Edmundo de Amicis

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—¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar

cómo estoy, ¿verdad? Pues estáte tranquilo, que me en-

cuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.

Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama,

esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin

poder hablar.

—Gracias —le dice al fin el anciano—; puedes decir

a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen

que preocuparse.

Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir

algo, a lo que no se atreve.

—¿Tienes algo que decirme?

—Yo, nada.

—Está bien, chiquito. Puedes irte en paz.

Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido

y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha

seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo

de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:

—Esto para ti.

El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros

quedamos asombrados.

Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que

el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tan-

tas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha

costado conseguir.

¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia

vida a cambio del perdón.


Cuento mensual

EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO

Estaba en la cuarta clase. Era un apuesto florentino de

doce años, de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de

un empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y

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poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre le quería

mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo,

menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigen-

te y severo, porque el chico debía estar pronto preparado

para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de

la familia. Y ya se sabe que para conseguir pronto alguna

colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo. Aun-

que el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre más

y más a estudiar.

El hombre era de bastante edad, pero el excesivo tra-

bajo le había envejecido prematuramente. Con todo, para

proveer a las necesidades de la familia, además del trabajo

que le requería su empleo, todavía se procuraba de un lado

y de otro trabajos extraordinarios de copista, pasando sin

descansar en su mesa buena parte de la noche.

Últimamente había recibido de una editorial, que publi-

caba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas

los nombres y dirección de los abonados, ganando tres liras

por cada quinientas de aquellas tiras de papel escritas con

caracteres grandes y regulares.

La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamen-

taba de ello con la familia a la hora de comer.

—Estoy perdiendo la vista —decía—. Este trabajo noc-

turno acaba conmigo.

El muchacho le dijo un día:

—Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que es-

cribo como tú. Nadie podrá advertir ninguna diferencia.

Pero el padre le respondió:

—No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastan-

te más importante que mis fajillas; sentiría remordimiento si

te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no

quiero. Y no hablemos más del asunto.

El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil

insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que

hizo. Su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo

entonces del despacho para ir a la alcoba. Lo había oído

alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inme-

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diatamente el ruido de la silla que se movía y el lento paso

de su padre.

Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin

hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio. Encendió el

quinqué, se sentó a la mesa, donde había un montón de

fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a

escribir imitando con exactitud la grafía de su padre. Escri-

bía con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las

fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando de-

jaba la pluma para frotarse las manos; luego volvía a empe-

zar con más denuedo, atento el oído y sonriente. Escribió

ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! En-

tonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apa-

gó la luz y se fue de puntillas a la cama.

Aquel día su padre se sentó a la mesa con mejor humor.

No había advertido nada. Realizaba aquel trabajo mecánica-

mente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar

en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día si-

guiente.

Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el

hombro de su hijo, le dijo:

—Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que pue-

des figurarte. En dos horas hice anoche un tercio más de lo

que acostumbraba. Aún está ágil mi mano, y los ojos saben

resistir la fatiga.

Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre

padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también

la satisfacción de creerse rejuvenecido.»

Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en

cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y empezó a

trabajar. Así continuó haciendo varias noches. Su padre no

se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando

estaban cenando, hizo la siguiente observación:

—No sé, pero de algún tiempo a esta parte venimos gas-

tando más petróleo de lo acostumbrado. Debe ser de peor

calidad.

Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí.

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Lo que ocurrió fue que por levantarse a hora tan intem-

pestiva, Julio no descansaba lo suficiente, y por la noche,

al hacer los deberes de la escuela, le costaba trabajo tener

los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida,

se quedó dormido sobre el cuaderno.

—Julito, espabílate —le dijo su padre al tiempo que le

daba unas palmaditas— y haz tu deber.

El chico se despertó y reanudó su tarea. Pero a la no-

che siguiente y durante algunos días continuaba ocurriendo

lo mismo y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se

levantaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las lec-

ciones con dejadez, pareciendo que le disgustaba el queha-

cer escolar. Su padre empezó a observarlo; luego, a pre-

ocuparse y al fin tuvo que reprenderlo. ¡Nunca lo hubiera

hecho!

