MAYO
Los pequeños minusválidos
Viernes, 5
HOY NO he ido a la escuela porque no me encontraba bien,
y mi madre me ha llevado al Instituto de los niños minus-
válidos, donde fue a recomendar a una niña del portero;
pero no me ha dejado entrar...
Supongo, Enrique, que habrás comprendido por qué
no te he dejado entrar: para no presentarte, entre esas
criaturas desdichadas, como muestra ostentosa de un chi-
co sano y robusto. Demasiadas ocasiones se les ofrecen
para hacer dolorosas comparaciones.
¡Qué espectáculo más deprimente! En cuanto entré sentí
una gran congoja en mi pecho. Habría unos sesenta, en-
tre niños y niñas... ¡Pobres huesos torturados! ¡Pobres ma-
nos, pobres piececitos encogidos y atrofiados! ¡Pobres cuer-
pecitos contrahechos! Pronto pude observar guapas cari-
tas, ojos llenos de inteligencia y cariño. Había una niñita
de nariz afilada, barbilla puntiaguda, que parecía una
viejecita, pero con una sonrisa de dulzura celestial. Algu-
nos, vistos por delante, parecen completamente normales
y sin ninguna deformación... pero, al volverse, se le parte
a una el corazón. El médico del Instituto los ponía de pie
sobre los bancos y les levantaba la ropa para tocarles el
vientre abultado y las articulaciones; las pobres criatu-
ras no se avergonzaban, debido a la costumbre de estar
desnudas y que las examinen y palpen por todas partes.
¡Y pensar que ahora están en el mejor período de su en-
fermedad y que casi ya no sufren! Pero, ¿quién puede sa-
ber cuánto sufrieron durante la deformación de su cuer-
pecito, cuando aumentando la enfermedad veían que dis-
minuía el cariño alrededor de ellos, abandonados los pobre-
citos horas y horas en algún rincón de una habitación o
de un patio, mal alimentados y a veces torturados meses
enteros por vendajes y aparatos ortopédicos inútiles?
Ahora, gracias a los cuidados de personas competen-
tes, a la buena alimentación y a la gimnasia, muchos van
mejorando. La maestra les obligó a hacer gimnasia. Daba
lástima ver cómo, ante ciertas órdenes, extendían bajo los
bancos sus piernecitas fajadas, oprimidas entre los apa-
ratos, nudosas, deformes, unas piernecitas que se habrían
cubierto de besos. Algunos no podían levantarse del ban-
co, y permanecían con la cabeza caída sobre el brazo, aca-
riciando las muletas con la mano; otros, al mover los bra-
zos, notaban que les faltaba la respiración, y volvían a
sentarse, muy pálidos, pero sonriéndose para disimular
su impotencia.
¡Ah, Enrique! Tú y los que estáis bien no apreciáis la
salud. Yo pensaba en los chicos sanos y robustos que las
madres llevan a pasear, como en triunfo, orgullosas de su
belleza; y habría estrechado todas aquellas pobres cabe-
citas contra mi corazón. De haber estado sola, sin obliga-
ciones familiares, de buena gana me habría quedado allí
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para dedicarles toda mi vida, servirles, hacerles de ma-
dre hasta los últimos instantes de mi existencia...
Entretanto cantaban, y lo hacían con sus vocecitas de-
licadas, dulces y tristes, que llegaban al alma, mostrán-
dose muy contentos porque la maestra los elogió al termi-
nar. Mientras pasaban por los bancos, le besaban las ma-
nos y los brazos para demostrar su gratitud a quien tan-
to se desvela por ellos. Y es que, además de reconocidos,
esos pobrecitos son muy cariñosos. Y algunos son listos y
estudian con notable provecho, según me dijo la maestra,
que es joven y agraciada, mostrando su bondad en el sem-
blante, pero con cierto aire de tristeza, como reflejo de las
desventuras que ella acaricia y consuela. ¡Meritísima mu-
chacha! Entre todos los que se ganan la vida con su tra-
bajo, no hay nadie que lo haga más santamente que tú.
