Edmundo de Amicis

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—¿Cómo se llama tu padre? —le preguntó el enfermero.

El chico, temblando ante el temor de recibir una mala

noticia, le dijo el nombre.

El enfermero no se acordaba de él.

—¿Es un viejo trabajador, que ha llegado de fuera? —pre-

guntó.

—Trabajador, sí —respondió el muchacho cada vez más

anhelante—; pero no muy viejo. De fuera sí que ha venido.

—¿Cuándo entró en el hospital? —preguntó el enfermero.

El muchacho dio una mirada a la carta.

—Creo que hace cinco días.

El enfermero se quedó algo pensativo; luego, como re-

cordando de pronto:

—¡Ah! —dijo—, la sala cuarta, la cama del fondo.

—¿Está muy enfermo? ¿Cómo se encuentra? —preguntó

el chico con ansiedad.

El enfermero le miró sin responder. Luego le dijo:

—Ven conmigo.

Subieron dos tramos de escalera; fueron al extremo de

un amplio corredor, hasta hallarse ante la puerta abierta de

una sala donde había dos largas filas de camas.

—Ven —repitió el enfermero, entrando.

El muchacho se armó de valor y le siguió, dirigiendo mi-

radas medrosas a derecha e izquierda, sobre los blancos y

consumidos semblantes de los enfermos, algunos de los cua-

les tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros mi-

raban al espacio con ojos grandes y fijos, como espanta-

dos. No faltaba quien gemía como un niño. La sala estaba

oscura y el aire impregnado de penetrante olor de medica-

mentos. Dos Hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado

con frascos en la mano.

Habiendo llegado al extremo de la sala, el enfermero se

detuvo a la cabecera de una cama; apartó un poco las corti-

nillas y dijo:

—Ahí tienes a tu padre.

El chico rompió a llorar y, dejando caer el envoltorio que

llevaba, reclinó su cabeza sobre el hombro del enfermo,

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cogiéndole con una mano el brazo que tenía extendido e

inmóvil sobre la cubierta. El enfermo no se movió.

El muchacho se irguió, miró a su padre y empezó a llorar

de nuevo. El enfermo le dirigió entonces una larga mirada y

pareció reconocerlo. Pero sus labios no se movían. Pobre

tata, ¡qué cambiado estaba! Su hijo no le habría reconoci-

do. Había encanecido, tenía la cara hinchada y enrojecida,

con la piel tersa y reluciente, los ojos empequeñecidos, los

labios abultados, toda la fisonomía alterada; tan sólo con-

servaba iguales la frente y el arco de las cejas. Respiraba

afanosamente.

—¡Tata, tata! —dijo el muchacho—. ¡Soy yo! ¿Es que

no me conoces? Soy Cecilio, tu Cecilio; he venido desde el

pueblo por encargo de mamá. Fíjate en mí. ¿No me recono-

ces? Dime aunque sólo sea una palabra.

Pero el enfermo, después de haberle mirado con aten-

ción, cerró los ojos.

—¡Tata, tata! ¿Qué te pasa? Soy tu hijo, tu Cecilio.

El hombre no se movió y continuó respirando con difi-

cultad.

Llorando a lágrima viva, el muchacho tomó entonces

una silla y se sentó a su lado, esperando sin apartar la vis-

ta de su cara. «Pasará algún médico haciendo la visita»,

pensaba. «Algo me dirá.» Y se sumergió en sus tristes pen-

samientos, recordando muchas cosas de su buen padre: el

día de su partida, cuando le había dado el último adiós des-

de el barco, las esperanzas que la familia había fundado en

aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta.

Pensó en la muerte. Ya veía a su padre muerto, a la madre

vestida de luto y la familia en la miseria. Así permaneció

mucho tiempo. Una suave mano le tocó en el hombro, y él

se estremeció. Era una monja.

—¿Qué tiene mi padre? —le preguntó en seguida.

—¡Ah! ¿Es tu padre? —le respondió la hermana con gran

dulzura.

—Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene?

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—¡Animo, muchacho! —le respondió la hermana—. Aho-

ra vendrá el médico. —Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campa-

nilla, y vio que por el fondo de la sala entraba el médico,

acompañado por un practicante. Les seguían la hermana y

un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en cada

cama. La espera se le hacía eterna al muchacho, y su an-

siedad aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la

cama inmediata. El médico era un señor alto y encorvado,

de aspecto respetuoso. Antes de que se separara de aque-

lla cama, el chico se levantó y, al acercarse, empezó a llo-

rar.

