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Los premios a los obreros
Domingo, 25
Como lo habíamos convenido, fuimos todos juntos al
teatro Víctor Manuel para presenciar la distribución de
premios a los alumnos de las clases nocturnas de adul-
tos, obreros en su inmensa mayoría.
El teatro estaba adornado y repleto de gente como
el 14 de marzo; pero casi todo el público lo componían
familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas
estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alum-
nas de las escuela de canto, que interpretaron un himno
en honor de los soldados muertos en Crimea, muy boni-
to, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie
sin cesar de aplaudir y de vitorear, de manera que tu-
vieron que repetirlo.
Acto seguido, empezaron a desfilar los premiados
por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras per-
sonalidades, quienes entregaban a los galardonados li-
bretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.
En un rincón del patio vi al albañilito, sentado junto
a su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y de-
trás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de
segundo.
Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas
nocturnas de dibujo: plateros, escultores, litógrafos, y
algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela
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de comercio; a continuación los del liceo musical, entre
los cuales iban varias muchachas obreras, todas con sus
mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que
contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfila-
ron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales.
Era digno de verse el espectáculo que ofrecían aquellos
jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los ofi-
cios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos
con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de
menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero
los hombres, con cierto azoramiento. La gente aplaudía
tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embar-
go, ningún espectador se reía, al revés de lo que ocurría
el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos
y serios.
Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer
y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre ha-
cia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y
lo señalaban con el dedo riendo.
Pasaron labradores y peones: de la escuela Boncom-
pagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un lim-
piabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador en-
tregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con
aspecto de gigante, al que me parecía haber visto otras
veces... Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el
segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla,
junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué en seguida
con la vista a su hijo. El pobre albañilito miraba a su pa-
dre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su
emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.
En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré
al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara
lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba
sujetándole la mano. Después del deshollinador apare-
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ció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su
premio un barrendero municipal, de la escuela Ranieri.
Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran
afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costa-
do los premios a todos aquellos esforzados trabajadores,
padres de familia en gran número, llenos de preocupa-
ciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuán-
tas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan,
y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acos-
tumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el
rudo trabajo.
Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su
padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le col-
gaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para
poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto que-
dó acallada la risa con los aplausos. Después apareció
un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él
pasaron soldados de artillería, de los que asistían a cla-
se en nuestro grupo; luego policías municipales y guar-
dias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.
Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por
último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero
esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la
gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual sa-
lieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.
En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente.
Delante de la puerta del teatro se encontraba el desho-
llinador con su libro de premio, encuadernado en tela
roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban.
Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afec-
tuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros.
Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Arti-
llería, y mujeres de obreros con niños en brazos que lle-
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vaban en sus manecitas el diploma del padre y lo ense-
ñaban con orgullo a la gente.
Mi maestra ha muerto
Martes, 27
Mi pobre maestra agonizaba mientras nos hallába-
mos en el teatro Víctor Manuel. Falleció a las dos, siete
días después de haber ido a visitar a mi madre. Ayer por
la mañana estuvo el Director en la escuela para darnos
la triste noticia.
—Todos los que habéis sido alumnos suyos —nos
dijo— sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a
los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya
no está entre nosotros. Una terrible enfermedad venía
consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido
que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría
curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algu-
nos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno per-
miso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día.
El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la
certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio bue-
nos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá
ya! Acordaos de ella, queridos niños.
Precossi, que había sido alumno suyo en primero, do-
bló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.
Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en gru-
po a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a
la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con
dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz
baja. Estaban el Director y todos los maestros y maes-
tras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas
donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños
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de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con
velas. También había muchos de otras clases y unas cin-
cuenta alumnas del grupo Baretti, unas llevando coro-
nas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colo-
cado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fú-
nebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una
inscripción en caracteres negros, que decía: A su maes-
tra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella
había otra pequeña, enviada por sus alumnos.
Entre la multitud se veían muchas sirvientas, envia-
das por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos de li-
brea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un
alumnito de la difunta, había enviado su coche, forrado
de seda azulada.
Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias
chicas se enjugaban las lágrimas.
Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Final-
mente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron su-
bir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuer-
temente y uno comenzó a gritar como si sólo entonces se
hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan
convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.
La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y len-
tamente. En primer término iban las Hijas del Refugio
de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de
María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, de-
trás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos
de la primera superior y todos los demás; por último, una
multitud de personas. La gente se asomaba a las venta-
nas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, de-
cían:
—Es una maestra.
Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban
llorando.
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Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja
del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave cen-
tral, delante del altar mayor; las maestras depositaron
sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores.
