Edmundo de Amicis

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—¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un ver-

dadero héroe! ¡Pobre chico!

Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos

que se hallaban más cerca de él le besaban las manos y

los brazos. El abrió los ojos y murmuró:

—¡Mi cartera!

La madre del pequeñito salvado se la enseñó gimo-

teando, y le dijo:

—Te la llevo yo, ángel mío; te la llevo yo.

Entretanto se mantenía en pie la madre del herido,

que se cubría el rostro con las manos.

Salieron, acomodaron a Julio en el coche y éste par-

tió. Entonces todos entramos silenciosos en la escuela.

El chico calabrés

Sábado, 22

Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del

pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Direc-

tor con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabe-

llo negro, ojos también negros y grandes, con las cejas es-

pesas y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y lleva-

ba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El Di-

rector, después de haber hablado al oído con el maestro,

salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba

asustado. El maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase:

—Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nue-

vo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de

cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañe-

ro que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa

que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da hon-

rados labradores y valientes soldados; es una de las co-

marcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espe-

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sas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno

de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin

de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver

que todo chico italiano encuentra hermanos en toda es-

cuela italiana donde ponga el pie.

Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Ita-

lia el punto donde está la provincia de Calabria. Después

llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el primer pre-

mio. Derossi se levantó.

—Ven aquí —añadió el maestro.

Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa,

enfrente del calabrés.

—Como primero de la clase —dijo el profesor— da

el abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo

compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de

Calabria.

Derossi murmuró con voz conmovida:

—¡Bienvenidos! —y abrazó al calabrés. Éste le besó

en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.

—¡Silencio!... —gritó el maestro—. En la escuela no

se aplaude.

Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés

parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le acom-

pañó hasta su banco. Después repuso:

—Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un

muchacho de Calabria está como en su casa en Turín,

uno de Turín debe estar como en su propia casa en Cala-

bria; por esto luchó nuestro país cincuenta años y murie-

ron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer to-

dos mutuamente. Cualquiera de vosotros que ofendiese

a este compañero por no haber nacido en nuestra pro-

vincia, se haría para siempre indigno de mirar con la fren-

te levantada la bandera tricolor.

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Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próxi-

mos le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde

el último banco, le mandó un sello de Suecia.

Mis compañeros de clase

Martes, 25

El chico que envió el sello al calabrés es el que más

me agrada de todos. Se llama Garrone, y es el mayor de

la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y

los hombros anchos; es bueno, lo que se advierte hasta

cuando sonríe, y parece que piensa como un hombre. Aho-

ra conozco ya a muchos de mis compañeros. Otro que tam-

bién me gusta se llama Coretti; lleva un jersey color ma-

rrón oscuro y tiene una gorra de piel. Siempre está ale-

gre. Es hijo de un revendedor de leña que fue soldado en

la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto,

y dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli,

un chico jorobadito, endeble y descolorido. Hay uno muy

bien vestido, que siempre se está quitando las motas de

la ropa: Votini. En el banco delante del mío hay otro al

que le llaman «el albañilito», por ser su padre albañil; de

cara redonda como una manzana y de nariz chata. Tiene

una habilidad especial para poner el hocico de liebre; to-

dos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerito

viejo, que guarda en el bolsillo como un pañuelo. Junto

al albañilito está Garoffi, un tipo alto y delgado, con la

nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que siem-

pre anda traficando con plumas, estampas y cartones de

cajas de cerillas; se escribe notas en las uñas para leer-

las a hurtadillas cuando da la lección. Hay después un

señorito, Carlos Nobis, que parece bastante orgulloso y

se encuentra en medio de dos muchachos que me resul-

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tan simpáticos: el hijo de un herrero, enfundado en una

chaqueta que le llega hasta las rodillas, muy pálido, que

parece estar enfermo, siempre con cara de asustado y

que no se ríe nunca; y otro, rubio, que tiene un brazo in-

móvil que lleva en cabestrillo; su padre fue a América y

su madre es verdulera.

