Edmundo de Amicis

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Y mi madre me contestó sonriendo que era por la pri-

mavera y la conciencia tranquila.

El rey Humberto

Lunes, 3

A las diez en punto vio mi padre desde la ventana a

Coretti, el vendedor de leña, y a su hijo, esperándome

en la plaza, y me dijo:

—Ahí están, Enrique; vete a ver al Rey.

Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más alegres

que de ordinario y nunca como esta mañana había notado

su gran parecido; el padre llevaba en la chaqueta la meda-

lla al valor entre otras dos conmemorativas; las puntas del

bigote retorcidas y puntiagudas como alfileres. Inmedia-

t amente nos pusimos en camino hacia la estación del

ferrocarril, donde el Rey debía llegar a las diez y media.

Coretti padre fumaba su pipa y se frotaba las manos.

—¿Sabéis —decía— que no le he vuelto a ver desde

la guerra del sesenta y seis? La friolera de quince años y

seis meses. Primeramente tres años en Francia; luego

en Mondoví; y aquí que le habría podido ver, nunca se

ha dado la maldita casualidad que me encontrase en la

ciudad cuando venía él. ¡Lo que son las circunstancias!

Llamaba al Rey simplemente Humberto, como si fue-

ra un camarada: «Humberto mandaba la 16ª división.»

«Humberto tenía veintidós años y tantos días.» «Humberto

montaba un caballo así y así...»

—¡Quince años! —decía con voz fuerte, alargando el

paso.

—¡Ya tengo ganas de volverlo a ver! Lo dejé príncipe,

y lo encuentro rey. También he cambiado yo: de soldado

he pasado a ser vendedor de leña —y se reía.

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Su hijo le preguntó:

—¿Te conocería, si te viese?

El hombre se echó a reír.

—Estás loco —contestó—. Eso es imposible. Él, Hum-

berto, era uno solo, y nosotros éramos como las moscas.

¿Tú crees que se detuvo a mirarnos uno por uno?

Desembocamos en la avenida de Víctor Manuel. Mu-

cha gente se dirigía, como nosotros, a la estación. Pasa-

ba una compañía de alpinos con la banda de trompetas

abriendo la marcha. Dos carabineros a caballo iban al

galope.

—¡Sí! —exclamó Coretti padre, animándose—; tengo

mucho gusto en volver a ver a mi general de división. ¡Lás-

tima que haya envejecido tan pronto! Me parece que era

ayer cuando llevaba la mochila a la espalda y el fusil en

las manos en medio de una enorme confusión, aquella

mañana del 24 de junio, cuando íbamos a entrar en com-

bate. Humberto iba y venía con sus oficiales mientras a

lo lejos retumbaba el cañón. Todos lo mirábamos y de-

cíamos: «Con tal de que no le toquen las...» Estaba a mil

leguas de pensar que poco después lo iba a tener tan cer-

ca de las lanzas de los ulanos austríacos, precisamente a

cuatro pasos el uno del otro, hijitos. Hacía un tiempo mag-

nífico y el cielo parecía un espejo. Veamos si se puede en-

trar.

Habíamos llegado a la estación. Había un gentío in-

menso, coches, guardias, carabineros, representantes de

entidades con banderas. Tocaba la banda de un regimiento.

Coretti padre intentó entrar bajo un pórtico, pero se

lo impidieron. Entonces pensó situarse en primera fila,

entre la multitud que se agrupaba a la salida, y, abrién-

dose paso a codazos, logró su propósito; nosotros le se-

guimos. Pero el gentío, en sus movimientos de vaivén,

nos llevaba de un lado a otro. El vendedor de leña se co-

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locó junto a la primera columna del pórtico, donde los

guardias no dejaban estar a nadie.

—Venid conmigo —dijo de repente, y, llevándonos

de la mano, cruzamos rápidamente el espacio libre si-

tuándonos de espaldas a la pared.

En seguida se presentó un oficial de Seguridad, que

le dijo:

—Aquí no se puede estar.

—Yo soy del cuarto batallón del 49 —le respondió

Coretti, señalándole la medalla.

El policía le miró y dijo:

—¡Quédese!

—¿No digo yo? —exclamó muy ufano Coretti—; el

cuarto del cuarenta y nueve es una palabra mágica. ¿No

tengo derecho a ver con cierta comodidad a mi general,

después de haber formado el cuadro? Si entonces lo vi

tan de cerca, justo es, creo yo, que lo vea también ahora

de cerca. ¡Y qué digo general! ¡Si durante media hora fue

el comandante de mi batallón, porque en aquellos mo-

mentos él era quien lo mandaba estando en medio de no-

sotros, y no el mayor Ulrich, qué diablos!

En la sala de espera y en sus proximidades se veía,

entretanto, a muchos señores y militares; delante de la

puerta se alineaban los coches con los criados vestidos

de rojo.

Coretti preguntó a su padre si el príncipe Humberto

tenía en su mano la espada cuando estaba en el batallón.