TU MADRE
Sacrificio
Martes, 9
Mi madre es buena y mi hermana Silvia se le parece
en bondad y grandeza de corazón.
Ayer por la noche estaba escribiendo una parte del
cuento mensual De los Apeninos a los Andes, que el maes-
tro nos ha dado a copiar a todos por trozos, pues es muy
largo, cuando entró mi hermana Silvia de puntillas y me
dijo deprisa y bajito:
—Ven conmigo a ver a mamá. Esta mañana les he oído
hablar preocupados. A papá le ha debido salir mal algún
asunto; estaba afligido, y mamá le decía palabras de alien-
to. Seguramente estamos pasando momentos de apuros,
¿comprendes? No hay dinero, y papá decía que es preci-
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so hacer sacrificios para salvar la situación. ¿No te pare-
ce que nosotros debemos ayudarles en la medida de nues-
tras posibilidades? ¿Tú estás dispuesto? Bueno, pues
cuando yo hable a mamá, no tienes más que asentir a lo
que diga y prometerle, como hombre, que se hará lo que
acordemos.
Dicho esto, me tomó de la mano y me llevó al salón,
donde mamá cosía con cara preocupada. Yo me senté a
un lado del sofá y Silvia a la otra parte, diciendo segui-
damente:
—Mamá, tengo que hablar contigo. Bueno, venimos
los dos a hablar contigo.
Mamá nos miró extrañada, y Silvia empezó:
—Papá no tiene dinero, ¿no es así?
—¿Qué dices, criatura? —replicó con viveza mamá—.
¿Qué sabes tú de eso? No es verdad. ¿Quién te ha dicho
eso?
—Yo que lo sé —respondió Silvia—. Mira, mamá, no-
sotros estamos también dispuestos a hacer sacrificios.
Tú me habías prometido un abanico para finales de mayo
y Enrique esperaba su caja de pinturas; no queremos nada,
no gastéis dinero con nosotros, y estaremos muy conten-
tos, ¿sabes?
Mamá intentó hablar, pero Silvia añadió:
—Tiene que ser así. Lo hemos decidido. Hasta que
papá no se reponga, suprimiremos los postres y cuanto
sea necesario. Nos bastará con un plato de sopa al me-
diodía, y para desayunar nos contentaremos con un peda-
zo de pan. Así se gastará menos para comer, que ya se gas-
ta bastante entre unas cosas y otras. Y te prometemos
que nos verás siempre tan alegres como antes. ¿No es
así, Enrique?
Yo respondí que sí.
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—Siempre tan contentos como antes —repitió Silvia,
tapando la boca a mamá con una mano—, y si hay que ha-
cer algún otro sacrificio en el vestir o en lo que sea, lo
haremos con mucho gusto. También venderemos nues-
tros regalos; estoy dispuesta a desprenderme de cuanto
posea de valor. Te haré de camarera, no mandaremos a
hacer nada fuera de casa, trabajaré todo el día contigo y
haré cuanto quieras, pues estoy dispuesta a todo. ¡A todo!
—exclamó echando los brazos al cuello de mamá—, para
que nuestros queridos papá y mamá no sufran y estén
tan tranquilos y contentos como siempre con su Silvia y
su Enrique, que os quieren muchísimo y darían la vida
por vosotros.
Jamás había visto a mi madre tan contenta como al
oír tales palabras, ni nunca nos había besado en la fren-
te de modo semejante, llorando y riendo a la vez, sin po-
der hablar. Después aseguró a Silvia que había entendi-
do mal, que no estábamos tan apurados como se figura-
ba y nos dio mil veces las gracias. Estuvo muy contenta
hasta que llegó papá, a quien le contó todo. El no repli-
có. ¡Pobre papá! Pero este mediodía, cuando nos senta-
mos a comer, experimenté un gran placer y profundo dis-
gusto a la vez, pues debajo de mi servilleta encontré mi
caja de pinturas y Silvia, su abanico.
