—¡No!
Logró escabullirse de su enemigo y se puso de nue-
vo en pie; Franti le agarró entonces por la cintura y, con
un esfuerzo furioso, lo tiró al empedrado y le puso una
rodilla sobre el pecho.
—¡El muy infame tiene una navaja! —gritó un hombre,
que acudió corriendo para desarmar a Franti. Pero
Stardi fuera de sí ya le había sujetado el brazo con ambas
manos y, dándole un fuerte mordisco en el puño, le obligó
a dejar caer la navajita, empezando a sangrarle la mano.
Entretanto habían acudido otros, que separaron y le-
vantaron a los contendientes. Franti desapareció como
perrito con el rabo entre piernas, y Stardi quedó dueño
del campo, con la cara arañada y un ojo hinchado, es cier-
to, pero con aire de triunfo junto a su hermanita, que llo-
raba. Unas chicas recogieron los libros y cuadernos es-
parcidos por el suelo.
—¡El pequeño —decían— es un valiente que ha sali-
do en defensa de su hermana!
Stardi, sin embargo, pensaba más en su cartera que
en la victoria, y en seguida se puso a comprobar si le fal-
taba algo y si sus enseres escolares habían sufrido des-
perfectos. Limpió los libros con la manga, guardó la plu-
ma, lo puso todo en orden y, con la seriedad habitual en
él, dijo a su hermanita:
—Vamos de prisa, que tengo que resolver un proble-
ma de cuatro operaciones.
Los padres de los muchachos
Lunes, 6
Esta mañana acudió a la puerta de la escuela el cor-
pulento padre de Stardi a esperarlo, por temor que se
163
encontrara otra vez a Franti; pero dicen que éste no vol-
verá, porque lo van a meter en un reformatorio.
Además del padre de Stardi había otros muchos. En-
tre ellos, el revendedor de leña, el padre de Coretti, puro
retrato de su hijo, desenvuelto, alegre, con sus bigotes
terminados en punta y un lacito de dos colores en el ojal
de la solapa izquierda.
Ya conozco a casi todos los padres de los escolares a
fuerza de verlos por allí.
Hay una abuela encorvada, con toca blanca, que aun-
que llueva, nieve o esté tronando, acude indefectiblemen-
te cuatro veces al día para acompañar y esperar a su nie-
tecillo, un chiquito de primero superior; le quita la capita
que luego, a la salida, le vuelve a poner, le arregla la cor-
bata, le sacude el polvo, lo atusa y le guarda los cuader-
nos. Bien se conoce que no tiene otro en quien pensar y
que no hay para ella en el mundo nada más hermoso. Tam-
bién veo con frecuencia al capitán de Artillería, padre
de Robetti, el de las muletas, que libró a un niño de ser
atropellado; y como quiera que todos los compañeros de
su hijo tienen para él un gesto o palabra cariñosa al pa-
sar por su lado, él les devuelve el saludo o corresponde
a sus muestras de cariño, sin olvidarse de nadie; a todos
hace una inclinación de cabeza, y cuanto más pobres son
y peor vestidos van, con tanto mayor atención les da las
gracias.
A veces ocurren cosas desagradables. Un señor, que
no acudía desde hace un mes por habérsele muerto un
hijo y mandaba a la criada por el otro, al volver ayer por
primera vez, cuando vio de nuevo la clase y a los compa-
ñeros de su difunto pequeño, se apartó a un rincón y se
le saltaron las lágrimas, que él procuró ocultar lleván-
dose ambas manos a la cara. El Director lo cogió de un
brazo y lo acompañó a su despacho.
164
Hay padres y madres que conocen por su nombre a to-
dos los compañeros de sus hijos, y chicas de la escuela con-
tigua y alumnos del Instituto de enseñanza media que acu-
den a esperar a sus hermanitos. Acostumbra a venir un ca-
ballero de edad avanzada, un antiguo coronel, quien no tie-
ne inconveniente en agacharse para recoger del suelo un
cuaderno o una pluma que se le haya caído a algún chico.
Tampoco faltan señoras bien vestidas que hablan con
otras mujeres de pañuelos a la cabeza y la cesta al brazo
de las cosas de la escuela, y dicen, por ejemplo:
—¡El problema de hoy era muy difícil!
—La lección de Gramática de esta mañana no pare-
cía tener fin.
