ve, una hernia estrangulada. Hacía quince días que no se
levantaba de la cama, y era preciso intervenirla quirúrgica-
mente para salvarle la vida. En aquel mismo instante, mien-
tras la invocaba su Marco, estaban junto a su cama los
señores de la casa queriéndola convencer, con mucha dul-
zura, para que se dejase operar; mas ella persistía en su
terca negativa y no dejaba un instante de llorar.
Ya había ido la semana anterior, a tal efecto, un pres-
tigioso cirujano de Tucumán, pero inútilmente.
—No, queridos señores —decía ella—, no merece la pena;
no tengo fuerzas para resistir y moriría en la operación. Es
mejor que me dejen. Ya no tengo apego a la vida. Para mí
todo se acabó. Prefiero morir a saber lo que ha ocurrido a
mi familia.
Los señores se oponían, le decían que tuviese valor, que
las últimas cartas enviadas directamente a Génova tendrían
respuesta, que se dejase operar, que lo hiciera por sus hi-
jos.
Pero el recuerdo de sus hijos aumentaba todavía más la
angustia y el profundo desaliento, que la tenía deprimida
desde hacía mucho tiempo. Al oír aquellas palabras le sal-
taban las lágrimas.
—¡Ah, mis hijos! ¡Mis queridos hijos! —exclamaba jun-
tando las manos—. ¡Tal vez hayan muerto! ¡Más vale que
muera yo también! De todas formas les quedo muy agra-
decida, queridos señores. Es inútil que vuelva el doctor pa-
sado mañana. Quiero morir aquí. Ése es mi destino. Ya lo he
decidido.
Los señores, sin cesar de consolarla, le repetían:
—No diga eso, buena mujer —y le cogían la mano para
hacerle mayor presión.
Pero ella cerraba entonces los ojos, agotada y caía en
un sopor como muerta.
Los dueños permanecían a su lado algún tiempo y, al
mirarla a la luz mortecina de una lamparilla, sentían gran com-
pasión de aquella madre admirable que por el bien de su
familia había ido a morir a seis mil leguas de su patria, tras
265
haber penado tanto. ¡Pobre mujer, tan honesta, buena y
desgraciada!
Al día siguiente, muy de mañana, encorvado y medio
tambaleándose, con su bolsa a cuestas, pero sumamente
animoso, entraba Marco en la ciudad de Tucumán, una de
las más suaves y florecientes de la república Argentina. Le
pareció que volvía a ver Córdoba, Rosario y Buenos Aires,
puesto que contemplaba análogas calles largas y rectas con
las mismas casas blancas y bajas; pero por todas partes
aparecía una nueva y magnífica vegetación, notándose un
aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo transparente y
azul como él jamás había visto, ni siquiera en Italia.
Yendo adelante por las calles, advirtió la febril agitación
que había presenciado en Buenos Aires. Miraba las venta-
nas y las puertas de todas las casas; se fijaba en todas las
mujeres que pasaban con anhelante esperanza de ver a su
madre, y de buena gana habría preguntado a todos, pero
no se atrevía a parar a nadie. Cuantos se cruzaban con él
se volvían para ver a aquel muchacho harapiento y lleno de
polvo, que daba señales de venir de muy lejos. Él buscaba
entre la gente una cara que le inspirase confianza para di-
rigirle la tremenda pregunta, cuando se ofreció ante sus
ojos el rótulo de una tienda con nombre italiano. Se aproxi-
mó pausadamente a la puerta y con ánimo resuelto dijo:
—¿Podrían decirme dónde vive la familia Mequinez?
—¿Los señores Mequinez? —repitió el tendero.
—Sí, sí, la casa del ingeniero señor Mequinez —respon-
dió el muchacho con un hilo de voz.
—La familia Mequinez —dijo el comerciante —no está
en Tucumán.
Un grito de desaliento, como el de una persona herida
por puñalada, fue como el eco de aquellas palabras.
Acudieron el tendero y algunas mujeres que se encon-
traban en el establecimiento.
—¿Qué te pasa, muchacho? —le preguntó el tendero
haciéndole sentar—. ¡No hay que desesperarse, qué dia-
266
blos! Los Mequinez no están aquí, pero viven cerca, a po-
cas horas de Tucumán.
—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó Marco, poniéndose de pie
como movido por un resorte.