El incendio
Jueves, 11
Esta mañana había terminado de copiar la parte que
me correspondía del cuento De los Apeninos a los Andes,
y estaba buscando un tema para la redacción que el maes-
tro nos ha encargado, cuando oí un griterío insólito por
la escalera, entrando poco después en casa dos bombe-
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ros, que pidieron a mi padre permiso para examinar las
estufas y las chimeneas, porque se veía humo por los teja-
dos sin saber de dónde procedía. Mi padre les dijo que
revisasen lo que creyeran necesario y, aunque no tenía-
mos nada encendido, ellos recorrieron las habitaciones,
registrando las paredes, para comprobar si el fuego ha-
cía ruido por el interior de las subidas de los otros pisos
que comunicaban con las chimenea de la casa.
Mientras iban por las habitaciones, me dijo mi padre:
—Ahí tienes, Enrique, un buen tema para tu compo-
sición: Los bomberos. Escribe lo que voy a contarte.
«Yo los vi trabajando una noche, hace dos años, cuan-
do salíamos del teatro Balbo. Al entrar en la calle Roma,
vi un resplandor desacostumbrado y mucha gente que
corría. Se había declarado un incendio en una casa. Gran-
des llamaradas y nubes de humo salían por las ventanas
y por encima del tejado. Hombres, mujeres y niños apa-
recían y desaparecían de nuestra vista lanzando gritos
desesperados. Delante de la puerta gritaba la gente:
»—¡Que se queman vivos! ¡Socorro! ¡Los bomberos!
»En aquel momento llegó un coche; de él saltaron in-
mediatamente cuatro bomberos, los primeros que se en-
contraron en el Ayuntamiento, y se precipitaron al inte-
rior del edificio siniestrado.
»Apenas habían entrado, vimos algo horroroso: una
mujer se asomó, gritando, por una ventana del tercer piso;
se agarró al antepecho, saltó y luego quedó colgando, como
suspendida en el vacío, con la espalda fuera, encorvada
bajo el humo y las llamas, que, saliendo de la habitación,
casi le tocaban la cabeza.
»La multitud lanzó un grito de horror. Los bomberos,
que por equivocación se habían detenido en el segundo
piso, requeridos por los aterrorizados inquilinos, habían
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derribado ya una pared, introduciéndose en un aparta-
mento, cuando cientos de gargantas les gritaban:
»—¡Al tercer piso! ¡Al tercer piso!
»Subieron volando al tercer piso y pudieron apreciar
una devastación infernal: vigas del techo que crujían, pasi-
llos llenos de llamas y de un humo asfixiante... Para lle-
gar a las habitaciones en que estaban los inquilinos en-
cerrados, no había más camino que el tejado. Se echa-
ron para adelante y un minuto después se vio como un
fantasma negro saltar por las tejas entre el espeso humo.
Era el jefe, que había llegado antes. Para ir a la parte del
tejado que correspondía al cuartito cerrado por el fuego,
tenía que pasar por un espacio muy reducido entre un
alero y la fachada; todo lo demás se encontraba en lla-
mas, y aquel estrecho pasillo estaba cubierto de nieve y
de hielo, sin lugar dónde agarrarse.
»—¡Es imposible que pase! —decía la gente que ha-
bía en la calle.
»El jefe de bomberos avanzó por el alero, y todos tem-
blaban mirando y conteniendo la respiración. Pasó, y se
oyó una gran ovación. El jefe reanudó la marcha y, al lle-
gar al punto amenazado, empezó a romper furiosamente
con un pequeño pico tejas y viguetas, para abrir un agu-
jero por el que colarse al interior. Entretanto la mujer
continuaba suspendida fuera de la ventana y las llamas
le llegaban a la cabeza. Un minuto más y habría caído a
la calle. En cuanto estuvo abierto el agujero, el jefe se qui-
tó la banderola y descendió, siguiéndole los otros bom-
beros. En aquel instante llegaron otros bomberos con una
altísima escalera, que apoyaron en la cornisa de la casa,
delante de las ventanas por donde salían las llamas y lo-
cos alaridos. Pero creíamos que ya era demasiado tarde.