El médico le miró.

—Es el hijo del enfermo —dijo la hermana—; ha llegado

esta mañana de su pueblo.

El médico le puso una mano en el hombro y luego se in-

clinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e

hizo algunas preguntas a la religiosa, que se limitó a respon-

der:

—Nada de particular.

Quedó algo pensativo y después dijo:

—Continúe como hasta ahora.

El muchacho se armó de valor y preguntó con voz llorosa:

—¿Qué tiene mi padre?

—¡Animo, muchacho! —le respondió el médico volvién-

dole a poner la mano en el hombro—. Tiene una erisipela

facial. Es cosa de cuidado, pero todavía hay esperanzas.

No le dejes solo. Tu presencia puede serle beneficiosa.

—¡No me ha conocido! —exclamó el chico con desola-

ción.

—Te reconocerá... mañana. ¡Quién sabe! Confiemos que

todo vaya bien. ¡Valor, hijo!

El chico hubiera querido preguntarle más, pero no se

atrevió. El médico siguió adelante y el niño comenzó enton-

ces su papel de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa,

arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en cuando la

mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba

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sobre él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le

llevaba algo de beber, le cogía el vaso o la cucharilla y se

lo daba él. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero

sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada se

detenía cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba

los ojos con el pañuelo.

Así transcurrió el primer día. Por la noche, el chico dur-

mió sobre dos sillas, en un ángulo de la sala y a la mañana

siguiente reanudó sus filiales atenciones. Aquel día pareció

que los ojos del enfermo daban a entender que empezaba

a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque,

cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en

sus pupilas una vaga expresión de gratitud, y en cierta oca-

sión hasta movió un poco los labios como queriendo decir

algo.

Después de cada breve intervalo de somnolencia, abrien-

do los ojos, parecía que buscaba a su pequeño enfermero.

El médico pasó otras dos veces y notó cierta mejoría. Hacia

la tarde, al acercarle el muchacho un vaso a la boca, creyó

advertir en sus hinchados labios el esbozo de una ligera son-

risa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor con-

fianza en su restablecimiento. Creyendo que le podría en-

tender, aunque confusamente, le hablaba bastante de la

madre, de las hermanitas, de la vuelta a su casa, y le daba

ánimos empleando las palabras más encendidas y cariñosas

que se le ocurrían.

Y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle,

le seguía hablando por parecerle que el enfermo le escucha-

ba con cierto agrado, complaciéndole aquella desacostum-

brada demostración de afecto y de tristeza. De esta mane-

ra pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en conti-

nua alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeora-

mientos. Tan entregado estaba el chico a los cuidados, que

apenas tomaba al día otro alimento que un poco de pan y

queso que le llevaba la hermana, sin apenas advertir lo que

sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos, las

presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros

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y la desolación de los visitantes que salían sin esperanza,

todas las dolorosas y tristes escenas de la vida de un hos-

pital, que en otras circunstancias le habrían aturdido y ho-

rrorizado.

Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin

moverse junto al lecho de su tata, atento, anhelante, so-

bresaltado a cada suspiro y mirada, con el alma en un hilo

entre la esperanza que le ensanchaba el pecho y un des-

aliento que le helaba la sangre en las venas.

Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor.

El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó

por el estado del enfermo, como queriendo decir que se es-

taba llegando al final, con lo que el afligido muchacho se

abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin embargo

había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pe-

sar del empeoramiento, parecíale que el enfermo iba re-

cobrando paulatinamente el conocimiento. Le miraba cada

vez con mayor fijeza y con creciente expresión de dulzura;

no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de su mano,

y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los

labios, como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan

distintamente lo hacía algunas veces, que su hijo le sujeta-

ba el brazo con violencia, aliviado por repentina esperanza,

y le decía con acento casi de alegría:

—¡Animo, ánimo, tata, te pondrás bien! Volveremos a

casa donde nos espera mamá. ¡Un poco más de valor!

Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se

había entregado a uno de tales transportes de ternura y de

esperanza, cuando por detrás de la puerta más próxima de

la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz que dijo

tan sólo:

—Hasta luego, hermana.

El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se

ahogó en su garganta.

En el mismo instante entró en la sala un hombre con un

gran envoltorio en la mano, seguido de una hermana.

