Llegamos a la estación cuando el tren estaba para sa-
lir.
—¡Adiós, señor maestro! —dijo mi padre, abrazándo-
lo y besándolo en ambas mejillas.
—¡Adiós, hijo, y muchas gracias! —respondió el maes-
tro tomándole una mano entre las suyas temblorosas y
llevándoselas al corazón.
Después lo besé yo, y noté que tenía mojada la cara.
Mi padre me ayudó a subir al tren, y, cuando iba a subir
él, cogió con rapidez el tosco bastón que llevaba en su
mano el maestro y le puso en su lugar la hermosa caña
con empuñadura de plata y sus iniciales, diciéndole:
—Guárdela como recuerdo mío.
El anciano intentó devolvérsela y recobrar su bastón;
pero mi padre estaba ya dentro y cerró la portezuela.
—¡Adiós, querido maestro!
—¡Adiós, hijo —respondió él mientras el tren se po-
nía en movimiento—, y que Dios te bendiga por el con-
suelo que me has traído!
—¡Hasta la vista! —gritó mi padre, agitando la mano.
Pero el maestro movió la cabeza como diciendo: «Ya
no nos volveremos a ver.»
—Sí, sí, hasta otra vez —replicó mi padre.
El respondió levantando su trémula mano, señalan-
do al cielo:
—¡Allá arriba!
Y desapareció de nuestra vista con la mano en alto.
En convalecencia
Jueves, 20
¿Quién iba a decirme, cuando regresaba con mi pa-
dre de tan grata excursión, que por espacio de diez días
218
no podría ver el campo ni el cielo? He estado muy malo,
en peligro de muerte. He oído sollozar a mi madre y he
visto a mi padre muy pálido, mirándome fijamente, a mi
hermana Silvia y a mi hermanito, hablando en voz muy
baja, y al médico de las gafas, que no se apartaba de mi
lado y me decía cosas que no entendía. He estado a pun-
to de despedirme de todos para siempre.
¡Pobre mamá! Pasé tres o cuatro días por lo menos
de los que no recuerdo nada en absoluto, como si hubie-
se estado en medio de un sueño embrollado y oscuro. Me
parece haber visto junto a mi cama a mi buena maestra
de la primera superior, esforzándose por reprimir la tos
con el pañuelito, para no molestarme; recuerdo muy con-
fusamente a mi maestro, que se inclinó para besarme y
me pinchó un poco la cara con la barba. Vi pasar, como
en medio de espesa niebla, la rubia cabeza de Crossi, los
dorados rizos de Derossi, el calabrés vestido de negro, y
a Garrone, que me trajo una naranja mandarina con un
verde ramito de hojas, y que se marchó en seguida por-
que su madre estaba enferma.
Después me desperté como de un sueño muy largo,
y comprendí que estaba mejor viendo sonreír a mi ma-
dre y oyendo canturrear a Silvia. ¡Qué sueño más triste
ha sido! Luego empecé a mejorar día a día.
Vino el albañilito, que me hizo reír por primera vez,
después de tanto tiempo poniéndome su acostumbrado
hocico de liebre. ¡Qué bien le sale ahora que se le ha alar-
gado un poco la cara por la enfermedad! Han venido
Coretti y Garoffi, éste con el fin de regalarme dos parti-
cipaciones de su nueva rifa para «una navaja con cinco
sorpresas», que compró a un vendedor ambulante en la
calle Bertola. Ayer, por último, mientras dormía vino
Precossi, poniendo la mejilla debajo de mi mano, pero
sin despertarme, y como venía de la herrería, con la cara
219
ennegrecida por el carbón, me dejó tiznada la manga, cosa
que me ha gustado ver al despertarme.
¡Qué verdes se han puesto los árboles en estos pocos
días! ¡Y qué envidia me dan los chicos que van a la es-
cuela con sus libros, cuando mi padre me asoma a la ven-
tana! Pero también empezaré a ir yo otra vez pronto. Es-
toy impaciente por volver a ver a mis compañeros, mi
banco, el jardín, las calles de costumbre, saber todo lo
que me ha sucedido estos días, coger de nuevo mis libros
y cuadernos, que me parece no los haya tocado en un año.