Es también un tipo curioso mi vecino de la izquier-

da, Stardi, pequeño y ordinariote, sin cuello y gruñón,

que no habla con nadie y parece ser bastante torpe, pero

está muy atento a las explicaciones del maestro, sin par-

padear, con la frente arrugada y los dientes apretados;

si le hacen alguna pregunta cuando habla el maestro, la

primera y segunda vez no responde, y a la tercera da al

entrometido un codazo o un puntapié. Tiene a su lado a

un descarado, bastante sinvergüenza, que se llama Franti

y que fue expulsado de otra escuela.

Hay dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen

gemelos y llevan sombrero calabrés con una pluma de

faisán. Pero el mejor de todos, el más listo y que segura-

mente será también el primero este año, es Derossi. El

maestro, que ya se ha dado cuenta, le pregunta siempre.

Sin embargo yo quiero mucho a Precossi, el hijo del

herrero, el de la chaqueta larga, que parece estar enfer-

mo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido; cada vez

que pregunta o tropieza con alguien, dice: «Perdona», y

mira de continuo con ojos tristes y bondadosos. Garrone

es, sin duda, el mayor y el mejor de todos.

Un gesto generoso

Miércoles, 26

Garrone se ha dado a conocer precisamente esta ma-

ñana.

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Cuando entré en clase —un poco tarde por haberme

detenido la maestra de la primera superior para pregun-

tarme a qué hora podía venir a casa—, el maestro no ha-

bía llegado todavía y tres o cuatro chicos se estaban me-

tiendo con el pobre Crossi, el rubio del brazo malo y cuya

madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tira-

ban a la cara cáscaras de castañas, le decían motes y le

remedaban poniéndose el brazo como en cabestrillo. El

pobrecito estaba solo en su banco del fondo, asustado, y

daba compasión verle mirar a uno y otro con ojos supli-

cantes para que lo dejasen en paz. Pero los otros arre-

ciaban en sus burlas y él empezó a temblar y a ponerse

rojo de ira.

De pronto, Franti, el descarado, se subió a un banco

y, haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos,

ridiculizó a la madre de Crossi cuando acudía a esperarlo

a la puerta, pues ahora no va por estar enferma. Muchos

se rieron a carcajadas. Entonces Crossi perdió la pacien-

cia y, cogiendo un tintero, se lo tiró a la cabeza con toda

su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar al

pecho del maestro que entraba en aquel preciso momento.

Todos corrieron a sus respectivos puestos y callaron

atemorizados.

El maestro, pálido, subió al estrado y con voz altera-

da preguntó:

—¿Quién ha sido?

Nadie respondió.

El maestro preguntó, levantando más la voz:

—¿Quién ha sido?

Entonces Garrone, sintiendo compasión del pobre

Crossi, se puso de pie y dijo con resolución:

—Un servidor.

El maestro le miró y nos miró a todos, que estába-

mos pasmados, y luego replicó con voz tranquila:

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—No has sido tú.

Pasado un momento añadió:

—El culpable no será castigado. ¡Que se levante!

Crossi se levantó y dijo entre sollozos:

—Me pegaban y me insultaban, perdí la cabeza y tiré...

—Siéntate —dijo el maestro—. ¡Que se pongan de

pie los que le han provocado!

Cuatro se levantaron con la cabeza gacha.

—Vosotros —dijo el maestro— habéis insultado a un

compañero que no os provocaba; os habéis burlado de un

desgraciado y pegado a un débil que no podía defender-

se. Con vuestro proceder habéis cometido una de las ac-

ciones más ruines y vergonzosas con que se puede man-

char una criatura humana. ¡Cobardes!

Dicho esto, pasó entre los bancos, puso una mano en

la barbilla de Garrone, que estaba con la vista baja, y, al-

zándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo:

—¡Tienes un alma noble!

Aprovechando la ocasión, Garrone murmuró no sé qué

palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los

cuatro culpables, les dijo bruscamente:

—Os perdono.

