra hermanos en toda es-
cuela italiana donde ponga el pie.
Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Ita-
lia el punto donde está la provincia de Calabria. Después
llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el primer pre-
mio. Derossi se levantó.
—Ven aquí —añadió el maestro.
Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa,
enfrente del calabrés.
—Como primero de la clase —dijo el profesor— da
el abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo
compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de
Calabria.
Derossi murmuró con voz conmovida:
—¡Bienvenidos! —y abrazó al calabrés. Éste le besó
en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.
—¡Silencio!... —gritó el maestro—. En la escuela no
se aplaude.
Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés
parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le acom-
pañó hasta su banco. Después repuso:
—Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un
muchacho de Calabria está como en su casa en Turín,
uno de Turín debe estar como en su propia casa en Cala-
bria; por esto luchó nuestro país cincuenta años y murie-
ron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer to-
dos mutuamente. Cualquiera de vosotros que ofendiese
a este compañero por no haber nacido en nuestra pro-
vincia, se haría para siempre indigno de mirar con la fren-
te levantada la bandera tricolor.
17
Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próxi-
mos le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde
el último banco, le mandó un sello de Suecia.
Mis compañeros de clase
Martes, 25
El chico que envió el sello al calabrés es el que más
me agrada de todos. Se llama Garrone, y es el mayor de
la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y
los hombros anchos; es bueno, lo que se advierte hasta
cuando sonríe, y parece que piensa como un hombre. Aho-
ra conozco ya a muchos de mis compañeros. Otro que tam-
bién me gusta se llama Coretti; lleva un jersey color ma-
rrón oscuro y tiene una gorra de piel. Siempre está ale-
gre. Es hijo de un revendedor de leña que fue soldado en
la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto,
y dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli,
un chico jorobadito, endeble y descolorido. Hay uno muy
bien vestido, que siempre se está quitando las motas de
la ropa: Votini. En el banco delante del mío hay otro al
que le llaman «el albañilito», por ser su padre albañil; de
cara redonda como una manzana y de nariz chata. Tiene
una habilidad especial para poner el hocico de liebre; to-
dos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerito
viejo, que guarda en el bolsillo como un pañuelo. Junto
al albañilito está Garoffi, un tipo alto y delgado, con la
nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que siem-
pre anda traficando con plumas, estampas y cartones de
cajas de cerillas; se escribe notas en las uñas para leer-
las a hurtadillas cuando da la lección. Hay después un
señorito, Carlos Nobis, que parece bastante orgulloso y
se encuentra en medio de dos muchachos que me resul-
18
tan simpáticos: el hijo de un herrero, enfundado en una
chaqueta que le llega hasta las rodillas, muy pálido, que
parece estar enfermo, siempre con cara de asustado y
que no se ríe nunca; y otro, rubio, que tiene un brazo in-
móvil que lleva en cabestrillo; su padre fue a América y
su madre es verdulera.
Es también un tipo curioso mi vecino de la izquier-
da, Stardi, pequeño y ordinariote, sin cuello y gruñón,
que no habla con nadie y parece ser bastante torpe, pero
está muy atento a las explicaciones del maestro, sin par-
padear, con la frente arrugada y los dientes apretados;
si le hacen alguna pregunta cuando habla el maestro, la
primera y segunda vez no responde, y a la tercera da al
entrometido un codazo o un puntapié. Tiene a su lado a
un descarado, bastante sinvergüenza, que se llama Franti
y que fue expulsado de otra escuela.
Hay dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen
gemelos y llevan sombrero calabrés con una pluma de
faisán. Pero el mejor de todos, el más listo y que segura-
mente será también el primero este año, es Derossi. El
maestro, que ya se ha dado cuenta, le pregunta siempre.
Sin embargo yo quiero mucho a Precossi, el hijo del
herrero, el de la chaqueta larga, que parece estar enfer-
mo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido; cada vez
que pregunta o tropieza con alguien, dice: «Perdona», y
mira de continuo con ojos tristes y bondadosos. Garrone
es, sin duda, el mayor y el mejor de todos.
Un gesto generoso
Miércoles, 26
Garrone se ha dado a conocer precisamente esta ma-
ñana.
19
Cuando entré en clase —un poco tarde por haberme
detenido la maestra de la primera superior para pregun-
tarme a qué hora podía venir a casa—, el maestro no ha-
bía llegado todavía y tres o cuatro chicos se estaban me-
tiendo con el pobre Crossi, el rubio del brazo malo y cuya
madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tira-
ban a la cara cáscaras de castañas, le decían motes y le
remedaban poniéndose el brazo como en cabestrillo. El
pobrecito estaba solo en su banco del fondo, asustado, y
daba compasión verle mirar a uno y otro con ojos supli-
cantes para que lo dejasen en paz. Pero los otros arre-
ciaban en sus burlas y él empezó a temblar y a ponerse
rojo de ira.