—¡Ya lo creo! —respondió—; para poder parar una

lanzada, que podía tocarle como a cualquier otro. ¡Los

demonios desencadenados se nos echaron encima! Co-

rrían por entre los grupos, los escuadrones y los caño-

nes, pareciendo remolinos de un huracán, rompiéndolo

y destrozándolo todo. Era una confusión de coraceros de

Alejandría, lanceros de Foggia, de infantes, ulanos, ber-

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salleros, un infierno en el que nadie se entendía. Yo oí

gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!», viendo venir seguidamente las

lanzas enemigas; disparamos los fusiles y una nube de

pólvora lo ocultó todo... Luego se disipó el humo... El suelo

estaba cubierto de caballos y de ulanos heridos y muer-

tos. Yo volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a

Humberto, montado a caballo que miraba a su alrede-

dor, tranquilo, como con deseos de preguntar: «¿Ha reci-

bido arañazos alguno de mis valientes?» Y nosotros le

vitoreamos en su misma cara como locos. ¡Qué momen-

tos, santo Dios!... Ya llega el tren real.

La banda tocó; acudieron los oficiales y la multitud

se apoyó en la punta de los pies.

—¡Habrá que esperar un poco! —dijo un guardia—.

Ahora está oyendo un discurso.

Coretti padre no cabía en sí de gozo.

—¡Ah! Cuando pienso en él, me parece verlo allá. Bien

está que acuda a visitar a los atacados por el cólera y

que se halle entre los damnificados por los terremotos,

para darles ánimo, eso es meritorio; pero yo siempre lo

tengo presente en mi recuerdo como lo vi entonces, en

medio de nosotros, con asombrosa serenidad. Y estoy se-

guro de que también se acordará él del cuarto del 49, aun

ahora que es rey, y le gustaría reunirse con todos noso-

tros en alguna ocasión, con los que tenía a su alrededor

en aquellos instantes. Ahora le rodean generales y seño-

res encopetados; entonces no tenía cerca de sí más que

pobres soldados. ¡Si yo pudiera cruzar con él unas cuan-

tas palabras! ¡Casi nada, nuestro general de veintidós

años, nuestro augusto príncipe, confiado a nuestras bayo-

netas...! ¡Quince años que no lo veo...! ¡Nuestro Humber-

to...! ¡Esa música me hace hervir la sangre, palabra de

honor!

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Gritos frenéticos le interrumpieron; millares de som-

breros se agitaron al viento; cuatro señores vestidos de

etiqueta subieron al primer carruaje.

—¡Es él! —gritó Coretti, permaneciendo como encan-

tado. Después prosiguió por lo bajo:— ¡Virgen mía, qué

canoso está!

Los tres nos descubrimos. El coche real avanzaba con

lentitud, entre los vítores de la multitud, que gritaba y

le saludaba con los sombreros en la mano. Yo miraba a

Coretti padre. Me pareció otro, como si de pronto se hu-

biese hecho más alto, pálido, rígido, apoyándose en la

columna.

El coche real llegó delante de nosotros, a un paso de

la pilastra.

—¡Viva! —gritaron muchas voces a una.

—¡Viva! —gritó Coretti después de los demás.

El Rey se fijó en él y se detuvo durante unos instan-

tes en las tres medallas.

Coretti perdió entonces la cabeza y exclamó: —¡Cuar-

to batallón del cuarenta y nueve!

El Rey, que ya estaba mirando a otra parte, se volvió

hacia nosotros y, fijándose más en Coretti, sacó la mano

fuera del coche.

Coretti dio un salto adelante y se la estrechó.

El carruaje pasó, se interpuso el gentío y nos sepa-

ró, perdiendo de vista a Coretti padre. Fue tan sólo un

instante. En seguida se puso anhelante, con los ojos hu-

medecidos, y llamó a voces a su hijo, teniendo la mano

en alto. El hijo corrió hacia él.

—¡Ven acá, hijo mío —le dijo— que todavía tengo ca-

liente la mano! —Y se la pasó por la cara, añadien-

do:— Ésta es la caricia del Rey.

Allí se quedó, como si despertara de un sueño, con

los ojos fijos sobre la lejana carroza real, sonriendo, con

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la pipa en las manos, en medio de un grupo de curiosos

que le miraban.

—Es uno del cuarto del 49 —decían—, es un antiguo

soldado que conoce al Rey. El Rey lo ha reconocido y le

ha estrechado la mano.

—Ha entregado un memorial al Rey —añadió otro

en tono más alto.

—¡Eso no es cierto! —rebatió Coretti volviéndose con

brusquedad—; no le he pedido ningún favor. Otra cosa

le daría si me la pidiese... —Todos le miraron con cierto

asombro. Y él añadió sin inmutarse: ¡Mi sangre!

La guardería

Martes, 4

Cumpliendo su promesa, mi madre me llevó ayer, des-

pués de almorzar, a la guardería infantil de la avenida

de Valdocco, para recomendar a la directora a una her-

manita de Precossi.

Yo no había visto nunca un centro así. ¡Qué bien lo

pasé! Eran doscientos, entre niños y niñas, tan peque-

ños, que nuestros parvulitos de la primera inferior son

unos hombres a su lado. Llegamos cuando entraban en

fila de a dos en el refectorio, donde había dos mesas muy

largas con muchas escotaduras redondas, y en cada una

de ellas una escudilla negra, llena de arroz y habichue-

las, y una cuchara de estaño al lado.

Al entrar, algunos se caían y permanecían sentados

en el suelo, hasta que acudían las maestras para levan-

tarlos. Muchos se paraban ante una escudilla, creyendo

que fuese aquel su sitio, y engullían inmediatamente una

cucharada; pero alguna maestra les decía: «¡Adelante!»