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El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado

en su sitio.

El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez:

—¡Cecilio!— Y corrió hacia él.

El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin

sentido. Las religiosas, los enfermeros, el practicante acu-

dieron apresuradamente y se quedaron estupefactos.

El chico no podía recobrar la voz.

—¡Hijo querido! —exclamó el padre, tras haber dirigido

una atenta mirada al enfermo, y sin parar de besar repeti-

damente al muchacho—. ¡Cecilio, mi querido hijito! ¿Cómo

ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro en-

fermo. ;Y pensar que me desesperaba por no verte a mi

lado después de haberme informado mamá por carta de que

te había enviado aquí! ¡Pobrecito Cecilio! ¿Cuántos días lle-

vas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante confusión? Yo

me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sa-

bes? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado

de alta y me marcho. Vámonos, hijo, ¡Santo Dios! ¡Quién lo

hubiera dicho!

El muchacho intentó hilvanar cuatro palabras para dar

noticias de la familia:

—¡Qué contento estoy! —balbuceó—. ¡Pero qué con-

tento! ¡Qué días tan malos he pasado!

Y no paraba de besar a su padre.

Sin embargo no se movía.

—Venga, vámonos. ¿Qué haces ahí? —le dijo el padre—.

Aún podremos llegar esta tarde a casa —y le atrajo hacia sí.

Mas el chico volvió la vista hacia su enfermo.

—Pero... ¿vienes o no? —le preguntó su padre muy ex-

trañado.

El chico continuaba mirando al enfermo, que en aquellos

momentos abrió los ojos y le miró fijamente.

Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.

—No, tata, espera... Mira, no puedo. Fíjate en ese vie-

jo. Estoy aquí desde hace cinco días, y no deja de mirarme.

Yo creía que eras tú y le he tomado cariño. Me mira y yo le

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doy de beber. Quiere que esté a su lado y ahora está muy

malo; ten paciencia; no me atrevo, no sé, me da mucha

lástima; mañana iré yo a casa; déjame estar aquí algo más,

no debo abandonarlo. No sé quién es, pero me quiere y se

moriría si me fuera. ¡Déjame estar aquí, querido tata!

—¡Bravo, pequeño! —exclamó el practicante.

El padre quedó perplejo mirando a su hijo; luego se fijó

en el enfermo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Un campesino como usted —respondió el practican-

te—, que vino de fuera e ingresó en el hospital el mismo día

que usted. Lo trajeron sin sentido y no pudo decir nada. Tal

vez esté lejos su familia, quizás tenga hijos. Sin duda creerá

que éste es uno de ellos.

El enfermo no cesaba de mirar al muchacho, y el padre

dijo a Cecilio:

—Quédate.

—Tal vez no tendrá que asistirle mucho tiempo —añadió

el practicante.

—Quédate —repitió el padre—. Tienes buen corazón.

Yo me voy en seguida para casa, pues tu madre debe estar

muy intranquila. Toma una moneda para tus gastos. Hasta

pronto, hijo mío. ¡Adiós!

Le abrazó, le miró fijamente con inmensa ternura, le besó

repetidas veces en la frente y se fue.

El niño volvió junto a la cama del enfermo y éste pareció

consolado.

Cecilio reanudó su oficio de enfermero, sin llorar, pero

con el mismo interés, con idéntica paciencia que antes. Le

volvió a dar de beber, a arreglarle la ropa, a acariciarle la

mano, a hablarle dulcemente para darle ánimos.

Lo asistió aquella tarde y por la noche, y también al día

siguiente. Pero el enfermo se iba agravando por momentos;

su cara se amorataba, su respiración se hacía más afanosa

y aumentaba su agitación; salíanle de la boca sonidos inar-

ticulados y la hinchazón se hacía monstruosa. En la visita

de la tarde, el médico dijo que no pasaría de aquella noche.

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Cecilio redobló entonces sus cuidados y no lo perdía de

vista un solo instante. El enfermo le miraba y aun movía los

labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como querien-

do decir algo, y una expresión de infinita ternura se le dibu-

jaba en los ojos, que cada vez se empequeñecían más y

poco a poco, lentamente se le iban velando.

Aquella noche permaneció el chico en vela hasta que

vio clarear por las ventanas la luz del alba, y apareció la

hermana, quien se aproximó al lecho, miró al enfermo y se

alejó precipitadamente, volviendo al poco con el médico ayu-

dante y un enfermero, que llevaba una linterna.