—A unas quince leguas de aquí —continuó el hombre—,
a orillas del Saladillo, en un lugar donde están construyendo
una gran fábrica de azúcar. Entre otras, está la casa del
señor Mequinez, que todos conocen. Te será fácil llegar allí.
—Yo estuve hace un mes —dijo un joven que había acu-
dido al oír el grito.
Marco abrió desmesuradamente los ojos, miró al joven y
preguntó atropelladamente, palideciendo:
—¿Vio usted allí a la sirvienta del señor Mequinez, a la
italiana?
—¿La genovesa? Sí, la vi.
Marcó prorrumpió en un sollozo convulso, riendo y llo-
rando a la vez. Luego, impulsado por violenta resolución,
preguntó:
—¿Por dónde se va? ¡Pronto! ¡Enséñenme el camino!
¡Me voy en seguida!
—Pero si hay una jornada larga —le contestaron— y es-
tás muy cansado... Debes descansar. ¡Déjalo para mañana!
—¡Imposible! ¡Imposible! —repuso Marco—. Díganme por
dónde se va, no puedo esperar ni un minuto más; me voy
en seguida, ¡aunque me caiga muerto por el camino!
Viéndole tan decidido, no se opusieron.
—¡Que Dios te acompañe! —le dijeron—. Ten cuidado
por el camino del bosque. ¡Feliz viaje, italianito!
Un hombre lo acompañó hasta las afueras de la pobla-
ción, le indicó el camino que debía seguir, le dio algunos
consejos y se quedó mirándole cómo se alejaba.
El muchacho desapareció al cabo de unos minutos, co-
jeando, con el bulto de ropa a la espalda, por detrás de los
espesos árboles que bordeaban la carretera.
Aquella noche fue atroz para la pobre enferma. Sentía
agudos dolores que le arrancaban gritos capaces de romper
las venas, y pasaba por momentos de delirio. Las mujeres
267
que la asistían no sabían qué hacer. La dueña acudía de
vez en cuando, muy desconsolada. Todos empezaron a
temer que, aun en el caso de acceder a que la operaran,
como el cirujano no iría hasta la mañana siguiente, segura-
mente llegaría demasiado tarde. Pero en los momentos de
lucidez, se comprendía que su mayor tormento no lo cons-
tituían los dolores físicos, sino el pensamiento de su lejana
familia. Moribunda, deshecha, con la mirada extraviada, se
metía los dedos entre el pelo con actitud de desesperación
que partía el alma, y gritaba:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos, sin verlos! ¡Po-
bres hijos míos, que se quedan sin madre, mis pobres cria-
turas, sangre de mi sangre! ¡Mi Marco, todavía pequeño,
tan bueno y cariñoso! ¡Ustedes no pueden figurarse cómo
es! ¡Si usted lo conociera, señora...! Cuando salí de casa,
no podía despegármelo del cuello; sollozaba de una manera
desgarradora. Parecía que sospechaba que ya no volvería
a verme. ¡Pobre criatura mía! ¡Ojalá hubiese muerto de re-
pente entonces, cuando me estaba despidiendo! ¡Huérfano
de madre mi hijito, que tanto me quiere, que aún me nece-
sita! Sin su madre caerá en la miseria, y tendrá que ir pi-
diendo limosna para acallar el hambre...
»¡Dios eterno! ¡No, no lo permitáis! ¡No quiero morir! ¡El
médico! ¡Que venga en seguida! ¡Llámenle, por favor! ¡Que
venga y me abra por donde quiera, con tal de que me sal-
ve la vida! ¡El médico! ¡Socorro!
Las mujeres le sujetaban las manos, la tranquilizaban a
fuerza de ruegos. Al hacerla volver en sí, le hablaban de
Dios y de la esperanza que todos debemos poner en Él. En-
tonces la enferma recaía en un abatimiento mortal, lloraba
mesándose los grises cabellos, gemía como una niña, lan-
zando lamentos continuados y murmurando a intervalos:
—¡Oh Génova mía! ¡Mi casa! ¡Aquel mar...! ¡Oh mi Mar-
co, mi querido Marco! ¿Dónde estará ahora la pobre criatura?
