Edmundo de Amicis

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¡Tú sí que lo has hecho aposta! —Y levantó la mano,

que retiró de inmediato porque le observaba el maestro.

Pero añadió en voz baja—: ¡Te espero a la salida!

Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia

y me arrepentí en mi interior.

No; ciertamente no podía haberlo hecho Coretti con

mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de

cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su ma-

dre enferma y la alegría con que después le recibí en mi

casa y la buena impresión que había causado a mi padre.

¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella pala-

brota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acor-

dé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide

perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonza-

ba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la ma-

lla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mu-

cha leña que había tenido que transportar, notaba que

me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»;

pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la gar-

ganta. Él también me miraba de reojo, de vez en cuan-

do, y me parecía que estaba más apesadumbrado que en-

fadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para

darle a entender que no le tenía miedo. Él me repitió:

—Nos veremos las caras cuando salgamos.

—Sí, nos las veremos —le contesté.

Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si

te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelear-

te». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectiva-

mente, defenderme, pero sin pelearme a golpes y puñe-

tazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbra-

do, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.

Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo

en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le es-

peré con la regla en la mano. Él se me acercó, yo levanté

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la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo ama-

blemente y apartándome la regla:

—No, Enrique; seamos tan amigos como antes.

Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué

hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empuja-

do por la espalda, me encontré entre sus brazos. El mag-

nífico compañero me dio un beso y me dijo:

—Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?

—Sí, tienes razón —le respondí.

Y nos separamos contentos.

Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre,

creyendo que le agradaría, se enojó y me dijo:

—Tú debías haber sido el primero en tenderle la

mano, puesto que habías faltado. —Luego añadió—: ¡No

debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, so-

bre el hijo de un antiguo soldado!

Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la tiró

contra la pared.

Mi hermana

Viernes, 24

¿Por qué, Enrique, después de afearte nuestro padre

tu mal comportamiento con Coretti, has sido tan descor-

tés conmigo? No puedes figurarte lo mucho que me ha doli-

do. ¿No sabes que cuando eras pequeñín pasaba horas ente-

ras junto a tu cuna en lugar de ir a jugar con mis amigas

y que cuando estabas enfermo saltaba todas las noches

de la cama para ver si tenías fiebre? ¿No sabes tú que ofen-

des a tu hermana, que, si sobre nosotros se abatiera una

tremenda desgracia, te haría de madre y te querría como

a un hijo? ¿No sabes que, cuando nuestro padre y nues-

tra madre ya no existan, seré yo tu mejor amiga, la única

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con quien podrás hablar de nuestros difuntos y de tu in-

fancia, y que si fuese preciso trabajaría para sostenerte

y proveer a tus estudios, y que te querré aun cuando seas

mayor, que te seguiré con el pensamiento cuando te en-

cuentres lejos, siempre, porque hemos crecido juntos y te-

nemos la misma sangre? ¡Oh, Enrique! Ten por cierto que

si cuando seas hombre te sucede alguna desgracia y, en-

contrándote solo, vinieras a decirme: «Silvia, hermana

mía, déjame estar contigo; hablemos de cuando éramos

dichosos, ¿te acuerdas? Hablemos de nuestra madre, de

nuestra casa, de aquellos venturosos días tan lejanos»,

entonces, Enrique, encontrarás a tu hermana con los bra-

zos abiertos.

Sí, querido Enrique, y perdóname el reproche que aho-

ra te expreso. No me acordaré de ninguna mala pasada

tuya y, aunque me des otros disgustos, siempre serás mi

hermano; sólo me acordaré de que te tuve en brazos cuan-

do eras pequeñín, de haber querido contigo a nuestro pa-

dre y a nuestra madre, de haberte visto crecer, de haber

sido tu más fiel compañera durante tantos años. Pero es-

críbeme siquiera una palabra cariñosa en este cuaderno

para que pueda leerla antes del anochecer. Entretanto,

para demostrarte que no estoy enojada contigo, viendo que

ayer estabas cansado, he copiado por ti el cuento mensual,

Sangre romañola, que tú debías copiar para el albañilito,

que está enfermo; búscalo en el cajoncito de la izquierda

de tu mesa; lo escribí anoche mientras dormías. Por fa-

vor, Enrique, escríbeme una palabra cariñosa.