La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendi-
das, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de
la oscuridad del templo.
Después que el sacerdote pronunció el último Amén,
se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, que-
dándose sola la maestra.
¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan pacien-
te y con tantos años de servicio! Ha dejado sus pocos li-
bros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuader-
nillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo
al Director que no dejase ir a los más pequeños al entie-
rro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y
ha muerto. ¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que
has quedado sola en la oscura iglesia! ¡Adiós! ¡Adiós para
siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi
infancia!
Muchas gracias
Miércoles, 28
Mi pobre maestra quería terminar el curso, pero se
fue cuando sólo faltaban tres días de clase, porque pasa-
do mañana iremos a oír leer el último cuento mensual,
Naufragio. Después... ¡se acabó! El sábado, primero de
julio, habrá exámenes.
Ha pasado, pues, otro curso, el cuarto. Y de no haber
muerto mi maestra, habría pasado felizmente.
Ahora pienso en lo que sabía en octubre y lo que sé
hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas
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cosas nuevas en mi cabeza, logro escribir mejor lo que
pienso; podría resolver problemas que muchas personas
mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus
negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que
leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han estimulado
y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro,
tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas par-
tes, por donde he ido y he visto algo! En este momento
me siento agradecido a todos.
Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen
maestro, que tan indulgente y cariñoso te has mostrado
conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada
nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para
mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te
agradezco, Derossi, admirable compañero, las explica-
ciones con que me has hecho comprender de amable ma-
nera tantas veces cosas difíciles y superar escollos para
mí insalvables en los exámenes; a ti, Stardi, fuerte y va-
leroso, que me has demostrado que con férrea voluntad
todo se alcanza; a ti, estupendo Garrone, bueno y genero-
so, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos
te tratan; también a vosotros, Precossi y Coretti, que siem-
pre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos
y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a voso-
tros, las doy a todos los demás.
Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre, a ti,
mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que
me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado
tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome
siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de
hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce ma-
dre, amado ángel de mi guarda, que has gozado con to-
das mis alegrías y sufrido con mis amarguras, que has
estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acari-
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ciándome con una mano la frente e indicándome con la
otra el Cielo.
Yo me arrodillo ante vosotros, como cuando era chi-
quito, y os doy gracias con toda la ternura que habéis
puesto en mi alma en doce años de sacrificio y de amor.
Último cuento mensual
NAUFRAGIO
Hace muchos años, cierta mañana del mes de diciembre
zarpaba del puerto de Liverpool un gran buque de vapor lle-
vando a bordo más de doscientas personas, entre ellas
setenta hombres de dotación. El capitán y casi todos los
marineros eran ingleses. Entre los pasajeros había varios
italianos: tres caballeros, un sacerdote y una compañía de
músicos. El barco salió con rumbo a la isla de Malta. El tiem-
po era bastante inclemente.
Entre los pasajeros de tercera clase, situada a proa,
había un chico italiano de unos doce años, bajo de estatura
para su edad, pero robusto: un sicilianito de aire serio y
audaz. Permanecía solo junto al trinquete, sentado en un
gran rollo de maromas. A su lado tenía una maletilla bastan-
te deteriorada, que contenía su equipaje, y sobre la cual
apoyaba una mano. Era moreno; su pelo, negro y rizado,
casi le llegaba a la espalda. Iba pobremente vestido, con
una manta raída sobre los hombros y una vieja bolsa de cue-
ro en bandolera. Miraba en torno suyo, pensativo, a los otros
pasajeros, las distintas partes del barco y a los marineros
que pasaban corriendo, así como al mar inquieto. Tenía el
aspecto de un muchacho que acababa de sufrir una gran
desgracia familiar: cara de niño y expresión de hombre.
Poco después de la salida pasó por la proa un marinero
de los de la dotación del barco, italiano, hombre de pelo
gris, que llevaba de la mano a una chica. Se detuvo delan-
te del pequeño siciliano y le dijo:
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—Mario, aquí tienes una compañera de viaje.
Luego se fue.
La chica se sentó también en el rollo de maromas, jun-
to al muchacho.
Ambos se miraron.
—¿A dónde vas? —le preguntó el siciliano.
La chica respondió:
—A Malta, pasando por Nápoles. —Luego añadió—: Voy
a reunirme con mi padre y mi madre, que me esperan. Yo
me llamo Julita Faggiani.
El muchacho no dijo nada.
Pasados unos minutos, sacó de la bolsa pan y frutas
secas; la chica llevaba bizcochos. Los dos se ofrecieron
mutuamente sus provisiones y comieron con buen apetito.