Era medianoche, y Marco, después de haber pasado mu-
chas horas al borde de un foso, completamente extenuado,
marchaba a través de una floresta de árboles gigantescos,
268
monstruos de la vegetación, de troncos desmesurados, se-
mejantes a columnas de catedrales, que a una altura incon-
cebible entrelazaban sus enormes copas plateadas por la
luna. En aquella semioscuridad veía vagamente millares de
troncos de todas formas, rectos e inclinados, retorcidos,
interpuestos en extrañas actitudes de amenaza y de lucha;
por el suelo había algunos derribados, como torres caídas de
una vez, cubiertos de una vegetación exuberante y confu-
sa, que parecía una multitud furiosa, disputándose el espa-
cio palmo a palmo; otros formaban grupos verticales y apre-
tados como haces de lanzas titánicas, cuyas puntas se ocul-
taban en las nubes; una grandiosidad soberbia; un desorden
prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majes-
tuosamente terrible que jamás le había ofrecido la natura-
leza vegetal, propio de la selva virgen.
En ciertos momentos le sobrecogía un gran estupor, pero
pronto volaba con el pensamiento hacia su madre. Estaba
agotado, con los pies ensangrentados, solo en aquella impo-
tente selva, donde únicamente veía a largos intervalos pe-
queñas viviendas humanas, que al pie de aquellos majestuo-
sos árboles parecían nidos de hormigas, y algún que otro bú-
falo dormido en el camino. Se encontraba rendido de cansan-
cio y solo, mas no por eso tenía miedo. La grandeza de la
selva virgen elevaba su alma; la proximidad de su madre le
comunicaba la fuerza y el atrevimiento de un hombre; el re-
cuerdo del océano, de los desalientos y de las penalidades pa-
sadas y superadas, las prolongadas fatigas y la férrea cons-
tancia de que había dado pruebas le hacían erguir la frente;
todo el torrente de su fuerte y noble sangre genovesa afluía
a su corazón en ardiente oleada de orgullo y de audacia.
Una nueva sensación advertía en él: hasta entonces
había llevado en la mente una imagen de su madre oscure-
cida y confusa un tanto por los dos años de ausencia, mas
en aquellos instantes adquiría más claridad y tenía rasgos
mejor definidos; volvía a ver su cara entera y propia como
hacía mucho tiempo no la había contemplado; la percibía
muy cerca, iluminada y como hablándole; volvía a ver los
269
movimientos más insignificantes de sus ojos y de sus labios,
todas sus actitudes, sus gestos y las sombras de sus pen-
samientos; sostenido por tan acuciantes recuerdos, apre-
taba el paso, y un nuevo cariño, una indecible ternura iba
creciendo en su corazón, que le hacía correr por sus meji-
llas dulces y sosegadas lágrimas. Conforme iba andando en
medio de la oscuridad, le hablaba diciéndole las palabras
que pronto le murmuraría al oído: «¡Aquí estoy, madre mía;
aquí me tienes; ya no me apartaré de ti; volveremos los
dos a casa y estaré siempre a tu lado, pegado a ti, sin que
nadie nos separe nunca, mientras vivas!» Entretanto no se
daba cuenta de que iba desapareciendo de la copa de los
gigantescos árboles la plateada luz de la luna para dejar
paso a la rosada aurora que ya aparecía por los balcones
del oriente.
A las ocho de aquella mañana estaba junto al lecho de
la enferma el cirujano de Tucumán, joven argentino, en com-
pañía de un practicante, para intentar por última vez con-
vencerla de que le permitiera operarla. A sus requerimientos
se unían los del ingeniero Mequinez y su esposa. Pero todo
resultaba inútil, puesto que la mujer, sintiéndose sin fuer-
zas, no tenía confianza en el buen resultado de la interven-
ción quirúrgica. Estaba segura de que moriría durante ella o
que sólo sobreviviría unas cuantas horas después de haber
sufrido inútilmente unos dolores más atroces de los que le
produciría la muerte natural.
El doctor no cesaba de repetirle:
—Mire, señora, el resultado de la operación es seguro y
cierta su curación con tal que se arme de un poco de valor.
Si se niega, morirá indefectiblemente.
A pesar de todo, resultaban palabras inútiles.
—No —respondía con su débil voz—; tengo valor para
morir, pero no para sufrir en vano. Gracias, doctor. Ése es
mi destino. Déjeme morir en paz.
El cirujano desistió de su empeño y nadie dijo más a la
enferma, la cual, dirigiéndose a su dueña, le hizo con voz
moribunda los últimos ruegos.