Mi maestra

Jueves, 27

Mi maestra ha cumplido su promesa y ha venido hoy

a casa en el momento en que me disponía a salir con mi

madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya

necesidad habíamos leído en los periódicos. Hacía un año

que no la habíamos visto en casa; así es que todos la re-

cibimos con mucha alegría. Continúa siendo la misma,

menudita, con su velo verde en el sombrero, vestida sen-

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cillamente, con peinado algo descuidado por faltarle

tiempo para arreglarse, pero más descolorida que el año

pasado, con algunas canas y sin dejar de toser.

Mi madre le ha preguntado:

—¿Cómo va de salud, querida maestra?

—¡Bah! No importa —ha respondido, sonriéndose de

modo alegre y melancólico a la vez.

—Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte —ha

añadido mi madre— y brega mucho con los chiquitos.

Y es verdad; en clase no para de hablar; lo recuerdo

de cuando iba con ella; continuamente está llamando la

atención de sus pequeños alumnos para que no se dis-

traigan. No está un momento sentada.

Tenía la seguridad de que vendría a vernos, pues no

se olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuer-

da sus nombres; los días de exámenes mensuales acude

al despacho de la dirección para informarse de las cali-

ficaciones que han obtenido; los espera a la salida y hace

que le enseñen los ejercicios para ver si realizan progre-

sos. Hasta van a verla muchachos que cursan el Bachi-

llerato y llevan ya pantalón largo y reloj.

Hoy regresaba muy cansada del Museo, a donde ha-

bía llevado a sus alumnos, como acostumbra hacerlo cada

jueves, explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre

maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se re-

anima cuando habla de su labor docente. Ha querido vol-

ver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos

años, y que ahora es de mi hermano; la ha estado miran-

do un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto para

visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, en-

fermo de sarampión, y por tener, además, que corregir

luego los cuadernos. En fin, que no para de trabajar. An-

tes de retirarse a su casa, aún debía dar clase particular

de Aritmética a la hija de un comerciante.

22

—Bueno, Enrique —me ha dicho al despedirse—,

¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves

problemas difíciles y sabes hacer largas composiciones?

Me ha besado y, desde el último peldaño de la esca-

lera, me ha dicho:

—No te olvides de mí, Enrique.

¡Nunca me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuan-

do sea mayor te recordaré e iré a verte entre tus peque-

ñuelos. Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la

voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y pen-

saré en los dos años que pasé en tu clase, donde tantas

veces te vi malucha y fatigada, pero siempre animosa,

indulgente, enfadada cuando alguno cogía la pluma de

manera incorrecta, preocupadísima cuando nos pregun-

taban los inspectores y la mar de satisfecha cuando sa-

líamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como una

madre... ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra mía!

En la buhardilla

Viernes, 28

Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a

llevar ropa blanca a la mujer necesitada recomendada

por los periódicos. Yo llevé el paquete y mi hermana el

periódico en que estaba el nombre y la dirección.

Subimos hasta el último piso de una casa alta y en-

tramos en un largo corredor al que daban muchas puer-

tas de otras tantas viviendas. Mi madre llamó en la últi-

ma, abriéndonos una mujer todavía joven, rubia y dema-

crada, que de inmediato parecióme haber visto otras ve-

ces, con el mismo pañuelo azul a la cabeza.

—¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre.

—Sí, señora; yo soy.

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—Pues mire, le traemos una poca ropa blanca. Aquí

la tiene.

La mujer no paraba de darnos las gracias y de ben-

decirnos. Mientras tanto vi en un rincón de la oscura y

desnuda habitación a un chico arrodillado delante de una

silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar escri-

biendo, como así era, efectivamente, teniendo el papel

en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo lograba escri-

bir con tan escasísima luz? Mientras pensaba esto para

mí, reconocí de pronto los cabellos rubios y la chaqueta

de fustán de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo

inmóvil.

Se lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía car-

go de la ropa que le habíamos llevado.