—¡Esto se ha animado! —gritó el marinero italiano, pa-
sando rápidamente—. ¡Ahora empieza el baile!
El viento arreciaba y el barco daba fuertes bandazos.
Pero los dos chicos, que no se mareaban, apenas se inmu-
taron. La chica sonreía. Tenía poco más o menos la edad
de su compañero, aunque era bastante más alta, morena,
fina, de aspecto algo enfermizo y vestida más que modes-
tamente. Tenía el cabello corto y ondulado, un pañuelo en-
carnado en la cabeza y zarcillos de plata en las orejas.
Mientras comían fueron contándose cosas de su vida. El
muchacho no tenía padre ni madre. Su padre, obrero, había
muerto en Liverpool pocos días antes, dejándole solo, y el
cónsul italiano le había enviado a su tierra, a Palermo, don-
de le quedaban algunos parientes lejanos. A la chica la ha-
bían llevado a Londres el año anterior a casa de una tía suya,
viuda, que la quería mucho, y a la que sus padres, que eran
pobres, se la habían dejado por algún tiempo, con la espe-
ranza de que fuera su heredera, como ella lo tenía prome-
tido. Pero pocos meses después murió la tía en un acci-
dente de tránsito, atropellada por un coche, sin dejarle nin-
gún dinero. Recurrió también al cónsul y éste la embarcó
para Italia. Los dos estaban recomendados al marinero ita-
liano.
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—Mis padres —concluyó la niña— creían que volvería
rica, y, en cambio, vuelvo sin un céntimo. Pero de todas
formas me quieren lo mismo que mis hermanos. Tengo cua-
tro hermanitos, todos pequeños. Yo soy la mayor de mi
casa y les ayudo a vestirse. Se pondrán muy contentos
cuando me vean. Entraré en casa de puntillas... ¡Qué malo
está el mar!
Después preguntó al muchacho:
—¿Y tú? ¿Vas a vivir con tus parientes?
—Sí..., si ellos quieren —le respondió.
—¿Es que no te quieren?
—No lo sé.
—En Navidad cumplo trece años —dijo la muchacha.
Luego empezaron a charlar sobre el mar y la gente de a
bordo. Todo el día estuvieron juntos, intercambiándose al-
gunas palabras. Los pasajeros creían que eran hermanos.
La chica hacía punto de media; el muchacho estaba pensa-
tivo. El mar continuaba cada vez más borrascoso.
Por la noche, en el momento de separarse para ir a dor-
mir, la chica dijo a Mario.
—Que duermas bien.
—Nadie dormirá bien esta noche, amiguitos míos —ex-
clamó el marinero italiano, pasando de prisa porque le había
llamado el capitán.
El muchacho estaba para corresponder a su amiguita y
desearle también una buena noche, cuando de pronto un
inesperado golpe de mar lo lanzó violentamente contra un
banco.
—¡Madre mía, sangras! —gritó la muchacha corriendo
hacia él para atenderlo.
Los pasajeros, que se apresuraban a bajar a los dormi-
torios, no les hicieron el menor caso. La chica se arrodilló
junto a Mario, que había quedado aturdido por el golpe; le
limpió la frente, que le sangraba y, quitándose el pañuelo
rojo, se lo ató alrededor de la cabeza; luego la apretó con-
tra sí para hacer el nudo, quedándole una mancha de san-
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gre en el vestido amarillo, a la altura de la cintura. Mario se
repuso y se levantó.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó la chica.
—Ya no tengo nada —contestó.
—Que descanses —dijo Julita.
—Buenas noches —respondió Mario.
Y ambos bajaron por dos escaleras próximas a sus res-
pectivos dormitorios.
El marinero había acertado. Aún no se habían dormido
cuando se desencadenó una horrible tempestad. Fue como
un asalto inesperado de tremendas olas que en pocos mi-
nutos rompieron un mástil y arrastraron consigo, como si
hubiesen sido hojas, tres de las barcas colgadas de las grúas
y cuatro bueyes que se hallaban en la proa. En el interior
del buque se produjo gran confusión y un espanto imposi-
ble de describir: un griterío estremecedor, con mezcla de
llantos y de plegarias, que ponía los pelos de punta.
La tempestad fue arreciando su furia toda la noche y, al
amanecer, aún se encrespó más. Las enormes olas azota-
ban el barco por los costados e irrumpían sobre la cubierta,
destrozando, barriendo y arrastrándolo todo. Se hundió la
plataforma que cubría la maquinaria, y el agua se precipitó
al interior con ruido infernal; las calderas se apagaron y los
maquinistas huyeron; por todas partes penetraron impetuo-
sos torrentes de agua. Una voz fuerte gritó:
—¡A las bombas!