270
—Mi querida y buena señora —dijo esforzándose mucho y
entre sollozos—, le pido que haga el favor de enviar a mi fa-
milia, por medio del señor Cónsul, el poco dinero y la ropa que
poseo. Supongo que todos vivirán. Mi corazón lo presiente en
estos últimos momentos. Tenga la bondad de escribir... que
siempre he pensado en ellos, que he trabajado por ellos... por
mis hijos... y que mi única pena es no volver a verlos..., pero
que he muerto con buen ánimo... resignada... bendiciéndolos;
y que a mi marido... y a mi hijo mayor... les recomiendo que
velen por el más pequeño, mi pobrecito Marco... a quien he
tenido presente en mi corazón... hasta el último momento...
—Poseída de repentina exaltación, exclamó, juntando las
manos: —¡Mi Marco! ¡Mi niño! ¡Mi vida!...
Pero al girar sus ojos anegados en lágrimas, ya no vio a
la señora; alguien la había llamado por señas sin que la pa-
ciente lo advirtiera. Buscó al ingeniero, y también había
desaparecido. Solamente estaban en la habitación las dos
enfermeras y el ayudante del médico.
En la habitación contigua se oían pasos acelerados, pa-
labras entrecortadas y exclamaciones contenidas.
La enferma miró hacia la puerta con ojos velados en
actitud expectante. Al cabo de unos minutos vio aparecer
al cirujano con expresión extraña, y luego a sus señores
también visiblemente alterados. Los tres la miraron de modo
singular y se intercambiaron unas palabras en voz baja. Pare-
cióle que el doctor decía a la señora:
—Es mejor en seguida.
La enferma no comprendía.
—Josefa —le dijo la señora con voz temblorosa—, tengo
que darle una buena noticia. Prepárese a recibirla.
La mujer le miró con extremada atención.
—Es una noticia —prosiguió diciendo la señora— que le
causará mucha alegría.
La enferma abrió desmesuradamente los ojos.
—Dispóngase —añadió— a ver a una persona... a la que
quiere muchísimo.
271
La mujer levantó la cabeza con vigoroso impulso y em-
pezó a mirar ora a la señora, ora hacia la puerta, con ojos
fulgurantes.
—Es una persona —añadió la señora, palideciendo— que
acaba de llegar inesperadamente.
—¿Quién es? —preguntó la enferma con voz quebrada
y extraña, como de persona asustada.
Un instante después lanzó un grito agudísimo, intentan-
do sentarse en la cama; pero tuvo que permanecer inmóvil,
con los ojos desencajados y las manos en las sienes, cual
si se tratase de una aparición sobrenatural.
Marco, extenuado y cubierto de polvo, estaba de pie en
la puerta. El doctor le sujetaba por un brazo.
La mujer gritó:
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!
Marco se acercó, ella extendió sus descarnados brazos
y, estrechándolo contra su pecho con la fuerza de una tigre-
sa, comenzó a reír a carcajadas, mezclando la risa con pro-
fundos sollozos sin lágrimas, que le hicieron caer casi sin
aliento en la almohada.
Pero pronto se repuso y gritó loca de alegría, cubriendo
de besos la cabeza de su hijo:
—¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Pero eres tú? ¡Cuánto
has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Has venido tú solo? ¿Te
encuentras bien? ¡Eres tú mi Marco, no estoy soñando! ¡Dios
mío! ¡Háblame! ¡Dime algo!
Luego, cambiando repentinamente de tono, añadió:
—¡No! ¡Todavía no! ¡No me digas nada! ¡Espera un poco!
Acto seguido, dirigiéndose al cirujano, exclamó:
—¡Pronto, señor doctor! ¡Quiero curarme! ¡Estoy dis-
puesta! No pierda un instante. Llévense a mi hijo para que
no sufra. Esto no es nada, ¿sabes, Marco? Ya me lo contarás
todo. Otro beso, hijo. Ahora vete. ¡Aquí me tiene, doctor!
Sacaron a Marco de la habitación y salieron de ella apre-
suradamente los señores y las mujeres, quedándose única-
mente el cirujano y su ayudante, que cerraron la puerta.
272
El señor Mequinez trató de llevarse a Marco a una ha-
bitación alejada; pero le fue imposible, pues parecía que le
habían clavado en el pavimento.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le
están haciendo?
El ingeniero le respondió muy bajito, intentando sacarlo
de allí:
—Mira, escucha; tu madre está enferma y hay que ha-
cerle una operación sencilla. Te lo explicaré todo. Ahora ven-
te conmigo.