—Julio —le dijo cierta mañana—, me estás decepcionan-

do; no eres el mismo de antes, y eso no me gusta nada.

Ten en cuenta que todas las esperanzas de la familia están

puestas en ti. Estoy muy disgustado, ¿comprendes?

Ante tal reprimenda, la primera verdaderamente severa

que había recibido, el muchacho se turbó. «Sí, es verdad

—dijo para sí—; no puedo continuar de este modo; es pre-

ciso que termine el engaño.» Pero aquel día, por la noche,

estando todos a la mesa, dijo el padre con alegría:

—¡Este mes he ganado treinta y dos liras más que el

pasado con las fajillas!

Y diciendo esto, sacó de debajo de la mesa una caja de

dulces que había comprado para celebrar con sus hijos la

ganancia extraordinaria, cosa que todos acogieron con el

regocijo que es de suponer.

Julio cobró ánimo y dijo para sí: «No, querido padre; se-

guiré engañándote; haré mayores esfuerzos para estudiar

durante el día y no dejaré de continuar trabajando de no-

che por ti y por los demás.» El padre añadió:

—¡Treinta y dos liras más! Estoy contento... Pero ése

—y señaló a Julio— me causa no pocos disgustos.

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El aludido recibió el chaparrón en silencio, conteniendo

dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiem-

po cierta satisfacción.

Y continuó escribiendo fajillas con ahínco. Sin embargo,

acumulándose el cansancio, le resultaba cada vez más di-

fícil resistir.

La cosa duraba ya dos meses. El padre continuaba re-

prendiendo al buen muchacho, mirándole con creciente eno-

jo. Un día se presentó en la escuela para pedir informes so-

bre su hijo, y el maestro le dijo:

—Sí, va cumpliendo, porque es un chico inteligente. Pero

no tiene la misma aplicación de antes. Se duerme, bosteza

y está distraído. Hace redacciones cortas, pudiéndose com-

probar que escribe de prisa y con mala caligrafía. Desde lue-

go que tiene aptitudes para hacer más, mucho más.

Aquella noche el padre llamó a su hijo aparte y le dirigió

unas palabras más duras de las que hasta entonces había

oído.

—Ya ves, Julio, que me sacrifico por la familia, y tú no

me secundas. No piensas lo más mínimo en tus hermanos,

en tu madre, ni en mí.

—¡No digas eso, papá! —exclamó el hijo ahogado en

llanto y decidido a aclararlo todo. Pero su padre lo interrum-

pió, diciendo:

—Conoces perfectamente la situación de la familia; sa-

bes que todos debemos hacer lo que nos corresponda y

sacrificarnos cuanto sea preciso. Yo mismo tengo que do-

blar mi trabajo. Este mes esperaba una gratificación de cien

liras en el ferrocarril, y hoy he sabido que no puedo contar

con nada.

Ante semejante noticia Julio se contuvo para que no

saliese de su boca la confesión que se disponía a hacer, y

se dijo resueltamente: «No, padre, me callaré y guardaré el

secreto para poder trabajar por ti; de ese modo te com-

pensaré de la pena que te causo; en cuanto a la escuela,

siempre estudiaré lo suficiente para aprobar el curso; lo im-

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portante es ayudarte para salir adelante y aligerarte de la

ocupación que te mata.»

Siguió adelante, transcurriendo otros dos meses de tra-

bajo nocturno y de abatimiento durante el día, de esfuerzos

desesperados por parte del hijo y de amargos reproches por

parte del padre. Pero lo peor era que éste se mostraba cada

vez más frío con el muchacho; raramente le dirigía la pala-

bra considerándolo un hijo poco menos que desnaturaliza-

do, del que poco o nada cabía esperar, y casi procuraba no

cruzarse con su mirada. Julio se daba cuenta de todo y su-

fría interiormente, y cuando su padre le volvía la espalda, le

enviaba un beso furtivamente con expresión de ternura com-

pasiva y triste. Mientras tanto, por su gran pena y el mucho

cansancio, Julio iba adelgazando y demacrándose, viéndose

obligado muy a pesar suyo a descuidar cada vez más sus

estudios.