De pronto, Franti, el descarado, se subió a un banco
y, haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos,
ridiculizó a la madre de Crossi cuando acudía a esperarlo
a la puerta, pues ahora no va por estar enferma. Muchos
se rieron a carcajadas. Entonces Crossi perdió la pacien-
cia y, cogiendo un tintero, se lo tiró a la cabeza con toda
su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar al
pecho del maestro que entraba en aquel preciso momento.
Todos corrieron a sus respectivos puestos y callaron
atemorizados.
El maestro, pálido, subió al estrado y con voz altera-
da preguntó:
—¿Quién ha sido?
Nadie respondió.
El maestro preguntó, levantando más la voz:
—¿Quién ha sido?
Entonces Garrone, sintiendo compasión del pobre
Crossi, se puso de pie y dijo con resolución:
—Un servidor.
El maestro le miró y nos miró a todos, que estába-
mos pasmados, y luego replicó con voz tranquila:
20
—No has sido tú.
Pasado un momento añadió:
—El culpable no será castigado. ¡Que se levante!
Crossi se levantó y dijo entre sollozos:
—Me pegaban y me insultaban, perdí la cabeza y tiré...
—Siéntate —dijo el maestro—. ¡Que se pongan de
pie los que le han provocado!
Cuatro se levantaron con la cabeza gacha.
—Vosotros —dijo el maestro— habéis insultado a un
compañero que no os provocaba; os habéis burlado de un
desgraciado y pegado a un débil que no podía defender-
se. Con vuestro proceder habéis cometido una de las ac-
ciones más ruines y vergonzosas con que se puede man-
char una criatura humana. ¡Cobardes!
Dicho esto, pasó entre los bancos, puso una mano en
la barbilla de Garrone, que estaba con la vista baja, y, al-
zándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo:
—¡Tienes un alma noble!
Aprovechando la ocasión, Garrone murmuró no sé qué
palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los
cuatro culpables, les dijo bruscamente:
—Os perdono.
Mi maestra
Jueves, 27
Mi maestra ha cumplido su promesa y ha venido hoy
a casa en el momento en que me disponía a salir con mi
madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya
necesidad habíamos leído en los periódicos. Hacía un año
que no la habíamos visto en casa; así es que todos la re-
cibimos con mucha alegría. Continúa siendo la misma,
menudita, con su velo verde en el sombrero, vestida sen-
21
cillamente, con peinado algo descuidado por faltarle
tiempo para arreglarse, pero más descolorida que el año
pasado, con algunas canas y sin dejar de toser.
Mi madre le ha preguntado:
—¿Cómo va de salud, querida maestra?
—¡Bah! No importa —ha respondido, sonriéndose de
modo alegre y melancólico a la vez.
—Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte —ha
añadido mi madre— y brega mucho con los chiquitos.
Y es verdad; en clase no para de hablar; lo recuerdo
de cuando iba con ella; continuamente está llamando la
atención de sus pequeños alumnos para que no se dis-
traigan. No está un momento sentada.
Tenía la seguridad de que vendría a vernos, pues no
se olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuer-
da sus nombres; los días de exámenes mensuales acude
al despacho de la dirección para informarse de las cali-
ficaciones que han obtenido; los espera a la salida y hace
que le enseñen los ejercicios para ver si realizan progre-
sos. Hasta van a verla muchachos que cursan el Bachi-
llerato y llevan ya pantalón largo y reloj.
Hoy regresaba muy cansada del Museo, a donde ha-
bía llevado a sus alumnos, como acostumbra hacerlo cada
jueves, explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre
maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se re-
anima cuando habla de su labor docente. Ha querido vol-
ver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos
años, y que ahora es de mi hermano; la ha estado miran-
do un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto para
visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, en-
fermo de sarampión, y por tener, además, que corregir
luego los cuadernos. En fin, que no para de trabajar. An-
tes de retirarse a su casa, aún debía dar clase particular
de Aritmética a la hija de un comerciante.
22
—Bueno, Enrique —me ha dicho al despedirse—,
¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves
problemas difíciles y sabes hacer largas composiciones?
Me ha besado y, desde el último peldaño de la esca-
lera, me ha dicho:
—No te olvides de mí, Enrique.
¡Nunca me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuan-
do sea mayor te recordaré e iré a verte entre tus peque-
ñuelos. Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la
voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y pen-
saré en los dos años que pasé en tu clase, donde tantas
veces te vi malucha y fatigada, pero siempre animosa,
indulgente, enfadada cuando alguno cogía la pluma de
manera incorrecta, preocupadísima cuando nos pregun-
taban los inspectores y la mar de satisfecha cuando sa-
líamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como una
madre... ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra mía!