—Está en los últimos momentos —dijo el médico.

El chico tomó la mano del enfermo. Este abrió los ojos,

miró al muchacho y los volvió a cerrar. Parecióle al chico

que le apretaba la mano.

—¡Me ha apretado la mano! —exclamó.

El médico permaneció inclinado sobre el enfermo un ratito

y luego se incorporó. La monja descolgó un crucifijo que

pendía de la pared.

—¿Está muerto? —preguntó el muchacho.

—Vete, hijo mío —dijo el médico—. Tu obra ha termina-

do. Vete y que tengas mucha suerte, como mereces. Dios

te protegerá. ¡Adiós!

La hermana, que se había alejado un momento antes,

volvió con un ramillete de violetas que cogió de un vaso

que había en la ventana, y se lo entregó al muchacho, di-

ciéndole:

—No tengo otra cosa que darte. Toma esto como re-

cuerdo del hospital.

—Gracias —respondió el chico, al tiempo que cogía con

una mano el ramillete y se enjugaba con la otra los ojos—.

Pero tengo que andar mucho... y las voy a estropear.

Después desató el ramillete y esparció las violetas por la

cama, diciendo:

—Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias,

hermana; muchas gracias, señor doctor.

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Después, dirigiéndose al muerto:

—¡Adiós!... —Y mientras buscaba qué nombre darle, le

vino a la boca el cariñoso que le había dado durante cinco

días: —¡Adiós... pobre tata!

Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el bra-

zo y a paso lento salió de la sala.

Comenzaba a despuntar el día.

El taller

Sábado, 18

Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a

ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta ma-

ñana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un

momento. Según nos íbamos acercando al taller, vi que

salía de allí Garoffi corriendo con un paquete en la mano,

haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercan-

cías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hie-

rro, que vende luego por periódicos atrasados, ese tra-

ficante de Garofîi! Asomándonos a la puerta vimos a Pre-

cossi sentado en un montón de ladrillos: estaba estudian-

do la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó

inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande,

lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de

martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en

un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba

el fuelle tirado por un muchacho. Precossi padre estaba

cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hie-

rro metida en el fuego.

—¡Ah! ¡Aquí tenemos —dijo el herrero, apenas nos

vio, quitándose la gorra— al guapo muchacho que regala

ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es ver-

dad? Será usted servido. —Y diciendo así, sonreía; no te-

nía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de

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otras veces. El aprendiz le presentó una larga barra de

hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó so-

bre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta

que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó

un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la par-

te enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro,

sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia

el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba ma-

ravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del mar-

tillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a

poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual

si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgu-

lloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

—¿Ha visto cómo se hace, señorito? —me preguntó

el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la

barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un

lado y metió otra en el fuego.

—En verdad que está bien hecha —le dijo mi padre;

y prosiguió—: ¡Vamos!... Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha

vuelto la gana?

—Ha vuelto, sí —respondió el obrero limpiándose el

sudor y poniéndose algo encendido—. ¿Y sabe quién la

ha hecho volver? —Mi padre se hizo el desentendido—.

Aquel guapo muchacho —dijo el herrero, señalando a su

hijo con el dedo—; aquel buen hijo que está allí, que estu-

diaba y honraba a su padre, mientras que su padre anda-

ba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando

he visto aquella medalla... ¡Ah, chiquitín mío, alto como

un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! —El

muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le

puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo

de los brazos, le dijo—: Limpia un poco el frontispicio a

este animalón de papá.

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Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegreci-

da de su padre hasta ponerse también él enteramente

negro.

—Así me gusta —dijo el herrero y lo puso en tierra.

—¡Así me gusta, Precossi! —exclamó mi padre con

alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo,

salimos. Al retirarnos, Precossi me dijo:

—Dispénsame —y me metió en el bolsillo un paque-

te de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras

a casa.

—Tú le has regalado tu tren —me dijo mi padre por

el camino—; pero aun cuando hubiese estado lleno de oro

y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que

ha rehecho el corazón de su padre.

El payasito

Lunes, 20

Toda la ciudad es un hervidero bullicioso a causa del

carnaval, que está terminando. En las plazas hay carru-

seles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas

tenemos, precisamente, un circo de lona, donde trabaja

una pequeña compañía veneciana que tiene cinco caba-

llos.