—No, señor —respondió el muchacho con obstinación—.
Quiero quedarme aquí. Dígame aquí lo que quiera.
El ingeniero amontonaba palabras sobre palabras, tra-
tando de llevárselo, y el chico empezaba a asustarse y a
temblar.
De pronto resonó por toda la casa un grito muy agudo,
como el de un herido mortalmente.
El muchacho replicó con grito desesperado.
—¡Mi madre ha muerto!
El médico apareció en la puerta y dijo:
—Tu madre se ha salvado.
El chico le miró un momento y luego se arrojó a sus pies,
sollozando:
—¡Gracias, doctor!
Pero el joven cirujano le mandó alzarse, diciéndole:
—¡Levántate!... ¡Tú eres, heroico niño, quien ha salva-
do a tu madre!
Verano
Miércoles, 24
Marco el genovés es el penúltimo pequeño héroe que
conoceremos este año; sólo queda otro para el mes de ju-
nio. Faltan dos exámenes mensuales, veintiséis días de
clase, seis jueves y cinco domingos. Se percibe ya el aire
273
de fin de curso. Los árboles del jardín, cubiertos de ho-
jas y flores, dan sombra sobre los aparatos de gimnasia.
Los alumnos van vestidos de verano. Da gusto presen-
ciar la salida de clase: ¡qué distinto de los meses pasa-
dos! Las cabelleras que llegaban hasta los hombros han
desaparecido; todos se han cortado el pelo; se ven cue-
llos y piernas desnudos, sombreros de paja de todas for-
mas, con cintas que cuelgan sobre las espaldas; camisas
y corbatas de todos colores; los más pequeñitos siempre
llevan algo rojo o azul, alguna cinta, un ribete, una borla,
o un remiendo de color vivo, cosido por la madre, para
que haga bonito a la vista, hasta los más pobres; muchos
vienen a la escuela sin sombrero, como si se hubieran
escapado de casa. Otros llevan el traje claro de gimna-
sia. Hay un muchacho de la clase de la maestra Delcati
que va vestido de rojo de pies a cabeza, como un cangre-
jo cocido. Varios llevan trajes de marinero.
Pero el más divertido es el albañilito, que lleva un
sombrerote de paja tan grande, que parece una media
vela con su palmatoria, y como siempre, no es posible
contener la risa al verle poner el hocico de liebre bajo su
sombrero.
Coretti también ha dejado su gorra de piel de gato, y
lleva una gorrilla de viaje de seda gris. Votini tiene una
especie de traje escocés, y, como siempre, muy atildado.
Crossi va enseñando el pecho desnudo. Precossi desapa-
rece bajo los pliegues de una blusa azul turquí de herre-
ro. ¿Y Garoffi? Ahora que ha tenido que dejar el capotón
bajo el cual escondía su comercio, le quedan al descubier-
to todos sus bolsillos, repletos de toda clase de baratijas,
y le asoman las puntas de los números de sus rifas.
Ahora todos dejan ver bien lo que llevan: abanicos he-
chos con medio periódico, pedazos de caña, flechas para
disparar contra los pájaros, hierba y otras cosas que aso-
274
man por los bolsillos y van cayéndose poco a poco de las
chaquetas. Muchos chiquitines traen ramitos de flores
para las maestras. También éstas van vestidas de vera-
no, con colores alegres, a excepción de la monjita, que
siempre va de negro, y la maestrita de la pluma roja, que
la lleva siempre, y un lazo color rosa al cuello, entera-
mente ajado por las manecitas de sus alumnos, que siem-
pre la hacen reír y correr tras ellos.
Es la estación de las cerezas, de las mariposas, de la
música por las calles y de los paseos por el campo; mu-
chos de cuarto se escapan a bañarse en el Po; todos sue-
ñan con las vacaciones, cada día salimos de la escuela
más impacientes y contentos que el día anterior. Sólo
me da pena ver a Garrone de luto y a mi pobre maestra
de primer año, que cada vez está más consumida, más pá-
lida, y tosiendo con más fuerza. ¡Camina enteramente
encorvada, y me saluda con una expresión tan triste!...