—¡Calla! —respondió mi madre—. Puede ser que se

avergüence al ver que das una limosna a su madre; no

le digas nada.

Pero Crossi se volvió en aquel momento y yo no sa-

bía qué hacer. Me dirigió una sonrisa, y entonces mi ma-

dre me dio un empujoncito para que lo abrazara. Lo abra-

cé; él se levantó y me estrechó la mano.

—Aquí me tiene —decía entretanto su madre a la

mía— sola con este hijo. Mi marido hace seis años que se

fue a América, y yo, por añadidura, enferma, sin poder

ganar algún dinero vendiendo verdura. Ni siquiera dis-

pongo de una mesa para que mi Luisito pueda trabajar

con cierta comodidad. Cuando tenía en el portal el mos-

trador, por lo menos podía escribir sobre él; pero se lo

llevaron. Como ve, hasta carecemos de luz suficiente para

que estudie sin perder la vista. Y gracias que puedo en-

viarlo a la escuela porque el Ayuntamiento nos da los

libros y demás material escolar. ¡Pobre hijo mío! ¡Tú, con

tantas ganas de estudiar, y yo, infeliz de mí, nada pue-

do hacer por ti!

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Mi madre le dio cuanto dinero llevaba en el bolso, besó

al muchacho y casi lloraba cuando salimos de la buhar-

dilla. Tenía toda la razón cuando me dijo:

—Ya ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar

ese chico. Tú disfrutas de todas las comodidades y aún te

parece duro el estudio. ¡Ah, Enriquito! Más mérito hay

en su trabajo de un solo día que en el tuyo de todo un

año. ¡A él deberían darle los premios!

La escuela

Viernes, 28

Sí, querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como

dice tu madre; no te veo ir a la escuela con la resolución

y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te haces algo el

remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despre-

ciable que sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al

cabo de una semana pedirías de rodillas volver a ella, harto

de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus juguetes y

de no hacer nada provechoso.

Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros,

que van por la noche a clase, después de haber trabaja-

do todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pue-

blo, que acuden a la escuela los domingos, tras una sema-

na de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros

y cuadernos cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios

y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos

que, sin embargo, también estudian; y hasta en los pre-

sos, que asimismo aprenden a leer y escribir.

Cuando salgas por las mañanas de tu casa, piensa

que en tu misma ciudad y en ese preciso momento van como

tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio de tres

25

horas en una habitación para aprender y ser un día hom-

bres de provecho.

Pero ¡qué más! Piensa en los innumerables niños que

a todas horas acuden a la escuela en todos los países; con-

témplalos con la imaginación yendo por las tranquilas y

solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas ca-

lles de la ciudad, por la orilla de los mares y de los lagos,

tanto bajo un sol ardiente como entre nieblas, embarca-

dos en los países surcados por canales, a caballo por las

extensas planicies, en trineos sobre la nieve, por valles y

colinas, a través de bosques y de torrentes, subiendo y ba-

jando sendas solitarias montañeras, solos, o por parejas,

o en grupos, o en largas filas, todos con los libros bajo el

brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en

miles de lenguas. Desde las últimas escuelas de Rusia,

casi perdidas entre hielos, hasta las de Arabia, a la som-

bra de palmeras, millones de criaturas van a aprender,

en cien diversas formas, las mismas cosas; imagínate ese

tan vasto hormiguero de chicos de los más diversos pue-

blos, ese inmenso movimiento del que formas parte, y pien-

sa que si se detuviese, la humanidad volvería a sumirse

en la barbarie. Ese movimiento es progreso, esperanza y

gloria del mundo.

Valor, pues, pequeño soldado de semejante y colosal

ejército. Tus armas son los libros; tu compañía, la clase;

toda la tierra, campo de batalla; tu victoria, nuestra vic-

toria, significará el establecimiento de una paz verdade-

ra, la comprensión entre todos los hombres, la civilización

humana. ¡No seas, hijo mío, un soldado cobarde!