Ellos daban tres o cuatro pasos y tomaban otra cuchara-

200

da, y así hasta que llegaban a su puesto, después de ha-

ber consumido a cucharadas sueltas media ración por lo

menos. Al fin, a fuerza de empujarlos y de gritar: «Cada

cual a su sitio», los pusieron en orden y empezó la ora-

ción. Pero los de la fila de dentro, que para rezar tenían

que ponerse de espaldas a la escudilla, volvían de vez en

cuando la cabeza para no perderla de vista y que nadie

les birlase nada; rezaban con las manos juntas y la mira-

da hacia el cielo, pero con el corazón en la comidita. Ter-

minada la oración, empezaron a comer.

¡Qué espectáculo tan divertido! Uno comía con dos

cucharas; otro se servía exclusivamente de las manos;

muchos cogían las habichuelas una a una y se las iban

guardando en el bolsillito; otros, en cambio, se las ponían

en el delantalito y las machacaban hasta convertirlas en

una pasta. No faltaban los que no comían por embobarse

viendo volar las moscas, y algunos estornudaban y lan-

zaban una granizada de arroz en torno suyo. Aquello pa-

recía un gallinero. Pero era muy divertido. Eran dignas

de verse las dos hileras de niñas con el pelo sujeto en lo

alto de la cabeza con cintas rojas, verdes y azules. Una

maestra preguntó a una fila de ocho niñas:

—¿Dónde se cría el arroz?

Las ocho abrieron la boca llena de comida y respon-

dieron a una, cantando:

—El arroz se cría en el agua.

Después mandó la maestra:

—¡Manos en alto!

Y fue bonito observar que se levantaban todos aque-

llos bracitos, que unos meses antes estaban en pañales,

y agitarse todas las manecitas, dando la sensación de ser

otras tantas mariposas blancas y sonrosadas.

Luego salieron al recreo, no sin antes coger las cesti-

tas con la merienda, que estaban colgadas en la pared.

201

Fueron al jardín y se esparcieron, sacando sus provi-

siones: pan, ciruelas pasas, un trocito de queso, un hue-

vo hervido, peras pequeñitas, un puñado de garbanzos

o un ala de pollo. En unos instantes todo el jardín estu-

vo cubierto de migajas y partículas como si en él hubie-

ran esparcido granzas para bandadas de pájaros. Comían

en las posturas más extrañas, como los conejos, los to-

pos, los gatos, royendo, lamiendo, chupando. Un niño sos-

tenía sobre su pecho una rebanada de pan y la iba untan-

do con una níspola, como si sacara brillo a una espada.

Unas niñas estrujaban en la mano requesones frescos que

escurrían como leche entre los dedos y se los metían en

las mangas, sin que ellas se apercibieran. Corrían y se

perseguían con las manzanas y los panecillos en los dien-

tes, como los perritos. Vi a tres que introducían un pali-

llo en un huevo duro creyendo descubrir en él verdade-

ros tesoros, lo esparcían por el suelo y luego lo recogían

pedacito a pedacito con gran paciencia, como si hubiesen

sido perlas. Los que llevaban algo extraordinario tenían

a su alrededor a ocho o diez criaturas con la cabeza in-

clinada hacia el interior, como habrían mirado la luna

en un pozo. Al menos unos veinte estaban alrededor de

un chiquito que tenía en la mano un cucurucho de azú-

car, y todos le hacían cumplidos para que les permitie-

se mojar el pan; él lo consentía a unos; y a otros, después

de hacerse rogar, sólo les permitía chuparse el dedo.

Entretanto mi madre había acudido al jardín y acari-

ciaba ora a uno ora a otro. Muchos le seguían, e incluso

se le echaban encima para pedirle un beso, poniendo la

carita hacia arriba, como si mirasen a un tercer piso,

abriendo y cerrando la boca cual si pidieran de mamar.

Uno le ofreció un gajo de naranja ya mordido; otro una

cortecita de pan; una niña le dio una hoja, otra le ense-

ñó muy seriecita la punta del dedo índice, donde, fiján-

202

dose bien, podía verse una ampollita microscópica, que

se había hecho el día anterior al tocar la llama de una

vela. Le ponían ante los ojos, como grandes maravillas,

insectos tan pequeños que no me explico cómo podían

verlos y cogerlos, pedazos de tapón de corcho, botoncitos

de camisa y florecitas cortadas de las macetas. Un niño

con la cabeza vendada, que quería se le atendiese a toda

costa, le balbuceó no sé qué historia de una voltereta,

sin que se le entendiera lo más mínimo; otro quiso que

mi madre se inclinase y le dijo al oído:

—Mi padre hace escobas.

Mientras tanto ocurrían por todas partes mil peripe-

cias que obligaban a acudir a las maestras: niñas que llo-

raban porque no podían deshacer un nudo del pañuelo;

otras que por dos semillas de manzana disputaban a gri-

tos y se arañaban; un niño se había caído boca abajo so-

bre un banquito volcado, y lloraba por no poderse levan-

tar.

Antes de marcharnos, mi madre tomó en brazos a tres

o cuatro y entonces acudieron de todas partes, con las

caras manchadas de yema de huevo y de zumo de naran-

ja, para que los cogiera; uno le agarraba las manos; otro

le cogía un dedo para verle la sortija; quién le estiraba

de la cadenita del reloj y había uno que se empeñaba en

tocarle las trenzas.