»—¡Ninguno se salvará! —comentaba la gente—. ¡Los
bomberos arden! ¡Esto se ha acabado! ¡Han muertos todos!
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»Mas de pronto apareció por la ventana de la esqui-
na la negra figura del jefe, iluminada por las llamas de
arriba abajo. La mujer se inclinó hacia él cuanto pudo, y
el hombre la cogió con ambos brazos por la cintura, la su-
bió y la metió a la habitación. La multitud dio un grito
que superó el crepitar del incendio. Pero, ¿y los demás?
¿Cómo podrán bajar?
»La escalera, apoyada en el tejado por delante de otra
ventana, distaba bastante del sitio en que se precisaba.
¿Cómo podrían utilizarla? Mientras la gente se hacía tal
pregunta, uno de los bomberos salió fuera de la ventana,
puso el pie derecho en el alero y el izquierdo en la esca-
lera, y de este modo, de pie y con el cuerpo al aire, fue
cogiendo con sus brazos uno a uno a todos los inquilinos,
que los otros le iban dando desde el interior; después
los entregaba a otro compañero que había subido desde
la calle y que los iba bajando uno a uno, ayudado por otros
compañeros.
»Primeramente pasó la mujer que había corrido ma-
yor peligro, luego una niña, otra mujer y un anciano. Al
fin todos quedaron a salvo. Tras el anciano descendieron
los bomberos que habían quedado en el interior, hacién-
dolo en último lugar el jefe, que fue el primero en acu-
dir.
»La multitud los acogió a todos con salvas de aplau-
sos, pero cuando apareció el primero de los salvadores,
el que había afrontado antes que todos el abismo y que
habría muerto si alguien hubiese tenido que perecer, el
gentío lo saludó como a un triunfador, gritando y exten-
diendo los brazos en señal de afectuosa admiración y de
gratitud. En unos instantes, su nombre, antes descono-
cido, José Robbino, se repetía en millares de bocas.
»Eso es valor, Enrique, el valor del corazón que no
razona ni vacila, y va derecho con los ojos cerrados a don-
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de oye el grito de quien se muere. Un día te llevaré a los
ejercicios de amaestramiento que realizan los bomberos,
y te presentaré al jefe Robbino, porque creo que te gus-
tará conocerlo, ¿no es así?
Yo respondí que sí.
—Aquí lo tienes —dijo mi padre.
Yo me volví de repente. Los dos bomberos, una vez
terminada la visita de inspección, cruzaban la habitación
para salir de casa.
Mi padre me señaló al más bajo, que llevaba galones,
y me dijo:
—Estrecha la mano al señor Robbino.
El aludido se detuvo y me dio la mano, sonriendo; yo
se la estreché; él me hizo el saludo y se marchó.
—No olvides este momento —añadió mi padre—, por-
que de los millares de manos que estreches en tu vida,
tal vez no haya ni diez que valgan como la suya.
Cuento mensual
DE LOS APENINOS A LOS ANDES
Hace muchos años, un chico genovés de trece años,
hijo de un obrero, marchó solo desde Génova a América en
busca de su madre, que dos años antes había ido a Buenos
Aires, capital de la República Argentina, para ponerse a
servir en alguna casa de gente rica y ayudar, de este modo,
a salir de apuros a su familia, que, por diversas causas, ha-
bía caído en la pobreza y contraído bastantes deudas.
No son pocas las mujeres intrépidas que realizan un via-
je tan largo con ese mismo fin, y que, gracias a la buena
remuneración que tienen allá los servicios domésticos, re-
gresan a la patria al cabo de unos años con unos miles de
liras. La pobre mujer había llorado mucho al separarse de
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sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero mar-
chó muy animada y llena de esperanza.
La travesía se efectuó con toda normalidad, y al poco
tiempo de llegar a Buenos Aires, por medio de un comer-
ciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde
hacía tiempo, encontró colocación en casa de una familia
argentina acomodada, que le pagaba mucho y la trataba
bien.