¡Qué delgada y pálida está mi pobre mamá! ¡Qué ex-
presión de cansancio tiene mi padre! ¿Y qué decir de mis
compañeros, que vinieron a verme, y caminaban de pun-
tillas y me besaban en la frente? Me da pena pensar que
un día tendremos que separarnos. Tal vez continúe los
estudios con Derossi y algún otro, pero ¿y los demás? Una
vez terminados los estudios primarios, ya no volveremos
a vernos; ya no vendrán a visitarme cuando esté enfer-
mo. Me tendré que separar definitivamente de Garrone,
de Precossi, de Coretti, de tantos buenos y queridos com-
pañeros.
Los obreros
Jueves, 20
¿Por qué, Enrique, no les volverás a ver? Esto depen-
de de ti. Una vez que termines cuarto, irás al bachiller
superior y ellos se pondrán a trabajar. Pero permanece-
réis en la misma ciudad quizá por muchos años. ¿Por qué
no os volveréis a ver? Cuando estés en la universidad o
en la academia, les irás a buscar a sus tiendas o a sus
talleres y te alegrarás de encontrarte con tus compañeros
de la infancia, ya hombres, en su trabajo. ¡Cómo es posi-
220
ble que tú no te encuentres con Coretti y Precossi, donde-
quiera que estén!
Irás y pasarás con ellos horas enteras en su compa-
ñía, y verás, estudiando la vida y el mundo, cuántas co-
sas puedes aprender de ellos, y que nadie te sabrá ense-
ñar mejor, tanto sobre sus oficios, como acerca de su so-
ciedad, como de tu país.
Y ten presente que si no conservas estas amistades,
será muy difícil que adquieras otras semejantes en el fu-
turo; amistades, quiero decir, fuera de la clase a que tú
perteneces; y así vivirás en una sola clase; y el hombre
que no frecuenta más que una clase sola, es como el hom-
bre estudioso que no lee más que un solo libro. Proponte
por consiguiente, desde ahora, conservar estos buenos ami-
gos aun cuando os hayáis separado, y procura cultivar su
trato con preferencia, precisamente porque son hijos de
artesanos.
Mira: los hombres de las clases superiores son los ofi-
ciales, y los obreros son los soldados del trabajo; pero tan-
to en la sociedad civil como en el ejército, no sólo el solda-
do no es menos noble que el oficial, ya que la nobleza está
en el trabajo, y no en la ganancia, en el valor, y no en el
grado, sino que, si hay superioridad en el mérito, está de
parte del soldado y del obrero, porque sacan de su propio
esfuerzo menor ganancia. Ama, pues, y respeta sobre todo,
entre tus compañeros, a los hijos de los soldados del tra-
bajo; honra en ellos el sacrificio de sus padres; desprecia
las diferencias de fortuna y clase, porque sólo las gentes
superficiales miden los sentimientos y la cortesía por aque-
llas diferencias; piensa que de las venas de los que traba-
jan en los talleres y los campos salió la sangre bendita
que redimió la patria; ama a Garrone, ama a Precossi,
ama a Coretti, ama a tu albañilito, que en sus pechos de
obreros encierran corazones de príncipes; júrate a ti mis-
221
mo que ningún cambio de fortuna podrá jamás arrancar
de tu alma estas santas amistades infantiles. Jura que si
dentro de cuarenta años, al pasar por una estación de fe-
rrocarril, reconocieras bajo el traje de maquinista a tu
viejo Garrone, con la cara negra... ¡Ah! No quiero que lo
jures; estoy seguro que saltarás sobre la máquina y que
le echarás los brazos al cuello, aun cuando seas senador
del Reino.
TU PADRE
La madre de Garrone
Viernes, 28
En cuanto volví a la escuela, me dieron una triste no-
ticia: hacía varios días que Garrone faltaba a clase por
estar su madre gravemente enferma. Ésta falleció el sá-
bado por la tarde.
Ayer por la mañana, en cuanto entramos en el aula,
nos dijo el maestro:
—Al pobre Garrone le ha sucedido la mayor desgra-
cia que puede sobrevenirle a un niño: la muerte de su
madre. Desde ahora os pido, queridos niños, que respe-
téis el tremendo dolor que destroza su alma. Cuando ven-
ga, saludadlo con cariño y seriedad; que nadie le gaste
bromas ni se ría en su presencia. Os lo recomiendo en-
carecidamente.