—¡Cuidado, señora —decían las maestras—, que le

van a estropear el vestido!

Pero mi madre no hacía caso y continuó besándolos.

Se le echaban encima, los primeros con los bracitos ex-

tendidos, como queriendo trepar por ella, y los más dis-

tantes tratando de abrirse paso para ponerse en primer

término. Todos le decían a gritos:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

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Al fin logró escapar del jardín, y entonces todos co-

rrieron a asomarse por entre los barrotes de la verja, para

verla pasar y sacar los bracitos fuera en saludo, ofrecién-

dolo todavía pedazos de pan, trocitos. de níspolas y cor-

tezas de queso, gritando a la vez:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Ven otra

vez!

Mi madre, al pasar, movió su mano por encima de

aquellas cien manecitas que se agitaban, como sobre una

guirnalda de rosas vivas, y cuando estuvimos en la ca-

lle, a pesar de ir ella cubierta de migajas y de manchas,

manoseada y despeinada, con una mano llena de flores

y los ojos hinchados por las lágrimas, se sentía tan con-

tenta como si saliera de una fiesta.

A lo lejos seguía oyéndose el vocerío del jardín de la

guardería infantil, como un gorjeo de pajarillos, diciendo:

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ven otra vez, señora!

En clase de gimnasia

Miércoles, 5

Como quiera que continúa haciendo un tiempo es-

pléndido, nos han hecho pasar los aparatos de gimnasia

desde la sala al jardín.

Garrone estaba ayer en el despacho del señor Direc-

tor cuando llegó la madre de Nelli, la rubia señora ves-

tida de negro, para rogarle que dispensara a su hijo de

los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuer-

zo, y hablaba teniendo una mano sobre la cabeza de su

hijo.

—No puede... —dijo al Director.

204

Sin embargo Nelli se mostró muy contrariado ante la

posibilidad de quedar excluido de dichos ejercicios y su-

frir una humillación más..., por lo que dijo a su madre:

—Ya verás, mamá, que soy capaz de hacer lo que otros.

Su madre le miraba en silencio, con aire de compa-

sión y de afecto. Después dijo algo cavilosa:

—Me dan miedo sus compañeros...

Quería decir que temía se burlasen de él. Pero Nelli

le replicó:

—No me importa nada... Además, está Garrone. Bas-

ta que él no se burle.

Entonces consintieron que fuese a la clase de gimna-

sia.

El profesor, el de la cicatriz en el cuello, que sirvió a

las órdenes de Garibaldi, nos llevó en seguida a las ba-

rras verticales, que son muy altas, y había que subirse

hasta lo último, quedando de pie sobre el eje transver-

sal. Derossi y Coretti subieron como dos monos; también

se mostró ágil en la subida el pequeño Precossi, aunque

estorbándole el chaquetón que le llegaba hasta las rodi-

llas, y para hacerle reír y estimularle, le repetíamos su

acostumbrado estribillo:

—Perdona, perdona.

Stardi bufaba, se ponía rojo como un pavo y apretaba

los dientes como perrito rabioso; pero aunque hubiese

reventado habría llegado a lo último, como, en efecto,

llegó. También superó la prueba Nobis, que adoptó des-

de lo alto la postura de un emperador. Votini se resbaló

dos veces, a pesar de su bonito traje con listas azules,

que le habían hecho expresamente para la gimnasia.

Para subir con mayor facilidad, todos nos embadur-

nábamos las manos con pez griega, o colofonia, como la

llaman, y, por supuesto, es el traficante de Garoffi quien

205

la provee a todos en polvo, vendiéndola a perragorda el

cucurucho, ganándose casi otro tanto.

Luego le correspondió a Garrone, que trepó, sin de-

jar de masticar pan, como si no tuviera importancia, y

creo que habría sido capaz de subir llevando a uno de

nosotros a la espalda; tanta es la fuerza de ese torete.

Después de Garrone llegó la vez a Nelli. En cuanto se

agarró a las barras con sus largas y débiles manos, mu-

chos empezaron a reírse y burlarse; pero Garrone cruzó

sus robustos brazos sobre el pecho y dirigió en torno suyo

una mirada tan expresiva, que todos comprendieron que

recibiría unos guantazos, aun en presencia del profesor,

el que prosiguiera en la burla. Ante esto, todos dejaron

de reírse inmediatamente.

Nelli empezó a subir; al pobrecillo le costaba mucho;

se ponía morado; respiraba fuerte y le corría el sudor

por la frente.

El profesor le dijo:

—¡Baja!

Pero no le obedeció, y hacía esfuerzos obstinados. Yo

esperaba verle caer de un momento a otro, medio muer-

to. ¡Pobre, Nelli! Pensaba que, de haber estado en su lu-

gar, en caso de que me hubiese visto mi madre, habría

sufrido muchísimo. Y lo hacía porque le aprecio y no sé

qué habría dado para hacerle subir; le habría empujado

desde abajo sin que me vieran. Entretanto Garrone, De-

rossi y Coretti le decían:

—¡Arriba, arriba, Nelli! ¡Venga, valiente! ¡Ánimo, si-

gue!

Nelli hizo un gran esfuerzo, lanzando un gemido y

estuvo a dos palmos del travesaño.