Era la voz del capitán.
Los marineros echaron mano a las bombas. Pero un rá-
pido golpe de mar, que se abatió por detrás sobre el buque,
deshizo gran parte del casco y se precipitó al interior de
manera incontenible.
Los pasajeros, más muertos que vivos, se habían refu-
giado en la sala del centro del barco.
A cierto momento apareció el capitán.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritaron todos a la vez—. ¿Qué
hacemos? ¿Cómo estamos? ¿Hay alguna esperanza? ¡Sálve-
nos!
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El capitán esperó a que todos callasen, y dijo:
—¡Resignémonos!
Una mujer lanzó un grito:
—¡Piedad!
Nadie más pudo hablar, porque a todos los tenía para-
lizados el pánico. Así transcurrió mucho tiempo en medio de
un silencio sepulcral. Todos se miraban con caras cadavéri-
cas. El mar se enfurecía cada vez más. El barco a duras
penas podía navegar. A cierto punto el capitán intentó echar
al agua una lancha. Cinco marineros se metieron en ella; la
lancha se sostenía, pero una ola la volcó, y perecieron dos
marineros, uno de los cuales era, precisamente, el italiano;
los otros, con mucho esfuerzo, lograron asirse de nuevo a
las cuerdas y subir a bordo.
Tras esto, los mismos tripulantes perdieron toda espe-
ranza. Dos horas después, el barco estaba sumergido hasta
la altura de la borda.
Entretanto, sobre cubierta se desarrollaba un espectá-
culo estremecedor. Las madres estrechaban desesperada-
mente contra su pecho a los hijos; los amigos se abraza-
ban y se daban el adiós de despedida definitiva; algunos
bajaban a los camarotes para morir sin ver el mar. Un pasa-
jero se pegó un tiro en la cabeza, y fue rodando escaleras
abajo hasta el dormitorio, donde expiró. Muchos se agarra-
ban frenéticamente los unos a los otros y algunas mujeres
padecían horribles convulsiones. No pocos se arrodillaban
rodeando al sacerdote. Se oía un coro de sollozos, de lamen-
taciones infantiles, de voces agudas y extrañas, viéndose
por aquí y por allá personas tan inmóviles como estatuas,
atontadas por el pánico, con los ojos dilatados y sin vista,
caras cadavéricas, y propias de locos. Mario y Julia, agarra-
dos a un mástil, miraban el mar con los ojos fijos, como aluci-
nados.
El mar se había aquietado un poco; pero el buque con-
tinuaba hundiéndose lentamente; sólo le quedaban unos
minutos de vida.
—¡La lancha al agua! —gritó el capitán.
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Una chalupa que quedaba, la última, fue lanzada al mar,
y se metieron en ella catorce marineros y tres pasajeros.
El capitán permaneció a bordo.
—¡Venga con nosotros! —le dijeron desde la barca.
—Yo debo morir en mi puesto —contestó el capitán.
—Encontraremos algún barco —le gritaron los marine-
ros— y nos salvaremos. ¡Baje! ¡Está perdido!
Yo me quedo aquí. Iros vosotros.
—¡Todavía hay un sitio! —gritaron entonces, dirigiéndo-
se a los otros pasajeros—. ¡Una mujer!
Entonces avanzó una mujer, sostenida por el capitán;
pero, al ver la distancia que le separaba de la chalupa, no
tuvo valor para dar el salto y cayó sobre cubierta. Las de-
más mujeres casi todas estaban desvanecidas y como muer-
tas.
—¡Un chico! —gritaron algunos.
Al oírlo, el muchacho siciliano y su compañera, que hasta
entonces habían permanecido como petrificados por un es-
tupor sobrehumano, impulsados por el instinto de vivir, se
apartaron a la vez del palo y corrieron al borde del buque,
exclamando a la vez:
—¡Yo! —Y se rechazaban el uno al otro como dos fieras
salvajes.
—¡El más pequeño! —dijeron los de la chalupa—. ¡La
barca está sobrecargada! ¡El más pequeño!
Al oírlo, la muchacha, como herida por un rayo, dejó
caer los brazos y permaneció inmóvil, mirando a Mario con
los ojos apagados.
Mario la miró un instante, vio la mancha de sangre que
había dejado en ella, se acordó de lo que había hecho por
él y cruzó por su mente una idea divina.
—¡El más pequeño! —gritaban a coro los marineros con
imperiosa impaciencia—. ¡Nos vamos!
Entonces Mario, con una voz que no parecía la suya,
gritó:
—¡Ella pesa menos! ¡Vete tú, Julia! ¡Te cedo mi sitio!