TU HERMANA SILVIA

No soy digno de besarte las manos.

ENRIQUE

180

Cuento mensual

SANGRE ROMAÑOLA

Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila

que de costumbre. El padre, que tenía una tienda-bazar,

había ido a Forlí de compras; con él se había marchado la

madre llevando a Luisita, su hermanita, para que la viese el

oculista, que debía operarle un ojo enfermo; pensaban re-

gresar a la mañana siguiente.

Poco faltaba para la medianoche. La mujer que presta-

ba sus servicios durante el día se había ido hacia el oscu-

recer. En la casa sólo quedaban la abuela, con las piernas

paralizadas, y Federico, su nieto, de trece años. Era una

casita de planta baja, situada en la carretera y como a un

tiro de fusil de un pueblecito poco apartado de Forlí, ciudad

de la Romaña, no habiendo cerca de ella más que una casa

deshabitada, en ruinas desde hacía dos meses a causa de

un incendio, y sobre la cual todavía se veía el letrero de una

posada. Por detrás de la casita había un huertecito rodea-

do de setos, al que daba una puertecita rústica; la puerta

de la tienda, que era también la de la casa, se abría sobre

la carretera. En derredor se extendía la campiña solitaria

con vastos campos de cultivo y plantas de moras.

Faltaba poco para la medianoche; llovía y soplaba el

viento. Federico y su abuela, todavía levantados, se halla-

ban en la cocina-comedor, entre la cual y el huerto había

una pequeña habitación llena de trastos y muebles viejos.

Federico había vuelto a casa sobre las once, después de

pasar fuera muchas horas, y la abuela le había esperado

despierta, llena de ansiedad, inmovilizada en un ancho sillón

de brazos en el que solía pasar todo el día y, a menudo,

también toda la noche, pues la fatiga no le permitía estar

acostada.

Llovía, y el viento lanzaba la lluvia contra los cristales.

Era una noche muy oscura. Federico había vuelto cansado,

lleno de barro, con la chaqueta desgarrada y un cardenal

en la frente, producido por una pedrada; se había peleado

181

con otros muchachos y, por añadidura, había jugado y per-

dido todo el dinero que llevaba, dejando la gorra en una zanja.

Aunque la cocina sólo estaba iluminada por un quinqué

semiapagado colocado en un extremo de la mesa junto al

sillón, la pobre abuela había visto al momento el lastimoso

estado en que se hallaba su nieto, sabiendo todo lo suce-

dido en parte por haberlo adivinado y lo demás por la con-

fesión que sacó a Federico sobre sus travesuras.

La anciana señora quería con toda el alma al muchacho

y, cuando se enteró de todo, se echó a llorar.

—¡Ah, no! —dijo después de un largo silencio—; no tie-

nes compasión de tu pobre abuela, de lo contrario no te

aprovecharías de la ausencia de tu madre para darme tan-

tos disgustos. Ya ves, me has dejado sola todo el día. Debo

advertirte, Federico, que has emprendido un camino que te

conducirá a un triste fin. He visto a otros que comenzaron

como tú y acabaron muy mal. Se empieza por salir de casa

para pelearse con otros muchachos, jugarse el dinero, y

luego, poco a poco, de las pedradas se pasa a las cuchilladas,

del juego a otros vicios, y de éstos... ¡al robo!

Federico escuchaba a su abuela de pie, a tres pasos de

distancia, apoyado en un arca, con la barbilla sobre el pe-

cho, el entrecejo arrugado y todavía encendido por la ira

de la pelea. Sobre la frente le caía un mechón de hermosos

cabellos castaños, teniendo inmóviles sus azules ojos.