—¡Muy bien, valiente! —gritaron los otros—. ¡Áni-

mo! Ya no falta más que un poquito.

Nelli se agarró al travesaño, y todos le aplaudimos.

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—¡Bravo! —dijo el profesor—, pero ya está bien. Bá-

jate.

Sin embargo Nelli quiso hacer lo mismo que los an-

teriores, y, después de no poco esfuerzo, consiguió po-

ner los codos en el travesaño, luego las rodillas, y, por

último, los pies, plantándose, al fin, en él. Sin casi poder

respirar, pero sonriendo, nos dirigió a todos una mirada

de satisfacción. Todos le aplaudimos de nuevo y él vol-

vió la cabeza hacia la calle. Yo me volví también en aque-

lla dirección y, a través de las plantas que hay delante

de la verja del jardín, vi a su madre, que paseaba por la

acera, sin atreverse a mirar.

Nelli descendió y todos le felicitamos. Estaba excita-

do, colorado y le brillaban los ojos; no parecía el mismo.

A la salida, cuando la madre salió a su encuentro y

le preguntó con inquietud, abrazándole:

—¿Qué tal ha ido, hijo mío?

Todos respondimos a coro:

—¡Lo ha hecho muy bien! Ha subido como nosotros.

Está fuerte, ¿sabe? ¡Y ágil! Hace lo que cualquier otro.

No es para decir la alegría de la buena señora. Qui-

so darnos las gracias uno por uno, y no pudo. Estrechó

la mano a tres o cuatro, hizo una caricia a Garrone, se

llevó consigo al hijo y los vimos marchar un gran trecho

de prisa, hablando y gesticulando entre ellos, sumamen-

te contentos como antes no los había visto nadie.

El maestro de mi padre

Martes, 11

¡Qué excursión más agradable hice ayer con mi pa-

dre! La voy a describir. Anteayer, durante la comida, le-

207

yendo mi padre el periódico, lanzó de pronto una excla-

mación de asombro. Después nos dijo:

—Y yo que suponía que había muerto hace por lo me-

nos veinte años! ¿No sabéis que todavía vive mi primer

maestro, don Vicente Crosetti, que tiene ochenta y cua-

tro años? Acabo de enterarme de que el Ministerio le ha

concedido la medalla del trabajo por los sesenta años que

ha dedicado a la enseñanza. ¡Sesenta años! ¿Qué os pa-

rece? Y hace solamente dos que dejó de dar clase. ¡Po-

bre señor! Vive a una hora de tren de aquí, en Condove,

el pueblo de nuestra antigua jardinera del chalet de

Chieri. —Y luego añadió—: Enrique, iremos a verlo.

Toda la tarde estuvo hablándonos de él.

El nombre de su primer maestro le traía a la memo-

ria mil recuerdos de su infancia, de sus primeros com-

pañeros, de su difunta madre.

—¡El señor Crosetti! —exclamaba—. Tenía unos cua-

renta años cuando yo asistía a su escuela. Aun me pare-

ce estar viéndolo: un hombre ya algo encorvado, de ojos

claros y la cara siempre afeitada. Severo, pero de bue-

nos modales, que nos quería como un padre, aunque sin

consentirnos nada que no estuviese bien. Era hijo de cam-

pesinos, e hizo la carrera a fuerza de estudio y de mu-

chas privaciones. Mi madre le apreciaba mucho y mi pa-

dre lo trataba como amigo. ¿Cómo habrá ido a parar a

Condove, desde Turín? Seguramente que no me recono-

cerá. Pero no importa. Lo reconoceré yo. ¡Han pasado

cuarenta y cuatro años! Cuarenta y cuatro años, Enri-

que; iremos a verlo mañana.

Y ayer por la mañana, a las nueve, estábamos en la

estación de Susa. Yo habría querido que nos acompaña-

se Garrone; pero no pudo, por encontrarse enferma su

madre.

208

Era una espléndida mañana primaveral. El tren co-

rría entre los verdes campos y los setos en flor, respirán-

dose un aire perfumado. Mi padre estaba contento y, de

vez en cuando, me echaba un brazo al cuello y, mirando

el panorama que se iba ofreciendo a nuestra vista, me

hablaba como a un amigo.

—¡Pobre señor Crosetti! —decía—. Ha sido el pri-

mer hombre que me ha querido y ha mirado por mi bien,

después de mi padre. Nunca he echado en olvido sus bue-

nos consejos y hasta ciertos reproches destemplados que

me hacían ir a mi casa de mal talante. Tenía las manos

cortas y gruesas. Me parece estar viéndolo cuando en-

traba en la escuela: ponía el bastón en un rincón y colga-

ba su capa en la percha, siempre con idénticos movimien-

tos. Conservaba todos los días igual humor, tan concien-

zudo, metódico, atento y voluntarioso como si diese cla-

se por primera vez. Lo recuerdo como si ahora mismo le

oyese decir, llamándome la atención: «Eh, tú, Bottini,

pon el índice y el dedo corazón en el palillero.» Segura-

mente estará muy cambiado después de cuarenta años.