¡Anda, mujer! Tú tienes padres, y yo soy solo.
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—¡Échala al mar! —corearon los marineros.
Mario cogió a Julia por la cintura y la echó al agua.
La muchacha dio un grito y cayó; un marinero la agarró
de un brazo y la subió a la barca.
Mario permaneció firme sobre la borda del buque, con la
frente erguida y el cabello flotando al viento, inmóvil, tran-
quilo, sublime. La barca se puso en movimiento y apenas
tuvo tiempo de esquivar el vertiginoso remolino de agua
formado por el buque al hundirse.
La muchacha, que hasta aquel momento había estado
casi inconsciente, alzó los ojos hacia el chico y empezó a
llorar desconsoladamente.
—¡Adiós, Mario! —gritó entre sollozos, con los brazos
tendidos hacia él—. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
—¡Adiós! —le contestó el muchacho elevando la mano.
La barca se alejó con la rapidez que le permitía el mar
agitado, bajo un cielo oscuro. Sobre el buque siniestrado
nadie hablaba ya. El agua lamía el borde de la cubierta.
De pronto se puso el muchacho de rodillas, juntó las ma-
nos y dirigió los ojos al Cielo.
La muchacha se tapó la cara.
Cuando alzó la cabeza, echó una mirada al mar. El bu-
que había desaparecido.
312
JULIO
La última página de mi madre
Sábado, 1º.
E L CURSO ha terminado, Enrique; bien está que te quede
como recuerdo del último día la imagen del niño sublime
que dio la vida por su amiga. Ahora te vas a separar de
tus maestros y de tus compañeros, y debo comunicarte una
triste noticia. No se trata de una separación de meses, sino
para siempre. Por motivos de su profesión, tu padre tiene
que marcharse de Turín, y nosotros iremos con él. Mar-
charemos el próximo otoño. Entrarás en otra escuela, lo
cual te disgusta y contraría, ¿no es así? Porque estoy se-
gura de que estás encariñado con tu escuela, donde por
espacio de cuatro años has experimentado dos veces al día
la satisfacción de haber trabajado; donde has convivido
tanto tiempo, a las mismas horas, con los mismos chicos,
los mismos maestros, los mismos padres de tus compañe-
ros y los tuyos, que te esperaban sonriendo; sentirás dejar
la escuela donde se ha desarrollado tu inteligencia, en la
que has conocido a buenos amigos, en donde cada pala-
bra que has oído tenía por objeto tu bien, sin sufrir nin-
gún disgusto que no te fuera provechoso.
Llévate, pues, ese afecto contigo y da un adiós que te
salga del corazón a todos esos niños.
Algunos conocerán desgracias irreparables, perderán
pronto a su padre o a su madre; otros morirán jóvenes;
otros quizá viertan generosamente su sangre en alguna
posible guerra; muchos serán buenos y honestos trabaja-
dores, padres de familias laboriosas y honradas como ellos;
¡y quién sabe si no habrá también alguno que preste gran-
des servicios a la nación y haga glorioso su nombre!
Sepárate, por tanto, de ellos con afecto; deja un poco
de tu alma en la gran familia en la que ingresaste de niño
y de la que sales en edad adolescente, a la cual quieren tu
padre y tu madre porque en ella también te han querido.
La escuela es como una madre, Enrique: te tomó de
mis brazos cuando apenas hablabas y te devuelve ahora
mayorcito, fuerte, bueno y estudioso. ¡Bendita sea, y no la
olvides jamás, hijo mío!
Serás hombre, irás por el mundo, verás ciudades in-
mensas, monumentos sorprendentes, y también te olvida-
rás de ellos; pero del modesto edificio blanco, con sus per-
sianas cerradas y el pequeño jardín donde se abrió la pri-
mera flor de tu inteligencia, nunca te olvidarás, sino que
lo tendrás presente hasta el último día de tu existencia,
lo mismo que yo recordaré toda mi vida la casa en que oí
tu voz por primera vez.
TU MADRE
314
Los exámenes
Martes, 4
Por fin hemos llegado a los exámenes. En las calles
junto a la escuela, los alumnos, los padres y las madres,
e incluso las niñeras, hablaban de exámenes, calificacio-
nes, temas, nota media, suspensos, promocionados... Ayer
por la mañana nos examinamos de redacción y hoy de
Aritmética.
Los padres que acompañaban a sus hijos a la escuela
les daban los últimos consejos, y muchas madres iban
con los chicos hasta dejarlos en los bancos, viendo si ha-
bía tinta en los tinteros, comprobando si las plumas es-
taban en buenas condiciones, y, al salir, se volvían desde
la puerta para recomendarles optimismo y atención.