En la buhardilla
Viernes, 28
Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a
llevar ropa blanca a la mujer necesitada recomendada
por los periódicos. Yo llevé el paquete y mi hermana el
periódico en que estaba el nombre y la dirección.
Subimos hasta el último piso de una casa alta y en-
tramos en un largo corredor al que daban muchas puer-
tas de otras tantas viviendas. Mi madre llamó en la últi-
ma, abriéndonos una mujer todavía joven, rubia y dema-
crada, que de inmediato parecióme haber visto otras ve-
ces, con el mismo pañuelo azul a la cabeza.
—¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre.
—Sí, señora; yo soy.
23
—Pues mire, le traemos una poca ropa blanca. Aquí
la tiene.
La mujer no paraba de darnos las gracias y de ben-
decirnos. Mientras tanto vi en un rincón de la oscura y
desnuda habitación a un chico arrodillado delante de una
silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar escri-
biendo, como así era, efectivamente, teniendo el papel
en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo lograba escri-
bir con tan escasísima luz? Mientras pensaba esto para
mí, reconocí de pronto los cabellos rubios y la chaqueta
de fustán de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo
inmóvil.
Se lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía car-
go de la ropa que le habíamos llevado.
—¡Calla! —respondió mi madre—. Puede ser que se
avergüence al ver que das una limosna a su madre; no
le digas nada.
Pero Crossi se volvió en aquel momento y yo no sa-
bía qué hacer. Me dirigió una sonrisa, y entonces mi ma-
dre me dio un empujoncito para que lo abrazara. Lo abra-
cé; él se levantó y me estrechó la mano.
—Aquí me tiene —decía entretanto su madre a la
mía— sola con este hijo. Mi marido hace seis años que se
fue a América, y yo, por añadidura, enferma, sin poder
ganar algún dinero vendiendo verdura. Ni siquiera dis-
pongo de una mesa para que mi Luisito pueda trabajar
con cierta comodidad. Cuando tenía en el portal el mos-
trador, por lo menos podía escribir sobre él; pero se lo
llevaron. Como ve, hasta carecemos de luz suficiente para
que estudie sin perder la vista. Y gracias que puedo en-
viarlo a la escuela porque el Ayuntamiento nos da los
libros y demás material escolar. ¡Pobre hijo mío! ¡Tú, con
tantas ganas de estudiar, y yo, infeliz de mí, nada pue-
do hacer por ti!
24
Mi madre le dio cuanto dinero llevaba en el bolso, besó
al muchacho y casi lloraba cuando salimos de la buhar-
dilla. Tenía toda la razón cuando me dijo:
—Ya ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar
ese chico. Tú disfrutas de todas las comodidades y aún te
parece duro el estudio. ¡Ah, Enriquito! Más mérito hay
en su trabajo de un solo día que en el tuyo de todo un
año. ¡A él deberían darle los premios!
La escuela
Viernes, 28
Sí, querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como
dice tu madre; no te veo ir a la escuela con la resolución
y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te haces algo el
remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despre-
ciable que sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al
cabo de una semana pedirías de rodillas volver a ella, harto
de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus juguetes y
de no hacer nada provechoso.
Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros,
que van por la noche a clase, después de haber trabaja-
do todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pue-
blo, que acuden a la escuela los domingos, tras una sema-
na de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros
y cuadernos cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios
y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos
que, sin embargo, también estudian; y hasta en los pre-
sos, que asimismo aprenden a leer y escribir.
Cuando salgas por las mañanas de tu casa, piensa
que en tu misma ciudad y en ese preciso momento van como
tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio de tres
25
horas en una habitación para aprender y ser un día hom-
bres de provecho.
Pero ¡qué más! Piensa en los innumerables niños que
a todas horas acuden a la escuela en todos los países; con-
témplalos con la imaginación yendo por las tranquilas y
solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas ca-
lles de la ciudad, por la orilla de los mares y de los lagos,
tanto bajo un sol ardiente como entre nieblas, embarca-
dos en los países surcados por canales, a caballo por las
extensas planicies, en trineos sobre la nieve, por valles y
colinas, a través de bosques y de torrentes, subiendo y ba-
jando sendas solitarias montañeras, solos, o por parejas,
o en grupos, o en largas filas, todos con los libros bajo el
brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en
miles de lenguas. Desde las últimas escuelas de Rusia,
casi perdidas entre hielos, hasta las de Arabia, a la som-
bra de palmeras, millones de criaturas van a aprender,
en cien diversas formas, las mismas cosas; imagínate ese
tan vasto hormiguero de chicos de los más diversos pue-
blos, ese inmenso movimiento del que formas parte, y pien-
sa que si se detuviese, la humanidad volvería a sumirse
en la barbarie. Ese movimiento es progreso, esperanza y
gloria del mundo.