Esta mañana se ha presentado en clase Garrone algo
más tarde que los demás y, al verlo, he sentido una gran
angustia en el corazón. Tenía la cara mustia y apenas se
sostenía en las piernas; parecía que hubiese estado un
mes enfermo; viste de luto riguroso y da pena verlo. To-
dos hemos contenido la respiración mirándolo. En cuan-
222
to ha entrado, al volver a ver la escuela, a la que su ma-
dre acostumbraba acudir para acompañarlo; el banco en
donde tantas veces se había inclinado los días de examen
para hacerle las últimas recomendaciones, y en el que
tantas veces había pensado en él con impaciencia, anhe-
lando salir a su encuentro, no pudo contener el llanto.
El maestro se le ha acercado, lo ha estrechado con-
tra sí y le ha dicho:
—Llora, llora, pobre chico, pero no pierdas el ánimo
y ten valor. Tu madre ya no está aquí, pero te ve, te quie-
re y no se aleja de tu lado... y un día la volverás a ver,
porque tienes un alma buena y honrada como ella. ¡Mu-
cho valor, hijo mío!
Dicho esto, lo ha acompañado al banco, cerca de mí.
Yo no me atrevía a mirarlo. Al sacar los libros y cuader-
nos, que no había abierto desde hace muchos días, y ver
en el libro de lectura un dibujo que representa a una ma-
dre llevando al hijo de la mano, ha vuelto a llorar copio-
samente, inclinando la cabeza en el brazo. El maestro nos
ha hecho señal de dejarlo en paz, y ha comenzado la lec-
ción.
Me habría gustado decirle muchas cosas; pero no se
me ocurría nada. Al fin le he puesto una mano en el bra-
zo y le he dicho al oído: —No llores, Garrone.
Él no me ha respondido, limitándose a colocar un rati-
to su mano encima de la mía, pero sin levantar la cabeza.
A la salida, nadie le ha hablado, pero todos le hemos
rodeado con respetuoso silencio.
Viendo a mi madre que estaba esperándome, he co-
rrido a abrazarla; mas ella me ha rechazado, mirando a
Garrone. En seguida he conocido la causa, al darme cuen-
ta que Garrone, ya solo, me estaba mirando con expre-
sión de suma tristeza, como diciendo: «Tú tienes la dicha
223
de abrazar a tu madre; yo ya no la abrazaré jamás. Tu ma-
dre vive y la mía ha muerto.»
Por eso me ha rechazado mi madre, y he salido sin ni
siquiera darle la mano.
José Mazzini
Sábado, 29
Garrone vino también hoy por la mañana a la escue-
la; estaba pálido y tenía los ojos hinchados de llorar; ape-
nas miró los regalillos que le habíamos puesto sobre el
banco para consolarlo. El maestro había llevado, sin em-
bargo, una página de un libro de lectura para reanimar-
lo. Primero nos advirtió que fuésemos todos mañana a
las doce al Ayuntamiento para asistir a la entrega de la
medalla al mérito a un muchacho que ha salvado a un niño
en el Po, y que el lunes dictaría él la descripción de la
fiesta, en vez del cuento mensual. Luego, volviéndose a
Garrone, que estaba con la cabeza baja, le dijo:
—Garrone, haz un esfuerzo, y escribe tú también lo
que voy a dictar.