Apenas llegamos a Condove, fuimos a buscar a nues-

tra antigua jardinera de Chieri, que tiene una tiendecita

en una de las callecitas del pueblo. La encontramos con

sus hijos, y se alegró mucho de vernos. Nos dio noticias

de su marido, que estaba para regresar de Grecia, a don-

de había ido a trabajar hace tres años, así como de su hija

mayor, que se halla en el Instituto de Sordomudos de Tu-

rín. Luego nos indicó por dónde debíamos ir a casa del

maestro de mi padre, muy conocido en el pueblo.

Salimos del pueblo y fuimos por una senda en cuesta

flanqueada por floridos setos.

Mi padre no hablaba, parecía que fuera absorto en

sus pensamientos, y de vez en cuando se sonreía y luego

movía la cabeza.

209

De pronto se detuvo y dijo:

—Allí está. Seguro que es él.

Hacia nosotros bajaba por la senda un anciano de pe-

queña estatura, de barba blanca, con ancho sombrero en

la cabeza, apoyándose en un bastón. Arrastraba los pies

y le temblaban las manos.

—¡Es él! —repitió mi padre, apresurando el paso.

Nos detuvimos cuando estábamos cerca. También se

detuvo el anciano, que miró a mi padre. Tenía la cara to-

davía fresca, y los ojos claros y vivarachos.

—¿Es usted —le preguntó mi padre al tiempo que se

quitaba el sombrero— el maestro don Vicente Crosetti?

—El mismo —respondió con voz algo trémula, pero

robusta—. ¿En qué puedo servirle?

—Mire, permita a un antiguo alumno suyo estrechar-

le la mano y preguntarle cómo se encuentra. He venido

de Turín expresamente para verlo.

El anciano le miró, extrañado. Luego dijo:

—Es mucho honor para mí... no sé... ¿Cuándo fue alum-

no mío? Perdone ¿quiere hacer el favor de decirme su

nombre?

—Alberto Bottini —le contestó mi padre, añadiendo

el lugar y el año en que había asistido a su escuela—. Us-

ted, claro está, no se acordará de mí. Pero yo sí le recuer-

do perfectamente.

El maestro inclinó la cabeza y miró al suelo, pensati-

vo, y murmuró dos o tres veces el nombre de mi padre.

Después dijo lentamente:

—¿Alberto Bottini? ¿El hijo del ingeniero Bottini, que

vivía en la plaza de la Consolata?

—El mismo —le respondió mi padre, tendiéndole las

manos.

—Entonces permíteme, mi querido amigo, que te dé

un abrazo. —Así lo hizo, y su blanca cabeza apenas si lle-

210

gaba al hombro de mi padre, quien apoyó su mejilla en

la frente del anciano. Luego me presentó:

—Éste es mi hijo Enrique.

El anciano me miró con complacencia y me besó en

la frente. A continuación nos dijo:

—Venid conmigo.

Sin añadir más, se volvió y nos encaminamos hacia

su casa.

Llegamos a una pequeña explanada, ante la cual ha-

bía una casita con dos puertas, una de las cuales tenía

encalado un trozo de pared en su derredor.

El maestro abrió la otra y nos invitó a pasar.

Entramos en una pequeña estancia, con sus cuatro

paredes encaladas. En un rincón había una cama de ta-

blas con jergón de hojas de maíz y una cubierta de cua-

dros blancos y azules. En otro se veía una mesita y una

pequeña biblioteca. Cuatro sillas completaban el modes-

to mobiliario. En una de las paredes, un viejo mapa su-

jeto con tachuelas. Se percibía olor a miel.

Nos sentamos los tres. Mi padre y el maestro se mi-

raron un rato en silencio.

—¡Conque Bottini! —exclamó el maestro, fijando su

mirada en el suelo enladrillado, donde el sol reflejaba

un tablero de ajedrez—. ¡Me acuerdo muy bien! Tu ma-

dre era una señora muy buena. Tú estuviste el primer

año en el primer banco, junto a la ventana. Fíjate si me

acuerdo. Aún me parece estar viendo tu cabeza rizada

—luego pensó un momento—. Eras un chico muy espa-

bilado. El segundo año estuviste enfermo de garrotillo.

Me acuerdo que te llevaron después a clase muy demacra-

do, envuelto en un mantón. Han pasado cuarenta años, ¿no

es verdad? Has hecho bien en acordarte de tu pobre maes-

tro. Han venido otros a visitarme, entre ellos un coro-

nel, sacerdotes y otros de diversas profesiones. —Luego

211

preguntó a mi padre a qué se dedicaba, y a continuación

añadió—: Me alegro, me alegro de todo corazón que ha-

yas venido, y te doy las gracias. Hacía tiempo que no veía

a ninguno de mis antiguos alumnos, y temo que seas pre-

cisamente tú el último.

—¡No diga usted eso! —exclamó mi padre—. Usted

está bien y aún tiene mucha vitalidad.

—¡Ah, no! —respondió él—. ¿Es que no ves cómo tiem-

blo? —y enseñó sus manos—. Esto es un mal indicio. Me

acometió el temblor hace tres años, estando en clase. Al

principio no hice caso, creyendo que se me pasaría; pero

no ha sido así, sino que ha ido en aumento. ¡Aquel día,

cuando por primera vez hice un garrapato en el cuader-

no de un chico fue un golpe mortal para mí, puedes creer-

lo! Aún seguí dando clase por cierto tiempo, pero llegó

un momento en que ya no me fue posible continuar. Al

cabo de sesenta años dedicados a la enseñanza tuve que

despedirme de la escuela, de los alumnos y del trabajo.