Y cuando se enferma alguno, todas lo saben, y se ale-
gran cuando recobra la salud. Precisamente había esta
mañana ocho o diez señoras y trabajadoras que rodeaban
a la madre de Crossi, la verdulera, preguntándole por el
estado de un niño de la clase de mi hermanito, vecino de
ella, que se encuentra en peligro de muerte. Parece que
la escuela hace a todos iguales y amigos.
El número 78
Miércoles, 8
Ayer tarde estuve presenciando una escena conmo-
vedora. Hacía algún tiempo que la verdulera miraba a
Derossi con expresión de singular afecto cada vez que
pasaba cerca de él, y todo porque el muchacho demues-
tra mayor cariño a su hijo después de haberse enterado
de la procedencia del tintero de madera y de lo ocurri-
do con su marido, el preso número 78. Derossi ayuda, efec-
tivamente, a Crossi, el pelirrubio del brazo inmóvil, en
los trabajos de escuela le apunta las respuestas, le da
165
papel, pluma y lápices, en suma, se porta con él como un
buen hermano para compensarlo, quizá, de la desgracia
de su padre, que ha repercutido en él, aunque sin per-
catarse de tan triste realidad. De tal modo le miraba la
verdulera de un tiempo a esta parte, que parecía querer
dejar los ojos en él, por lo agradecida que le está. Y es
que la buena mujer vive pendiente de su infortunado hi-
jito y se siente la mar de reconocida a Derossi. Mas como
quiera que éste es de familia acomodada y el primero de
la clase, lo considera poco menos que como a un rey y a
un santo, sintiendo por eso cierto reparo en hablarle.
Pero ayer por la mañana por fin se decidió, le detuvo
delante de una puerta y le dijo:
—Discúlpeme, señorito. Usted, que es tan bueno y
que tanto quiere a mi hijo, tenga la bondad de aceptar
este pequeño obsequio de una madre infortunada.
Y, acto seguido, sacó de la cesta de las verduras una
cajita de cartón, blanca y dorada. Derossi se puso rojo y
rehusó el presente, diciendo con resolución:
—Désela a su hijo; no quiero nada.
La mujer quedó mortificada y pidió perdón, balbu-
ceando:
—No creía que podía ofenderle... Es una cajita de ca-
ramelos.
Derossi repitió su negativa moviendo la cabeza. En-
tonces ella sacó con timidez de la cesta un manojo de ra-
banitos, y le dijo:
—Acepte por lo menos esto. Son unos rabanitos muy
frescos, que seguramente le gustarán a su mamá.
Derossi se sonrió y repuso:
—Muchas gracias, señora; pero ya le he dicho que no
quiero recibir nada. Continuaré haciendo lo que pueda
por Crossi, sin que usted tenga que darme cosa alguna
por ello.
166
—¿No se habrá ofendido usted? —le preguntó la ver-
dulera con ansiedad.
—¡Qué va, buena mujer! —le contestó sonriéndose,
mientras ella exclamaba con alegría:
—¡Qué muchacho más bueno!
Con esto parecía haber terminado el asunto. Sin em-
bargo, por la tarde, a las cuatro, en vez de la madre, se
acercó a Derossi el padre de Crossi, con su cara tristona
y melancólica. Por la forma que le miró comprendí en se-
guida que sospechaba que Derossi estaba enterado de su
secreto, y le dijo con voz triste y afectuosa:
—Usted quiere mucho a mi hijo... ¿puedo saber por
qué?
Derossi se ruborizó. Habría querido responderle: «Le
quiero por lo desventurado que es, porque usted mismo
ha sido más desgraciado que culpable; ha expiado cum-
plidamente su delito y es un hombre de buen cora-
zón.» Pero le faltó valor, porque en el fondo sentía temor
y casi repugnancia ante aquel hombre que había atacado
a otro y pasado seis años en presidio. Él lo adivinó todo
y, bajando la voz, dijo al oído, y casi temblando, a Derossi:
—Quieres a mi hijo... No desprecias a su padre, ¿no
es verdad?
—¡Ah, no, no! ¡Todo lo contrario! —exclamó Derossi
en un arranque de su buen corazón.
El hombre tuvo entonces la intención de darle un abra-
zo; pero no se atrevió, limitándose a tomar entre sus de-
dos uno de los dorados rizos del chico, acariciándolo. Lue-
go se alejó, mas en cuanto hubo dado unos pasos se vol-
vió, se llevó la mano a la boca y la besó mirando a Derossi
con los ojos humedecidos, para expresarle que le envia-
ba aquel beso. Después tomó de la mano a su hijito y am-
bos desaparecieron con rapidez.