El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio

aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas duer-

men y se visten; tres casitas sobre ruedas, con sus venta-

nitas y una chimeneíta cada una, que siempre está echan-

do humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de cria-

turas.

Hay una mujer que da de mamar a un niño de pecho,

hace la comida y baila, además, en la cuerda.

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¡Pobre gente!

Se les llama titiriteros de forma despectiva, y, sin em-

bargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gen-

te. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!

Todo el santo día van del circo a las carretas y vice-

versa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bo-

cados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, en-

tre una y otra representación, y a veces, cuando tienen

ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las

lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo! Se ven obli-

gados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para

reparar los desperfectos del barracón.

En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cua-

les reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo

del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer

los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Ma-

nuel.

Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval gua-

po, de carita redonda y morena, ojos de pillín, con mu-

chos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Vis-

te de payaso, metido en una especie de saco grande con

mangas, de color blanco y bordados negros. Calza zapatitos

de tela. Es un diablillo, que gusta a todos. Hace de todo.

Por la mañana temprano se le ve envuelto en un man-

tón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a

buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle in-

mediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros,

caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende

el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de

su madre.

Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de

hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y

tienen traza de querer mucho a sus hijos.

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Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi

nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en con-

tinuo movimiento para entretener al escaso público:

daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos,

andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mos-

trando siempre sonriente su graciosa cara morena; su

padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas al-

tas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.

Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente

habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa. ¡Esa

pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El

que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se po-

dría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.

—Publica un buen artículo en el periódico —le dijo—,

ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito

y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódi-

co y al menos una vez irá gente.

Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo,

lleno de gracia en que decía lo que nosotros veíamos des-

de las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al

pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato ar-

tístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la

representación del domingo acudió una gran multitud

al circo. Estaba anunciado: Gran función a beneficio del

payasito como se le llamaba en el periódico. Mi padre

me llevó a los asientos de la primera fila.

En la entrada habían fijado un ejemplar del periódi-

co. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores lle-

vaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito,

el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente

satisfecho.

El circo se llenó por completo y faltaron localidades.

El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta en-

tonces ningún periódico se había ocupado de su espectá-

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culo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la

recaudación superó todas las previsiones.

Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores

había gente conocida. Cerca de la entrada por donde apa-

recían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro

de gimnasia, que había militado a las órdenes de Gari-

baldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito,

con su carita redonda, sentado junto al gigante de su pa-

dre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca

del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garoffi, que con-

taba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se

habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cier-

ta distancia de nosotros, estaba el pobre Robetti, el que

salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, tenien-

do las muletas entre las rodillas, junto a su padre, el ca-

pitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre

su hombro.

Empezó la función.

En cierto momento vi que el maestro de gimnasia ha-

blaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía

repentinamente una mirada por las sillas de la primera

fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en

nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el

maestro le habría dicho que era el autor del artículo apa-

recido en el periódico y, para evitar compromisos y que

acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó

del local diciéndome:

—Quédate, Enrique. Te esperaré fuera.

El payasito, tras haber intercambiado unas palabras

con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el

caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de

peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por

último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante

de mí me dirigía una mirada afectuosa.

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Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con

el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y

la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero

cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró

y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había

hecho aquello?

Una vez terminada la representación, el dueño dio

las gracias al público y todos los espectadores se levanta-

ron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre

la multitud y estaba para salir cuando noté que me toca-

ban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada ca-

rita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía

las manos llenas de confites. Entonces comprendí.

—¿Querrías —me dijo— aceptar estos dulces del paya-

sito?

Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.

—Entonces —añadió—, acepta también un beso.

—Dame dos —respondí, y le ofrecí la cara. El se lim-

pió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello

con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, dicién-

dome: —Toma y lleva uno a tu padre.

Último día de carnaval

Martes, 21

¡Qué escena más impresionante presenciamos hoy en

el desfile de las máscaras! Terminó bien, pero podía ha-

ber ocurrido una desgracia. En la plaza de san Carlos,

decorada con banderolas y festones amarillos, rojos y blan-

cos, se apiñaba una gran multitud; daban vueltas másca-

ras de todo color; pasaban carrozas doradas y aguirnalda-

das, llenas de colgaduras, en forma de escenarios y de

barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros,

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