Todos tomamos la pluma. El maestro dictó:
—José Mazzini, nacido en Génova en 1805, murió en
Pisa en 1872; patriota de alma grande, escritor de pre-
claro ingenuo, inspirador y primer apóstol de la revolu-
ción italiana, por amor a la patria vivió cuarenta años
pobre, desterrado, perseguido, errante, con heroica con-
secuencia en sus principios y en sus propósitos. José
Mazzini, que adoraba a su madre, y que había heredado
de ella todo lo que en su alma fortísima y noble había de
más elevado y puro, escribía así a un fiel amigo suyo para
consolarle de las desventuras. Poco más o menos, he aquí
sus palabras: «Amigo: No, no verás nunca a tu madre so-
224
bre esta tierra. Ésta es la tremenda verdad. No voy a ver-
te, porque el tuyo es de aquellos dolores solemnes y san-
tos que es necesario sufrir y vencer por sí mismo. ¿Com-
prendes lo que quiero decir con estas palabras? ¡Hay que
vencer el dolor! Vencer lo que el dolor tiene de menos
santo, de menos purificador; lo que, en vez de mejorar el
alma, la debilita y la rebaja. Pero la otra parte del dolor,
la parte noble, la que engrandece y levanta el espíritu,
ésta debe permanecer contigo y no abandonarte jamás.
Aquí abajo nada sustituye a una buena madre. En los do-
lores, en los consuelos que todavía puede darte la vida,
tú no la olvidarás jamás. Pero debes recordarla, amarla,
entristecerte por su muerte de un modo que sea digno
de ella. ¡Oh, amigo, escúchame! La muerte no existe, no
es nada. Ni siquiera se puede comprender. La vida es la
vida, y sigue la ley de la vida: el progreso. Tenías ayer
una madre en la tierra; hoy tienes un ángel en otra par-
te. Todo lo que es bueno sobrevive, con mayor potencia,
a la vida terrena. Por consiguiente, también el amor de
tu madre. Ella te quiere ahora más que nunca, y tú eres
responsable de tus actos ante ella más que antes. De ti
depende, de tus obras, encontrarla, volverla a ver en otra
existencia. Debes, por tanto, por amor y reverencia a tu
madre, llegar a ser mejor; que se alegre de ti en tu con-
ducta. Tú, en adelante, deberás en todo acto tuyo, decir-
te a ti mismo: «¿Lo aprobaría mi madre?» Su transforma-
ción ha puesto para ti en el mundo un ángel custodio, al
cual debes referir todas las cosas. Sé fuerte y bueno; re-
siste el dolor desesperado y vulgar; ten la tranquilidad
de los grandes sufrimientos en las almas grandes; esto
es lo que ella quiere.»
—¡Garrone! —añadió el maestro—, sé fuerte y está
tranquilo; esto es lo que ella quiere. ¿Comprendes?
225
Garrone indicó que sí con la cabeza; pero gruesas y
abundantes lágrimas le caían sobre las manos, sobre el
cuaderno, sobre el banco.
Cuento mensual
VALOR CÍVICO
A las doce estábamos con nuestro maestro ante el pa-
lacio municipal para presenciar el acto de entrega de la me-
dalla del valor cívico al chico que salvó a un compañero
suyo de perecer ahogado en el Po.
En el balcón principal de la fachada ondeaba una gran
bandera tricolor.
Entramos en el patio del palacio municipal que se hallaba
repleto de gente. Al fondo había una mesa con tapete en-
carnado; encima, papeles, y por detrás una hilera de sillo-
nes dorados para el alcalde y los componentes de la junta.
También había ujieres municipales con dalmáticas azules y
calzas blancas. A la derecha del patio estaba formado un
piquete de guardias municipales que ostentaban en el pe-
cho muchas condecoraciones, y junto a ellos un grupo de
carabineros; en la parte opuesta había bomberos con uni-
forme de gala, y bastantes soldados de caballería, de in-
fantería y de artillería, en grupo, que habían acudido para
presenciar la ceremonia. Los laterales estaban ocupados
por gente del pueblo, algunos militares, mujeres y niños,
todos apiñados. Nosotros nos situamos en un ángulo, don-
de ya había muchos alumnos de otras escuelas con sus res-
pectivos maestros, y cerca de nosotros un grupo de mu-
chachos del pueblo, entre los diez y los dieciocho años,
que se reían y hablaban fuerte, notándose que eran del
barrio del Po, amigos o conocidos del que iba a recibir la
medalla.