Y lo sentí muchísimo, como puedes figurarte. La última

vez que di clase me acompañaron todos a casa y me fes-

tejaron; pero yo estaba triste, comprendiendo que se me

acababa la vida. El año antes había perdido a mi esposa

y a mi hijo único, que murió de apendicitis. No me que-

daron más que dos nietos campesinos. Ahora vivo con al-

gunos cientos de liras que me dan de pensión. No hago

nada, y los días parece que no tienen fin. Mi única ocu-

pación, ya lo ves, es hojear mis viejos libros de escuela,

colecciones de periódicos y diarios escolares, así como

algunos libros que me han regalado... Míralos —dijo se-

ñalando la biblioteca—; ahí están mis recuerdos, todo

mi pasado... No me queda otra cosa en el mundo —Lue-

go, en tono repentinamente jovial, dijo—: Te voy a pro-

porcionar una grata sorpresa, querido Bottini.

212

Se levantó y, acercándose a la mesa, abrió un largo

cajón, que contenía muchos pequeños paquetes, todos ellos

atados con un cordoncito, apareciendo escrita en cada

uno una fecha de cuatro cifras. Después de haber busca-

do un poco, desató uno, hojeó muchos papeles y sacó uno

amarillento, que presentó a mi padre. Era un trabajo suyo

de la escuela, realizado cuarenta años atrás. En la cabe-

cera había escrito: Alberto Bottini. Dictado, 3 de abril de

1838.

Mi padre reconoció en seguida su letra gruesa de niño

y empezó a leer, sonriéndose. Mas de pronto se le hume-

decieron los ojos. Yo me apresuré a preguntarle qué le

pasaba.

El me rodeó con un brazo la cintura y, apretándome

contra sí, me dijo:

—Mira esta hoja. ¿Ves? Estas correcciones las hizo

mi pobre madre. Ella siempre me reforzaba las eles y las

tes. Los últimos renglones son enteramente suyos. Ha-

bía aprendido a imitar perfectamente mis rasgos y, cuan-

do yo estaba rendido de sueño, ella terminaba el trabajo

por mí. ¡Bendita madre mía! —Dicho esto, besó la página.

—Aquí están —dijo el maestro, enseñando otros pa-

quetes— mis memorias. Cada año iba poniendo aparte

un trabajo de cada uno de mis alumnos, teniéndolos to-

dos ordenados y numerados. A veces los hojeo, y leo al

azar algunas líneas, volviendo a mi recuerdo mil cosas,

con lo que me parece revivir el tiempo pasado. ¡Cuántos

años han transcurrido, querido Bottini! Yo cierro los ojos

y veo caras y más caras, clases tras clases, centenares y

centenares de chicos, muchos de los cuales han desapa-

recido ya. De no pocos me acuerdo perfectamente. Me

acuerdo bien de los mejores y de los peores, de los que

me han proporcionado muchas satisfacciones y de quie-

nes me han hecho pasar momentos tristes, porque de todo

213

ha habido en la vida, como es fácil suponer. Pero ahora,

ya lo comprenderás, es como si me encontrase en el otro

mundo, y a todos los quiero igualmente.

Volvióse a sentar y tomó una de mis manos entre las

suyas.

—Y de mí —le preguntó mi padre, sonriéndose—, ¿no

recuerda ninguna mala pasada?

—De ti —respondió el anciano, sonriéndose también—

por el momento, no. Pero eso no quiere decir que no hi-

cieras alguna. Eras un chico juicioso, tal vez más serio

de lo que correspondía a tu edad. Me acuerdo de lo mu-

cho que te quería tu buena madre... Has hecho bien y te

agradezco la atención que has tenido conmigo en venir a

verme. ¿Cómo has podido dejar tus ocupaciones para lle-

gar a la morada de tu pobre y viejo maestro?

—Oiga, señor Crosetti —dijo mi padre con viveza—.

Me acuerdo como si fuese ahora, la primera vez que mi

madre me acompañó a la escuela, debiendo separarse de

mí por espacio de dos horas y dejarme fuera de casa en

manos de una persona desconocida. Ésa es la verdad. Para

aquella santa criatura, mi ingreso en la escuela era como

la entrada en el mundo, la primera de una serie de se-

paraciones dolorosas, pero necesarias; la sociedad le qui-

taba por vez primera al hijo para no devolvérselo ya por

completo. Estaba emocionada y yo también. Me recomen-

dó a usted con voz temblorosa, y luego, al marcharse, aún

me saludó por un resquicio de la puerta, con los ojos lle-

nos de lágrimas. Y precisamente entonces le hizo usted

un ademán con una mano, poniéndose la otra sobre el

pecho, como diciéndole: «Confíe en mí, señora». Pues bien,

jamás lo he olvidado, sino que siempre ha permanecido

en mi corazón aquel gesto suyo, aquella mirada, que eran

expresiones de que usted se había percatado de los senti-

mientos de mi madre, y que constituían la honesta prome-

214

sa de protección, de cariño y de indulgencia. Ese recuer-

do es el que me ha impulsado a salir de Turín. Y aquí me

tiene, al cabo de cuarenta y cuatro años para decirle: Gra-

cias, querido maestro.