167
El niño muerto
Lunes, 13
El niño que vivía en el patio de la verdulera, de pri-
mero superior, compañero de mi hermanito, ha muerto.
La maestra Delcati se presentó muy afligida el sábado
por la tarde para comunicar a mi maestro la triste noti-
cia, e inmediatamente se ofrecieron Garrone y Coretti
para llevar el ataúd.
Era un excelente muchachito que la semana última
se había ganado la medalla. Quería mucho a mi herma-
nito y, como prueba de su amistad, le regaló una hucha
rota; mi madre le acariciaba siempre que lo encontraba.
Llevaba un gorro con dos listas de paño rojo. Su padre
es mozo de estación.
Ayer tarde, domingo, fuimos a las cuatro y media a
su casa para acompañarle hasta la iglesia. Viven en la
planta baja. En el patio había ya muchos chicos de pri-
mero superior con sus madres y velas en las manos, cin-
co o seis maestras y algunos vecinos.
La maestra de la pluma roja y la señora Delcati en-
traron en la vivienda, y las veíamos llorar por una ven-
tana abierta; también se oían los fuertes sollozos de la
afligida madre del niño. Dos señoras, madres de compa-
ñeros del muerto, habían llevado guirnaldas de flores.
A las cinco en punto, en cuanto llegó el sacerdote, se
puso en marcha la comitiva. Iba delante un muchacho,
que llevaba la cruz parroquial, detrás el sacerdote y a
continuación el ataúd, una caja pequeña, ¡pobre chico!,
con un paño negro encima, y sujetas alrededor las guir-
naldas de flores de las dos señoras. En una parte del paño
negro habían prendido la medalla y tres menciones hono-
ríficas que el pequeño se había ganado a lo largo del año.
168
Llevaban el ataúd Garrone, Coretti y dos chicos de
la vecindad. Detrás iban, primeramente, la señora Delca-
ti, que lloraba como si el muerto hubiese sido hijo suyo y
a continuación las otras maestras; detrás de éstas, los
chicos, algunos muy pequeños, con ramilletes de viole-
tas en una mano, que miraban el féretro con cierto estu-
por, dando la otra a las respectivas madres, que llevaban
las velas por ellos.
Oí a uno de ellos, que decía:
—¿Y ahora ya no vendrá más a la escuela?
Al salir el féretro del patio, por la ventana se oyó un
grito desesperado, lanzado por la madre del niño difun-
to; pero en seguida la hicieron entrar en el interior.
Ya en la calle, encontramos a los chicos de un cole-
gio, que iban en fila de a dos, y viendo el ataúd con la
medalla y acompañado por las maestras, se quitaron to-
dos sus gorras.
¡Pobre niño! ¡Se fue al cielo para siempre, durmiendo
su cuerpecito con su medalla en las entrañas de la tie-
rra! Ya no lo volveremos a ver con su gorro encarnado.
Estaba bien, y falleció a los cuatro días de caer malo. El
último día todavía quiso levantarse para hacer su trabajito
de vocabulario, y se empeñó en tener la medalla sobre su
cama, por miedo que se la quitaran. ¡Nadie te la quitará
ya, pobre pequeño! ¡Adiós, adiós! Siempre nos acordare-
mos de ti en el grupo Baretti. ¡Descansa en paz, angelito!
La víspera del día 14 de marzo
La jornada de hoy ha sido bastante más alegre que la
de ayer. ¡Trece de marzo! Víspera de la distribución de
premios en el teatro Víctor Manuel, la grande y hermo-
sa fiesta de todos los años. Pero esta vez no se designan
169
al azar los alumnos que han de subir al escenario para
presentar los diplomas de los premios a los señores en-
cargados de entregarlos.
El Director vino esta mañana poco antes de la hora
de salida, y empezó diciendo:
—Muchachos, tengo que daros una buena noticia—.
Luego añadió: —¡Coraci! —El calabrés se puso inmedia-
tamente de pie—. ¿Quieres ser uno —le preguntó— de
los que mañana entreguen en el teatro los diplomas a las
autoridades?
El calabrés dijo que sí y el Director contestó:
—Está bien; así habrá un representante de Calabria.