Durante algún tiempo mantuvo una correspondencia re-
gular con los suyos. Según lo tenían acordado, el marido
dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer, y
ésta le daba las suyas para que las enviase a Génova, es-
cribiendo siempre algo de su parte.
Como ganaba ochenta liras al mes y no tenía gastos,
cada tres meses podían enviar a su marido una cantidad
considerable, con la que el hombre iba pagando las deudas
más urgentes y manteniendo de ese modo su buena repu-
tación de persona honrada.
Entretanto trabajaba y estaba contento de sus cosas,
porque tenía la esperanza de que la mujer regresaría pron-
to, ya que la casa, sin ella, parecía estar vacía, y el hijo
menor, de manera especial, que quería muchísimo a su ma-
dre, no podía resignarse a tan prolongada ausencia.
Pero, transcurrido un año desde su partida, después de
una carta de pocas líneas, en la que decía que no se en-
contraba bien de salud, no habían vuelto a recibir ninguna
otra. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó.
También escribieron a la familia argentina a la que prestaba
sus servicios, pero, no habiendo llegado a su destinatario,
tal vez por no haber puesto bien la dirección, tampoco ob-
tuvieron respuesta. Temiendo alguna desgracia, escribieron
al Consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hicie-
se las oportunas averiguaciones; mas al cabo de tres me-
ses les contestó el Cónsul que, a pesar del anuncio publica-
do en los periódicos, nadie se había presentado a dar alguna
noticia de su paradero.
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Y no podía ser de otro modo, aparte otras razones, por-
que la mujer, con el fin de salvar el honor de los suyos, que
a ella le parecía mancharlo haciéndose criada, no había dado
a la familia argentina su verdadero nombre.
Pasaron otros meses sin ninguna noticia. El padre y los
hijos estaban consternados; el más pequeño, sobre todo,
no podía librarse de su desconsolada tristeza. ¿Qué hacer
en tales circunstancias? ¿A quién recurrir? La primera idea
del padre fue emprender el viaje e ir a América en busca de
su mujer. Pero, ¿cómo abandonar el trabajo? ¿Quién sos-
tendría a sus hijos? Tampoco podía ausentarse el hijo ma-
yor, que por entonces empezaba a ganar algo y era impres-
cindible para la familia. Con esta inquietud vivían, repitién-
dose todos los días las mismas dolorosas consideraciones y
mirándose entre sí silenciosos, cuando una noche, dijo Mar-
co, el hijo menor, con gran resolución:
—Yo iré a América a buscar a mi madre.
El padre movió la cabeza, entristecido, y no respondió.
Era algo loable, pero imposible de realizar. ¿Cómo iba a ir
solo a América un chico de trece años, si hacía falta un
mes para llegar? Pero el muchacho insistió en su idea aquel
día y en los sucesivos, sin ninguna vacilación y razonando
como un hombre.
—Otros han ido —decía— y aun menores que yo. Una
vez en el barco, llegaré allá como cualquier otro, y cuando
esté en Buenos Aires no tengo más que buscar el comercio
del tío. Hay tantos italianos por aquellas tierras, que alguno
me dirá por dónde he de ir. Una vez que encuentre al tío,
encontraré a mamá, y si no la encuentro, acudiré al Cónsul
y buscaré a la familia argentina. Ocurra o que ocurra, allí
hay trabajo para todos, y alguno encontraré para ganar lo
suficiente con que pagar el pasaje de vuelta.
De esta forma, poco a poco casi logró convencer a su
padre. Éste lo apreciaba, sabía que era un chico juicioso y
valiente, acostumbrado a las privaciones y a los sacrificios,
cualidades que darían doble fuerza a su corazón para llevar
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a buen fin el propósito de encontrar a su madre, a la que
adoraba.
