Edmundo de amicis

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Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliote-

cario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándo-

les el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernacio-

nes: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos

chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que to-

dos están nuevos todavía. ¡Yo en cambio tengo tan es-

tropeados los míos! Para él cada libro nuevo que com-

pra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a

tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo des-

pués como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una

hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí,

entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como

él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres pal-

madas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón:

—¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testa-

rudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro.

Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas

caricias, como un perro de caza.

Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con

él; no me parece cierto que tenga solamente un año más

que yo; y cuando me dijo: «Hasta la vista», en la puerta,

con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me

faltó para responderle:

—A su disposición.

Se lo dije después a mi padre en casa.

—No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece

de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin em-

bargo me infunde respeto.

—Porque tiene carácter —respondió mi padre.

Y añadí yo:

—En una hora que he estado con él no ha pronunciado

cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se

ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento.

—Porque lo estimas —añadió mi padre.

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El hijo del herrero

Lunes, 9

Sí, pero también aprecio a Precossi, y aún me parece

poco decir que le aprecio. Es el hijo del herrero, el chico

pálido, de mirada bondadosa y triste, tan tímido, que pide

perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, sin

embargo, tan estudioso.

No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le

pega sin motivo, le tira de un revés los libros y cuadernos,

y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algu-

nas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar.

Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha

pegado.

—Tu padre te ha dado una tunda —le dicen los com-

pañeros.

—No es verdad, no es verdad —responde para no de-

jar en mal lugar a su padre.

—Esta hoja no la has quemado tú— le dice el maes-

tro, mostrándole el cuaderno medio quemado.

—Sí, señor —responde con voz temblorosa—. He sido

yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre.

Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando

borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuan-

do el chico estaba haciendo los deberes de la escuela.

Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra

escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi her-

mana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuan-

do le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le ha-

bía pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre

bebe y apenas trabaja, por lo que la familia pasa hambre.

¡Cuántas veces va el pobre Precossi a clase en ayunas, y

se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Ga-

rrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la

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pluma encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido

de alumno en primero inferior! Pero él jamás dice: «Ten-

go hambre; mi padre no me da de comer.»

Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa

por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleán-

dose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al re-

vés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero,

sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hom-

bre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Po-

bre Precossi! Recose sus cuadernos desbarajustados o

rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta

con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle

hacer gimnasia con zapatos que parecen hechos para dos,

con pantalones que se le caen de anchos y el chaquetón

tan largo, con mangas que ha de subirse hasta los codos.

Estudia con ahínco y seguramente sería uno de los

primeros si pudiese atender en su casa las faenas esco-

lares con alguna tranquilidad.

Esta mañana se ha presentado en clase con la señal

de un arañazo en la cara, y los compañeros le han dicho:

—Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no digas que

no. Esta vez no lo puedes negar.

Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz

ahogada por la irritación:

—¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!

Mas luego, durante la lección, se le caían las lágrimas

sobre el banco, y cuando alguno le miraba, se esforzaba en

sonreír para disimular. ¡Es un chico digno de compasión!

Mañana irán a mi casa Derossi, Coretti y Nelli; yo

quisiera que viniese también Precossi para hacerle me-

rendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar por

todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fru-

ta para ver contento siquiera una vez a mi buen compa-

ñero que tan sufrido es.

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Visita agradable

Jueves, 12

Hoy ha sido uno de los jueves más gratos del año para

mí. A las dos en punto han llegado a casa Derossi y Coret-

ti, en compañía de Nelli, el jorobadito. A Precossi no le

ha dejado venir su padre.

Derossi y Coretti apenas podían contener la risa con-

tándome que por la calle habían visto a Crossi, el hijo de

la verdulera —el del brazo inmóvil y pelirrojo— que lle-

vaba a vender una col fenomenal, la mar de contento

porque con lo que le dieran pensaba comprarse una plu-

ma y alguna otra cosita, y, además, porque habían reci-

bido carta de su padre, que se encuentra en América, di-

ciéndoles que le esperasen de un día para otro.

¡Qué dos horas más felices hemos pasado juntos! De-

rossi y Coretti son los dos más alegres de la clase; mi pa-

dre estaba contento al verles en mi compañía. Coretti

llevaba su inseparable jersey marrón oscuro y su gorra

de piel. Es un diablillo que siempre quisiera estar ha-

ciendo algo. Por la mañana, temprano, ya se había car-

gado en las espaldas media carretada de leña; sin em-

bargo, no paró un instante, recorriendo toda la casa, ob-

servándolo todo y sin parar de hablar, con la listeza y vi-

veza de una ardilla. Al pasar por la cocina preguntó a la

cocinera cuánto le costaban diez kilos de leña, cosa que

su padre vendía por cuarenta y cinco céntimos. Siempre

está hablando de su padre, de cuando sirvió en el regi-

miento cuarenta y nueve y tomó parte en la batalla de

Custoza, a las órdenes del príncipe Humberto. Es un chi-

co de modales más finos de lo que cabría esperar de él.