Os aseguro que será un acto digno de verse. Este año ha
querido el Ayuntamiento que diez o doce chicos de las
diversas regiones de Italia, designados en los distintos
centros docentes de la ciudad, se encarguen de presen-
tar los premios. Contamos actualmente en Turín con vein-
te grupos escolares y cinco anejos, que frecuentan siete
mil alumnos, y entre tan gran número no ha costado mu-
cho trabajo encontrar un muchacho por cada región ita-
liana. En el grupo «Torcuato Tasso» se hallaban dos re-
presentantes de las islas: un sardo y un siciliano; la es-
cuela Boncompagni proveyó un chico florentino, hijo de
un ebanista; hay un romano de la misma Roma en el gru-
po «Tommaseo»; se encontraron fácilmente vénetos, lom-
bardos y romañolos; el grupo «Monviso» da un napolitano,
hijo de un militar; nosotros designamos a un genovés y
a un calabrés; éste eres tú, Coraci. Con el piamontés, ha-
brá doce. ¿No os parece que la idea es acertada? Serán
hermanos vuestros de todas las regiones italianas los
que os den los premios. Mirad, se presentarán los doce a
la vez en el escenario. No dejéis de saludarlos con nutri-
dos aplausos. Es verdad que son unos chicos como voso-
tros, pero representan a sus respectivas regiones como
170
si fueran ya personas mayores. Una pequeña bandera tri-
color simboliza a Italia lo mismo que una grande, ¿no es
así? Aplaudidlos, pues, calurosamente para demostrar
que vuestros corazones infantiles saben sentir gran amor
y que vuestras almas de diez años se exaltan ante la san-
ta imagen de la Patria.
Dicho esto, se fue, y el maestro dijo, sonriéndose:
—De manera que tú, Coraci, eres el designado por
Calabria.
Todos aplaudimos entonces, sin parar de reírnos, y
cuando estuvimos en la calle, rodeamos a Coraci; algu-
nos le cogieron por las piernas, lo alzaron y lo llevaron
como en triunfo, gritando:
—¡Viva el diputado de Calabria!
Era; naturalmente, una broma, pero sin ningún sa-
bor a escarnio, sino todo lo contrario, para demostrarle
afecto, pues es un chico al que todos queremos; y él se son-
reía de satisfacción.
Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontra-
ron con un señor de barba negra, que también se echó a
reír. Al decir el calabrés que era su padre, los otros le
dejaron a su lado y se esparcieron en todas direcciones.
Los premios
Martes, 14
El amplio teatro estaba ya completamente lleno a eso
de las dos. El patio de butacas, las plateas, los palcos, el
escenario, estaban ocupados por entero, viéndose milla-
res de caras de niños, señoras, maestros, obreros, muje-
res del pueblo y hombres. Era como un mar de cabezas
que se movían, un continuo vaivén de lazos y rizos, perci-
171
biéndose un murmullo denso y alegre que producía mu-
cho gozo.
El teatro aparecía adornado con colgaduras de paño
rojo, blanco y verde. En el patio de butacas habían pues-
to dos escaleras, una a la derecha, por donde debían su-
bir al escenario los premiados, y otra a la izquierda, por
donde deberían bajar después de recibir el premio. De-
lante, en el escenario, había una fila de sillones rojos, y
del respaldo del que ocupaba el centro pendía una pe-
queña corona de laurel; el fondo del escenario era un bos-
que de banderas; a un lado había una mesita con tapete
verde con todos los premios enrollados y atados con cin-
tas de seda tricolores. La banda de música ocupaba una
platea cerca del escenario. Los maestros y las maestras
llenaban la mitad de la primera galería, que les había
sido reservada; los bancos y los corredores estaban ates-
tados de centenares de chicos cantores con los papeles
de música en las manos. Por el fondo y por los lados iban
y venían maestros y maestras que ponían en las prime-
ras filas a los designados para recibir los premios, y por
todas partes había padres y madres que daban el último
toque a las cabezas y a las corbatas de sus hijos y no de-
jaban de mirarlos.