A esto se añadía que un capitán de barco, amigo de un
conocido de la familia, que había oído hablar del asunto,
accedió a que el chico fuese sin pagar hasta Buenos Aires
como pasajero de tercera clase. Entonces, después de al-
guna vacilación, el padre dio su consentimiento y quedó de-
cidido el viaje.
Llenaron una bolsa de ropa, le entregaron algún dinero,
le dieron la dirección de la tienda del pariente y una hermo-
sa tarde del mes de abril lo embarcaron.
—Hijo mío —le dijo el padre al darle el último beso con
los ojos humedecidos, en la escalerilla del trasatlántico que
estaba para partir—, sé animoso. Vas con un santo propó-
sito y Dios te ayudará.
¡Pobre Marco! Era esforzado y estaba preparado para la
más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio des-
aparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en
alta mar, sobre el gran buque abarrotado de campesinos
emigrantes, sin ningún conocido a bordo, con la bolsa, que
contenía toda su fortuna, le sobrevino un repentino des-
aliento. Durante dos días permaneció acurrucado en la proa,
como un perrito, sin casi probar bocado, con muchas ganas
de llorar. Por su mente pasaban toda clase de pensamien-
tos, pero el más triste y terrible era el que más le atormen-
taba: la posibilidad de que su madre hubiese muerto. En sus
sueños, interrumpidos y penosos, siempre veía la cara de
un desconocido que le miraba con aire compasivo y le decía
al oído: «Tu madre ha muerto.» Entonces se despertaba
ahogando un grito. Sin embargo, pasado el estrecho de Gi-
braltar, a la vista del Océano Atlántico, recobró algo de
ánimo y de esperanza. Pero fue un corto alivio. El inmenso
mar, siempre igual; el calor progresivo; la melancolía de toda
la pobre gente que le rodeaba y la sensación de la propia
soledad, volvieron a deprimirlo. Los días, que se sucedían
con exasperante monotonía, se le confundían en la memo-
ria, como les sucede a los enfermos. Parecíale que ya lleva-
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ba un año en el mar. Todas las mañanas, al despertarse,
experimentaba una nueva extrañeza por encontrarse solo
en medio de aquella inmensidad de agua, camino de Améri-
ca. Los magníficos peces voladores que a veces caían en el
barco, las maravillosas puestas de sol de los trópicos, las
enormes nubes de fuego y sangre y las fosforescencias noc-
turnas, que dan a todo el océano el aspecto de un mar de
hirviente lava, no le parecían cosas reales, sino prodigios
vistos en el sueño.
Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció
encerrado continuamente en el camarote, donde todo bai-
laba y caía, en medio de un coro espantoso de quejidos y
de imprecaciones, creyendo que había llegado su última
hora.
Pasaron otros días de mar tranquilo y amarillento, de
calor insoportable e infinito aburrimiento, horas intermina-
bles y siniestras, durante las cuales los pasajeros, deprimi-
dos, tendidos e inmóviles sobre las tablas, parecían estar
muertos.
El viaje se hacía interminable: mar y cielo, cielo y mar,
hoy como ayer y mañana como hoy, siempre, eternamente.
El muchacho pasaba largas horas apoyado en la borda mi-
rando el mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su
madre hasta que se le cerraban los ojos y se le caía la ca-
beza muerto de sueño. Entonces volvía a ver la cara des-
conocida que le miraba con aire compasivo y le repetía al
oído: «Tu madre ha muerto.» Aquella voz le despertaba so-
bresaltado, para empezar de nuevo a soñar con los ojos
abiertos y a contemplar el inalterable horizonte.
Veintisiete días duró la travesía; pero los últimos fueron
los mejores. El tiempo era magnífico y el aire fresco. El mu-
chacho había entablado relaciones con un hombre lombardo
que iba a América para reunirse con un hijo suyo, agricultor
de Rosario. Le había referido todo lo de su casa y el buen
viejo le repetía a cada instante, dándole palmaditas en el
cuello: «Animo, galopín, tú encontrarás a tu madre sana y
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contenta.” Su compañía le alentaba y sus presentimientos,
de tristes, se habían vuelto alegres.