Poesía
Viernes, 26
Comienzas a entender la poesía de la escuela, Enri-
que; pero por ahora no ves la escuela más que por dentro:
te parecerá mucho más hermosa y poética dentro de trein-
ta años, cuando vengas a acompañar a tus hijos y la veas
por fuera como yo la veo. Esperando la hora de salida,
voy y vuelvo por las calles silenciosas que hay en derre-
dor del edificio, y acerco mi oído a las ventanas de la planta
baja, cerradas con persianas. En una ventana oigo la voz
de una maestra que dice:
—¡Eh! ¡El rasgo de la t no está bien, hijo mío! ¿Qué di-
ría de él tu padre?...
275
En la ventana siguiente se oye la gruesa voz de un
maestro que dicta con lentitud:
—Compró cincuenta metros de tela... a cuatro liras cin-
cuenta centavos el metro..., los volvió a vender...
Más allá, la maestrita de la pluma roja lee en alta
voz:
—Entonces, Pedro Micca, con la mecha encendida...
De la clase cercana sale como un gorjeo de cien pája-
ros, lo cual quiere decir que el maestro ha salido fuera un
momento. Voy más adelante, y a la vuelta de la esquina
oigo que llora un alumno, y la voz de la maestra que lo re-
prende y consuela. Por otras ventanas llegan a mis oídos
versos, nombres de grandes hombres, fragmentos de senten-
cias que aconsejan la virtud, el amor a la patria, el valor.
Siguen después instantes de silencio, en los cuales se di-
ría que el edificio estaba vacío; parece imposible que allí
dentro haya setecientos muchachos; de pronto se oyen es-
trepitosas risas, provocadas por una broma de algún maes-
tro de buen humor... La gente que pasa se detiene a escu-
char, y todos vuelven una mirada de simpatía hacia aquel
hermoso edificio que encierra tanta juventud y tantas es-
peranzas.
Se oye luego de repente un ruido sordo, un golpear de
libros y de carteles, un roce de pisadas, un zumbido que
se propaga de clase en clase, y de arriba a abajo, como al
difundirse de improviso una buena noticia: es el bedel que
va a anunciar la hora. A este murmullo, una multitud de
mujeres, hombres, chicas y chicos se aprieta a uno y otro
lado de la salida para esperar a los hijos, a los herma-
nos, a los nietecillos; entretanto, de las puertas de las cla-
ses se deslizan en el salón de espera, como a borbotones,
grupos de muchachos pequeños, que van a recoger sus ca-
potitos y sombreros, haciendo con ellos revoltijos en el sue-
lo, y brincando alrededor, hasta que el bedel los vuelve a
276
hacer entrar uno por uno en clase. Finalmente, salen en
largas filas y marcando el paso. Entonces comienza de
parte de los padres una lluvia de preguntas: «¿Has sabi-
do la lección? ¿Cuánto trabajo te ha puesto? ¿Qué tenéis
para mañana? ¿Cuándo es el examen mensual?»
Y hasta las pobres madres que no saben leer abren
los cuadernos mirando los problemas y preguntan las no-
tas que han tenido. «¿Solamente ocho? ¿Diez, sobresalien-
te? ¿Nueve, de lección?» Y se inquietan, y se alegran, y pre-
guntan a los maestros, y hablan de programas y de exá-
menes. ¡Qué hermoso es todo esto; cuán grande y qué in-
mensa promesa para el mundo!
TU PADRE
La sordomuda
Domingo, 28
No podía terminar mejor el mes de mayo que con la
visita de esta mañana.
Oímos la campanilla y todos corrimos a la puerta.
De pronto oigo decir a mi padre en tono de extrañeza:
—¿Tú por aquí, Jorge?
Era nuestro jardinero de Chieri, que ahora tiene a la
familia en Condove y acababa de llegar de Génova, don-
de había desembarcado el día anterior, de regreso de Gre-
cia, después de trabajar tres años en las vías del ferroca-
rril. Traía un voluminoso fardo. Está algo más envejecido,
pero conserva como siempre buen color y no ha perdido
su acostumbrada jovialidad.
Mi padre le invitó a entrar, mas él no quiso y pregun-
tó, poniéndose serio:
—¿Cómo está mi familia? ¿Y Luisita?
277
—Hasta hace unos días estaba bien —respondió mi
madre.
Jorge dio un suspiro:
—¡Alabado sea Dios! No me atrevía a presentarme
en el Colegio de Sordomudos sin tener antes noticias de
ella. Dejaré aquí el bulto y voy en seguida a verla. ¡Ya hace
tres años que no la veo! ¡Tres años sin ver a ninguno de
los míos!