En cuanto entré con mi familia en el palco que nos
correspondía, vi en otro de enfrente a la maestrita de la
pluma roja, con sus graciosos hoyuelos, que se reía, y con
ella a la maestra de mi hermano, así como a la «monjita»,
vestida de negro, y mi maestra de primero superior; pero
la pobre estaba tan pálida y tosía tan fuerte, que se le
oía desde todas partes. En el patio de butacas distinguí
en seguida la simpática cara de Garrone y la pequeña
cabeza rubia de Nelli, que estaba muy pegado a él. Algo
más allá vi a Garoffi, con su nariz de lechuza, que se afa-
naba para recoger listas impresas de los que iban a reci-
172
bir el premio, y ya tenía un buen fajo de ellas, segura-
mente para alguno de sus negocios... Mañana lo sabre-
mos. Cerca de la puerta se hallaba el vendedor de leña
juntamente con su mujer vestidos de fiesta, al lado de
su hijo que con no pequeño asombro mío no llevaba la go-
rra de piel de gato ni el jersey color chocolate, sino esta-
ba trajeado como un señorito. En una galería vi unos ins-
tantes a Votini, con su gran cuello bordado, pero en se-
guida desapareció. En un palco de proscenio, lleno de
gente, estaba el capitán de Artillería, padre de Robetti,
el de las muletas.
Al dar las dos, empezó a tocar la banda de música y
al mismo tiempo subieron por la escalera de la derecha
el señor Alcalde, el Gobernador, el Secretario, el Inspec-
tor y muchos otros señores, todos vestidos de negro, que
tomaron asiento en los sillones rojos colocados en la par-
te delantera del escenario.
Cuando la banda cesó de tocar, se adelantó el direc-
tor de canto de las escuelas con la batuta en la mano. A
una señal suya todos los chicos del patio de butacas se
pusieron de pie, y a otra, empezaron a cantar. Eran sete-
cientos los que interpretaban una bellísima canción.
¡Qué gusto daba oír aquel inmenso coro! Todos escucha-
ban inmóviles. Era un canto dulce, de voces claras, tan
lento como uno de iglesia. Cuando callaron, todos aplau-
dieron y luego guardaron completo silencio.
Iba a comenzar la distribución de premios. Mi maes-
tro de la sección segunda ya se había adelantado, con su
cabeza rubia y sus avispados ojos, por ser el encargado
de leer los nombres de los premiados. Se esperaba que
entrasen los doce chicos designados para ir dando los
diplomas. Los periódicos ya habían anunciado que se-
rían muchachos de todas las regiones italianas. Todos lo
sabían y los esperaban, mirando con curiosidad hacia la
173
parte por donde debían hacer su aparición. También guar-
daban silencio el señor Alcalde y demás señores de los
sillones rojos.
De pronto aparecieron contentos y sonrientes los doce,
que subieron rápidamente al escenario, donde se situa-
ron en correcta formación. Las tres mil personas que lle-
naban el teatro se pusieron de pie súbitamente, oyéndose
un estruendoso aplauso. Los chicos permanecieron unos
instantes como aturdidos.
—¡Eso es Italia! —dijo una voz.
En seguida reconocí a Coraci, el calabrés, vestido de
negro, como siempre. Un señor del Ayuntamiento, que
estaba con nosotros y conocía a todos, le iba diciendo a
mi madre:
—Aquel pequeño rubio es el representante de Venecia.
El romano es el otro alto y con el pelo rizado.
Había dos o tres bien trajeados; los demás eran hijos
de obreros, aunque todos estaban limpios y aseados. El
florentino, que era el más pequeño, llevaba una faja azul
en la cintura. Pasaron todos por delante del señor Alcal-
de, que fue besándolos en la frente mientras que un se-
ñor sentado junto a él le decía por lo bajo y sonriendo
los nombres de las ciudades:
—Florencia, Nápoles, Bolonia, Palermo... —y el tea-
tro aplaudía conforme iban pasando. Luego todos ellos
se acercaron a la mesita verde para tomar los diplomas.
El maestro empezó a leer la lista, mencionando los gru-
pos escolares, las secciones y las clases a que pertene-
cían, así como los nombres de los premiados, y éstos co-
menzaron a subir, según los iban nombrando, al escena-
rio.
Apenas habían subido los primeros cuando empezó a
oírse por detrás del escenario una suave música de violi-
nes, que no cesó mientras desfilaban los agraciados. Era
174
una melodía grata al oído, que parecía un murmullo de
muchas voces en sordina, las de las madres, maestros y
maestras, como si todos a una les diesen consejos, reza-
sen por ellos o les hicieran amorosas reconvenciones.