—Del juego al robo —repitió la abuela que continuaba

llorando—. Piensa en eso, Federico. Piensa en el botarate

del pueblo, en Víctor Mozzoni, que ahora vagabundea por la

ciudad, que a sus veinticuatro años ha estado ya dos ve-

ces en la cárcel y ha hecho morir de pena a su pobre ma-

dre, a la que yo conocía, obligando a su padre a marcharse

a Suiza, para no sufrir mayor vergüenza. Piensa en ese des-

graciado joven, siempre en compañía de otros peores que él

hasta el día en que lo metan en presidio para toda su vida.

Pues bien, yo le conocí de muchacho, y empezó como tú.

Ten presente que puedes denigrar a tu padre y a tu madre

como él y causarles tanto mal como ese desventurado.

182

Federico guardaba silencio. No estaba pesaroso, ni mu-

cho menos. Su actitud obedecía más bien al exceso de vi-

talidad y de audacia que a pura sensiblería; su padre le

había acostumbrado mal precisamente porque, considerán-

dole capaz, en el fondo, de los más hermosos sentimientos,

esperando ponerle a prueba de acciones varoniles y gene-

rosas, le dejaba rienda suelta, en la confianza de que se iría

reformando por sí solo. Era bueno, pero tozudo, aunque

apareciese en su corazón el arrepentimiento y dejase es-

capar de su boca las buenas palabras que nos inclinan a

perdonar: «¡Sí, no me he portado bien; no lo haré más, te

lo prometo! Perdóname.» A veces se sentía embargado de

ternura, pero su orgullo no se lo permitía manifestar.

—¡Ay, Federico! —continuó la abuela viéndole tan ca-

llado—. ¡No me dices ni una palabra de arrepentimiento! Ya

ves el estado en que me encuentro, que puede acabar con-

migo. No debieras consentir que padeciera tanto, que por

tu culpa llorase la madre de tu madre, tan vieja y próxima a

su fin, tu pobre abuela, que siempre te ha querido tanto,

que te mecía noches enteras cuando eras un nene de po-

cos meses, y que no comía por entretenerte. ¡Tú qué sa-

bes! Yo siempre decía: «¡Éste será mi último consuelo!», y

ahora me matas a disgustos. De buena gana daría lo poco

que me queda de vida con tal de que fueses otra vez un

buen chico, tan obediente como aquellos días... cuando te

llevaba al santuario de la Santísima Virgen. ¿Te acuerdas,

Federico? Tú me llenabas los bolsillos de piedrecitas y de

hierbas, y yo te traía a casa en mis brazos, dormidito. En

cambio, ahora que estoy paralítica y tengo tanta necesidad

de tu cariño como del aire para respirar, porque no tengo,

pobre de mí, a otro ser en el mundo... ¡Dios mío!

Federico estaba por echarse en brazos de su abuela,

dominado por la emoción, cuando le pareció oír un ligero

ruido, unos crujidos continuados en la habitación de al lado,

que daba al huerto. Pero no distinguía si eran las puertas u

otra cosa.

183

Puso oído atento. La lluvia caía con fuerza. El ruido se

repitió, y la abuela también lo oyó.

—¿Qué es? —preguntó un momento después, muy intri-

gada.

—Debe ser la lluvia —murmuró el muchacho.

—Entonces, Federico —dijo la anciana, enjugándose los

ojos—, ¿me prometes ser bueno y no hacer llorar ya más a

tu pobre abuela?

Un nuevo ruido la interrumpió.

—¡No me parece que sea la lluvia! —exclamó, palide-

ciendo—. ¡Vete a ver!

Mas en seguida añadió:

—No, ¡quédate aquí! —Y asió al muchacho por una mano.

Quedaron los dos conteniendo la respiración. Solamente

se oía el ruido producido por la lluvia.

A continuación ambos sintieron un escalofrío. A los dos

les había parecido oír ruido de pies en la habitacioncita de

los muebles viejos.

—¿Quién es? —preguntó Federico haciendo de tripas

corazón.

Nadie respondió.

—¿Quién anda ahí? —repitió Federico, muerto de miedo.

Pero apenas hubo pronunciado tales palabras, ambos

lanzaron un grito de terror. Dos hombres entraron en la co-

cina-comedor: el uno sujetó al muchacho y le tapó la boca

con la mano; el otro agarró a la anciana por la garganta. El

primero dijo:

—¡Silencio, si no quieres morir!