Aunque ha nacido y se ha criado entre los leños, según

mi padre, tiene distinción en la sangre.

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Derossi nos ha divertido mucho; sabe la Geografía

como un maestro. Cerrando los ojos decía: «Estoy vien-

do toda Italia, los Apeninos, que recorren la Península

hasta el mar Jónico, los ríos que van de un lado para otro,

fertilizando la tierra por donde pasan; las blancas ciu-

dades, los golfos, los azules lagos, las verdes islas», y, al

mismo tiempo, iba diciendo los correspondientes nom-

bres, por su orden y con gran rapidez, como si hubiese

estado leyéndolos en el mapa. Estábamos admirados de

oírle y verle tan gallardo, con sus rubios rizos, los ojos

cerrados, vestido de azul, con botones dorados, tan es-

belto y bien proporcionado como una estatua... En una

hora se había aprendido de memoria casi tres páginas

que deberá recitar pasado mañana en los funerales de

Víctor Manuel. Nelli también le miraba con admiración

y cariño, sonriéndose con sus ojos claros y melancólicos.

Me ha gustado mucho la visita, que me ha dejado gra-

tas impresiones, como chispazos, en la mente y en el co-

razón. También me ha satisfecho ver al pobrecito Nelli

entre los otros dos, altos y robustos, cuando se han ido,

haciéndole reír como hasta ahora nunca lo había hecho.

Al volver a entrar en nuestro comedor, me he dado

cuenta de que no se hallaba en el sitio acostumbrado el

cuadro que representa a Rigoletto, el bufón jorobado. Lo

había quitado mi padre para evitar que lo viese Nelli.

Los funerales por Víctor Manuel

Martes, 17

Esta tarde, a las dos, apenas habíamos entrado en cla-

se, llamó el maestro a Derossi, que se puso junto a la mesa,

frente a nosotros, empezando a decir con acento sonoro,

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alzando cada vez más su clara voz y animándose progre-

sivamente:

«Hace ahora cuatro años, tal día como hoy y a la mis-

ma hora, llegaba delante del Panteón, en Roma, el carro

fúnebre con el cadáver de Víctor Manuel II, primer rey

de Italia, muerto después de veintinueve años de reina-

do, durante los cuales la gran patria italiana, fragmen-

tada en siete Estados, oprimida por extranjeros y tira-

nos, quedó constituida en uno solo, independiente y li-

bre, tras veintinueve años de reinado que él había ilus-

trado y dignificado con su valor, con su lealtad, con su

sangre fría en los peligros, con la prudencia en los triun-

fos y la constancia en la adversidad.

»Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras

haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en

medio del silencio de una inmensa multitud afligida, pro-

cedente de todas partes de Italia, precedido por un nu-

meroso grupo de generales, de ministros y de prínci-

pes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de

guerra, de un bosque de banderas, de los representantes

de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado

del poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante

el augusto templo en el que le esperaba la tumba.

»En ese preciso momento doce coraceros sacaban el

féretro del carro, y por medio de ellos daba Italia el úl-

timo adiós de despedida a su rey muerto, al viejo monar-

ca que tan enamorado de ella había estado, el último sa-

ludo a su caudillo y padre, a los veintinueve años más

afortunados y fructíferos de su historia. Fueron unos

momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de

todos temblaba de emoción entre el féretro y las enluta-

das banderas de los ochenta regimientos portadas por

otros tantos oficiales, formados a su paso; porque estaba

representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas,

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que recordaban los millares de muertos, los torrentes de

sangre, nuestras glorias más sagradas, nuestros mayo-

res sacrificios, nuestros más tremendos dolores.

»Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se

inclinaron a un mismo tiempo todas las banderas de los

regimientos, en señal de saludo, tanto las nuevas como

las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara,

Crimea, Palestro, San Martino y Castelfidardo; cayeron

ochenta velos negros; cien medallas chocaron contra el

armón, y aquel estrépito sonoro y confuso que hizo es-

tremecerse a todos fue como el eco de cien voces huma-

nas que decían a un tiempo: ‘¡Adiós, buen rey, valiente

caudillo, magnífico soberano! Vivirás en el corazón de tu

pueblo mientras alumbre el sol de Italia.’

»Después se volvieron a erguir las banderas, con el

asta hacia el cielo, y el rey Víctor Manuel entró en la glo-

ria inmortal de la tumba».