Valor, pues, pequeño soldado de semejante y colosal
ejército. Tus armas son los libros; tu compañía, la clase;
toda la tierra, campo de batalla; tu victoria, nuestra vic-
toria, significará el establecimiento de una paz verdade-
ra, la comprensión entre todos los hombres, la civilización
humana. ¡No seas, hijo mío, un soldado cobarde!
TU PADRE
26
Sábado, 29
No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gus-
to a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días
un cuento como el de esta mañana. Dice que todos los
meses nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se
tratará de una acción buena y verdadera realizada por
un chico.
El de hoy se titula El pequeño patriota paduano, y dice
así:
Cuento mensual
EL PEQUEÑO PATRIOTA PADUANO
Del puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova
un barco de carga y pasaje francés, llevando a bordo fran-
ceses, españoles y suizos. Había entre otros un chico de
once años, solo, mal vestido, que siempre estaba aislado y
miraba a todos con recelo. Y tenía razón para hacerlo así.
Dos años antes le habían entregado al jefe de una compa-
ñía de titiriteros sus desconsiderados padres, campesinos de
los alrededores de Padua. Dicho jefe, después de haberle
enseñado a hacer diversos ejercicios, a fuerza de puñeta-
zos, puntapiés y ayunos, se lo había llevado a través de
Francia y de España, sin parar de pegarle ni acallar nunca
su hambre.
Una vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los gol-
pes y el hambre, reducido a un estado que daba compa-
sión, se escapó de su verdugo y corrió a pedir protección
al cónsul de Italia, que, apiadándose del muchacho, lo ha-
bía embarcado en aquel navío, entregándole una carta para
el jefe de policía de Génova, que se encargaría de devol-
verlo a sus padres, a los mismos que le habían entregado
por poco dinero, como se hace con los animales.
El pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le ha-
bían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban con
27
cierta curiosidad y algunos le hacían preguntas; pero él no
respondía, pareciendo que desconfiaba de todos, por lo mu-
cho que le habían exasperado y hecho sufrir las privaciones
y los malos tratos.
Sin embargo, tres viajeros, a fuerza de insistir en sus
preguntas, consiguieron hacerle hablar y en pocas palabras,
toscamente dichas, mezcla de español, francés e italiano,
les contó su triste historia.
No eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo compren-
dieron, y parte por compasión y parte por la excitación del
vino, le dieron algunas monedas, estimulándole para que les
refiriese otros particulares de su vida. Habiendo entrado en
la sala en aquel momento unas señoras, los tres, por darse
postín, le entregaron más dinero, diciéndole: «Toma, toma
más.» Y hacían sonar las monedas en la mesa.
El muchacho se las fue metiendo en el bolsillo dando
gracias a regañadientes, con aire malhumorado, pero con
una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Después
subió a cubierta y se acomodó en su litera, donde siguió
pensando en su vida. Con aquel dinero podía tomar algún
buen bocado a bordo, después de dos años que sólo comía
pan y poco; podía comprarse una chaqueta en cuanto des-
embarcara en Génova, al cabo de dos años de ir vestido
con andrajos; y también podía, llevando algo a casa, ser
acogido por su padre y su madre más humanamente que
yendo con los bolsillos vacíos. Aquel dinero representaba
para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose,
bajo el toldo del puente, mientras que los tres pasajeros
charlaban, sentados a la mesa, en medio de la sala de se-
gunda clase.
Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que ha-
bían visitado y, de conversación en conversación, llegaron
a dar su parecer sobre Italia. Uno comenzó quejándose de
sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y todos juntos, ani-
mándose, hablaron mal de todo. Uno decía que habría pre-
ferido viajar por Laponia; otro aseguraba que en Italia tan
sólo había encontrado estafadores y bandidos; el tercero
afirmaba que los empleados italianos eran analfabetos. «Un
pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio», añadió el segun-
do. «La...», exclamó el tercero, queriendo decir «ladrón»,
pero no pudo acabar la palabra, porque sobre sus cabezas
y espaldas cayó una tempestad de monedas, que rebota-
ban en la mesa e iban a parar al suelo haciendo ruido.
Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia
arriba, y aun recibieron en la cara un puñado de monedas.
—¡Tomad vuestro dinero! —decía con desprecio el mu-
chacho, asomado a la claraboya—; yo no acepto limosna
de quienes insultan a mi patria.
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