El segundo:

—¡Calle! —y alzó el puñal. Los dos llevaban un pañuelo

oscuro por la cara, con agujeros a la altura de los ojos.

Durante unos instantes sólo se percibió la respiración de

los cuatro y el ruido producido por la lluvia, la anciana ape-

nas podía respirar, y tenía los ojos desorbitados.

El que sujetaba al muchacho le dijo al oído:

—¿Dónde deja tu padre el dinero?

184

El chico respondió con un hilillo de voz, y dando diente

con diente:

—Allá... en el armario.

—Ven conmigo —le dijo el hombre.

Y lo llevó a la fuerza al cuartito, sin dejar de agarrarle el

cuello por la garganta. En el suelo había una linterna.

—¿Dónde está el armario? —preguntó.

El muchacho, medio ahogado, señaló el armario.

Entonces, para estar seguro del muchacho, el hombre

lo puso de rodillas ante el armario, apretándole fuertemente

el cuello entre sus piernas, de manera que pudiera estran-

gularlo si chillaba, y teniendo la linterna en una mano, sacó

con la otra del bolsillo una ganzúa, que metió en la cerradu-

ra; hurgó, rompió, abrió de par en par las hojas de la puerta,

revolviólo todo confusamente, se llenó los bolsillos, cerró,

volvió a abrir y a buscar. Luego cogió de nuevo al mucha-

cho, llevándole donde el otro tenía aún agarrada a la an-

ciana, convulsa, con la cabeza caída y la boca abierta.

El que sujetaba a la abuela preguntó en voz baja al otro:

—¿Ha caído algo?

—Sí —le contestó. Y añadió: —Mira hacia la puerta.

El que estaba con la anciana fue a la puerta del huerto

para cerciorarse si había alguien por allí, y dijo desde el cuar-

tito de los trastos, con una voz que parecía un silbido:

—Ven.

El que había quedado en la cocina y retenía a Federico

enseñó un arma blanca al muchacho y a la anciana, que aca-

baba de abrir otra vez los ojos:

—¡Ni una sola palabra o vuelvo y os degüello!

Y miró fijamente a los dos.

En aquel momento se oyó a lo lejos, por la carretera, un

canto de muchas voces.

El ladrón giró rápidamente la cabeza hacia la puerta, y

por la violencia del movimiento se le cayó el antifaz.

La anciana lanzó un grito:

—¡Mozzoni!

—¡Maldita! —rugió el reconocido—. ¡Tienes que morir!

185

Y se abalanzó con un puñal en alto contra la anciana,

que quedó desvanecida en el acto.

El asesino descargó el golpe, pero con un movimiento

rapidísimo, dando un grito desesperado, Federico se había

arrojado sobre la abuela, cubriéndola con su cuerpo.

El asesino huyó, chocando con la mesa y volcó el quin-

qué, que se apagó.

El muchacho se deslizó lentamente sobre la abuela, cayó

de rodillas y permaneció en tal actitud abrazando a la an-

ciana por la cintura y con la cabeza apoyada en su regazo.

Transcurrieron unos instantes; todo estaba a oscuras;

el canto de los aldeanos se iba alejando por el campo. La

anciana recobró el sentido.

—¡Federico! —dijo con voz apenas perceptible y dando

diente con diente por el temblor que la invadió.

—¡Abuela! —respondió él.

La anciana hizo un esfuerzo para hablar, pero el terror

le paralizaba la lengua.

Permaneció un ratito en silencio, sin parar de temblar

violentamente. Luego logró preguntar:

—¿Se han ido ya? —Sí, se fueron.

—¡No me han matado! —murmuró la anciana con voz

ahogada.

—No... estás a salvo —dijo Federico con voz muy dé-

bil—. Estás a salvo, yayita. Se han llevado el dinero. Pero

papá había dejado poco.

La anciana dio un suspiro.

—Yaya —dijo Federico, permaneciendo de rodillas y te-

niendo un brazo en su cintura—, yayita, ¿verdad que me

quieres?