Comprendía que todo aquello tendría que terminar. Cada

noche se decía: «Hoy no me levantaré.» Pero al dar las

doce, cuando habría debido confirmar vigorosamente su

propósito, sentía remordimiento, pareciéndole que, si con-

tinuaba en la cama, faltaba a una obligación, que robaba

una lira a su padre y a la familia. Y se levantaba pensando

que si su padre se despertaba y le sorprendía alguna no-

che, o si se enteraba por casualidad del engaño contando

dos veces las fajas, entonces terminaría, naturalmente, todo,

sin un acto de su voluntad, para el que no se sentía con

ánimos. Y continuaba realizando el no pequeño sacrificio.

Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una pa-

labra que fue decisiva para él. Su madre le miró y, pare-

ciéndole más demacrado y pálido que de costumbre, le dijo:

—Tú estás malo, Julio— Luego, dirigiéndose al padre,

añadió: —Nuestro hijo está enfermo. ¿No adviertes su pa-

lidez? ¿Qué te pasa, Julito mío?

El padre le miró de reojo y dijo:

—La mala conciencia hace que tenga también mala sa-

lud. No estaba así cuando era un chico muy estudioso y un

hijo cariñoso.

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—¡Pero está malo! —replicó la madre.

—¡No me importa! —replicó el padre.

Aquella palabra fue como una puñalada en el corazón

del infeliz muchacho. ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su

padre, que antes temblaba con sólo oírle toser! Así, pues,

no lo quería; había muerto en el corazón de su padre...

«¡No, no!, padre mío —dijo entre sí el muchacho oprimi-

do por la angustia—; esto se ha acabado de verdad; yo no

puedo vivir sin tu cariño; lo quiero íntegro para mí; te lo

diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda, pa-

dre mío, para que vuelvas a quererme. ¡Esta vez estoy del

todo decidido!»

No obstante, todavía se levantó aquella noche, más por

costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso

ir a visitar, a volver a ver unos minutos, en el silencio de la

noche, por última vez, la pequeña habitación donde tanto

había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de

ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habien-

do encendido el quinqué, viendo las fajas en blanco que ya

no llenaría escribiendo unos nombres de ciudades y de per-

sonas que ya se sabía de memoria, le invadió una gran tris-

teza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su acos-

tumbrado trabajo. Mas, al extender la mano, tropezó con

un libro que se cayó al suelo. Le dio un vuelco el corazón.

¡Si su padre se despertaba!... Claro está que no le sorpren-

dería cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo ha-

bía decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercar-

se aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora

tan intempestiva, el que su madre se despertara y se asus-

tara, el pensamiento de que tal vez experimentara su pa-

dre una humillación ante él al quedar todo descubierto...

casi le aterraba. Aguzó el oído, contuvo la respiración... no

oyó nada...; escuchó por la cerradura de la puerta que tenía

a sus espaldas: nada. Todos dormían. Su padre no había

oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo.

Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el

paso cadencioso de la guardia municipal por la desierta calle;

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luego, el ruido de un coche, que cesó al cabo de un rato;

después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera de

carros que rodaban lentamente por el empedrado; por últi-

mo, un silencio profundo interrumpido de vez en cuando por

el lejano ladrido de algún perro. Y continuó escribiendo.

Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se ha-

bía levantado al oír caer el libro, y estuvo esperando buen

rato; el ruido de los carros había hecho pasar inadvertido el

roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas de la puer-

ta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio;

había visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, re-

cordando, comprendiéndolo todo, y un desesperado arre-

pentimiento, una inmensa ternura, habían invadido su alma,

y le tenían clavado detrás de su heroico hijo.

Julio dio, de pronto, un grito muy agudo: dos brazos con-

vulsos le habían estrechado la cabeza.

—¡Oh, padre, perdóname! —gritó al reconocer a su pa-

dre con lágrimas en los ojos.

—¡Tú eres el que debes perdonarme! —respondió el pa-

dre, sollozando y cubriéndole de besos la frente—. Lo he

comprendido todo, lo sé todo, ¡por eso te pido perdón, santo

hijo mío! ¡Ven, ven conmigo! —y le empujó, o más bien le

llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo

echó a sus brazos y le dijo:

—¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres me-

ses no duerme y trabaja por mí, y al que he entristecido

cuando nos ganaba el pan!