Por las ventanas del edificio se asomaban los emplea-
dos del Ayuntamiento. La galería de la biblioteca estaba
226
también llena de gente, que se apiñaba contra la balaus-
trada, y en el lado opuesto, en los huecos que hay encima
de la puerta de entrada, había gran número de chicas de
las escuelas públicas y muchas huérfanas de militares con
sus oscuros uniformes, luciendo todas ellas en los sombre-
ros cintas azules. Aquello parecía un teatro en función de
gala. Todos charlábamos animadamente, mirando de vez
en cuando hacia donde estaba la mesa roja, para ver si lle-
gaban las autoridades. La banda municipal, situada en el
fondo del pórtico, amenizaba el acto tocando diversas com-
posiciones en tono bastante bajo. Las paredes estaban ilu-
minadas por el sol. Resultaba un espectáculo realmente pre-
cioso.
De pronto cuantos estábamos en el patio lo mismo que
quienes se hallaban en los pisos superiores, empezamos a
aplaudir.
Yo me puse de puntillas para ver mejor.
La gente que se hallaba detrás de la mesa presidencial
dejó paso a un hombre y a una mujer. Él daba la mano a su
hijo, el muchacho que había salvado a un compañero.
El hombre era albañil e iba vestido de fiesta. Su mujer,
bajita y rubia, vestía de negro. El muchacho, también rubio
y más bien bajo para su edad, llevaba una chaqueta gris.
Al ver tal gentío y escuchar la estruendosa ovación, los
tres se quedaron tan sorprendidos que no acertaban a mi-
rar hacia ninguna parte ni a mover un solo pie. Un ujier les
acompañó al sitio que se les había designado, a la derecha
de la mesa roja.
De momento se produjo un gran silencio, y después se
empezó a aplaudir por todas partes. El muchacho miró ha-
cia las ventanas y luego a la galería de las Hijas de los mi-
litares; tenía el sombrero en las manos y parecía no com-
prender dónde estaba. Yo diría que en la fisonomía se pa-
rece bastante a Coretti, aunque tiene color más encendi-
do. Su padre y su madre no levantaban la vista de la mesa.
227
Entretanto los chicos del barrio del Po, que se hallaban
cerca de nosotros, procuraban ponerse en sitio preferente
y hacían señas a su compañero para hacerse ver, y le lla-
maban en voz baja, pero insinuante: «¡Pin! ¡Pin! ¡Pinot!» A
fuerza de llamarle se hicieron oír. El muchacho los miró y
ocultó su sonrisa poniéndose delante el sombrero.
A cierto punto todos los guardias se cuadraron.
Entró el señor Alcalde, acompañado por muchos seño-
res.
El Alcalde, vestido de blanco, con una gran faja tricolor
en bandolera, se situó de pie junto a la mesa, quedando los
demás detrás y a los lados.
La banda de música dejó de tocar, y a una señal del
señor Alcalde, todos callamos.
Empezó a hablar. Sus primeras palabras no las oí bien,
pero supuse que estaba refiriéndose al heroico comporta-
miento del muchacho. Después levantó más la voz, y se
esparció con tal claridad y sonoridad por todo el patio, que
ya no perdí palabra.
—...Cuando desde la orilla vio al compañero que se de-
batía en el río, presa ya del terror de la muerte, él se des-
nudó y se dispuso a tirarse al agua para acudir en socorro
del que estaba en peligro de muerte. ‘¡No te tires —le dije-
ron—, que te ahogarás!’ Y le sujetaron. Mas él logró desasirse
de todos, y se lanzó resueltamente al agua.
El río iba muy crecido, constituyendo un riesgo terrible,
incluso para un hombre. Pero él desafió la muerte con to-
das las fuerzas de su pequeño cuerpo y gran corazón, con-
siguiendo llegar junto al que se hundía, agarrarlo y sacarlo
a flote. Luchó denodadamente con la corriente, que le que-
ría engullir, y con el compañero que se le enredaba; varias
veces desapareció y volvió a salir a la superficie haciendo
esfuerzos desesperados; con admirable obstinación en su
empeño, no parecía un muchacho con deseos de salvar a
otro muchacho, sino un padre luchando por librar de la muer-
te a un hijo, que es su esperanza y su vida.
228
Al fin no permitió Dios que una hazaña tan generosa
resultase inútil, y el nadador arrebató su presa al gigantes-
co río, la sacó a la orilla y aun le prestó, juntamente con
otros, los primeros auxilios; después de lo cual marchó a su
casa, sano y tranquilo, para referir ingenuamente su meri-
tísima acción.