Mi padre me dijo:
—Acompáñalo.
—Perdone, pero quería preguntarle...
Mi padre le interrumpió:
—¿Cómo le ha ido por allá?
—Bien —le respondió él—. He traído algún dinero.
Pero deseaba preguntarle cómo va la instrucción de mi
mudita. Cuando la dejé, parecía una criatura insensible.
¡Pobre hija mía! Yo no tengo mucha fe en esos colegios.
¿Sabe usted si ha aprendido ya a hacer gestos? Mi mu-
jer me decía en sus cartas que aprende a hablar y que
adelanta. Yo digo que poco nos importa que aprenda a
hablar si no podemos entendernos con ella por no saber
hacer los gestos. ¿No le parece? Eso estará bien para que
los mudos se entiendan entre sí...
Mi padre se sonrió y le dijo:
—No quiero adelantarle nada. Ya verá usted lo que
hay. Vaya, vaya a verla, sin pérdida de tiempo.
Salimos. El colegio está cerca. Por el camino el jardi-
nero me fue hablando mostrándose a cada paso más pe-
simista.
—¡Pobre Luisita mía! ¡Qué fatalidad nacer con esa des-
gracia! ¡Pensar que nunca me he oído llamar padre, ni ella
ha oído la palabra hija, ni ninguna otra! ¡Ah! Y puedo dar
gracias, que un señor caritativo le ha costeado la estan-
cia en el colegio. Pero... no ha podido ir antes de los ocho
278
años. Hace tres años que no está en casa. Va a hacer once.
¿Ha crecido? ¿Está contenta?
—Pronto lo va a ver —le contesté, apretando el paso.
—¿Pero donde está el colegio? Mi mujer la llevó a él
cuando yo estaba ausente. Debe estar por aquí.
Habíamos llegado a la puerta. En seguida fuimos al
locutorio.
Se presentó en seguida un asistente.
—Yo soy el padre de Luisa Voggi —dijo el jardine-
ro—. Desearía verla cuanto antes.
—Ahora están en recreo —contestó el empleado—;
se lo diré a la profesora.
El jardinero ya no podía hablar ni estarse quieto. Mi-
raba los cuadros de las paredes sin ver nada.
Se abrió la puerta y entró una maestra vestida de ne-
gro con una chica de la mano.
Padre e hija se miraron un momento y luego se abra-
zaron con gran efusión.
La chica llevaba una bata de tela con rayas blancas y
de color rosa y un delantalito blanco. Es más alta que yo.
Lloraba y tenía a su padre apretado por el cuello con am-
bos brazos.
Su padre se desasió de ellos y empezó a mirarla de
arriba abajo, con los ojos llenos de lágrimas y tan agita-
do como si acabase de echar una carrera. Luego excla-
mó:
—¡Qué crecida está! ¡Qué guapa! ¡Oh, mi querida, mi
pobrecita Luisita! ¡Mi mudita! ¿Es usted, señora, su maes-
tra? Dígale que me haga sus signos; algo entenderé. Des-
pués ya iré aprendiendo poco a poco. ¿No podría decir-
me algo por gestos?
La profesora se sonrió y dijo en voz baja a la chica:
—¿Quién es este hombre que ha venido a verte?
279
La muchacha, con una voz oscura, gruesa y extraña,
como la de un salvaje que hablase por primera vez nues-
tra lengua, pero pronunciando con gran claridad, y son-
riéndose, contestó:
—Es mi padre.
El jardinero dio un paso atrás, como asustado, y gritó:
—¡Habla! ¿Pero es posible, Dios mío? ¡Me has habla-
do tú, hijita! ¿Cómo se ha operado este milagro?
Y de nuevo la abrazó y le besó tres veces seguidas la
frente.
—¿Cómo me iba a figurar, señora maestra, que ha-
blase diciendo palabras como nosotros, y no con gestos?
—Eso de hablar con gestos, señor Voggi, es un siste-
ma ya anticuado. Aquí aplicamos en método oral. Me ex-
traña que no lo supiera.
—¡Es que he estado fuera tres años, señora! —res-
pondió el jardinero—, y, aunque me lo hayan dicho por
carta, nunca creí que fuera una realidad. Tengo una ca-
beza muy dura, ¿comprende?... Entonces, ¡tú me entien-
des!, ¿verdad, hija mía? ¿Oyes lo que digo?