—¿No te he de querer, hijo mío? —le respondió, ponién-

dole una mano en la cabeza—. ¡Qué susto has debido lle-

var, pobrecito mío! ¡Señor, Dios misericordioso! Enciende la

luz... Pero no, es mejor que continuemos a oscuras. Tengo

todavía mucho miedo.

—Abuela —replicó el muchacho—, siempre os he dado

muchos disgustos a todos...

186

—No, Federico, no digas eso; yo no me acuerdo de nada,

todo lo he olvidado. ¡Te quiero mucho, ángel mío!

—Os he dado muchos disgustos —continuó diciendo Fe-

derico con gran dificultad, temblándole la voz—; pero... os

quiero. ¿Me perdonas, yaya? ¡Perdóname!

—Sí, querido, te perdono, te perdono de todo corazón.

¡Pues no te iba a perdonar! ¡No faltaba más! Anda, levánta-

te. Ya no te reñiré más. Eres bueno, muy bueno. Ea, encien-

de la luz, querido. Levántate.

—Gracias, yaya —le contestó el muchacho con voz cada

vez más débil—. Ahora... estoy contento. ¿Verdad que te

acordarás de mí, yayita... de tu Federico?

—¡Federico! —exclamó la abuela, inquieta y preocupa-

da, poniéndole las manos en la espalda e inclinando la ca-

beza para mirarle la cara.

—Acuérdate de mí —murmuró aún el muchacho con una

voz que parecía un soplo—. Dales un beso de mi parte a

papá, a mamá... a Luisita... ¡Adiós, yaya, yayita...!

—¡Por todos los Santos! ¿Qué tienes? —gritó la ancia-

na, palpando con ansiedad la cabeza del chico, que estaba

reclinada en sus rodillas. Luego, con toda la voz que pudo

sacar, exclamó con desesperación: —¡Federico! ¡Federico!

¡Amor mío! ¡Ángeles del cielo, ayudadme!

Pero Federico ya no replicó. El pequeño héroe, el salva-

dor de la madre de su madre, herido mortalmente por artera

puñalada en la espalda, había entregado a Dios su bella y

valerosa alma.

El albañil

Martes, 28

El albañilito está gravemente enfermo; el maestro

nos recomendó que fuésemos a verle, y convinimos Garro-

ne, Derossi y yo en ir los tres juntos. Stardi gustosamente

nos habría acompañado; pero como el maestro nos en-

187

cargó la descripción del Monumento a Cavour, dijo que

quería verlo para hacer más exacta la descripción. Por

probar también, invitamos al orgulloso de Nobis, que nos

dio una rotunda negativa. Votini se excusó, quizás por

miedo a mancharse el traje de yeso. Nos fuimos al salir

de la escuela, a las cuatro. Llovía a cántaros. Por el ca-

mino se detuvo Garrone y dijo con la boca llena de pan:

—¿Qué vamos a comprar? —y hacía sonar dos mone-

das que llevaba en el bolsillo.

Pusimos diez céntimos cada uno y compramos tres

grandes naranjas.

Subimos a la buhardilla. Delante de la puerta Derossi

se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo. Le pre-

gunté por qué lo hacía y me respondió:

—Bueno, no sé... para no presentarme con ella...; me

parece más delicado no llevar la medalla.

Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañe-

ro. Era un hombrete; tenía alterado el semblante y pare-

cía asustado.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

Garrone respondió.

—Unos compañeros de Antonio, que le traemos tres

naranjas.

—¡Ah, pobre Antoñito! —exclamó el albañil movien-

do la cabeza—, me temo que no las pueda comer —y se

enjugó los ojos con el revés de la mano.

Nos hizo pasar. Entramos en su cuarto a tejavana, don-

de vimos al albañilito tendido en una camita de hierro;

su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y

apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algu-

nas escobillas de encalar, un pico y una criba; a los pies

del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil,

blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado,

muy pálido, con la nariz afilada, y respiraba con dificul-

188

tad. ¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañe-

rito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner

el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrone le dejó una

naranja en la almohada, junto a la cara: su olor le des-

pertó, la tomó en seguida, pero la soltó y miró fijamente

a Garrone.