Señores, bello y admirable es el heroísmo de un hombre;
pero el de un niño sin miras de ambición o de interés algu-
no, que debe tener tanto más atrevimiento cuanto menores
son sus fuerzas; el de un niño al que nada le exigimos y
que a nada está obligado, pareciéndonos un ser amable y
noble, no ya cuando cumple sus pequeños deberes, sino
cuando se percata del sacrificio ajeno, el heroísmo de un
niño, digo, raya en lo divino. Nada más quiero añadir, seño-
ras y caballeros. No he de adornar con palabras superfluas
una grandeza tan manifiesta. Aquí tienen ustedes al gene-
roso y admirable salvador. Saludadlo, soldados, como a un
hermano; vosotras, madres, bendecidlo como a un hijo;
vosotros, chicos aquí presentes, recordad su nombre, gra-
bad bien en vuestra memoria su semblante, y que su figura
no se borre jamás ni de vuestra mente ni de vuestro cora-
zón. Acércate, muchacho. En nombre del Rey, prendo en tu
pecho la medalla al mérito civil.
Un viva estruendoso, dicho a la vez por centenares de
gargantas, hizo retemblar las paredes del edificio.
El señor Alcalde tomó de la mesa la condecoración y la
puso en el pecho del muchacho, y, acto seguido, lo abrazó
y besó.
La madre se llevó una mano a los ojos y el padre tenía
la barbilla sobre el pecho.
El Alcalde estrechó la mano de ambos y entregó el diplo-
ma de la concesión, atado con una cinta de seda a la ven-
turosa madre.
Después, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Que el recuerdo de este día tan fausto para ti y tan
honroso para tu padre y tu madre, te sostenga toda la vida
por el camino de la virtud y del honor. ¡Adiós!
230
El Alcalde, seguido de su acompañamiento, salió del pa-
tio; la banda de música empezó a tocar y, cuando todo pa-
recía terminado, el grupo de bomberos se abrió para dejar
paso a un chico de ocho o nueve años, impulsado por una
señora que en seguida se ocultó; el niño corrió a abrazar
con toda efusión al muchacho condecorado.
Volvieron a repetirse los vítores y aplausos de la multitud.
Todos comprendieron al punto que se trataba del niño librado
de perecer en el Po, que daba gracias públicamente a su sal-
vador. Después de besarlo, se agarró a su brazo para acom-
pañarlo fuera. Yendo los dos delante, y detrás el padre y la
madre del homenajeado, se dirigieron a la puerta de salida,
pasando con dificultad por entre la gente, que se apretujaba
para hacerles calle, entre mezcla de guardias, chiquillos, sol-
dados y mujeres. Todos intentaban ponerse delante y se em-
pinaban para ver al heroico muchacho. Los que estaban en
primer término le tocaban cariñosamente la mano.
Al pasar ante los chicos de las escuelas, todos agitaron
sus gorras en el aire. Los del barrio del Po eran los más bu-
lliciosos, le estiraban de los brazos y de la chaqueta, gri-
tando: «¡Pin! ¡Viva Pin! ¡Bravo, Pinot!»,
Pasó muy cerca de mí, pudiendo ver que estaba colora-
do, que se encontraba contento y que la cinta de la con-
decoración llevaba los colores nacionales. Su madre lloraba
y reía a la vez: su padre se retorcía las puntas del bigote
con una mano que le temblaba mucho, como si hubiese es-
tado acometido por la fiebre. Desde la ventanas y galerías
continuaban asomándose y aplaudiendo. Cuando el conde-
corado y los suyos iban a entrar bajo el pórtico de la galería
ocupada por las huérfanas Hijas de militares cayó sobre la
cabeza del muchacho y de sus padres una verdadera lluvia
de pensamientos, ramilletes de violetas y margaritas. Mu-
chos se apresuraron a recoger las flores esparcidas por el
suelo para ofrecerlas a la madre. En el fondo del patio, la
banda tocaba en tono bajo un precioso motivo, que pare-
cía el canto de muchas voces argentinas alejándose lenta-
mente por las orilla del gran río.
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