Nuestro vigilante era el señor Coatti, el maestro de
la barba negra y voz de león, que nunca castiga a nadie.
Había chicos con una cara tan blanca como el papel,
de miedo que tenían.
Cuando el maestro abrió el sobre enviado por el Ayun-
tamiento y sacó el ejercicio de Matemáticas, todos con-
tuvimos la respiración.
Dictó el problema con voz fuerte, mirándonos a unos
y otros con ojos escrutadores y severos; pero era evidente
que, de haber podido dictarnos la solución, lo habría he-
cho, para que todos aprobásemos y estuviésemos conten-
tos.
Después de una hora de trabajo, no pocos empezaban
a desanimarse porque el problema era difícil. Uno llora-
ba. Crossi se daba puñetazos en la cabeza. Muchos no
tenían culpa de no saber resolverlo, por no haber tenido
tiempo para estudiar lo suficiente o por no haberlos ayu-
dado los padres en casa durante el curso.
315
Pero siempre se encuentra la providencia. Era un es-
pectáculo ver cómo se las arreglaba Derossi para pasar
una cifra y sugerir una operación, sin que le descubrie-
sen; parecía nuestro maestro. También ayudaba en lo que
podía Garrone, que está fuerte en Aritmética, y hasta
Nobis, que, al hallarse en apuros, se había vuelto ama-
ble. Stardi estuvo inmóvil más de una hora, con los ojos
fijos en el problema y los puños en las sienes; luego todo
lo hizo en cinco minutos.
El maestro daba vueltas por entre los bancos y de-
cía:
—¡Calma! ¡Calma! No os precipitéis y reflexionad un
poco.
Cuando veía a alguno descorazonado, para hacerle
reír e infundirle ánimos, abría la boca como para tragár-
selo, imitando al león.
Hacia las once, mirando a través de las persianas, vi
abajo a muchos padres que se paseaban con cara de im-
paciencia; estaba el padre de Precossi, con su blusa azul
y la cara llena de tiznajos: seguramente acabaría de salir
de la fragua. También vi a la madre de Crossi, la verdule-
ra, y la de Nelli, vestida de negro, que no podía estar un
momento quieta. Poco antes del mediodía llegó mi pa-
dre y miró hacia la ventana por donde yo estaba. Pobre
padre, ¡cuánto me quiere!
A las doce en punto todos habíamos terminado.
Había que ver lo que ocurrió a la salida. Los padres ve-
nían a nuestro encuentro, y no paraban de hacernos pre-
guntas, hojear los cuadernos y comparar los trabajos de
unos y de otros. Se oían éstas y parecidas preguntas:
«¿Cuántas operaciones?» «¿Cuál es el total?» «¿Y la subs-
tracción?» «¿Y la respuesta?» «¿Y la coma de los decimales?»
Los maestros iban de una a otra parte, requeridos por
multitud de padres.
316
Mi padre me tomó en seguida el borrador, miró y dijo:
—Está bien.
A nuestro lado estaba el herrero Precossi, que mira-
ba también el trabajo de su hijo, algo inquieto, porque no
se aclaraba. Dirigiéndose a mi padre, le preguntó:
—¿Tendría la bondad de decirme el resultado?
Mi padre se lo dijo. Miró el de su hijo y comprobó que
era el mismo.
—¡Bravo, hijo! —exclamó muy contento. Mi padre y
él se miraron con cara de satisfacción, como dos buenos
amigos, y el herrero estrechó la mano que le tendió mi
padre. Se separaron diciendo:
—Hasta el examen oral.
Poco después oímos una voz de falsete, que nos hizo
volver la cabeza. Era el herrero, que se alejaba cantando.
El último examen
Viernes, 7
Esta mañana hemos dado el examen oral. A las ocho
estábamos ya todos en nuestros sitios. A las ocho y cuar-
to empezaron a llamarnos de cuatro en cuatro para ir al
salón de actos, donde había una mesa cubierta con un ta-
pete verde, y sentado en torno a ella el Director y cua-
tro maestros, entre ellos el nuestro.
Yo fui uno de los primeros llamados. ¡Pobre maestro!
¡Cómo me he dado hoy cuenta de lo mucho que nos quiere!
Mientras los demás nos preguntaban, él no nos qui-
taba ojo, se turbaba cuando vacilábamos en responder,
prestaba oído muy atento y nos hacía la mar de gestos
con las manos y con la cabeza para decirnos: «¡Bien, no,
presta atención, más despacio, ánimo!» Si hubiese podi-
do hablar, nos habría sugerido todas las respuestas. Un
317
padre no habría hecho más que él. De buena gana le ha-
bría dado las gracias diez veces delante de todos.