Entretanto, los premiados desfilaban uno a uno por de-
lante de los señores sentados en los sillones rojos, que
les iban entregando los diplomas, diciendo a cada uno
unas palabritas o haciéndoles una caricia. Los mucha-
chos de las butacas y de las galerías aplaudían cada vez
que pasaba alguno muy pequeño o más pobremente ves-
tido. Había algunos de primero superior que, una vez en
el escenario, se confundían y no sabían hacia dónde te-
nían que dirigirse, provocando una risa general. Pasó
uno que apenas tendría tres palmos de alto, con un gran
lazo color de rosa en la espalda, que a duras penas podía
andar, el cual tropezó en la alfombra y cayó; el Goberna-
dor le levantó y fue motivo de risa y de aplausos. Otro
se resbaló por la escalerilla, yendo a parar al patio de
butacas; aunque se oyeron gritos de alarma, no se hizo
daño alguno. Fueron desfilando chicos de toda clase, ca-
ritas de galopines, semblantes asustados, algunos tan
encarnados como la grana, chiquitines graciosos que a
todos sonreían, y en cuanto volvían a donde estaban sus
padres, las mamás los cogían y se los llevaban.
Cuando tocó la vez a nuestro grupo, ¡entonces sí que
me divertí! Pasaban muchos a los que conocía. Entre ellos
Coretti, vestido de nuevo de pies a cabeza, con su risue-
ño y alegre semblante, enseñando sus blancos dientes, y
sin embargo, nadie podía saber los quintales de leña que
habría llevado a sus espaldas por la mañana. Al entre-
garle el diploma, el señor Alcalde le preguntó qué era
una señal roja que tenía en la frente, manteniendo en-
tretanto una mano sobre su hombro. Yo busqué con la
vista a su padre y a su madre por el patio de butacas, y
175
observé que se reían, tapándose la boca con una mano.
Luego pasó Derossi, luciendo un bonito traje azul con
botones dorados que brillaban mucho y sus dorados ri-
zos, esbelto, decidido, con la frente alta, tan simpático
como siempre; de buena gana le habría dado un abrazo;
los señores le decían algo y le daban la mano.
El maestro gritó después:
—¡Julio Robetti!
Vimos avanzar al hijo del capitán de Artillería, apo-
yándose en sus muletas. Cientos de muchachos conocían
el hecho heroico y al momento corrió la noticia por el in-
menso salón estallando una salva de aplausos y de víto-
res que hizo temblar las paredes; los hombres se pusie-
ron de pie, las señoras empezaron a agitar sus pañuelos,
y Robetti se detuvo en medio del escenario aturdido y
tembloroso... El señor Alcalde, le puso junto a sí, le en-
tregó el premio, le dio un beso, y, sacando del respaldo
del sillón la coronita de laurel, se la puso en la almoha-
dilla de la muleta... Después lo acompañó hasta el palco
del proscenio donde estaba el capitán, su padre, quien lo
tomó y subió en vilo al interior, en medio de vítores y
aclamaciones. Entretanto continuaba la suave y grata
música de los violines y seguían desfilando los chicos pre-
miados: los del grupo de la Consolata, en su mayoría hi-
jos de comerciantes; los del grupo de «Vanquiglia», hijos
de trabajadores; los del grupo de «Boncompagni», mu-
chos de ellos hijos de agricultores; los de la escuela «Ra-
nieri», que fue la última.
En cuanto terminó el reparto de premios, los sete-
cientos chicos de las butacas entonaron una canción muy
bonita; después habló el señor Alcalde y a continuación
el Secretario, que terminó diciendo:
—...No salgáis de aquí, queridos niños, sin antes en-
viar un saludo a quienes tanto se afanan por vosotros, a
176
los que os dedican todas las energías de su inteligencia
y de su corazón, y que viven y mueren por vosotros.
Y señaló la galería de los maestros.
Entonces se levantaron los chicos que había en el tea-
tro y tendieron los brazos hacia las maestras y los maes-
tros, que contestaron moviendo las manos, los sombre-
ros y los pañuelos, de pie y visiblemente emocionados.
Por último tocó otra vez la banda de música y el públi-
co dedicó un postrero y estruendoso aplauso a los chicos
representantes de las regiones italianas, que se presen-
taron en el escenario en fila y con los brazos entrelaza-
dos, bajo una lluvia de ramos de flores.
La disputa
Lunes, 20
Puedo asegurar que no ha sido la envidia por haber
recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa
que esta mañana he tenido con Coretti. No ha sido por
envidia, pero reconozco que he obrado mal.
El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo
en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito
en el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el
cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para
el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije
una palabrota. Él me contestó sonriendo:
—No lo he hecho adrede.
Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin em-
bargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Éste se
siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego,
para vengarme, le di un empujón que le estropeó la pla-
na. Entonces, montando en cólera, me dijo
177
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