—Soy yo —dijo éste—, Garrone. ¿Me conoces?

Él le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó

con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrone,

que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella una meji-

lla, diciéndole:

—¡Ánimo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bien, vol-

verás a la escuela y el maestro te pondrá a mi lado. ¿Te

parece bien?

Pero el albañilito no respondió. La madre prorrum-

pió en sollozos:

—¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el

Señor me lo quiere llevar!

—¡Cállate! —le gritó el albañil con desesperación—.

¡Cállate, por el amor de Dios, si no quieres que pierda la

cabeza! —Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió—: ¡Mar-

chaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vues-

tra visita! ¿Qué podéis hacer ya aquí? Os lo agradezco;

pero volved a vuestra casa.

El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y pare-

cía muerto.

—¿No quiere que le haga algún recado? —preguntó

Garrone al padre.

—No, buen muchacho, gracias —respondió el alba-

ñil—; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.

Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró

la puerta.

Pero cuando íbamos por la mitad de los escalones,

oímos llamar:

189

—¡Garrone, Garrone!

Subimos rápidamente los tres.

—¡Garrone! —dijo el albañil, visiblemente descon-

certado—. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía

dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quie-

res pasar? ¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!

—¡Hasta luego! —nos dijo Garrone—; yo me quedo

—y entró en la casa con el padre. Derossi tenía los ojos

llenos de lágrimas, y yo le pregunté:

—¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es

seguro que se pondrá bien.

—Sí, eso creo —respondió Derossi—; pero en este

momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garro-

ne y en su hermosa alma.

El conde Cavour

Miércoles, 29

Debes hacer la descripción del monumento al conde

Cavour. Puedes hacerla; pero sin lograr comprender to-

davía por ahora la figura del insigne personaje. De mo-

mento has de saber lo siguiente: por espacio de muchos

años fue el primer ministro del Piamonte; mandó el ejér-

cito piamontés en Crimea para revalidar la gloria mili-

tar de nuestra patria con la victoria de Cernaia, que ha-

bía quedado ofuscada por la derrota sufrida en Novara;

él fue quien hizo pasar los Alpes a ciento cincuenta mil

franceses para arrojar a los austríacos de Lombardía,

quien gobernó a Italia en el período más importante de

nuestra revolución, el que dio aquellos años el impulso más

poderoso a la santa empresa de la unificación de la pa-

tria, con su claro ingenio, con invencible constancia y con

una laboriosidad más que humana.

190

Muchos generales conocieron horas tremendas en el

campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en

su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venir-

se abajo de un momento a otro como frágil edificio sacu-

dido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de

ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la

paralización del corazón. Tan gigantesco y tempestuoso

trabajo le quitó veinte años de vida. Pero aun con una fie-

bre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, lu-

chaba desesperadamente con la enfermedad para hacer

algo por su Patria.

—Es extraño —decía con dolor en su lecho de muer-

te—; no puedo leer más.

Mientras le sacaban sangre, decía imperiosamente:

—Curadme; mi mente se nubla y necesito estar en po-

sesión de todas mis facultades para ocuparme de graves

asuntos.

Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la

ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apar-

taba de su cabecera, todavía decía con gran afán:

—Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; pero me

encuentro muy mal y no puedo, no puedo —y se acongoja-

ba.

Su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos

de Estado, de las provincias italianas que se habían uni-

do a nosotros y de las muchas cosas que quedaban por ha-

cer. En sus delirios decía:

—¡Educad a la infancia y a la juventud!... Gobiérnese

con libertad.

El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun

invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi,

con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombra-

ba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres;

tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con

191

una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los

cuerpos del ejército y los generales; aun temía por noso-

tros, por su pueblo.

Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino

la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo nece-

sitaba y por la cual había consumido en pocos años las

desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo. Murió

con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la

grandeza que correspondía a su admirable existencia.

Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por

mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nues-

tra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los

formidables afanes, de las tremendas congojas de los hom-

bres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una

nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío,

cuando pases por delante de la imagen de mármol y dile

de todo corazón: «¡Gloria a ti!»

TU PADRE

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