Cuando los otros maestros dijeron: «Está bien, vete
tranquilo», le brillaron los ojos de alegría.
Yo volví seguidamente a la clase para esperar a mi
padre. Aún estaban allí casi todos. Me senté junto a Garro-
ne. Yo no estaba contento. Pensaba que era la última vez
que íbamos a vernos. Aún no le había dicho a mi buen com-
pañero que al año siguiente no estaría en cuarto con él,
porque tenía que marcharme de Turín con mi familia.
Como siempre, estaba algo encogido, con la cabeza incli-
nada sobre el banco, pintando adornos alrededor de una
foto de su padre, vestido de maquinista, un hombre re-
cio y alto, con cuello de toro y aspecto serio y honrado
como él. Mientras hacía sus dibujos, como tenía la cami-
sa algo desabrochada, vi sobre su desnudo pecho la cruz
que le regalara la madre de Nelli cuando supo que pro-
tegía a su hijo.
Me creí obligado a manifestarle que me ausentaría
definitivamente de Turín. Haciendo un esfuerzo, le dije,
sin mirarle:
—Garrone, este otoño mi padre se marchará de Turín
para siempre.
Me preguntó si me marcharía yo también, y le respon-
dí que sí.
—Entonces —añadió—, ¿no te tendremos de compa-
ñero en cuarto curso?
Le contesté que no. De momento se quedó callado,
prosiguiendo su trabajo. Luego sin levantar la cabeza,
me preguntó:
—¿Te acordarás de tus compañeros de tercero?
—Sí, sí, de todos —le repuse—; pero de ti... más que
de nadie. ¿Quién puede olvidarse de ti?
318
Él, contrariado, me dirigió una mirada como querien-
do decirme mil cosas, pero guardó silencio. Se limitó a
alargarme su mano izquierda, fingiendo que seguía di-
bujando con la derecha. Yo estreché entre las mías aque-
lla mano fuerte y leal.
En aquel instante entró de prisa el maestro, con la
cara encendida y dijo en voz baja y rápida, en tono ale-
gre: «¡Hasta ahora todo va bien; a ver si los que quedan
continúan lo mismo. ¡Mucho ánimo, hijitos! ¡Estoy con-
tento de vosotros!» Para mostrar su alegría, al salir con
paso rápido, hizo como que tropezaba y tenía que aga-
rrarse a la pared para no caerse; ¡él, a quien no había-
mos visto reír en todo el curso! La cosa nos pareció tan
sumamente extraña, que, en vez de reírnos, todos nos
quedamos asombrados; nos sonreímos, pero ninguno se
rió. Aquel acto de alegría, propio de un chiquillo, sin sa-
ber por qué, me produjo pena y ternura. Tal momento
de alegría era su único premio, la compensación por nue-
ve meses de paciencia, de esfuerzos y de sinsabores. Para
aquel resultado satisfactorio se había afanado y había
ido a dar clase muchas veces estando enfermo. Aquello,
y nada más que aquello, nos pedía a cambio de tanto ca-
riño y de tantas preocupaciones. Ahora me parece que,
al acordarme de él, siempre lo veré en aquella postura;
y si nos encontramos, le recordaré el acto que tan hondo
me ha llegado al corazón, y no dejaré de besar sus canas.
¡Adiós!
Lunes, 10
Por la tarde nos reunimos todos por última vez para
conocer el resultado de los exámenes y recoger las car-
tillas con las correspondientes calificaciones.
319
La calle estaba llena de padres, que también habían
invadido el amplio zaguán. No pocos entraron en las au-
las, empujándose hasta la mesa del maestro. En la nues-
tra ocupaban todo el espacio que hay entre la pared y los
primeros bancos.
Entre ellos vi al padre de Garrone, la madre de Deros-
si, el herrero Precossi, Coretti, la señora Nelli, la verdu-
lera, el padre del albañilito, el de Stardi y muchos otros
que no conocía. Por todas partes se percibía un murmu-
llo y se oía hablar como cuando se está en una plaza.
Entró el maestro y guardamos completo silencio. Lle-
vaba una lista en la mano y empezó a leer seguidamente:
—Abatucci, aprobado, 6,6; Archimi, aprobado, 5,5; el
albañilito, aprobado; Crossi, aprobado —luego añadió
con voz fuerte—: Derossi Ernesto, aprobado, 7,7 y pri-
mer premio.
Todos los que estaban presentes y le conocían, grita-
ron: —¡Bien por Derossi!