Sentado en la proa, junto al viejo campesino que fuma-
ba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en el que se
destacaba la nunca vista constelación de la Cruz del Sur,
en medio de grupos de emigrantes, que cantaban, se re-
presentaba mil veces en la imaginación el momento de llegar
a Buenos Aires, y que luego, en cierta calle, encontraba la
tienda del pariente, a quien preguntaría: «¿Cómo se en-
cuentra mi madre? ¿Dónde está? ¿Quiere acompañarme en
seguida?», a lo que le respondería el otro: «Se encuentra
perfectamente. Vente conmigo.» Irían los dos muy deprisa,
se detendrían ante una puerta, subirían una escalera, lla-
marían y... Aquí se detenía su mudo soliloquio y su imagina-
ción se perdía en un sentimiento de indecible ternura, que
le hacía sacarse a escondidas una medallita que llevaba al
cuello, besarla y murmurar sus oraciones.
Llegaron a los veintisiete días de haber zarpado de Géno-
va. Cuando el buque echó anclas cerca de la orilla del in-
menso Río de la Plata en la que se extiende la vasta ciudad
de Buenos Aires, capital de la República Argentina, eran las
primeras horas de una hermosa mañana del mes de mayo,
aunque bastante fría, puesto que por aquellas latitudes co-
rresponde dicho mes a nuestro noviembre. El cielo despeja-
do, parecióle de buen augurio. El muchacho estaba fuera
de sí por la alegría y la impaciencia. ¡Su madre se hallaba a
pocas millas de distancia de él y la volvería a ver unas ho-
ras después!
¡Se encontraba en América, en el Nuevo Mundo, y ha-
bía tenido el atrevimiento de ir solo! Todo el larguísimo viaje
se le figuraba que había pasado en poco tiempo, como si
soñando hubiese volado y se despertara en aquel instante.
Se sentía tan dichoso que casi no se inmutó ni afligió cuan-
do, hurgando en sus bolsillos, solamente encontró una de
las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para
estar seguro de no perderlo todo. Le habían quitado la mi-
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tad y solamente le quedaban unas cuantas liras. Pero, ¿qué
le importaba si ya estaba tan cerca de su madre?
Con su bolsa en la mano, bajó juntamente con otros
muchos pasajeros a un vaporcito que les llevó a poca dis-
tancia de la orilla saltando luego a una lancha que llevaba
el nombre de Andrea Doria, y desembarcó en el muelle. Se
despidió de su viejo amigo lombardo y se encaminó hacia la
ciudad.
Se detuvo al llegar a la primera bocacalle y preguntó al
primer hombre que vio pasar la dirección que debía seguir
para ir a la calle Las Artes. Dio la casualidad que aquel hom-
bre era un obrero italiano, que le miró con curiosidad y le
preguntó si sabía leer. El chico contestó que sí, y entonces
le dijo el obrero:
—Pues bien, sigue todo derecho por ahí sin dejar de leer
en todas las esquinas los nombres de las calles, y encon-
trarás la que buscas.
El muchacho le dio las gracias y marchó por la calle que
el compatriota le había indicado.
Era una calle recta, interminable pero bastante estre-
cha, con casas bajas y blancas, parecidas a casitas de cam-
po, llena de gente y de carruajes de todos los tamaños,
que producían un ruido ensordecedor. Por una y otra parte
se veían grandes banderas de los más diversos colores que
tenían escrito en letras grandes el horario de salida de va-
pores para ciudades desconocidas. A cada instante, miran-
do a derecha e izquierda, veía otras calles tiradas a cordel,
tan largas que los extremos parecía que iban a tocarse,
también de casas bajas y blancas, llenas de gente y de ve-
hículos, situadas en el mismo plano de la ilimitada llanura
americana, semejante al mar, cuyo horizonte es un círculo
cerrado.
La ciudad le parecía infinita, y que podría andar por ella
días y semanas enteras viendo por doquier calles como aque-
llas, figurándosele que toda América era una inmensa ciu-
dad.
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