El maestro no respondió; me acariciaba el pelo con

los dedos, y su mano temblaba, saltaba del pelo a la fren-

te, y de ésta al hombro.

Entretanto mi padre miraba las desnudas paredes,

el mísero lecho, un pedazo de pan y una botellita de

aceite que había en la ventana, como si quisiera decir:

«¿Éste es el premio que se te otorga después de sesenta

años de intenso trabajo?»

Pero el anciano estaba contento y empezó a hablar

de nuevo con gran vivacidad de nuestra familia, de otros

maestros de aquellos años y de los compañeros de clase

de mi padre, el cual se acordaba de unos, pero no de otros;

los dos se comunicaban noticias sobre éste o aquel. De

pronto interrumpió mi padre la conversación para rogar

al maestro que bajase con nosotros al pueblo con el fin

de almorzar juntos. Él contestó con mucha espontanei-

dad:

—Te lo agradezco, te lo agradezco. —Sin embargo pa-

recía indeciso. Mi padre le tendió ambas manos y le rei-

teró la invitación.

—¿Cómo me las voy a arreglar con estas pobres ma-

nos que no paran de bailar, como ves? Es un martirio tam-

bién para los demás.

—Nosotros le ayudaremos, señor maestro —le repli-

có mi padre. Entonces aceptó, procurando sonreírse y

moviendo la cabeza.

—¡Hermoso día! —dijo cerrando la puerta desde fue-

ra—. Un día inolvidable, querido Bottini. Te aseguro que

lo recordaré mientras viva.

215

Mi padre le dio el brazo, y él me cogió de la mano, ba-

jando de ese modo por el caminillo. Encontramos a dos

chicas descalzas, que cuidaban de unas vacas, y a un mu-

chacho, que pasó corriendo con un gran haz de hierba a

las espaldas. El maestro dijo que los tres eran alumnos

de segundo, que por la mañana llevaban las vacas a pa-

cer y trabajaban en el campo, con los pies descalzos, yen-

do por la tarde, calzados, a la escuela.

Era casi mediodía, y ya no encontramos a nadie más.

En unos minutos llegamos a la posada, nos sentamos en

una mesa grande, poniendo en medio al maestro, y en

seguida empezamos a comer. Mi padre le cortaba la car-

ne, le partía el pan y echaba sal a su plato. Para beber

tenía que sujetar el vaso con ambas manos, y aun así cho-

caba en sus dientes.

El maestro se mostraba alegre, pero la misma emo-

ción del feliz encuentro aumentaba su temblor, que casi

le impedía comer.

Cuando entramos en la posada, reinaba en ella un si-

lencio conventual; sin embargo, pronto quedó roto, por-

que el anciano hablaba mucho y con calor de los libros

de lectura de cuando él era joven, de los horarios de en-

tonces, de los elogios que le habían hecho los superiores,

de la nueva reglamentación de las escuelas dispuesta por

el Gobierno, sin perder su serena fisonomía, aunque con

más colorido que al principio, la voz más agradable y la

sonrisa casi propia de un joven. Mi padre lo miraba con

gran atención, con la misma expresión que le veo a ve-

ces cuando se fija en mí, pensando y sonriendo a solas y

la cabeza algo inclinada a un lado. Al maestro le cayó algo

de vino en el pecho, y mi padre se apresuró a limpiárse-

lo con la servilleta.

—¡No, eso no, hijo mío, no te lo consiento! —le dijo, y

se reía. Decía algunas palabras en latín. Al final levantó

216

el vaso, que le bailaba en la mano, y dijo con mucha se-

riedad: —¡A tu salud, señor ingeniero, la de tus hijos y a

la memoria de tu buena madre!

—¡A la suya, mi buen maestro! —respondió mi padre,

estrechándole la mano.

En el fondo de la estancia estaban el posadero y otros

que miraban y sonreían como si hubiesen participado de

la fiesta que se hacía en honor del maestro de su pueblo.

Salimos después de las dos, y el maestro se empeñó

en acompañarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo

otra vez y él me cogió de la mano; yo le llevaba el bastón.

A nuestro paso deteníase la gente a mirar, por ser perso-

na muy conocida, y algunos lo saludaban. En cierto punto

del camino oímos salir por una ventana muchas voces de

chicos que leían a un tiempo. El anciano se detuvo y pare-

ció entristecerse.

—Esto es, mi querido Bottini —dijo—, lo que más me

apena: el oír la voz de los chicos en la escuela sin estar

yo en ella y ser otro el encargado de dirigirlos. He escu-

chado esa música por espacio de sesenta años y mi cora-

zón se había hecho a ella... Ahora me encuentro sin fa-

milia, ya no tengo hijos.

—No diga eso, señor maestro —replicó mi padre, re-

anudando el camino—; usted tiene muchos hijos esparci-

dos por el ancho mundo, que se acuerdan de usted lo mis-

mo que yo me he acordado siempre.

—No, no —respondió el maestro con tristeza—; ya

no tengo escuela y carezco de hijos. Así no creo poder

vivir mucho tiempo. Pronto sonará mi última hora.

—¡Por Dios, no piense así! —le dijo mi padre—. De

todos modos, usted ha cumplido con su deber, ha hecho

mucho bien y ha empleado noblemente su vida.

El maestro inclinó un momento su blanca cabeza en

el hombro de mi padre y me dio un apretón.

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