La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin

poder articular palabra; después le dijo:

—¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la

cama!

El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo

acostó, acariciándole, y le arregló las almohadas y la ropa.

—Gracias, padre —repetía el hijo—, gracias; pero acués-

tate; ya estoy contento; vete a la cama, papá.

Mas su padre quería verle dormido; sentóse junto a él,

le tomó la mano y le dijo:

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—¡Duerme, duerme, hijo mío!

Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después,

gozando por primera vez, al cabo de unos meses, de un

sueño tranquilo, soñando cosas alegres. Cuando abrió los

ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente

notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había

pasado la noche apoyándola en el borde de la cama cerca

de su pecho, y que todavía dormía con la frente inclinada

junto a su corazón.

La voluntad

Miércoles, 28

Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al peque-

ño florentino. Esta mañana ocurrieron en la escuela dos

sucesos memorables: Garoffi estaba loco de contento por-

que le habían devuelto su álbum con la propina de tres

sellos de la república de Guatemala, que él buscaba des-

de hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha obtenido la

segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la cla-

se después de Derossi!

Todos quedamos sorprendidos. ¡Quién lo habría di-

cho en octubre cuando le llevó su padre metido en el ca-

pote verde, diciendo al maestro en presencia de todos

nosotros: «Tenga mucha paciencia con él, pues es bas-

tante duro de mollera»! Al principio se le creía un per-

fecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y

empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa,

en la escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los

puños cerrados, tan paciente como un buey, terco como

un mulo, y así, a fuerza de machacar, sin hacer caso de

las burlas, y dando puntapiés o codazos a los que le dis-

traían, el testarudo ha adelantado a los demás.

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No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llena-

ba de disparates las redacciones, no lograba aprender

de memoria un período y ahora resuelve los problemas,

escribe correctamente y canta las lecciones como un pa-

pagayo. Claramente se ve que posee una voluntad de hie-

rro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y sin cue-

llo, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estu-

dia incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios

de los teatros; en cuanto reúne unas monedas se com-

pra un libro, habiéndose ya formado, de ese modo, una

pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor me

dijo que me llevaría a su casa para que la viera. No ha-

bla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con

los puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo

la explicación del maestro. ¡Cuánto se ha debido esfor-

zar el pobre Stardi!

Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y

de mal humor, al entregarle la medalla, le dijo:

—Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue.

Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera se

ha sonreído, y en cuanto ha regresado al banco, con su

medalla, ha vuelto a apoyar las sienes en los puños, a

estar más inmóvil y con mayor atención que antes.

Pero lo mejor ha ocurrido a la salida. Le esperaba su

padre, un sangrador, grueso y tosco como él, de cara an-

cha y voz de trueno. El hombre no se esperaba aquella

medalla, ni lo quería creer; fue menester que se lo ase-

gurase el maestro, y entonces se echó a reír de gusto, dio

una suave manotada en el pescuezo de su hijo, diciendo

en voz alta:

—¡Muy bien, querido ceporrón mío!

Y le miraba sumamente complacido, asombrado y rién-

dose de gusto. También nos sonreíamos todos los que es-

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tábamos a su alrededor; pero no él, que estaba serio pen-

sando ya en la lección del día siguiente.

Gratitud

Sábado, 31

Yo creo que tu compañero Stardi no se quejará nunca

de su maestro. Has escrito: «El maestro estaba esta ma-

ñana impaciente y de mal humor», y lo dices en tono de

resentimiento. Piensa en las veces que tú te impacientas,

¿y con quién? Con tu padre y con tu madre, lo cual con-

vierte tu impaciencia en una falta bastante peor. ¡Tiene

sobrada razón tu maestro para mostrarse impaciente al-

guna que otra vez! Ten en cuenta que lleva muchos años

trabajando con muchachos y que si es cierto que algunos

son cariñosos y corteses, también hay otros, la mayoría,

ingratos, que abusan de su bondad y no se acuerdan de

sus cuidados, resultando que, en definitiva, recibe más

amarguras que satisfacciones.