Él se dio un estirón a los rubios rizos y miró con frui-
ción a su madre, que le saludó con la mano. Garoffi, Garro-
ne y el calabrés también figuraron entre los aprobados.
Después leyó los nombres de tres o cuatro que tienen que
repetir curso, echándose a llorar uno de ellos porque le
amenazó su padre, que estaba en la puerta. El maestro
se apresuró a decirle:
—Mire, no se ponga así, porque muchas veces es por
mala suerte, como ha sucedido en el caso de su hijo.
Continuó leyendo. Nelli sacó aprobado y su madre le
envió un beso al aire con el abanico. Stardi obtuvo nota-
ble de media, mas no por eso se sonrió ni se quitó los pu-
ños de las sienes. El último de la lista fue Votini, que re-
sultó aprobado. Era el que iba vestido con mayor elegan-
cia y mejor peinado. Terminada la lectura de las califica-
ciones, el maestro se levantó y nos dijo:
320
—Muchachos, ésta es la última vez que nos reunimos.
Hemos estado juntos todo el curso y ahora nos separa-
mos como buenos amigos, ¿no es verdad? Siento esta se-
paración, queridos niños... —Se interrumpió y luego con-
tinuó diciendo—: Si alguna vez he llegado a perder la
paciencia, si en alguna ocasión he pecado de injusto, sin
quererlo, o me he mostrado excesivamente severo, perdo-
nadme.
—¡No, no, señor maestro! —dijeron a un tiempo pa-
dres y alumnos.
—Disculpadme —repitió el maestro— y no dejéis de
quererme. El próximo curso ya no estaréis conmigo, pero
os veré con frecuencia y permaneceréis en mi corazón.
¡Felices vacaciones, muchachos, y hasta la vista!
Dicho esto pasó entre nosotros y todos le tendían la
mano, empinándose, subiéndose en los bancos, le tira-
ban de la chaqueta y le cogían los brazos. Algunos le abra-
zaron y cincuenta voces dijeron a coro:
—Hasta la vista, señor maestro. Gracias por todo. ¡Que
le vaya bien ¡Acuérdese de nosotros!
Cuando salió estaba emocionado.
Abandonamos la clase en tropel. También salían al
mismo tiempo de las otras clases y se produjo una gran
confusión de saludos y de mutuas despedidas entre mu-
chachos, maestros, padres y maestras.
La maestra de la pluma roja tenía cuatro o cinco ni-
ños encima y unas veinte criaturas a su alrededor, que
no le dejaban respirar. A la «monjita» casi le habían des-
trozado el sombrero y la habían llenado de ramitos de
flores que ponían en los ojales y en los bolsillos del ves-
tido negro. Muchos felicitaban a Robetti, que aquel día
era, precisamente, el primero que iba sin muletas.
Por todas partes se oía decir: «¡Hasta el próximo cur-
so! ¡Hasta el veinte de octubre! ¡Nos veremos por Todos
321
los Santos!» También nos despedimos mi padre y yo de
los conocidos.
¡Cómo se olvidan en esos momentos los sinsabores
pasados! Votini, que siempre se había mostrado tan en-
vidioso de Derossi, fue el primero en abrazarlo con efu-
sión. Yo saludé y estreché la mano del albañilito en el
instante que por última vez me ponía el hocico de lie-
bre. ¡Qué buen chico! Saludé a Precossi y a Garoffi, el
cual me dijo que había obtenido un premio en la última
rifa y me entregó un pequeño pisapapeles de mayólica,
algo roto por una esquina. De todos me despedí con un
apretón de manos.
Fue emocionante ver cómo se acercó el pobrecito Nelli
a Garrone, del que no podían despegarlo. Todos rodea-
ban a Garrone, lo abrazaban y zarandeaban en prueba
de cariño, como bien se lo merecía el ejemplar mucha-
cho, que a todos sonreía. Su padre estaba allí embobado
ante semejante muestra de afecto. A Garrone fue el últi-
mo a quien abracé, ya en la calle, procurando contener
un sollozo al tener mi cara sobre su pecho; él me dio un
beso en la frente.
Después corrí a reunirme con mi padre y mi madre.
Mi padre me preguntó si me había despedido de todos,
y yo le dije que sí.
Luego me recomendó que buscara y pidiera perdón
a quien le hubiese faltado alguna vez.
—No hay ninguno —le respondí.
—Bueno, pues entonces, vámonos.
Dirigió una última mirada a la escuela y dijo con voz
conmovida:
—¡Adiós!
Mi madre repitió:
—¡Adiós!
Yo... no pude decir nada.
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