Franti es expulsado del colegio

Sábado, 21

Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi

declamaba el discurso por los funerales del rey, y fue,

precisamente, Franti. Lo detesto. Es malo, Cuando un

padre viene a la escuela a reñir a su hijo delante de to-

dos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla ante

Garrone, molesta y pega al albañilito porque es peque-

ño; atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un

brazo; se burla de Precossi, a quien todos respetamos, y

hasta se ríe de Robetti, el de segundo, que anda con mu-

letas por haber salvado a un niño. Provoca a los que son

más débiles que él y, cuando pega, se enfurece y procura

hacer el mayor daño posible.

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Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja,

en sus torvos ojos, que quedan ocultos por la visera de

su gorra de hule. No respeta a nadie. Se ríe del maestro,

hurta cuanto puede, niega desvergonzadamente, siem-

pre ha de estar peleándose con alguien, lleva alfileres

para pinchar a los que están cerca de él, se arranca los

botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se

los juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros,

sus cuadernos, son una verdadera pena y da grima ver-

los, por lo deslucidos, destrozados y sucios que los tiene;

su regla está mellada y la pluma las más de las veces in-

servible; se come las uñas; lleva la ropa llena de man-

chas y de rotos que se hace en las peleas.

Dicen que su madre está enferma de los disgustos

que le proporciona, y que su padre lo ha echado ya tres

veces de su casa; su madre acude a la escuela de vez en

cuando a pedir informes y se va llorando. El odia la es-

cuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro

finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso

se enmienda, sino que, por el contrario, es cada vez peor.

Ha intentado corregirle por las buenas, pero él se ríe de

lo que le dice o insinúa. Si le dice, regañándole, palabras

tremendas, se cubre la cara con las manos como si llora-

ra, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres

días de la escuela, y volvió más granuja y más insolente

que antes. Un día le dijo Derossi:

—Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves

que haces sufrir demasiado al señor maestro?

Por toda contestación le amenazó con meterle un cla-

vo en la barriga.

Pero esta mañana hizo que le echaran como a un pe-

rro. Mientras el maestro daba a Garrone el borrador de

El tamborcillo sardo, el cuento mensual correspondien-

te a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti tiró al

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suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las pa-

redes. Toda la clase experimentó una sacudida. El maes-

tro se puso en pie y gritó:

—¡Fuera de la escuela, Franti!

Él respondió:

—¡No he sido yo! —pero se reía.

El maestro repitió:

—¡He dicho que te vayas!

—¡Yo no me muevo! —replicó.

El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo co-

gió de un brazo y lo arrancó del banco. Franti se revol-

vía, rechinaba los dientes, y tuvo que arrastrarlo a viva

fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la dirección, y

luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa, cogién-

dose la cabeza con las manos, todo agitado, con una ex-

presión de cansancio y de pena, que daba compasión, me-

neando tristemente la cabeza, exclamó:

—¡Después de treinta años de profesión todavía no

me había ocurrido cosa semejante!

Todos conteníamos la respiración.

Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene

en la frente se le profundizó de tal manera, que parecía

una gran herida. Daba pena verlo. Derossi se levantó y

dijo:

—¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le quere-

mos mucho.

Entonces se tranquilizó y algo después dijo:

—Prosigamos la lección, muchachos.

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Cuento mensual

EL TAMBORCILLO SARDO

El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza,

unos sesenta soldados de un regimiento de infantería de

nuestro ejercito, enviados a una colinita para ocupar cierta

casa solitaria, se vieron de repente acometidos por dos com-

pañías de soldados austríacos que, disparándoles desde

diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en

la casa y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándo-

las, después de haber dejado en el campo algunos muertos

y heridos.

Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron

presurosamente a las ventanas de la planta baja y del piso

de arriba, y empezaron a hacer fuego cerrado sobre los

asaltantes, quienes, acercándose poco a poco, colocados

en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con

sus disparos.

A los sesenta soldados italianos los mandaban dos ofi-

ciales subalternos y un capitán viejo, alto, delgado y severo,

con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tambor-

cillo sardo, chico de poco más de catorce años, que aparen-

taba tener escasamente doce, de cara morena trigueña, con

ojos negros y hundidos, que parecían desprender chispas.

Desde una habitación del primer piso dirigía la defensa

el capitán, cursando órdenes como pistoletazos, sin que en

su cara de hierro se notase signo alguno de emoción. El

tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas,

subido a una mesa, estiraba el cuello, apoyándose en la

pared, para mirar al exterior por las ventanas; por los cam-

pos, a través del humo, veía los blancos uniformes de los

austríacos, que avanzaban lentamente. La casa se hallaba

en lo alto de empinada pendiente, y por la parte de la cues-

ta sólo tenía una ventanilla alta, único hueco de una pe-

queña habitación del último piso; por eso los austríacos no

amenazaban la casa por aquella parte; solamente se hacía

fuego contra la fachada y los dos flancos.

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