TU PADRE

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Sábado, 29

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gus-

to a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días

un cuento como el de esta mañana. Dice que todos los

meses nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se

tratará de una acción buena y verdadera realizada por

un chico.

El de hoy se titula El pequeño patriota paduano, y dice

así:

Cuento mensual

EL PEQUEÑO PATRIOTA PADUANO

Del puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova

un barco de carga y pasaje francés, llevando a bordo fran-

ceses, españoles y suizos. Había entre otros un chico de

once años, solo, mal vestido, que siempre estaba aislado y

miraba a todos con recelo. Y tenía razón para hacerlo así.

Dos años antes le habían entregado al jefe de una compa-

ñía de titiriteros sus desconsiderados padres, campesinos de

los alrededores de Padua. Dicho jefe, después de haberle

enseñado a hacer diversos ejercicios, a fuerza de puñeta-

zos, puntapiés y ayunos, se lo había llevado a través de

Francia y de España, sin parar de pegarle ni acallar nunca

su hambre.

Una vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los gol-

pes y el hambre, reducido a un estado que daba compa-

sión, se escapó de su verdugo y corrió a pedir protección

al cónsul de Italia, que, apiadándose del muchacho, lo ha-

bía embarcado en aquel navío, entregándole una carta para

el jefe de policía de Génova, que se encargaría de devol-

verlo a sus padres, a los mismos que le habían entregado

por poco dinero, como se hace con los animales.

El pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le ha-

bían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban con

27

cierta curiosidad y algunos le hacían preguntas; pero él no

respondía, pareciendo que desconfiaba de todos, por lo mu-

cho que le habían exasperado y hecho sufrir las privaciones

y los malos tratos.

Sin embargo, tres viajeros, a fuerza de insistir en sus

preguntas, consiguieron hacerle hablar y en pocas palabras,

toscamente dichas, mezcla de español, francés e italiano,

les contó su triste historia.

No eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo compren-

dieron, y parte por compasión y parte por la excitación del

vino, le dieron algunas monedas, estimulándole para que les

refiriese otros particulares de su vida. Habiendo entrado en

la sala en aquel momento unas señoras, los tres, por darse

postín, le entregaron más dinero, diciéndole: «Toma, toma

más.» Y hacían sonar las monedas en la mesa.

El muchacho se las fue metiendo en el bolsillo dando

gracias a regañadientes, con aire malhumorado, pero con

una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Después

subió a cubierta y se acomodó en su litera, donde siguió

pensando en su vida. Con aquel dinero podía tomar algún

buen bocado a bordo, después de dos años que sólo comía

pan y poco; podía comprarse una chaqueta en cuanto des-

embarcara en Génova, al cabo de dos años de ir vestido

con andrajos; y también podía, llevando algo a casa, ser

acogido por su padre y su madre más humanamente que

yendo con los bolsillos vacíos. Aquel dinero representaba

para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose,

bajo el toldo del puente, mientras que los tres pasajeros

charlaban, sentados a la mesa, en medio de la sala de se-

gunda clase.

Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que ha-

bían visitado y, de conversación en conversación, llegaron

a dar su parecer sobre Italia. Uno comenzó quejándose de

sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y todos juntos, ani-

mándose, hablaron mal de todo. Uno decía que habría pre-

ferido viajar por Laponia; otro aseguraba que en Italia tan

sólo había encontrado estafadores y bandidos; el tercero

afirmaba que los empleados italianos eran analfabetos. «Un

pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio», añadió el segun-

do. «La...», exclamó el tercero, queriendo decir «ladrón»,

pero no pudo acabar la palabra, porque sobre sus cabezas

y espaldas cayó una tempestad de monedas, que rebota-

ban en la mesa e iban a parar al suelo haciendo ruido.

Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia

arriba, y aun recibieron en la cara un puñado de monedas.

—¡Tomad vuestro dinero! —decía con desprecio el mu-

chacho, asomado a la claraboya—; yo no acepto limosna

de quienes insultan a mi patria.


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