—¡Ah, no, no, buen hombre! —replicó la profesora—.
No puede oír las palabras ni ningún otro sonido, porque
es sorda total. Pero por los movimientos de sus labios
sabe lo que usted dice. No oye las palabras de usted ni
las suyas, ésa es la verdad; las pronuncia porque le he-
mos enseñado, letra por letra, cómo ha de poner los la-
bios y mover la lengua, así como el esfuerzo que debe ha-
cer con el pecho y la garganta para emitir los sonidos.
El jardinero no comprendió mucho de esa explicación.
Se quedó mirándola boquiabierto, sin llegar a creer lo
que estaba viendo y oyendo.
—Dime, Luisita —preguntó a la hija, hablándole al
oído—, ¿estás contenta de que haya vuelto tu padre? —Y,
levantando la cabeza, se quedó esperando la respuesta.
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La chica le miró, pensativa, y no dijo nada.
El padre se mostró muy contrariado.
La profesora se echó a reír, y luego dijo:
—No le responde, buen hombre, porque no ha visto
los movimientos de sus labios; le ha hablado usted al oído.
Repítale la pregunta poniéndose delante de ella.
El padre, mirándola fijamente, repitió:
—¿Estás contenta de que haya vuelto tu padre y de
que ya no se vaya?
La chica, que había seguido con la vista, muy atenta,
los movimientos de sus labios, tratando hasta de ver el
interior de la boca, respondió con gran soltura:
—Sí, es-toy con-ten-ta de que ha-yas vuel-to y de que
ya no te va-yas nun-ca.
El padre la abrazó impetuosamente, y luego, a toda
prisa, la abrumó a preguntas para cerciorarse de que
podía entenderse con ella.
—¿Cómo se llama mamá?
—Anto-nia.
—¿Y tu hermanita?
—Ade-laida.
—¿Cómo se llama este colegio?
—De sordo-mudos.
—¿Cuántos son diez y diez?
—Vein-te.
Cuando creíamos que iba a reírse de alegría, de pron-
to se echó a llorar. Pero sus lágrimas eran, indudablemen-
te, de gozo, no pudo contenerse.
—¡Mucho ánimo! —le dijo la profesora—. Tiene us-
ted motivos para alegrarse y no llorar. ¿No ve que hace
llorar también a su hija? Bueno, en total, que está usted
contento, ¿no es así?
El jardinero estrechó fuertemente la mano de la pro-
fesora y se la besó dos o tres veces, diciendo:
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—Gracias, gracias, muchas gracias, señora maestra,
y perdone que no sepa decirle otra cosa.
—Además de hablar —repuso la profesora— su hija
sabe escribir, hacer cuentas; conoce el nombre de los ob-
jetos corrientes. Sabe algo de historia y de geografía. Aho-
ra está en la clase normal. Cuando haya cursado los otros
dos años, sabrá mucho, mucho más. Saldrá de aquí en
condiciones de ejercer una profesión. Ya tenemos sor-
domudos colocados en comercios que sirven a los clien-
tes y cumplen tan bien como los demás.
El jardinero quedó todavía más sorprendido que an-
tes. Parecía que de nuevo se le confundían las ideas. Miró
a su hija y se rascó la frente. Por su expresión, deseaba
más explicaciones.
La profesora se dirigió entonces al empleado y le dijo:
—Llame a una niña de la clase de preparatorio.
El hombre volvió poco después con una sordomuda
de unos ocho o nueve años, que hacía poco había ingre-
sado en el colegio.
—Esta chiquita —dijo la profesora— es una de aque-
llas a las que enseñamos lo más elemental. Fíjese cómo
se hace. Quiero hacerle decir e. Preste atención.
La profesora abrió la boca como se pone para pronun-
ciar dicha vocal, e indicó a la niña que abriese la boca de
igual manera. La pequeña obedeció. La profesora, por
medio de señas, le pidió que emitiera el sonido. Ella lo
hizo, pero en vez de e dijo o.
—No, no —le advirtió la profesora—; no es así.
Y cogiendo ambas manos a la niña, le puso una de ellas
abierta sobre la garganta, y la otra en el pecho. Repitió: e.
La niña, que había percibido en sus manos el movi-
miento de la garganta y del pecho de la profesora, vol-
vió a abrir la boca y pronunció perfectamente la e. De
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