Piensa que el hombre más santo de la tierra, puesto

en su lugar, se dejaría llevar a veces por la ira. Y, ade-

más, ¡si supieses cuántos días, aun estando enfermo, acu-

de a clase, por no ser su enfermedad lo suficientemente

grave para dispensarse de su obligación, impacientán-

dose porque sufre molestias y le apena que vosotros no lo

advirtáis o abuséis de él...! Respeta y quiere a tu maes-

tro, hijo mío.

Quiérele porque tu padre lo quiere y lo respeta; por-

que dedica su vida al bien de muchos chicos que luego no

se acordarán de él, porque despierta e ilumina tu inteli-

gencia y te educa el corazón; porque un día, cuando seas

hombre y ya no estemos en el mundo ni él ni yo, su ima-

gen se presentará con frecuencia en tu recuerdo al lado

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de la mía, y entonces, ciertas expresiones de dolor y de can-

sancio en su rostro de hombre apacible y honrado, en las

que ahora no reparas, las recordarás y te causarán pena,

aun pasados treinta años; y te avergonzarás, sentirás tris-

teza por no haberle querido como se merecía y por haberte

portado mal con él.

Quiere a tu maestro, porque pertenece a la gran fami-

lia de cincuenta mil docentes primarios, esparcidos por

toda la geografía de Italia, y que son como los padres in-

telectuales de los millones de chicos que crecen contigo,

unos trabajadores no conceptuados merecidamente y mal

pagados, que preparan para nuestra patria una genera-

ción mejor, más próspera y desarrollada que la presente.

No me satisfará el cariño que me tienes si no lo profe-

sas también a todos los que te hacen algún bien, y entre

ellos ha de ocupar el primer lugar tu maestro, después de

tus padres. Quiérele como querrías a un hermano mío; quié-

rele cuando te complace y cuando te regaña, cuando a tu

parecer, obra con justicia y cuando creas que es injusto;

quiérele cuando se muestre afable y de buen humor, pero

más todavía cuando lo veas triste. Quiérele siempre. Pro-

nuncia en todo momento con respeto el nombre de maes-

tro que, después del de padre, es el más noble y dulce que

un hombre puede dar a otro.

TU PADRE

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ENERO

El maestro

Miércoles, 4

TENÍA razón mi padre al decir que el maestro estaba de

malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres

días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven bar-

bilampiño que parece poco más que un chiquillo.

Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el

primer día y el segundo habían alborotado en la clase por-

que el suplente tiene mucha paciencia y no se hace res-

petar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio,

por favor!» Pero esta mañana los chicos se han pasado

de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían

sus palabras; él amonestaba y suplicaba mas no le ha-

cían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, cre-

cía el murmullo, como en un mercado.

Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros

para que guardasen buena compostura, ya que era una

vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente.

Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los co-

dos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, qui-

zá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en for-

ma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy

ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero

de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plu-

mas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban boli-

tas de papel utilizando las ligas de los calcetines.

El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro,

los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo

resultaba inútil.

No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía:

—¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a

castigaros? Después daba fuertes puñetazos en la mesa

y gritaba con voz de rabia y de impotencia:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía

aumentando.

Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el

maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un

desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el

bedel y dijo:

—Señor maestro, le llama el Director.

El maestro se levantó y salió de prisa desesperado.

El alboroto se hizo entonces más fuerte.

Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descom-

puesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la

indignación:

—¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates.

Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, esta-

ríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de

truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le

espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en pre-

sencia de su padre!

Acto seguido, reinó el silencio más profundo.

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¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por

los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a

los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando

el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se

podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado.

Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo com-

prendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como

se lo habría dicho a un hermano:

—¡Muchas gracias, Garrone!

Los libros de Stardi

Viernes, 6

He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la es-

cuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su bi-

blioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar

muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la

escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuan-

tas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la li-

brería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblio-

teca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha

comprado un bonito estante de nogal con cortinas ver-

des, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los

colores que a él más le gustan. Así, ahora él tira de un

cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres fi-

las de libros de todos los colores, muy bien adornados,

limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo: li-

bros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilus-

trados con láminas. Él sabe combinar perfectamente los

colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarna-

dos, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blan-

cos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten

buen aspecto; luego se divierte variando las combinacio-

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